1983

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Tercera parte » Capítulo 28

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Martes, 21 de marzo de 1972.

Estoy oyendo la radio, y esto es lo que dice:

Los dos policías se encontraban junto a una berlina amarilla aparcada en Donegall Street cuando estalló la bomba que contenía 22 kilos de gelignita. Los agentes y cuatro civiles murieron en el acto, al tiempo que docenas de oficinistas resultaban heridos en rostros y piernas al reventar los cristales de todas las ventanas de la calle. Brazos y piernas volaron por los aires y quedaron desperdigados sobre la calzada y el recinto de una tienda de prensa cercana, y alrededor de cien personas, en su mayoría niñas, quedaron tendidas en el suelo, cubiertas de cristales rotos, entre alaridos de pánico y de dolor…

Suena el teléfono.

Apago la radio. Contesto.

—Jobson al habla.

—¿Te has sumado a esa huelga de mierda? —dice una voz al otro lado de la línea.

Es Bill Molloy, el

Tejón.

El inspector Bill Molloy.

—Anoche me acosté tarde.

—Eso me han dicho.

—¿Quién ha sido el soplón?

—Que les den —dice Molloy—. Esta noche tendremos otras cosas que celebrar.

—¿Como qué?

—Como cincuenta mil de los grandes y un nuevo socio, nada menos.

—¿Ha aceptado?

—Todavía no —se ríe Molloy—. Pero aceptará, con un poco de persuasión.

—¿Cuándo y dónde?

—Esta noche, a las diez en punto, detrás del Redbeck.

—Muy bien —digo—. ¿Estarás por aquí hoy?

—Lo dudo. Tengo que ir a Rochdale con George.

—¿A Rochdale? ¿Por qué narices?

Hace una pausa antes de responder:

—Ya sabes cómo es George. Será por nada.

—¿Qué…?

—Olvídalo —se ríe—. Nos vemos esta noche.

Empiezo a decir algo, pero ha colgado.

Enciendo la radio, que está diciendo:

… El juez afirma en el auto judicial, sin ningún género de duda, que el tiempo pasado por estos dos detectives en el lodazal de los bajos fondos en su ardua búsqueda de la verdad terminó por pasar factura a estos oficiales galardonados con las más altas condecoraciones y los llevó finalmente a conspirar, corromperse y aceptar dinero…

Vuelvo a apagar la radio.

Mi mujer entra y se pone a limpiar el polvo.

—¿Quién era?

—¿Quién era quién?

—¿Al teléfono?

—Bill.

—Eso está bien —sonríe—. ¿Cosas de trabajo?

—Por la boda —digo, poniéndome en pie.

Deja de limpiar el polvo.

—Pensé que sería por la niña.

—¿Qué niña?

—La de Rochdale.

—¿Cuál?

Asiente con la cabeza. El Valium aún no le ha hecho efecto.

—La que desapareció ayer por la tarde.

Camino de Leeds, con una mano en el volante.

La otra en el dial de la radio, buscando:

… Mientras la policía local no pierde la esperanza de encontrar a Susan sana y salva, se espera para hoy la llegada a Rochdale de veteranos detectives tanto de Leeds como de la Jefatura de Policía de West Yorkshire, aunque ninguna fuente policial ha querido confirmar o desmentir dicha información…

Aparco en Westgate, subo las escaleras y entro en Brotherton House.

Todos hablan de la maldita Irlanda del Norte.

Subo al despacho del jefe, en la última planta.

Julie levanta la vista de la máquina de escribir y niega con la cabeza.

—Cinco minutos —digo—. No pido más.

Entra en el despacho. Sale al cabo de un minuto, muy sonriente:

—Vuelva dentro de media hora.

Miro mi reloj:

—¿A las once?

Dice que sí con la cabeza y vuelve a su máquina.

Un expediente grueso, atado con una cuerda y marcado con una sola palabra.

Sé lo que dirá Bill, pero me importa un carajo.

Con su ayuda o sin su ayuda.

Enciendo el cigarrillo. Corto la cuerda. Abro el expediente.

El expediente grueso, marcado con una sola palabra…

Un nombre…

Su nombre:

Jeanette.

—Pase directamente —sonríe Julie.

Llamo una vez y abro la puerta. Entro.

Walter Heywood, jefe superior de la policía de Leeds, está sentado detrás de su escritorio, de espaldas a la ventana y a los juzgados. La mesa está cubierta de papeles, expedientes, cigarrillos y tazas, fotografías y trofeos.

—Maurice —sonríe—. Siéntate.

Me siento enfrente del jefe.

El hombre bajito, sordo y ciego que necesitó tres intentos y una Guerra Mundial para conseguirlo; el hombre bajito, sordo y ciego que lo oye todo y lo ve todo.

El hombre bajito, sordo y ciego que me pregunta:

—¿Qué te ronda por esa cabeza, Maurice?

—Susan Ridyard.

Walter Heywood entrelaza las manos por debajo de la barbilla.

—Adelante —dice.

—El inspector jefe Molloy ha ido a Rochdale y…

—¿Te habría gustado ir con él?

Asiento.

—¿Y eso por qué?

—Trabajé mucho en el caso de Jeanette Garland —digo.

—Lo sé.

—Buena parte del trabajo la hice en mi tiempo libre.

—Eso también lo sé.

Quiero preguntarle cómo lo sabe. Pero no se lo pregunto. Espero.

Apoya las manos extendidas sobre la mesa y me mira.

—Para empezar, Maurice, ese caso nunca fue tuyo.

—Ya lo sé. Pero cuando nos pidieron que…

—Se te metió debajo de la piel, ¿verdad?

Asiento de nuevo.

—¿Y ahora piensas que podría haber alguna relación entre el caso de Rochdale y la pequeña Jeanette y te fastidia que Bill esté allí con George Oldman y tú tengas que quedarte aquí de brazos cruzados y hablando comigo?

Niego con la cabeza. Abro la boca y empiezo a hablar. Me callo.

Walter Heywood sonríe. Se aleja de la mesa. Se levanta y rodea los papeles y los expedientes, los cigarrillos y las tazas, las fotos y los trofeos. Se detiene delante de mí y me pone una mano en el hombro.

Lo miro.

Me mira desde arriba.

—Sólo me gustaría participar; nada más.

Me da una palmada en el hombro.

—Lo sé, Maurice. Pero no puede ser. Esta vez no.

—Pero…

Me aprieta el hombro con fuerza. Se inclina y me susurra al oído:

—Escúchame, Maurice. Te has labrado un buen nombre, y Bill también: el tiroteo en la A1, John Whitey; has saltado a los titulares con casos muy gordos. Pero los dos sabemos que fue Bill quien se llevó los titulares y resolvió los casos. No tú. Sigue con él, aprende de él y ya tendrás tu oportunidad. Pero esta vez no puede ser. Todavía no. Escúchame y escucha a Bill.

Cierro los ojos. Asiento. Abro los ojos.

Walter Heywood vuelve a rodear la mesa y se sienta. Entrelaza de nuevo las manos debajo de la barbilla. Me mira.

—Estás en una buena posición, Maurice. Muy buena. Ten paciencia, espera, y ya veremos lo que trae el futuro.

Asiento de nuevo.

—Muy bien, amigo —dice Walter Heywood, el jefe superior de la policía de Leeds, sentado detrás de su escritorio, de espaldas a la ventana y a los juzgados—. Muy bien.

Vuelvo a mi despacho con una taza de té fría y un cigarrillo sin encender. Cierro la puerta con llave. Voy a la mesa y abro el último cajón. Saco el expediente.

El expediente grueso, marcado con una sola palabra.

Me siento. Enciendo el cigarrillo y abro el expediente.

El expediente grueso, marcado con una sola palabra…

Un nombre…

Su nombre:

Jeanette.

Saco una libreta nueva. Empiezo de nuevo.

Empiezo de nuevo a repasar las copias y las declaraciones.

Y paro.

Paro y descuelgo el teléfono.

Descuelgo el teléfono y marco.

Llamo a Netherton 3657 y oigo sonar el teléfono.

Espero hasta que deja de sonar.

Hasta que una voz de mujer responde:

—Netherton 3657, ¿dígame?

—¿Está George?

—Está en el trabajo —dice—. ¿De parte de quién?

—¿Y dónde trabaja últimamente? ¿En Rochdale?

—¿De parte de quién?

—De Jeanette.

Un día negro de un mes negro de un año negro de una vida negra con tiempo para matar: Tiempo negro.

Sentado en el coche, a oscuras, con la radio encendida: … El comandante Kenneth Drury, de la Brigada Móvil, cuyo nombre salió a relucir en la investigación ordenada por la Jefatura Superior de la Policía Metropolitana de Londres, ha sido apartado del servicio. La investigación, dirigida por un subcomisario de la Policía Metropolitana, estudiará las acusaciones contra el comandante, que pasó unas vacaciones en Chipre con el propietario de un club de striptease y pornógrafo…

Sentado en el coche en Brunt Street, Castleford.

Martes, 21 de marzo de 1972:

Un día negro de un mes negro de un año negro de una vida negra.

De tiempos negros.

Casi las diez.

El aparcamiento del Redbeck, en Doncaster Road.

Aparco y apago las luces.

Está bajando la niebla otra vez y la única farola de la calle parpadea.

Al fondo del aparcamiento, una furgoneta Ford de color oscuro lanza dos ráfagas de luces.

Salgo del coche y cierro la puerta. Cruzo el aparcamiento y mi aliento forma vaho blanco en la noche negra.

Al volante de la furgoneta está John Rudkin, un tipo duro que acaba de ascender y ya no lleva uniforme: El chico de Bill.

A su lado está Bob Craven, otro capullo que acaba de colgar el uniforme: Otro de los chicos de Bill.

Rudkin me saluda con la cabeza a través del parabrisas. Doy un golpe en el costado de la furgoneta.

La puerta trasera se abre y entro.

—Buenas noches —dice Bill.

Dick Alderman y Jim Prentice están sentados en la trasera de vehículo, con Bill, todos de negro.

Como yo.

—¿Qué tal ha ido en Rochdale? —le pregunto.

—Eso da igual —dice, cerrando de un portazo—. Tenemos cosas más importantes que hacer.

Señala con la cabeza hacia la parte delantera. Dick Alderman da un golpe en la mampara y la furgoneta arranca.

—Vamos a ganar un montón de pasta —se ríe Bill.

Y allá vamos.

No hay vuelta atrás.

Silencio en la negra oscuridad de la furgoneta.

Luces tenues en las calles negras.

Sentados en la negra oscuridad de la furgoneta.

Yorkshire, 1972:

Una mañana te despertarás tan infeliz como siempre.

La furgoneta afloja la marcha y rebota entre baches. Se detiene.

Bill me da un pasamontañas negro:

—Póntelo cuando entres.

Guardo el pasamontañas en el bolsillo del abrigo.

Dick Alderman y Bill ya se han puesto los suyos.

Bill me pasa un martillo:

—Lleva esto también.

Me pongo los guantes y cojo el martillo. Lo guardo en el otro bolsillo.

Rudkin abre la puerta trasera de la furgoneta.

Salto después de Bill, de Alderman y de Prentice.

Estamos detrás de una hilera de tiendas, en algún lugar de Castleford.

—Maurice, tú ve con Jim a vigilar la calle principal-dice Bill.

Jim y yo asentimos.

Bill se pone el pasamontañas y se vuelve a los otros tres:

—¿Listos?

Alderman, Rudkin y Craven asienten.

Seguimos todos a Bill por detrás de las tiendas. Se detiene junto a la verja de una tapia alta con cristales rotos incrustados en el borde.

—¿Es aquí? —le pregunta a Dick Alderman.

Alderman asiente.

—Muy bien —nos dice Bill a Jim y a mí—. Vosotros vigilad bien.

Vamos corriendo hasta el final del callejón y volvemos la cabeza al llegar a la esquina para ver qué están haciendo los demás.

Bill y Dick ayudan a Rudkin a saltar la tapia con cristales incrustados en el borde mientras Craven vigila el callejón.

Doblamos la esquina y salimos a la calle de las tiendas. Seguimos andando hasta que llegamos a la puerta: Estudio de fotografía Jenkins.

—¿Es aquí? —le pregunto a Prentice.

Asiente.

Estamos en el centro de Castleford y todo está muerto; sólo de vez en cuando una pareja entra o sale de un bar.

Miro el escaparate lleno de retratos escolares.

Hay una luz encendida al fondo. Oigo que algo se rompe y oigo voces.

—Están dentro —le digo a Jim.

Asiente de nuevo, con las manos hundidas en los bolsillos.

Suena un golpe en la puerta, a nuestra espalda. Nos volvemos y vemos a Alderman en el escaparate, con el pasamontañas levantado.

Abre la puerta.

—Bill quiere que esperes fuera, Jim.

Prentice asiente.

—¿Y yo qué? —pregunto.

—Ven conmigo.

Entro en la tienda oscura.

Alderman cierra la puerta.

—Ponte el pasamontañas y sígueme —dice.

Me quito las gafas. Saco el pasamontañas. Guardo las gafas en el bolsillo y me pongo el pasamontañas. Sigo a Alderman a la trastienda…

No hay vuelta atrás.

Sólo hay una bombilla pelada y dos hombres atados, sangrando, rodeados por cinco hombres enmascarados con martillos y llaves inglesas.

Uno de los hombres es joven y obeso. Lleva una mordaza en la boca y está sangrando por la nariz. Está llorando.

El otro es mayor, de pelo cano, y ya empieza a hinchársele la cara.

No lleva mordaza.

Bill lo sujeta de la cara para obligarlo a mirarme. Le aprieta la cara con fuerza y dice:

—Explícale al señor Jenkins que ahora tiene nuevos socios en el negocio.

Rudkin y Craven se ríen ocultos tras los pasamontañas.

Me acerco al hombre.

—¿Qué le parece al señor Jekins? —pregunto.

Bill lleva una mordaza colgada de la punta del guante.

—¡Qué calladito se lo tenía! —dice, soltando una risita ahogada.

—Eso es una falta de educación, ¿verdad que sí?

—Una falta de educación muy gorda —dice Bill.

—Tendremos que enseñarle modales —digo entre dientes.

—Los necesitará si quiere seguir en el puto negocio —dice Bill.

—Súbele las perneras de los pantalones —le digo a Craven.

Jenkins se retuerce, atado a la silla.

—Por favor… —dice.

Craven se agacha y pregunta:

—¿Las dos?

Miro a Bill.

Bill asiente.

Jenkins mueve la cabeza a un lado y a otro:

—Por favor…

Craven le sube los pantalones.

Bill me mira.

Saco el martillo.

Jenkins se retuerce y sacude la cabeza. Agranda los ojos.

—No es necesario… —dice.

Levanto el martillo por encima de la cabeza con las dos manos.

—Los modales… —respondo.

Le estampo el martillo contra la rodilla derecha.

—… Siempre son necesarios, señor Jenkins.

Jenkins grita.

El joven aúlla.

Bill se vuelve a Alderman.

—Arriba —le ordena.

Dick Alderman y Craven suben las escaleras que están a la derecha.

Bill se vuelve a Rudkin y señala al gordo:

—Mira a ver quién es esta bola de mierda.

Rudkin busca en los bolsillos del gordo.

Sólo lleva pañuelos y envoltorios de caramelos de café con leche.

—Busca en los abrigos —digo.

Rudkin se acerca a la puerta. Saca dos carteras de los abrigos que están colgados detrás de la puerta.

Abre una y mira a Jenkins.

—Ésta es la suya —dice.

—¿Y la otra? —pregunta Bill.

Rudkin saca un carnet de conducir:

—Michael John Myshkin, Newstead View 54, Fitzwilliam.

—¿Este cabrón trabaja para ti? —le pregunta Bill a Jenkins.

Jenkins asiente con la cabeza. Está blanco de miedo y de dolor.

Craven baja por las escaleras y deja en el suelo varias cajas con fotos y revistas.

—Mirad —dice.

—Vaya, vaya, vaya —se ríe Bill—. ¿Qué guarrería es ésta?

Piel y pelo, porno duro…

—Es todo un hombre de negocios a la europea —dice Alderman, que llega con otro paquete.

Algunas son muy jóvenes…

—Ha sido muy modesto al hablar de su talento y de sus contactos —se ríe Craven.

Muy jóvenes:

Miro la foto que tengo entre los pies: el pelo rubio y los ojos azules, la sonrisa blanca sobre un fondo de tela azul cielo…

Levanto el martillo por encima de la cabeza con las dos manos y lo estampo contra la rodilla izquierda de Jenkins.

Jenkins suelta un alarido y el otro aúlla.

Me dispongo a darle otro martillazo.

Pero Bill me sujeta de las muñecas.

—¿Qué cojones estás haciendo? —grita a través del pasamontañas.

Miro a los dos hombres sentados debajo de la bombilla pelada, atados y sangrando, rodeados por cinco hombres enmascarados con martillos y llaves inglesas.

—¡Lo vas a matar, joder!

Uno de ellos es joven y obeso. Lleva una mordaza en la boca y está sangrando por la nariz. Está llorando. Se ha meado encima.

El otro es mayor, de pelo cano, y tiene la cara hinchada. Está sangrando por las rodillas. Inconsciente.

Suelto el martillo.

—Lleváoslo de aquí —le grita Bill a Dick Alderman.

Alderman me lleva al callejón por la puerta de atrás. Me quito el pasamontañas. Me pongo las gafas y miro la luna.

Canciones de guerra, malas noticias y la luna:

Jeanette Garland, desaparecida hace dos años y ocho meses.

Susan Ridyard, un día y ocho horas.

Hay una casa sin puerta y sin ventanas, y ahí es donde vivo.

Tengo sangre en el dorso de las manos.

No hay vuelta atrás.

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