1983

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Quinta parte » Capítulo 52

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La he encontrado. Está sana y salva. Le doy la mano. Subimos a mi coche. Su familia se pondrá loca de alegría. Arranco. Nos vamos. Necesita ir al baño. Paramos en una gasolinera de la autopista. Aparco entre camiones y autobuses. Bajamos del coche. Cierro las puertas. Cruzamos el asfalto. Le doy la mano. Entra en los lavabos. Me quedo en la puerta. Espero. Su familia se pondrá loca de alegría. Espero. Empieza a lloviznar. Espero. Llegan camiones y se van camiones. Espero. No sale. Entro a buscarla. Hay sangre en el suelo. Sangre en las paredes. Abro las puertas de los cubículos. Llego al último. Está cerrado. No se abre. Llamo. Llamo y llamo y llamo. Sangre en el suelo. En las paredes. Retrocedo y doy una patada a la puerta. No está. Salgo corriendo. No está. Los camiones y los autobuses se han ido. No están. El aparcamiento está vacío. Sangre en mis zapatos. En mis calcetines. Una riada de sangre me cubre los pies. Las piernas. Echo a correr. Las aguas crecen. Las aguas son sangre. Está lloviendo. La lluvia es sangre. Resbalo. Caigo al suelo. No puedo levantarme. Me ahogo. En la corriente de sangre, en un río de sangre.

Me desperté de rodillas, con las manos unidas en actitud de oración, entre las sombras y el silencio total de la noche, la casa oscura y en silencio, y agucé el oído para oír algo, lo que fuera: las pisadas de un animal o de un pájaro, un coche en la calle, una botella de leche en la puerta, el golpe seco del periódico en el felpudo, pero no se oía nada, sólo el silencio, las sombras y el silencio total, y me acordé de cuando las cosas no eran así, porque no siempre habían sido así, de cuando había pisadas humanas en las escaleras, pies de niños, el estampido de una pelota contra un bate o una pared, el estallido de una pistola de juguete o de un globo explotado, timbres de bicicletas y el timbre de la puerta, risas y teléfonos sonando en las habitaciones, los olores, los ruidos y los sabores de las comidas que se preparaban, se servían y se comían, de las bebidas que se servían, de los vasos que se levantaban y de los brindis de los hombres borrachos con cigarros en la mano y chaquetas de terciopelo negro, de sus mujeres con sus copas de jerez y sus trajes de fiesta, la habitación de invitados para las largas noches de verano cuando nadie estaba en condiciones de conducir, cuando nadie podía irse, nadie quería irse, hasta la última vez, la última vez cuando sonó el teléfono y el silencio se instaló para siempre, el silencio que seguía conmigo en ese momento, tumbado entre las sombras y el silencio total de una casa oscura y vacía…

Martes por la mañana.

Busqué mis gafas, bajé a la cocina, encendí la luz, llené el hervidor, encendí el gas, saqué una tetera, una taza y un plato del armario, abrí la puerta trasera para ver si habían traído la leche, vi que no, y no quedaba leche en la nevera, pero puse dos bolsitas de té en la tetera de todos modos, retiré el hervidor del fuego, serví el agua en la tetera y mientras reposaba lavé el cazo y el cuenco de la sopa de la noche anterior, los sequé, miré por la ventana el jardín y el prado, vi la cocina reflejada en el cristal, y en ella a un hombre vestido con pantalones marrón oscuro, camisa azul claro y jersey de pico verde, con gafas de cristales gruesos y montura negra, un hombre mayor, completamente vestido a las cuatro de la madrugada.

Martes, 7 de junio de 1983.

Puse la tetera y la taza en la bandeja de plástico azul, me llevé la bandeja al comedor, la dejé encima de la mesa, serví el té, encendí un cigarrillo, encendí la radio, me senté en la silla y esperé las noticias en Radio Leeds: Se espera que la policía intensifique la búsqueda de Hazel Atkins, la niña desaparecida en Morley, para dar un giro a la investigación después de las críticas de los padres de Hazel por cómo se ha conducido el caso.

En un artículo publicado esta mañana por el Yorkshire Post, el señor y la señora Atkins aseguran que en ningún momento han sido informados de los progresos de la investigación sobre el paradero de su hija, y que se han enterado de ciertos datos decisivos por la prensa o la televisión. Los padres de Hazel se mostraron especialmente críticos con el inspector Maurice Jobson, el oficial responsable de la investigación. Aseguran que el señor Jobson sólo habló con ellos en tres ocasiones, cuando se puso en marcha el dispositivo de búsqueda, si bien desde entonces no ha podido o no ha querido atenderlos.

El señor Jobson ha declinado hacer comentarios sobre…

Apagué la radio y me quité las gafas.

Me quedé sentado, llorando otra vez.

Llorando.

Porque sabía que no había salvación en nadie más.

En nadie en este mundo.

Llorando.

Martes, 7 de junio de 1983.

27.º día.

Algo más de las siete.

Comisaría de Morley.

La sala de la investigación.

Nadie más que yo.

Nadie y nada más que dos docenas de archivadores con cuatro cajones cada uno, unas doscientas fichas ordenadas alfabéticamente, un estante de madera de dos pisos donde se guardan los expedientes de

Acción, diez mesas de caballete con cinco ordenadores gigantescos y veinte teléfonos en las mesas donde se redactan las

Acciones, las declaraciones y los informes, se rellenan las fichas y se cruzan los datos de los coches, de los interrogatorios puerta a puerta, se clasifican por orden alfabético, se introducen los datos, se actualizan los ficheros y se buscan nuevas pistas.

O no. O se marcan:

Sin nuevas pistas.

Abrí la puerta de un cuarto contiguo:

Oficial responsable de la investigación.

Me senté en mi despacho frente a un enorme mapa de Morley lleno de chinchetas.

Un enorme mapa de Morley lleno de chinchetas, con una fotografía.

La fotografía de una niña.

Una niña que sigue perdida.

Entré en Blenheim Road, St. John’s, Wakefield.

Viejos árboles con viejos corazones tallados, que están perdiendo sus hojas en junio.

Aparqué en la entrada de Blenheim Road 28.

Un árbol grande y viejo, una casa grande y vieja, una herida grande y vieja.

Cerré los ojos. Los abrí y vi una estrella.

Una sola estrella, un ángel.

Un angelito silencioso; Salí del coche, cerré la puerta y escupí.

Carne.

Entré en el jardín.

La luz del día tenue y fea; charcos de agua estancada.

Los bajos de los pantalones, los zapatos y los calcetines manchados de sangre.

Todo manchado de sangre; Entré en el portal y subí las escaleras hasta el apartamento 5.

Húmedas y manchadas.

Corazones que siguen perdidos.

La puerta estaba abierta.

Entré y me paré en el vestíbulo.

—¿Hola?

No contestaron.

Crucé el pasillo.

Todas las puertas estaban cerradas.

Me paré delante de la puerta del dormitorio y susurré su nombre.

Silencio.

Los golpes de las ramas en el cristal.

Empujé la puerta.

Se abrió.

La habitación estaba destrozada.

Volví al pasillo.

Me paré delante de la puerta del baño y volví a susurrar su nombre.

Silencio.

Los golpes de las ramas en el cristal, con sus hojas perdidas.

Empujé la puerta.

Se abrió.

Los grifos de la bañera estaban abiertos. Los del lavabo también. Todo inundado.

Entré en el baño. Cerré los grifos de la bañera y quité el tapón. Me acerqué al lavabo. Cerré los grifos y me quité las gafas. Me lavé la cara y las manos. Quité el tapón del lavabo. Me sequé la cara y las manos con el abrigo. Volví a ponerme las gafas y me miré en el espejo. Rocé el espejo con los dedos.

Pintalabios:

Todo el mundo lo sabe.

Bajé corriendo las escaleras y salí al jardín. Entré en el coche y cerré las puertas por dentro.

Me quedé mirando el apartamento. Me quité las gafas y volví a cerrar los ojos: Las ventanas que miraban hacia dentro, las paredes que escuchaban los latidos de tu corazón…

Donde un millar de voces lloraban.

Dentro.

Dentro de nuestros corazones calcinados.

Había una casa.

Una casa sin puertas.

La tierra calcinada.

Una tierra pagana y siempre invierno.

Los asesinatos.

Aquí es donde vivíamos: Jeanette, Susan, Clare, Mandy y…

Atrapado en las ramas del árbol.

Un ángel.

Los golpes de las ramas en el cristal, con sus hojas perdidas y nunca encontradas.

Quiere entrar.

Solloza, llora y me pide que la encuentre.

Hazel.

Me miré las heridas en el dorso de las manos.

Las heridas que nunca se curaban.

Hazel, Hazel, Hazel…

Por la autopista al otro lado de los Peninos, llueve y de vez en cuando resuenan las explosiones de truenos y relámpagos mientras cruzo los páramos.

Más niñas desaparecidas, más niñas perdidas…

Más niñas raptadas y asesinadas.

Más voces…

Aterradoras, histéricas, voces estridentes de fatalidad, tragedia y muerte.

Conducía y divagaba.

Reinos subterráneos, reinos malignos de tejones y cerdos, ciudades de gusanos y de insectos; cisnes que graznaban en lagos negros mientras los dragones alzaban el vuelo por cielos pintados con pálidas estrellas y se abatían en picado sobre cavernas iluminadas con candiles donde un búho ciego buscaba a la última princesa acurrucada entre sus alas diminutas, porque el lobo había regresado…

Paso Manchester y sigo hacia Merseyside con el mismo sabor familiar en la boca: A carne.

Miedo.

Miré a Michael Myshkin, atado a la cama.

Me miró.

Tenía la cara llena de heridas. Los ojos enrojecidos.

—¿Hoy viene solo? —susurró.

—Solo.

—No puede evitarlo —dijo.

Asentí. Sonreí.

No sonrió.

Abrí mi maletín, saqué una foto y se la puse delante.

Michael Myshkin intentó apartar la cabeza.

Le acerqué la foto.

Cerró los ojos.

—Ha desaparecido —dije—. Lleva veintisiete días desaparecida.

Silencio.

—Quiero que me lo cuentes todo, Michael.

Silencio.

Todo.

Silencio.

—Sobre el Lobo.

—Pero usted ya lo sabe.

Tragué saliva.

—Ya se lo conté.

Intenté combatir las lágrimas.

—Hace mucho tiempo.

Saqué un bolígrafo del bolsillo. Escribí cinco palabras detrás de la fotografía y se la puse delante.

Myshkin miró las cinco palabras escritas apresuradamente: SIENTO LO QUE HA PASADO.

Se echó a llorar.

Me incliné sobre la cama. Lo cogí de los hombros enormes y lo incorporé. Apoyé su cabeza en mi pecho. Escuché los latidos de su corazón. Lo abracé en su simpleza.

En su simpleza y en mi ceguera.

Los dos estábamos llorando.

—No es demasiado tarde —dije.

—Aún veo el reino subterráneo. Es un lugar maligno y bestial; un reino de cadáveres olvidados y zapatos de niña, de minas anegadas por las lágrimas y la sangre de los muertos.

—Otros tiempos —susurré.

—Un dragón aúlla sobre iglesias vacías en cielos en llamas, y los vecinos me buscan para matarme.

—No es culpa tuya —dije.

—Porque yo era el Hombre Rata, el Príncipe de las Plagas —gritó—. Yo podría haberla salvado. Podría haberlas salvado a todas, pero…

—No es culpa tuya —grité.

Michael guardó silencio y vi que miraba por encima de mi hombro.

Volví la cabeza y allí estaban…

En la puerta:

La señora Myshkin y la señora Ashworth.

Solté a Michael, me incorporé y empecé a hablar…

La señora Ashworth se acercó y me dio una bofetada con todas sus fuerzas.

—Púdrase en el infierno —dijo.

Asentí.

—Todos nos pudriremos en este infierno…

Asentí.

La señora Myshkin abrazó a Michael.

Yo tenía las correas en una mano.

Michael se balanceaba entre los brazos de su madre.

La foto de Hazel Atkins en la otra mano.

—En este infierno —volvió a gritar la señora Ashworth.

—¿Por qué no lo dijiste, Michael? —susurró la señora Myshkin.

Michael me miró entre los brazos de su madre.

Estaba temblando, parpadeando entre las lágrimas y las heridas.

Me miró.

Con sangre en la cara y lágrimas en las mejillas.

Su cara hermosa como la luna y terrible como la noche.

Me miró, parpadeó y gritó:

—¡Él me dijo que no lo contara!

Di media vuelta y salí al pasillo.

—¡En este infierno!

Dick estaba en la puerta, jadeando:

—Jefe…

Michael Myshkin seguía gritando sin parar:

—¡Él me dijo que no lo contara!

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