1983

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Quinta parte » Capítulo 55

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Sirenas en Doncaster Road y Barnsley Road, camino de Wakefield: Dos coches, un furgón y una ambulancia.

La ambulancia sin las sirenas puestas.

Piggott esposado y tirado en el suelo del furgón cuando entramos a toda velocidad en Wood Street para llevarlo al sótano antes de que nadie pudiera olerse nada.

Sólo nosotros, en fila, esperando su llegada para emprenderla a patadas y puñetazos con él, para escupirle mientras lo arrastrábamos por los pasillos de un lado a otro.

Por los pasillos de un lado a otro.

Después lo desnudamos. Le tomamos las huellas dactilares y le hicimos fotos.

Lo encerramos en una celda.

—Encárgate de que siga así de suave —le dije a Dick.

—No hay heridas —estaba diciendo el doctor Alan Coutts—, aparte de las ligeras marcas de ligaduras en los tobillos y las muñecas.

Dejé de escribir:

—¿Cuál fue entonces la causa de la muerte?

—El informe preliminar…

—¿Cuál?

—Inanición y…

—¿Qué?

—Hambre y…

—¿Qué?

—Posible inhibición vagal.

—¿Estrangulada?

Niega con la cabeza.

—Un susto repentino puede ser suficiente para estimular el nervio vago y producir la muerte…

—¿Murió de miedo?

—O de hambre.

—¿Cuándo?

—Aún no lo sé con exactitud, pero…

—¿Aproximadamente?

—En las últimas 72 horas.

—¿Dónde?

—El análisis preliminar de las partículas de la piel y las uñas ha revelado una alta presencia de polvo de carbón.

—¿Local?

Asintió.

—¿Bajo tierra?

Asintió.

Me miré las manos.

Historia y mentiras.

Los vi al final del pasillo, sombras oscuras bajo luces blancas.

«Debajo del frondoso castaño…».

Me acerqué a ellos.

Me estaban esperando.

—Señor y señora Atkins —dije.

Me miraron fijamente.

Señalé las cuatro sillas de plástico gris junto a la agrietada pared color magnolia.

—Creo que tendríamos que sentarnos.

Me miraron fijamente.

—Lamento comunicarles que hemos encontrado a una niña y…

Esperaron…

—La niña no está viva.

Se cogieron de las manos y se apretaron con fuerza.

—El cuerpo se encontró hace unas horas, en una habitación del antiguo café Redbeck, en Doncaster Road.

Se quedaron mirando el suelo de linóleo. Temblando.

No tenía nada más que decirles.

El señor Atkins levantó los ojos.

—¿Cómo murió? —quiso saber.

—Podría haber muerto por falta de agua y comida y…

Los dos me miraron.

—Miedo.

—¿Cuándo?

—Posiblemente en las últimas 72 horas, aunque…

La señora Atkins con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos…

Empezó a abofetearme, a arañarme, a darme puñetazos, quería matarme…

Matarme.

Matarme.

Matarme.

Matarme.

Deseé que esa madre me matara.

«Donde yo te vendí y tú me vendiste».

—Lo siento —dije.

—¿Puedo verla? —preguntó la madre, en voz baja.

La agente Martin la había cogido del brazo y trataba de llevársela de allí.

Asentí.

El doctor Coutts abrió la puerta.

Encendió las luces.

Parpadearon unos instantes antes de encenderse.

Estaba tendida en una camilla, debajo de una sábana, en el centro de la sala.

El doctor Coutts retiró la sábana hasta la altura de los hombros.

Avanzaron un paso.

Se abalanzaron sobre su hija.

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