1983

1983


Cuarta parte » Capítulo 43

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Sin dormir, sin comida, sin tabaco.

Sólo:

Netherton/Wood Street/Netherton/Wood Street/Netherton/Wood Street.

Otra vez en Netherton:

Domingo/Lunes/Martes.

La noche del martes, 17 de diciembre de 1974: Nada.

Sin dormir, sin comida, sin tabaco.

Sin ese George Marsh de los cojones.

Un golpe en la ventanilla.

Doy un salto:

Es el cabrón de Bill el

Tejón.

Intenta abrir la puerta del copiloto.

Me inclino y la abro.

Entra.

—¡Joder, vaya peste hay aquí dentro!

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—No me jodas, Maurice. Eres un puto libro abierto.

—¿Y eso es un delito? —sonrío.

—Has batido todos los putos récords.

—¿Eso has venido a decirme?

—No.

—Entonces ¿qué?

Se queda callado.

Lo miro.

Tiene la vista puesta en la calle, en Maple Well Drive; la casa negra a la derecha.

—¿Qué pasa? —vuelvo a preguntar.

—Eddie Dunford.

—¿Quién?

Bill se vuelve a mí y sonríe.

—Vete al carajo, Maurice.

—¿Qué pasa?

—Ese tío es un problema de la hostia sin necesidad de que nadie lo anime.

Agarro el volante con fuerza.

—Ya ha estado en Shangrila —dice Bill.

—¿Y?

—Pues que ya tenemos suficientes problemas con el hijoputa de Derek Box. Yo no quiero más. Gracias.

—Dunford no es un problema —digo.

Bill no contesta.

Lo miro.

Me está mirando.

—No sabe nada —digo.

—Sabe lo suficiente para haber estado en casa de tu pichoncito esta tarde.

—¿Qué?

Parpadea y abre la puerta del copiloto. Baja del coche y mira.

—Tú y tu amiguita, recordad que hablar más de la cuenta cuesta vidas.

Vuelvo en la oscuridad hasta Blenheim Road, St. John’s, Wakefield.

Grandes corazones tallados y perdidos.

Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.

Un corazón atravesado y perdido.

Aparco. Cierro los ojos. Los abro y veo estrellas.

Estrellas y ángeles.

Jeanette, Susan y Clare.

Salgo. Cierro la puerta del coche y escupo.

El sabor de la carne.

Entro en el jardín.

La luz de la luna fea y tenue; agua de lluvia estancada y negra.

Barro en los bajos de los pantalones, en los calcetines y en los zapatos.

Todo embarrado.

Entro y me alejo de la lluvia. Subo al apartamento 5.

El aire húmedo y sucio.

Corazones perdidos.

La puerta está abierta.

Abierta de par en par, sin la cadena echada.

En la época de la peste, la carne…

Me da un vuelco el corazón.

El ambiente cargado de muerte.

Dos cuervos negros comen en cubos de basura negros…

Entro y escucho:

Sollozos leves, sollozos amortiguados.

Arrancan su dulce carne…

Me paro en la puerta del dormitorio.

—¿Mandy? —susurro.

Sollozos leves, sollozos amortiguados. Está llorando.

Gritos que resuenan en la oscuridad…

Intento abrir la puerta.

—¿Mandy?

Cierro los ojos. Los abro y veo estrellas…

La veo arrastrase con el culo por el pasillo.

Estrellas y ángeles.

Mi ángel:

—¿Mandy?

Con las piernas y los brazos extendidos; la falda levantada…

Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos.

Sigo delante de la puerta del dormitorio, susurrando:

—¿Mandy?

Sollozos asustados desde detrás de una puerta…

Oigo los sollozos leves.

Los sollozos amortiguados, el llanto.

Ruido de muebles.

Me acerco a la puerta y empujo.

La puerta se abre unos centímetros.

Está bloqueada con cómodas y armarios.

Los sollozos más altos, el llanto más…

Vuelvo a empujar:

—¿Mandy?

Una voz muy débil llega entre muchas capas de madera.

Los sollozos, el llanto.

Otro par de centímetros:

—¿Mandy?

Una niña susurrándole a una amiga debajo de las sábanas.

Sollozos, llanto.

Meto un brazo, luego una pierna, centímetro a centímetro.

«Háblales de las demás».

Es martes, 17 de diciembre de 1974.

Un diciembre oscuro y frío abro la puerta de su dormitorio.

Tropiezo con las cómodas y los armarios.

Y la encuentro tirada en el suelo, fría, sin moverse.

Debajo de las sombras.

La abrazo.

La miro a los ojos.

Debajo de sus sombras.

Gruñe y enseña los colmillos de un carnívoro:

No hay peor sitio debajo de la tierra.

Los cadáveres y las ratas…

El dragón y el búho…

Los lobos también están allí, y un cisne…

El cisne muerto.

Eterno, este lugar es eterno; Bajo la hierba que crece…

Entre las grietas y las piedras…

Esas alfombras tan bonitas…

Esperando a las demás debajo de la tierra.

Silencio.

La abrazo.

Sollozos leves, sollozos amortiguados. Está llorando.

Bajo sus sombras:

—Ya es la cuarta vez que pasa…

Lágrimas.

La cuarta vez.

Lágrimas cavernosas:

—… Y volverá a ocurrir.

Lágrimas y luego:

Silencio.

El silencio, pero fuera…

Detrás de las cómodas y los armarios, de las puertas rotas y las cortinas gruesas, las ramas del árbol dan golpes en el cristal de la enorme ventana, sin hojas en diciembre.

Porque sólo la luna las ha iluminado.

Tienen frío y quieren entrar.

La quieren a ella.

Donde el viento no encuentra descanso.

La miro a los ojos.

Farolillos para los muertos.

Quiero liberarla de las cómodas y los armarios, de las puertas rotas y las cortinas gruesas.

Liberarla de las cadenas.

De las prisiones:

De la muerte inevitable que oigo allí.

De la voz terrible, atroz, que proclama, se jacta:

—NO SOY UN PUTO ÁNGEL.

—¡NO SOY UN PUTO ÁNGEL!

Me mira a los ojos.

Llora.

El pecho agitado.

Bajo sus sombras.

—Lo siento —digo.

—¿Dónde estabas? —murmura.

—¿Quién ha sido? —sollozo.

Me mira a los ojos.

—Por favor, diles dónde estoy —dice.

—¿Qué? —grito.

Quiero sacarla del abismo, del reino de los muertos: Este oscuro y frío diciembre.

—¿Quién?

Me empuja.

Me empuja y susurra:

—No estabas aquí.

—Lo siento.

Se incorpora a la luz.

Pero a luz…

A la tétrica luz de la luna…

Vuelvo a tener heridas en el dorso de las manos…

Heridas que no se curarán.

Nunca.

Bajo sus sombras.

Corazones perdidos.

Follamos.

Huele a pis de gato y a petunias, con desesperación.

Follamos y volvemos a follar.

Con desesperación.

Follamos y luego nos besamos.

Su cabeza en mi pecho húmedo. Le acaricio el pelo, su precioso pelo húmedo.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Sollozan, lloran.

Están empapadas y quieren entrar.

—Te quiero —digo.

Los golpes de las ramas.

Solloza y susurra:

—No puedo vivir así.

Solloza y llora.

Quiere salir.

—Nos iremos —le digo.

Su cara a la luz de la vela:

—¿Adónde?

—Lejos.

Su cara blanca:

—¿Cuándo?

—Mañana por la noche.

Su cara blanca y …

Corazones.

Sollozos, llanto.

Muertos…

Que quieren salir.

Las ventanas miran hacia dentro y las paredes escuchan los latidos de tu corazón.

Donde un millar de voces gritan.

Dentro.

Dentro de tu corazón calcinado.

Hay una casa.

Una casa sin puertas.

La tierra calcinada.

Una tierra pagana.

Me despierto bruscamente, otra vez a oscuras, debajo de sus sombras.

—Nos veremos en el árbol.

Golpes en el cristal.

Está tumbada de lado, con una enagua y un sujetador negro, de espaldas a mí.

Golpes de ramas en el cristal.

Estoy tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines, las gafas en la mesilla.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines, las gafas en la mesilla, la cabeza llena de melodías y palabras aterradoras.

Atento a los golpes de las ramas en el cristal.

—En sus ramas.

Miro el reloj.

Es la una de la madrugada.

Miércoles, 18 de diciembre de 1974.

Busco las gafas a tientas, salgo de la cama sin despertarla, bajo a la cocina, enciendo la luz, lleno el el hervidor y enciendo el gas, saco del armario una tetera, dos tazas y dos platos, enjuago las tazas, las seco, saco la leche de la nevera, la sirvo en las tazas, pongo dos bolsitas de té en la tetera, retiro el hervidor del fuego, vierto el agua en la tetera y mientras reposa veo la cocina reflejada en el cristal, y en ella a un hombre divorciado, en calzoncillos y calcetines, con gafas de cristales gruesos y montura negra, un hombre divorciado y desnudo en el apartamento de otra mujer a las dos de la madrugada.

Miércoles, 18 de diciembre de 1974.

—Bajo el frondoso castaño.

Pongo la tetera y las tazas en la bandeja, la llevo al salón, la dejo en la mesita baja y sirvo el té sobre la leche cuando…

Oigo pisadas de botas en la escalera, suena el timbre y dan golpes en la puerta.

Ella está en el pasillo.

—¿Mañana por la noche? —digo.

—Mañana por la noche —asiente.

Suena el timbre y dan golpes en la puerta.

Voy a abrir.

Es Dick, jadeante.

—Han cogido a alguien.

—¿Qué?

—Por Clare.

—¿A quién?

—A alguien a quien conocemos.

—¿A quién?

—Michael Myshkin.

—¿Qué?

—Está confesando.

—¿Qué?

—Vamos, vístete.

Doy media vuelta.

Ella no está.

Sólo las ramas, dando golpes en el cristal y repitiendo:

—Donde yo te vendí y tú me vendiste.

Horas oscuras.

Horas muy, muy oscuras.

Antes de que cante el gallo: Las tres de la madrugada.

Miércoles, 18 de diciembre de 1974:

Yorkshire.

Wakefield:

Comisaría de Wood Street.

Recorremos el largo pasillo.

Por todas partes hombres de uniforme bebiendo, riendo y cantando villancicos de los cojones.

Jingle Bells.

Jimmy Ashworth espera en la sala 1.

Jingle Bells.

Dos chicas adolescentes esperan en la sala 2.

Jingle…

La sala 3 vacía.

Bells…

En la sala 4…

De los cojones…

Tres grandes reyes en mangas de camisa:

Ronald Angus, George Oldman y Pete Noble.

Tres grandes hombres en mangas de camisa alrededor de él: Michael John Myshkin, de veintidós años, con la indumentaria del detenido, camisa gris y pantalones…

Michael John Myshkin, del estudio fotográfico Jenkins, en Castleford.

Michael John Myshkin, el hombre que está diciendo que él mató a Clare Kemplay:

—… no me dejaba besarla, pero la besé de todos modos y luego no se callaba. Dijo que se lo iba a contar a su mamá, a su papá y a la policía, y entonces la estrangulé. Luego la apuñalé y le puse la rosa y las alas en la espalda…

Es un hombre obeso, con la cabeza enorme, inclinada y temblorosa…

Está esposado y la sangre que le sale de la nariz cae encima de la mesa.

Está llorando. Se ha meado encima.

Entro con Dick.

Angus, Oldman y Noble vuelven la cabeza.

—Maurice —dice George—. Éste es Michael Myshkin.

Miro a Myshkin, cabizbajo, tembloroso.

—Michael acaba de contarnos lo malo que ha sido, ¿verdad, Michael?

Myshkin no responde.

Noble da un sonoro manotazo en la mesa.

—¡Contesta!

Myshkin dice que sí con la cabeza.

Una luna gorda y estúpida en una noche negra y cruel.

—Cuéntales a estos caballeros lo que acabas de decirnos, Michael —dice Ronald Angus.

Michael Myshkin me mira.

Tiembla y parpadea entre el miedo y las lágrimas.

—Lo hemos oído, Michael —digo.

Michael John Myshkin se pasa una mano por el pelo. Parpadea, asiente y murmura:

—Iba en la furgoneta por Morley cuando la vi. Me gustó, paré y la metí en la furgoneta; no me dejaba besarla pero la besé de todos modos y luego no se callaba. Dijo que se lo iba a contar a su mamá, a su papá y a la policía, y entonces la estrangulé. Luego la apuñalé y le puse la rosa y las alas en la espalda. Como a las otras.

—¿Qué otras? —pregunto.

—Las otras dos.

—Las mataste tú también, ¿verdad que sí, Michael? —dice Noble.

Myshkin asiente.

Noble:

—¿A Susan Ridyard?

Myshkin asiente.

Noble:

—¿A Jeanette Garland?

Myshkin deja de mirar a Noble una fracción de segundo para mirarme.

Y en esa fracción de segundo lo ves…

Lo ves a él y la ves a ella.

Ves a Jeanette.

En una fracción de segundo Myshkin arruina su vida.

En una fracción de segundo antes de asentir.

—¿Qué hiciste? —grita Noble.

—Las maté.

—Michael —digo—. ¿Dónde las mataste?

—Debajo de la hierba, entre las grietas y las piedras…

—¿Dónde?

—Esas alfombras tan bonitas.

—¿Dónde está eso?

—En mi reino —dice—. Mi reino subterráneo.

Noble da un paso y le suelta un bofetón en la cabeza.

—¡Vas a tener que contarnos algo mejor, gordo cabrón de mierda! —grita.

—Vamos —dice Oldman—. Dejémosle pensar. Necesito una copa.

—Un puto whisky —se ríe Angus—. Que sea bien grande.

Dick los sigue al pasillo.

Espero hasta que salen. Me inclino sobre la mesa y levanto la cabeza del chico. Lo miro a los ojos.

—Tú no las mataste, ¿verdad que no, Michael?

Me mira sin parpadear.

Niega con la cabeza enorme.

—Pero sabes quién las mató, ¿verdad que sí, Michael?

Se queda mirando la mesa y se pasa una mano por el pelo.

—¿Quién fue, Michael?

Tiene sangre en la cara, lágrimas en las mejillas.

Esta luna gorda y estúpida en esta noche negra y cruel.

Levanta los ojos, parpadea, sonríe y se ríe.

—El Lobo —dice.

Me están esperando en la puerta de la sala 4.

Recorremos otra vez el largo pasillo.

Las dos chicas están en la sala 2.

Llevan faldas largas, jerseys ceñidos y zapatos grandes. Tienen unos trece y catorce años.

—¿Quiénes son? —le pregunto a Oldman.

—Las que nos hablaron de Myshkin.

Me quedo en el umbral de la sala 2 y las observo.

Tienes chupetones en el cuello.

—Una de ellas sale con el chico que encontró el cadáver —dice Oldman.

—¿Jimmy Ashworth?

—Él y Myshkin viven en la misma calle, en Fitzwilliam. Myshkin acompañaba a Jimmy en su furgoneta a Morley para que éste pudiera verla. Creen que está tomando unas pastillas para que le crezcan los huevos y se le quiten las tetas. Las chicas dicen que anda siempre provocando en el cementerio de la iglesia. La que está al lado del colegio Morley Grange.

—¿Quién lo ha denunciado?

—Las chicas fueron a la comisaría de Morley anoche, con sus madres. Los de Morley nos avisaron. Mandé a John Rudkin a Fitzwilliam. Myshkin se dio a la fuga. Con una Ford Transit blanca, nada menos. Bob Craven y Bob Douglas lo vieron en Doncaster Road. Lo persiguieron y lo trincaron.

—¿Y ya está? ¿Se exhibe en el cementerio y se da a la fuga?

George niega con la cabeza.

—¿Qué más hay?

George me pasa un sobre.

Lo abro.

Un retrato escolar:

Un fondo azul cielo.

Unos ojos y una sonrisa me iluminan la cara.

Unos ojos mongólicos.

Una sonrisa pícara:

Jeanette Garland.

—La llevaba en la cartera —dice Oldman—. En la puta cartera.

Ronald Angus está entre Oldman y yo. Ya huele a whisky. Nos pasa un brazo por los hombros.

Intento apartarme.

Angus me agarra del hombro.

—Fue él, Maurice —dice.

Lo miro.

—En el fondo de tu corazón lo sabes —dice.

Doy media vuelta y me alejo por el pasillo.

—En el fondo lo sabes —grita Angus.

Paso por delante de la sala 1.

Jimmy Ashworth sigue sentado delante de la mesa, con el pelo largo y lacio. Está llorando.

Yo también.

En mi corazón.

Arriba ya están eligiendo abogado para Myshkin, llaman a Clive McGuinness porque les debe mil favores y hablan de sacar el Chivas Regal, de las ruedas de prensa, de las medallas y los trofeos, como si fuéramos una panda de monos que acabáramos de encontrarnos el culo sin ayuda de un puto mapa, pero yo sigo sin querer la fusión con la puta Policía Metropolitana de West Yorkshire, y me pregunto dónde hostias está el

Tejón.

—¿Maurice?

Ronald Angus me está mirando.

Mi jefe.

—¿Perdón?

—He ordenado que George se ocupe de la rueda de prensa, si no tienes ninguna objeción.

Me levanto.

—Ninguna en absoluto —digo.

—¿Adónde vas?

—Bueno, si no tienes ninguna objeción, creo que alguien debería ir a casa de ese pervertido y encontrar alguna prueba. Si no tienes ninguna objeción, claro está.

Salgo de Wakefield, sigo por Doncaster Road y paso por delante del Redbeck.

Luces giratorias azules y sirenas que aúllan como los enterrados en vida.

No paran de aullar en todo el camino hasta Fitzwilliam.

—Te acuerdas de él, ¿verdad? —grita Dick.

Digo que sí con la cabeza.

—¿Sabes quién lo trincó?

Digo que sí con la cabeza.

—¿Sabes a quién llamaron para que lo defendiera?

Digo que sí con la cabeza.

—¿Crees que ha sido él?

Piso el acelerador.

—Espero que haya sido él.

Piso el acelerador y digo que sí con la cabeza.

La una, las dos, las tres, las cuatro…

Las cinco en punto:

Newstead View 54, Fitzwilliam.

Tres coches de policía y una furgoneta aparcados en diagonal.

Las puertas abiertas, las armas a punto.

Su madre y su padre en la puerta de la casa, en pijama.

Dick los aparta a un lado en el diminuto jardín.

—Tenemos una orden judicial… —grita.

El viejo Myshkin tose sangre, como si fuera a echar las tripas por la boca. La madre no para de gritar.

Le doy una bofetada. Los empujo para que entren en casa.

—Arriba —les digo a Dick y a Jim Prentice.

El viejo Myshkin, con las manos llenas de sangre, trata de consolar a su mujer.

Los empujo al sofá desvencijado.

—¡Siéntense y cállense!

—¿Dónde está Michael? —pregunta ella, llorando—. ¿Qué le han hecho?

—Jefe —dice Dick.

Dick y Jim están en la puerta.

Jim sostiene en alto un dibujo de una rata enorme.

Una rata con corona y alas.

Alas de cisne manchadas de sangre.

Dick lleva una caja con fotos.

Fotos de diez o doce niñas.

Las ventanas miran hacia dentro, las paredes escuchan los latidos de tu corazón.

Retratos escolares.

Donde un millar de voces gritan.

Ojos y sonrisas iluminan mi cara.

Dentro.

Diez pares de ojos azules.

Dentro de tu corazón calcinado.

Diez pares de sonrisas.

Hay una casa…

El mismo fondo azul cielo.

Una casa sin puerta.

Unos ojos mongólicos.

La tierra calcinada.

Una sonrisa pícara.

Una tierra pagana y siempre invierno.

Salgo de Fitzwilliam a ciento cincuenta por hora y voy a Castleford, con los enterrados en vida girando y aullando.

Sin parar de girar y de aullar en todo el camino hasta Castleford.

—¿Le has dicho a Oldman adónde vamos? —grita Dick.

Niego con la cabeza.

—¿Has llamado a Bill?

Niego con la cabeza.

—¿Crees que hay que llamarlo?

Niego con la cabeza.

—Espero que sepas qué coño estás haciendo.

Piso el acelerador y niego con la cabeza.

Una tierra pagana y siempre invierno.

Aminoro la velocidad. El coche avanza dando botes entre los baches y se detiene.

Les lanzo a Dick y a Jim los pasamontañas negros:

—Ponéoslos para entrar.

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