1983

1983


Primera parte » Capítulo 4

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5.º día:

Lunes, 16 de mayo de 1983.

Se han registrado cinco mil edificios y se ha interrogado a treinta mil personas.

Se amplía la búsqueda en un radio de cincuenta kilómetros; los buzos están dragando ríos y alcantarillas.

La familia hundida, los parientes están presionando.

Redadas de madrugada para cazar a los pervertidos y a los excarcelados en libertad condicional.

—Pase directamente —dijo la secretaria del director general—. Lo está esperando.

—Gracias —contesté, ajustándome las gafas.

Llamé una vez y abrí la puerta.

El director general Angus estaba sentado detrás de la mesa, de espaldas a la ventana y a otro cielo gris, escribiendo. Levantó la vista. Señaló con la cabeza la silla que tenía enfrente.

Me senté.

—¿Alguna noticia? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

Negué con la cabeza.

Dejó de escribir. Soltó el bolígrafo.

—¿Qué hay de la prensa?

—Estarán entretenidos con la reconstrucción —dije.

—¿No es un poco prematuro?

—Regalo de cumpleaños.

—¿Quieres hacerlo el jueves?

—Si podemos avisarlos hoy o mañana.

—¿A la prensa?

—Y a la familia.

—Muy bien —asintió.

—¿Podría salir en la información nacional?

—Creí que pensabas que era una noticia local.

—Sigo pensándolo.

Se encogió de hombros.

Abrí el expediente encima de las rodillas. Le di una foto en blanco y negro.

—¿Te acuerdas de ella?

—Muy gracioso, Maurice —dijo, sin reírse.

—Por lo visto mucha gente sí.

—¿Sí qué?

—Sí se acuerda de ella.

—He oído decir que has estado husmeando por ahí.

—¿Te parece mal?

—Es una coincidencia.

—De eso nada.

—Está encerrado a cal y canto —dijo Angus—. Está donde tiene que estar, gracias a ti.

—¿Y si fuera gracias a él?

—Lo habría dicho.

—Dice que él no lo hizo.

—Antes no decía eso.

—No le dejamos que lo dijera.

—Maurice, escúchame —me rogó—. Michael Myshkin podría estar chalado, pero tiene el corazón duro como una piedra. Lo hizo él; las mató él. Tan seguro como que estoy aquí y estás aquí.

No contesté.

—En el fondo de tu corazón lo sabes —dijo—. En el fondo lo sabes.

En el fondo de mi corazón.

Negué con la cabeza:

—Entonces, ¿es una puñetera coincidencia?

—Ya te lo he dicho.

—Bueno, y yo te he dicho que una mierda.

Ronald Angus suspiró. Apoyó las manos con fuerza en la mesa grande. Se levantó. Se acercó a la ventana. Contempló otro cielo gris sobre Wakefield.

Empezaba a llover otra vez.

—Eso no quiere decir que no tenga un imitador, como suele pasar con esas bestias —dijo, dándome la espalda.

—Quiero ir a verlo —insistí.

Asintió al cielo gris.

—¿Eso es un sí?

Volvió la espalda al cielo gris.

—Que no aparezca en el expediente. Con eso basta.

Me levanté y me ajusté las gafas.

La lluvia golpeaba con fuerza en la ventana.

Recogí la fotografía en blanco y negro de la mesa.

Clare Kemplay me sonrió entre las manos.

En el fondo de mi corazón.

Tomé la autopista para volver a Leeds: el cielo sucio y gris derramaba de vez en cuando repentinos y extraños rayos de sol; recuerdos infantiles de sol y hierba cortada sofocados por voces; voces aterradoras, histéricas y estridentes, a la espera de una fatalidad inminente, de tragedia y de muerte.

Una niña no se esfuma así como así.

Sin repentinos y extraños rayos de sol abandoné la autopista en la salida de Hunslet y Beeston, dejando atrás camiones aterradores, excavadoras histéricas y grúas estridentes. Cogí la carretera de Hunslet y entré por Black Bull Street hasta el centro de Millgarth con las manos temblando, las rodillas flojas y el estómago vacío ante la fatalidad inminente, la tragedia y la muerte.

Alguien en alguna parte ha tenido que ver algo.

Era el 5.º día.

1983.

—¿Ahora? —dijo Dick—. ¿En este preciso instante?

—Y ni una palabra; ni siquiera a Jim.

—¿Puedo coger el abrigo? —preguntó.

—Te espero abajo dentro de cinco minutos.

—Muy bien —abrió la puerta.

—Ya sabes, Dick —dije.

Se detuvo.

—Ni una palabra, ¿eh?

Asintió como dando a entender:

Soy yo, Maurice, soy yo.

—Lo digo en serio —insistí.

—Ya lo sé —dijo. Y confié en que así fuera.

Confié en que así fuera.

Conducía él.

Yo me dejé llevar, soñando…

Reinos subterráneos, reinos olvidados de tejones y de ángeles, ciudades de gusanos y de insectos; cisnes mudos sobre lagos negros y dragones que alzan el vuelo por cielos pintados con estrellas de plata y se abaten en picado sobre cavernas iluminadas con candiles donde un búho custodia a tres princesitas dormidas entre sus alas diminutas, para protegerlas de…

Me desperté sobresaltado por las noticias:

La policía ha proseguido hoy la búsqueda de Hazel Atkins, la niña desaparecida en Morley. El inspector Maurice Jobson, el detective que dirige la investigación, ha reconocido que la respuesta ciudadana ha sido hasta el momento decepcionante…

Sobresaltado por las noticias:

Una niña no se esfuma así como así. Alguien en alguna parte tiene que haber visto algo.

Me quité las gafas y me froté los ojos. El mismo sabor en la boca…

A carne.

Sobresaltado.

Esperamos sentados en sillas de plástico, oyendo puertas y cerraduras, pasos arrastrados y algún grito que de vez en cuando llegaba de otra zona del edificio. Esperamos sentados en sillas de plástico, mirando los distintos tonos de pintura gris, los apliques grises y los muebles grises.

Esperamos sentados en sillas de plástico a Michael Myshkin.

Cinco minutos más tarde la puerta se abrió y allí estaba.

Con un mono gris, gordo por culpa de la vida institucional y sudoroso por culpa del calor institucional.

Michael John Myshkin.

Se sentó frente a nosotros, sin mirarnos.

—Michael —dije—. ¿Se acuerda de nosotros?

Nada.

—Soy el señor Jobson y éste es el señor Alderman. Somos policías de West Yorkshire. Cerca de donde vive su madre.

Levantó la vista, echó un vistazo a Dick y volvió a mirarse las manos gordas, apoyadas en la barriga.

—¿Cómo está, Michael? —preguntó Alderman. Y ojalá no hubiera dicho nada, porque Myshkin empezó a retorcerse las manos gordas.

—Michael —dije—. Hemos venido para hacerle unas preguntas; nada más. Nos iremos en seguida, en cuanto nos diga lo que queremos saber.

Volvió a mirar, esta vez a mí.

Sonreí. No sonrió.

—Ha pasado mucho tiempo. Lleva aquí mucho tiempo, ¿verdad?

Asintió.

—¿Echa de menos su casa?

Asintió.

—A mí me pasaría lo mismo. A mi familia, a mis amigos.

Asintió.

—Vivía en Fitzwilliam, ¿no?

Asintió.

—Con su madre y su padre, ¿verdad?

Asintió.

—¿Su padre era minero?

Asintió.

—Murió, ¿verdad?

Otro asentimiento.

—Lo siento —dije—. Llevaba bastante tiempo enfermo, ¿no?

Dos asentimientos rápidos.

—¿Y dónde está su madre ahora?

—En Fitzwilliam —susurró.

—¿En la misma casa?

Asintió.

—Seguro que tiene su habitación preparada para cuando vuelva —sonreí—. La conserva tal como estaba.

Volvió a asentir, dos veces.

—¿Viene a menudo por aquí, su madre?

—Sí —dijo, otra vez con un susurro.

—¿Y los amigos? ¿También vienen?

Negó con la cabeza.

—¿Tiene noticias de ellos?

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Y ese tal Johnny? ¿No sabe nada de él?

—¿Johnny? —preguntó, mirándome.

—Sí. —Di unos golpes con los dedos en la mesa—. Johnny… ¿cómo se apellidaba?

—¿Jimmy? —dijo—. ¿Jimmy Ashworth?

—Eso es —asentí—. Jimmy Ashworth. ¿Qué tal le va?

Se encogió de hombros.

—¿No viene nunca? ¿No escribe?

—No.

—¿Ni una tarjeta por Navidad?

—No.

—Pero eran muy buenos amigos, según tengo entendido.

—Sí.

—Uña y carne —sonrió Dick.

Myshkin asintió.

—Eso no está bien —dije—. Menudo amigo ha resultado ser.

Nada.

—¿Y los demás? —pregunté.

Me miró.

—¿Sus otros amigos?

Negó con la cabeza.

—¿Quiénes eran? Recuérdemelo.

Negó con la cabeza.

—Al final sólo Jimmy —dijo.

—¿Y chicas? ¿Amigos por correspondencia?

Negó con la cabeza.

—¿Y alguien del trabajo?

Nada.

—Tenía amigos en el trabajo, ¿no?

Asintió.

—¿Trabajaba en Castleford? ¿En un estudio fotográfico?

Volvió a asentir.

—¿Qué amigos tenía allí?

—Mary.

—¿Mary qué?

—Mary Goldthorpe —dijo—. Pero ha muerto.

—¿Alguien más?

Negó con la cabeza.

—Sharon, la chica nueva —dijo entonces.

—¿De apellido?

—Douglas.

—Sharon Douglas —repetí.

Asintió.

Me volví a Dick Alderman.

Dick asintió.

Me quité las gafas y me froté los ojos. Volví a ponérmelas.

—¿Alguien más?

—Sólo el señor Jenkins —dijo, y esta vez asentí yo.

—Ted Jenkins —dije—. Muy bien.

La puerta de barrotes se abrió a la noche lluviosa. Una voz gritó cuando salíamos:

—¿Señor Jobson?

Dimos media vuelta. Un funcionario de la prisión, alto, venía detrás de nosotros.

—Pensé que deberían saberlo —dijo, jadeando—. Myshkin recibió una visita de su abogado el sábado.

—Gracias —contestó Dick—. Vimos su nombre en la lista de visitas.

—Pero yo estuve presente —dijo el funcionario—. Estaba con ellos en la sala cuando Myshkin le dijo a su abogado que él no lo hizo.

—¿De verdad? —dijo Dick—. ¿Piensa recurrir?

—Myshkin dijo que un policía le dijo que dijera que había sido él —asintió el funcionario—. Le obligó a que confesara.

—¿Dijo quién era el policía? —preguntó Dick.

—No recordaba el nombre. Pero el abogado no le dejó decir mucho más.

—Un tío listo —señalé.

—¿Dijo algo más Myshkin? —preguntó Dick.

El funcionario se tocó la sien con dos dedos.

—Dijo que fue un lobo —contestó.

—¿Un lobo qué? —preguntó Dick.

—Mató a la niña.

—¿Un lobo? —resopló Dick.

—Sí —asintió el funcionario, sin dejar de tocarse la sien—. Eso dijo.

—¿Recibe más visitas? —pregunté.

—Sólo su madre, que está chalada. Y la Brigada de Dios —se rio el funcionario—. Pobre diablo.

—Pobre diablo —repetí.

En el aparcamiento de visitantes del Park Lane Special Hospital nos quedamos sentados en silencio.

—¿Qué sabes de John Winston Piggott? —le pregunté a Dick al cabo de un rato.

—Su padre era de los nuestros.

—¡No me digas! ¿Ese Piggott era su padre?

Dick asintió.

—¿Qué aspecto tiene, el hijo?

—Es un cabrón muy gordo —dijo, riéndose—. Tiene el despacho en Wood Street.

—¿De tal palo tal astilla?

—¿Quién sabe? —Dick se encogió de hombros—. Pero ¿no era él el abogado de Bob Fraser?

—Hay que joderse —dije.

—Un puto

déjà vu —asintió Dick.

—¿Qué sabe ese Piggott?

—Ni pajolera idea.

—Pues más vale que te vayas enterando —dije, volviendo a sentir el mismo sabor en la boca—. Cagando leches.

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