1983

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Segunda parte » Capítulo 22

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Jueves, 17 de julio de 1969:

El Apollo 11 emprende un hermoso viaje a la luna.

Yo emprendo un asqueroso viaje a Castleford.

El inicio de una nueva era para la civilización.

La radio llena de cantos de guerra y malas noticias: Cinco bomberos mueren en la explosión de los muelles de Londres; continúa desaparecida la niña de…

Cantos de guerra, malas noticias y la luna.

Distinguimos el emplazamiento tres o cuatro kilómetros antes de llegar: el esqueleto de un chalet enorme encaramado sobre una loma, con sus huesos blancos y descarnados asomando de la tierra.

—Debe de tener un montón de pasta —digo.

Bill sonríe y asiente. No dice nada.

Me alejo de la carretera principal.

Está lloviendo cuando aparcamos al pie de la loma.

—¿Nos esperan? —pregunto.

—Eso parece —dice Bill.

Dos hombres bajan por el camino. Van cobijados bajo dos paraguas de golf rojos. Llevan botas de agua.

Bill y yo salimos a la llovizna y el barro.

—Cuanto tiempo sin verte, Don —le dice Bill al hombre alto y bronceado.

Donald Foster, el rey de la construcción de Yorkshire.

Donald Foster estrecha la mano de Bill.

—Demasiado tiempo, Bill.

—No esperaba verte por aquí —dice Bill—. Qué agradable sorpresa.

—Como la falsa moneda —dice Foster, haciendo un guiño—. Así soy yo.

—Tengo entendido que de ésas hay pocas —sonríe Bill.

Donald Foster le da una palmada en la espalda, sonríe y señala al hombre que lo acompaña:

—Bill, éste es John Dawson; un buen hombre y muy buen amigo mío.

—Encantado de conocerlo, señor Dawson —dice Bill, tendiéndole la mano.

Dawson se la estrecha.

—John, éste es el detective jefe Bill Molloy; también un buen hombre y también muy buen amigo mío —le dice Foster a Dawson.

—Un placer, detective —responde el hombre más delgado y más pálido.

John Dawson, el príncipe de la arquitectura.

—Señor Dawson, Don, éste es mi colega y amigo Maurice Jobson.

Don Foster me da la mano.

—Bill me ha hablado mucho de usted, inspector —dice.

—Espero que sólo le haya contado lo bueno —contesto.

Foster sigue estrechándome la mano.

—Eso no tendría gracia —responde, con una sonrisa burlona.

John Dawson espera con la mano tendida.

—John Dawson —dice.

Foster me suelta la mano. Estrecho la mano de Dawson y le saludo con la cabeza. No digo nada.

Bill sigue mirando el esqueleto del chalet en lo alto de la loma.

—¿Te molesta si echamos un vistazo? —pregunta.

—Faltaría más —dice Dawson.

—Hemos enterrado muy bien los cadáveres —se ríe Foster.

—Más te vale —dice Bill.

John Dawson nos ofrece el paraguas.

—Gracias —dice Bill.

Yo no digo nada.

Echamos a andar cuesta arriba. Dawson y Foster van debajo de un paraguas; Bill y yo debajo del otro. Nos mojamos de todos modos.

Se nos hunden los zapatos en el barro.

Foster avanza a grandes zancadas, Dawson va a su lado. Foster se detiene y da media vuelta.

—Te tienen muy ocupado en la oficina, ¿eh, Bill?

—No tanto —contesta Bill.

Nos esperan arriba, bajo el paraguas rojo, entre los huesos blancos y descarnados.

—¿Alguien ha visto

Horizontes perdidos? —pregunta John Dawson.

—No —dice Bill.

Dawson se encoge de hombros e inspecciona el entorno con la mirada.

—Es la película favorita de Marjorie, mi mujer. En la película aparece una ciudad mítica llamada Shangrila. Así es como voy a llamar a esta casa: Shangrila. Se la regalaré para celebrar nuestras bodas de plata, el año que viene.

—¿Lo sabe ella? —pregunta Bill.

—Si lo sabe no lo dice —sonríe Dawson.

La lluvia cae con fuerza en los paraguas rojos mientras seguimos parados entre los cimientos y los andamios blancos, contemplando la vista de Castleford y el río Aire.

El silencio y el cielo gris.

—La he diseñado para que parezca un cisne —dice Dawson.

—A John le encantan los cisnes —asiente Don Foster.

—Son animales preciosos —continúa Dawson—. ¿Saben que los cisnes se aparean de por vida?

—Y, si uno muere, el otro muere de pena —contesto.

—Qué romántico —dice Bill.

Detecto en su tono que algo no le gusta, algo que yo no…

—¿Qué van a construir ahí? —pregunta Bill desde debajo del paraguas.

Hay un agujero grande y recién abierto en mitad de la pendiente.

—Un estanque de peces —dice Don Foster.

—¿No un lago de cisnes? —sonríe Bill.

—De momento no —contesta Dawson.

Bill inclina el paraguas hacia atrás para mirar a los dos hombres, a su viejo amigo Don y a su nuevo amigo John.

—¿Podemos hablar en alguna parte? —pregunta.

—¿Hablar? —repite Don Foster, que está perdiendo el bronceado con la luz y la lluvia.

—Sí —dice Bill—. Hablar.

Foster mira a Dawson. Dawson mira hacia una caseta que hay en un extremo de la obra. Foster vuelve a mirar a Bill.

—¿En la caseta? —pregunta.

Bill y yo los seguimos.

John Dawson abre la puerta. Entramos. Don Foster enciende una estufa de parafina. Dawson sirve un poco de té de dos termos. Bill tira la ceniza del cigarro. Nos sentamos como cuatro tíos que van a echar una partida de cartas.

La lluvia golpea la caseta, la ventana.

Miro a Bill, miro mi reloj y vuelvo a mirar a Bill. Bill tira el cigarro al suelo y lo apaga con el zapato. Bebe un sorbo de té.

—Supongo que sabéis que tenemos a George Marsh en Brotherton.

John Dawson y Don Foster intercambian una mirada fugaz.

En una fracción de segundo veo que están pensando.

Pensando en negar que conocen a George Marsh.

En una fracción de segundo me cambian la vida.

Nuestras vidas de mierda.

Una fracción de segundo antes de que Don Foster niegue con la cabeza. Una fracción de segundo antes de que diga:

—Ojalá hubieras venido antes, Bill.

—¿Por qué dices eso, Don?

—Nos habrías ahorrado un montón de complicaciones.

—¿Qué quieres decir, Don?

Don Foster mira a John Dawson.

John Dawson mira a Bill.

Bill espera.

—Estuvo conmigo —dice John Dawson.

Bill espera.

—El sábado —continúa John Dawson.

Bill espera.

—Tenía un poco de dinero.

Bill espera.

John Dawson se levanta para acercarse a la ventana y a la lluvia. Se queda mirando el esqueleto del chalet enorme, sus huesos blancos y descarnados que asoman de la tierra.

—Estuvo aquí conmigo.

Miro a Bill.

Bill sonríe y se vuelve a Don Foster.

—Ojalá hubieras venido a vernos, Don —dice Bill.

Don Foster no sonríe. Sólo parpadea.

—Nos habrías ahorrado un montón de complicaciones —dice Bill—. Un montón de complicaciones.

En el camino de vuelta paramos en una cabina de teléfono.

Bill hace la llamada.

Yo me quedo en el coche sintiéndome hueco y revuelto por dentro.

Bill abre la puerta del copiloto. Lo lleva escrito en la puñetera frente. En el puñetero formulario de

Acción que tiene en la mano.

—Es mentira —digo—. Es una puta mentira.

—No tengo pruebas para detenerlo.

—Una puta mentira.

—Maurice…

—Una puta montaña de mentiras.

—¿Qué quieres decir? ¿Que todos están mintiendo?

—Es una puta montaña de mentiras y tú lo sabes perfectamente.

—¿Has terminado? —pregunta Bill.

Sujeto el volante con todas mis fuerzas; tengo los nudillos blancos en vez de llenos de sangre y costras.

—¿Has terminado? —repite.

Digo que sí con la cabeza.

—En ese caso, espero que recuerdes todo lo que les debemos a John y a Don.

Vuelvo a asentir, con sangre en la lengua.

—Y ahora volvamos a casa —dice Bill Molloy, el

Tejón, mientras anota apresuradamente en el formulario: Investigación cerrada.

A casa.

A casa con los pasos de los niños en las escaleras, las carcajadas y los teléfonos sonando en las habitaciones, el estampido de una pelota contra un bate o una pared, el estallido de una pistola de juguete o un globo explotado y el ruido de comidas que se preparan, se sirven y se comen, A casa,

una puta mierda

Voy en el coche mientras cae la tarde, entre campos verdes y árboles pardos, pájaros que vuelven a su nido y ganado que se va a dormir, nubes en retirada y noche en ciernes con su promesa de una nueva mañana de verano al día siguiente, de crícket y de cróquet en la Feria del Gran Yorkshire y…

Me cago en la puta. Veo lo que hay debajo de la tierra.

Un reino subterráneo, un reino animal de tejones y de ángeles, ciudades de gusanos y de insectos, cisnes blancos sobre lagos negros y dragones que alzan el vuelo por cielos pintados con estrellas de plata y se abaten en picado sobre cavernas iluminadas con candiles donde un búho busca a una princesa dormida entre sus alas diminutas…

Mi mundo subterráneo.

Mi reino subterráneo, este reino animal de cadáveres y ratas, de zapatos de niños y minas anegadas por el agua sucia de mis lágrimas viejas, dragones que rasgan los cielos en llamas, iglesias vacías y úteros estériles, pulgas, ratas y perros hurgando entre los restos de sus huesos y sus alas, su esqueleto blanco, privado de alimento y abandonado allí para ser llorado…

Aparco al pie de la loma y veo asomar de la tierra los huesos blancos y descarnados a la luz de la luna.

Salgo del coche a la luz de la luna, a la fea luz de la luna.

Empiezo a subir la cuesta.

Se me hunden los zapatos en el barro.

Bajo la fea luz de la luna, empiezo a cavar.

Vuelvo a casa con la radio encendida:

Suspicious Minds.

Cantos de guerra y malas noticias:

David Smith, uno de los principales testigos en el juicio del asesino de los Moors, ha sido condenado en Chester Assizes a tres años de prisión. El señor Smith, albañil de veintiún años, se declaró culpable de agredir a William Lees con intención de causarle graves daños. Su abogado alegó como atenuante que, de no haberse visto imputado en el juicio por asesinato, Smith no se habría metido en líos.

Cantos de guerra, malas noticias y la luna: «

El espíritu de la humanidad os acompaña», dice el presidente Nixon.

Apago la radio.

Aparco en la puerta de casa, de nuestra casa.

Las luces están apagadas y las cortinas cerradas.

Todos duermen.

Salgo del coche.

Me quedo mirando la casa, nuestra casa.

Bajo la fea luz de la luna, con las manos sucias: Jeanette Garland, de ocho años, continúa desaparecida.

La niña que nunca volvió a casa.

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