1983

1983


Primera parte » Capítulo 2

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Nuevas esperanzas para Gran Bretaña:

Sábado, 14 de mayo de 1983.

D-26.

Niebla y aguanieve desde Wakefield hasta aquí: El Park Lane Special Hospital, en Merseyside.

Un lugar inmundo y sórdido.

Apagas la radio, que está emitiendo el debate electoral, y bajas la ventanilla.

—Vengo a ver a Michael Myshkin —le dices al guarda de la verja.

—¿Quién es usted?

—John Piggott.

El funcionario consulta la carpeta que tiene en la mano y la inclina para protegerla de la lluvia:

—¿John Winston Piggott?

Asientes.

—¿Su abogado?

Asientes de nuevo, con menos convicción.

Te da una tarjeta plastificada:

—Siga el camino hasta el edificio principal y el aparcamiento. Pase por recepción. Desde allí lo acompañarán.

—Gracias.

Subes por la carretera negra y mojada hasta un edificio alargado y gris, moderno y con barrotes en las ventanas. Aparcas y sales a la luz fría y deprimente, al aguanieve y la lluvia. Llamas a un timbre y esperas en la puerta metálica del edificio principal. Se oye un chasquido fuerte y luego una alarma. Abres la puerta y entras en una jaula de acero. Enseñas la tarjeta plastificada al funcionario que está al otro lado de los barrotes y le dices tu nombre. El guardia da dos golpes en uno de los barrotes con una porra negra y reluciente. Se abre otra puerta. Suena otra alarma y llegas a la zona de recepción. Otro guardia te entrega un papel con un número. Señala con la cabeza hacia un banco. Te acercas al banco y te sientas entre una pareja de ancianos y una mujer con un niño que está llorando.

Te sientas y esperas en la sala gris y húmeda, gris y húmeda porque huele a gente que ha recorrido cientos de kilómetros por carreteras grises y húmedas para que unos hombres gordos con uniformes grises y húmedos y porras negras y relucientes les ordenen que esperen en asientos grises y húmedos sólo para recibir más malas noticias, grises y húmedas, mientras se abren cerrojos y cerraduras y suenan alarmas y se dicen números en voz alta y la pareja de ancianos se levanta y vuelve a sentarse y el niño sigue llorando hasta que una voz desde un mostrador que está junto a la puerta grita: «Veintisiete».

El niño ha dejado de llorar y su madre te está mirando.

—¡Veintisiete!

Te levantas.

—¡Número veintisiete!

Te presentas en el mostrador de recepción:

—John Piggott. Vengo a ver a Michael Myshkin.

Una mujer con un uniforme gris recorre con un dedo húmedo y mordido una lista escrita a bolígrafo, sorbe por la nariz y pregunta:

—¿Motivo de la visita?

—Su madre me ha pedido que venga a verlo.

Vuelve a sorber por la nariz y te mira:

—¿Familiar?

—No. Soy abogado.

—¿Motivo legal? —dice entonces entre dientes, con repentino odio inglés, con estridencia y maldad.

Asientes, vagamente asustado.

Te entrega un pase.

—¿Es la primera vez?

Vuelves a asentir. Su aliento maloliente, cerca.

—Llevarán al paciente a la sala de visitas y un miembro del personal supervisará la visita. Las visitas tienen una duración limitada de cuarenta y cinco minutos. Se sentarán los dos a una mesa y no podrán levantarse mientras dure la visita. No puede establecer contacto físico con el paciente, no puede darle nada. Si desea darle algo, hágalo a través de esta oficina. Sólo podrá entregarle alguno de los objetos que figuran en esta lista —dice, y te da una fotocopia tamaño A-4.

—Gracias —sonríes.

—Vuelva a su asiento y espere hasta que un miembro del personal lo acompañe a la zona de visitas.

—Gracias —repites y obedeces.

Treinta minutos y un cisne de papel más tarde, aparece un funcionario larguirucho, con manchas de sangre en el cuello.

—¿John Winston Piggott? —dice.

Te levantas.

—Por aquí.

Lo sigues hasta otra doble puerta cerrada con llave, otra alarma y un timbre, cruzas la doble puerta y recorres un pasillo sofocante y gris, iluminado en exceso.

Otra puerta doble. El funcionario se detiene y pregunta:

—¿Conoce las normas?

Asientes.

—No se levante, no establezca contacto físico, no le dé nada, ni cigarrillos ni nada —dice de todos modos.

Asientes de nuevo.

—Le avisaré cuando haya pasado el tiempo. Si quiere terminar antes, dígalo.

Introduce un código en un panel que hay en la pared.

Suena una alarma y se abre la puerta.

—Las damas primero —dice.

Entras en una sala pequeña con una alfombra gris y las paredes grises, dos mesas de plástico y dos sillas de plástico en cada mesa.

No hay ventanas, sólo una puerta enfrente.

Ni té ni galletas.

—Siéntese —dice el funcionario.

Te sientas en la silla de plástico, de espaldas a la puerta gris por la que acabas de entrar. Te inclinas hacia delante y apoyas los brazos en la mesa de plástico gris, llena de marcas, sin apartar la mirada de la puerta de enfrente.

El funcionario coge una silla del otro lado de la mesa y se sienta detrás de ti.

Te vuelves y le preguntas:

—¿Cómo es Myshkin?

Mira a la puerta, te mira y guiña un ojo:

—Un pervertido, como todos.

—¿Es violento?

—Sólo con la mano derecha —imita un gesto.

Te ríes, miras al frente y allí está, ha aparecido…

Como por arte de magia.

Entra por la puerta con su mono gris y su camisa gris; enorme y con la cabeza el doble de grande de lo normal: Michael John Myshkin, asesino de niñas.

Has dejado de reírte.

Michael Myshkin está en la puerta, con babas en la barbilla.

—Hola —dices.

—Hola —Myshkin sonríe y parpadea.

El funcionario lo empuja hacia la silla gris de enfrente, cierra la puerta y coge la última silla para sentarse detrás de Myshkin.

Michael Myshkin te mira.

Apartas la mirada.

Myshkin baja los ojos y mira la mesa de plástico gris.

—Me llamo John Piggott —dices—. Vivía en Fitzwilliam, cerca de usted. Ahora soy abogado y su madre me ha pedido que venga para hablarle de un recurso de apelación.

Haces una pausa.

Michael Myshkin se toca el pelo rubio y sucio con la mano derecha y gorda; tiene el pelo fino y grasiento.

—Un recurso de apelación es un procedimiento largo y caro, que requiere mucho tiempo y la participación de muchas personas —continúas—. Por eso, antes de que ningún bufete acepte emprender el procedimiento, tiene que asegurarse de que hay suficientes fundamentos para presentar el recurso y suficientes posibilidades de éxito. Y eso ya de por sí cuesta mucho dinero.

Haces otra pausa.

Myshkin te mira.

—¿Comprende lo que le digo?

Se limpia la mano derecha en el mono y sonríe; sus ojos azules, claros, parpadean en la habitación cálida y gris.

—¿Comprende lo que le digo?

Michael Myshkin dice que sí con la cabeza, sin dejar de sonreír, de parpadear.

Te vuelves a mirar al funcionario que está sentado detrás de ti:

—¿Puedo tomar notas?

Se encoge de hombros y sacas un cuaderno de espiral y un boli de la cartera.

Abres el cuaderno y le preguntas a Myshkin:

—¿Cuántos años tiene, Michael?

Se vuelve a mirar al funcionario que está detrás de él, te mira y susurra:

—Veintidós.

—¿De verdad?

Parpadea, sonríe y vuelve a asentir con la cabeza.

—Su madre me dijo que tenía treinta.

—Fuera —dice, llevándose el dedo índice de la mano izquierda a los labios húmedos.

—¿Qué pasa fuera? ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Michael Myshkin te mira, sin sonreír, sin parpadear, y contesta, muy despacio:

—Siete años, cuatro meses y veintiséis días.

Estás sentado en la silla de plástico, dando golpes en la mesa de plástico con el boli de plástico.

Lo miras.

Myshkin vuelve a tocarse el pelo.

—Michael.

Te mira.

—¿Sabe usted por qué está aquí? ¿En este hospital?

Asiente.

—Dígame. Dígame por qué está aquí.

—Por Clare —dice.

—¿Clare qué?

—Clare Kemplay.

—¿Qué pasa con ella?

—Dicen que la maté.

—¿Y eso es cierto? —preguntas en voz baja—. ¿La mató?

Michael John Myshkin niega con la cabeza.

—No.

—¿No qué? —preguntas, tomando nota de sus palabras literalmente.

—No la maté.

—Pero ellos dicen que sí.

—Ellos dicen que sí.

—¿Quién lo dice?

—La policía, los periódicos, el juez, el jurado. Todos.

—Y usted —dices—. Usted también lo dijo.

—No —responde Michael Myshkin.

—¿No lo dijo o no la mató?

—No la maté.

—¿Entonces por qué dijo que la mató si no la mató?

Vuelve a tocarse el pelo.

—Michael —dices—. Esto es muy importante.

Te mira.

—¿Por qué dijo que la mató?

—Me dijeron que tenía que decirlo.

—¿Quiénes?

—Todos.

—¿Quiénes son todos?

—Mi padre, mi madre, los vecinos, en el trabajo, los abogados, los policías. Todos.

—¿Qué policías? ¿Recuerda sus nombres?

Deja de tocarse el pelo y niega con la cabeza.

—¿Recuerda qué aspecto tenían?

Sigue cabizbajo. Asiente.

Pero dejas de escribir y te fijas en los ojos uniformados del hombre que está detrás de Michael Myshkin, consciente del otro par de ojos uniformados que están detrás de ti.

—¿Por qué le dijeron que hiciera eso? ¿Que dijera que la mató? —preguntas.

Michael John Myshkin te mira. No sonríe. No parpadea. No se toca el pelo.

—Porque sé quién la mató.

—¿Sabe quién la mató?

Mira la mesa, vuelve a tocarse el pelo.

Empiezas a escribir:

—¿Quién?

Sigue tocándose el pelo y vuelve a mirar la mesa de plástico, parpadeando.

—Michael, si no fue usted, ¿quién fue?

Sigue tocándose el pelo. Parpadeando. Sonriendo.

—¿Quién?

Sonriendo, parpadeando y tocándose el pelo…

—¿Quién?

Michael Myshkin te mira:

—El Lobo —dice.

Sueltas el bolígrafo:

—¿El Lobo?

Myshkin, con su mono gris y su camisa gris, su cuerpo enorme y su cabeza enorme, asiente.

Asiente y se ríe.

Se ríe con fuerza.

Los funcionarios también se ríen.

Se ríe, asiente, parpadea y se toca el pelo, con babas en la barbilla.

Michael John Myshkin, asesino de niñas, se ríe.

Con babas en la barbilla y lágrimas en las mejillas.

Fuera, en el coche, arrancas el motor, pones la radio y enciendes un cigarrillo: Thatcher asegura que la defensa será la prioridad nacional; detenidas diez mujeres en Greenham al intervenir los alguaciles por orden judicial; el joven de quince años acusado del asesinato de un niño de tres años comparecerá ante el tribunal en Northampton; tres días desde la desaparición de Hazel, la búsqueda continúa; Nilsen acusado de otros cuatro asesinatos: Kenneth Ockendon, en diciembre de 1979; Martyn Duffey, en mayo de 1980; William Sutherland, en septiembre de 1980, Malcolm Barlow en…

Apagas la radio, enciendes otro cigarrillo y oyes caer la lluvia en el techo, con los ojos cerrados: Fitzwilliam, hace tres días. Esperaste a Pete bajo el aguacero. Al ver que no llegaba, entraste en el crematorio para incinerar a tu madre. Asististe a la ceremonia mordiéndote los carrillos hasta que te hiciste sangre y por fin afloraron las lágrimas.

Allí estaban la señora Myshkin, la señora Ashworth y dos o tres más.

Pero Pete no apareció.

Mamá Myshkin te cazó detrás de la casa, con una mancha de margarina barata de un sándwich de jamón rancio en el traje negro y barato. Te limpió la mancha con un pañuelo de flores y dijo: «¿Irás a verlo?».

Abres los ojos.

Estás mareado y quemándote los dedos.

Apagas el cigarrillo y toqueteas los botones de la radio hasta que encuentras un poco de música: The Police.

—¿Señora Myshkin?

En una cabina de teléfono de Merseyside, oyes a la señora Myshkin y el ruido incansable de la lluvia en el techo.

—Michael está bien —dices.

Llueve a cántaros y los coches llevan las luces encendidas a media tarde, un sábado de mayo.

—Tenemos que hablar.

Una tarde lluviosa de sábado como las que pasabas en casa del tío Ronnie y la tía Winnie en Thornhill comiendo tarta de limón y tarta de manzana en la cocina, junto a una vieja motocicleta de fabricación británica desguazada en el suelo de linóleo, con miedo…

—¿Puedo pasar por ahí al principio de la semana?

Sentado con Pete en el sidecar, en el garaje, oyendo caer la lluvia en el techo de uralita, en las paredes, como un intenso y doloroso bombardeo de granadas, oyendo el martilleo incansable de la lluvia en el techo y sin ganas de ir a casa, sin ganas de ir al colegio el lunes, con miedo de ir.

—¿El martes le va bien?

Ese vago temor ya entonces.

—Adiós, señora Myshkin.

El mismo temor ahora, cada vez menos vago.

La señora Myshkin cuelga y te quedas en la cabina de teléfono de Merseyside oyendo el tono de llamada.

El tono de llamada y el ruido incansable de la lluvia en el techo, sin ganas de ir a casa, sin ganas de ir al trabajo, con miedo de ir.

El mismo temor:

Sábado, 14 de mayo de 1983.

D-26.

El mismo temor ahora:

Ladridos de perros.

Se acercan.

Lobos.

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