1983

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Quinta parte » Capítulo 54

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La semana del odio:

Vuelvo a llamar al timbre.

Un reloj vuelve a dar la una.

Llamo a la puerta con los nudillos. Aporreo la puerta.

Nunca coge el teléfono, nunca abre la puerta; ella es así.

Me siento en el escalón con la espalda en la puerta. Busco en el bolsillo de mi abrigo militar. Saco una naranja y empiezo a pelarla.

Se abre un resquicio en la puerta.

Vuelvo la cabeza y extiendo la mano con un gajo de naranja.

Un niño sale de puntillas en la penumbra. Se acerca a la naranja.

Nos rozamos las puntas de los dedos.

Le doy la mano y lo sujeto de la muñeca. Le meto un gajo de naranja en la boca. Le agrieta la piel de los labios finos. Nota el sabor de la naranja amarga y de su propia sangre. Es incapaz de hablar. Es incapaz de decirme que su mamá no está, que ha salido a comprar…

Pero volverá pronto, asiento.

Le hago entrar en la casa que ahora es nuestra casa.

Nuestra casa en mitad de nuestra calle.

Cierro la puerta y espero.

La tele está encendida: Juega bien tus cartas; Danos una pista; Sólo cuando me río

No tengo ni idea. Soy una sombra.

Apago las luces.

Sólo queda la luz de la tele: Dinastía, Profesión Peligro, Los chicos de Fama.

No tengo ni puta idea.

Saco otra naranja del bolsillo de mi abrigo militar y se la ofrezco al niño.

Niega con la cabeza.

—¿Te llamas Barry?

Asiente.

—Yo también me llamaba Barry —le digo.

El niño se mira los pies.

—Toma. ¿Te gusta esta insignia?

El niño mira la insignia que tengo en la mano: UK Decay.

Niega con la cabeza.

Oigo girar una llave en la puerta.

(Pensamos en la llave, cada uno en su prisión). Gira una sola vez.

Abre la puerta y abre la boca. Da media vuelta para marcharse, pero me he puesto en pie y estoy cruzando la habitación.

La hago entrar en nuestra casa.

Aquí dormíamos (soñábamos, gritábamos).

La llevo hasta una butaca. Cierro de un portazo.

(Aquí dentro guardábamos el dolor). —Sueña— le digo.

Se sienta en la butaca y me mira, con la respiración agitada.

El niño nos observa.

—Hola —digo—. Hola de parte de uno que se marchó.

Ella se queda sentada y me mira.

—¿No te acuerdas de mí?

Me mira:

—Creí que habías muerto —dice.

—No, no he muerto.

Se echa a llorar.

Me siento a su lado y la abrazo.

El pelo le huele a grasa y a humo.

Los lagrimones caen en su ropa vieja.

—Haz el favor de no empezar con las obras de desagüe —le digo, sonriendo.

Deja de llorar. Sorbe por la nariz y se frota la punta enrojecida. Se seca los ojos enrojecidos.

El niño sigue observándonos.

—¿Tú crees en los fantasmas, Barry? —le pregunto.

Niega con la cabeza.

—Pues deberías —digo—. ¿Verdad que sí, mamá?

Entonces los oigo.

Los oigo llegar.

Llegar a nuestra casa.

Nuestra casa en el centro de nuestra calle (nuestra casa en el centro de nuestro infierno).

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