1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » SIETE

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SIETE

Dormí casi todo el día. Cuando me desperté empezaba a atardecer. Durante el lento despertar tuve la sensación de no estar en ninguna parte, los ruidos de la calle me eran tan familiares como los sonidos de la infancia, sin acordarme de ellos, ruidos de cuando uno se va despertando de la siesta: bocinas de coches, gritos infantiles, trinar de pájaros. Mientras me despertaba, estaba en todas partes.

Cuando pasó todo, me puse ante el espejo del cuarto de baño del hotel y dejé correr el grifo del agua caliente hasta que el baño quedó lleno de vapor. Luego me enjaboné la cara, froté con el dedo el espejo empañado hasta dejar libre un pequeño círculo, saqué de la bolsa de aseo de Christopher, en piel de pavo real, la cuchilla de afeitar china y, pasando la maquinilla despacio pero con decisión, me afeité el bigote...

La piel que había entre la nariz y la boca era blanquísima y cruda. Me sentía desnudo, pero a decir verdad no tenía mal aspecto. En el fondo, pensé mientras me miraba en el espejo, me hacía mucho más joven que antes, mi rostro, eso me parecía, tenía de pronto algo por completo independiente del tiempo y de la edad, algo más allá del tiempo. Era un rostro casi bien parecido, nuevo, pensé.

Me senté en la cama, me quité las sandalias de cuero, las metí en una bolsa de plástico que cerré con una lazada, y me puse los zapatos Berluti marrón claro de Christopher. Metí el resto de las cosas de Christopher en su maleta, puse encima la bolsa de plástico con mis sandalias, bajé y pedí al recepcionista que enviara la maleta con un taxi a la embajada alemana, a la dirección del vicecónsul, y después salí a la calle.

Me dejé llevar, como suele decirse, por la muchedumbre; por todas partes veía caras felices, rostros expresivos, en las calles había coches atravesados, masas de gente remontaban las avenidas, vi falsas ametralladoras de madera pintada sostenidas en alto y niños que llevaban en el cinturón granadas de mano de cartón piedra; globos verdes volaban por el nublado cielo invernal, un televisor que arrojó alguien desde un inmueble altísimo se estrelló contra el asfalto...

Las mujeres sustraían el rostro a mis miradas envolviéndolo en telas negras, un hombre me escupió en los zapatos, otro lo apartó a un lado, me cogió del brazo, me apretó y me besó en ambas mejillas, una y otra vez.

Anduve varias horas por la inmensa ciudad. Había sucedido algo nuevo, algo completamente inconcebible, era como una vorágine que engullía todo lo que no estaba sólidamente amarrado, e incluso esas cosas no estaban ya seguras. Parecía que ya no había centro, o, al mismo tiempo, que sólo quedaba un centro y nada más en torno a él.

En un parque vi un clown que llevaba unos zapatos grandes y rojos; daba de comer cacahuetes o palomitas de maíz a las palomas. Se había atado a la muñeca cuatro globos de colores. En el rostro embadurnado de blanco había quedado congelada una sonrisa bondadosa. Se agachó, y la bandada de palomas lo rodeó, algunas se le posaron en los hombros y agitaban las alas y se peleaban por los cacahuetes...

De pronto, cuatro hombres barbudos vestidos de negro salieron de un matorral y se abalanzaron sobre el clown. Las palomas aletearon asustadas y levantaron el vuelo. El clown cayó al suelo y se puso las manos delante del rostro pintarrajeado, mientras los hombres le daban patadas con las botas en los riñones y en la cabeza. Cuando ya no se movía lo dejaron, se dieron media vuelta y se marcharon otra vez en dirección a la salida, casi aburridos. En los árboles gritaba un pájaro exótico. Más tarde vi que un policía se arrodillaba y le besaba los pies a un clérigo, y eso me produjo tales náuseas que estuve a punto de vomitar.

Varias veces creí ver a Hasan entre la muchedumbre pero siempre me equivocaba, no era él. A la caída de la tarde oí disparos. Una manifestación serpenteaba por la gran avenida; estudiantes que esgrimían banderas comunistas y pancartas avanzaban puño en alto vociferando por las avenidas...

Unos estudiantes se habían atado con cadenas a las rejas de hierro forjado que había delante de la universidad, sus rostros eran fanáticos y dementes. Down with President Carter, ponía en una tela enorme que varios de ellos habían desplegado de un lado a otro del bulevar; algunos estaban subidos a las farolas, no faltaban tampoco los de largas melenas, rubios agitadores extranjeros, que llevaban chalecos de piel sin curtir, con botones de propaganda política...

Vi, llevados en alto, polícromos carteles de cartón con la gruesa y carnosa cabeza de Mao Tse-tung pintada en ellos; postulaban el comunismo, el cambio de régimen, la revolución permanente, exigían la muerte del sha, el final de la represión; golpeaban a los jóvenes que llevaban el retrato del ayatolá Jomeini, corrían por las avenidas y atacaban a los estudiantes que no llevaban brazaletes de la China roja; los escaparates saltaban hechos añicos, y los vidrios se desparramaban por la calle. Algunos jóvenes llevaban carteles con las palabras Pol Pot, otros habían desplegado entre los puños estandartes en los que se leía Bater-Meinof.

Antes de que cayera la noche pedí algo de arroz y de carne en un pequeño café. Daba a la calle, y mientras removía el arroz en el plato con el tenedor, contemplaba la avenida que se iba quedando vacía. La gente se marchaba a casa, las luces se apagaban, las manifestaciones se disolvían, todo iba quedando a oscuras y era de lo más lúgubre. Otra vez se me contrajo el estómago, me sentí desfallecer.

El café estaba pintado de un verde suave, del techo colgaba una bombilla desnuda, sobre el mostrador había otra lámpara que iluminaba las teclas de la caja registradora. En la pared vecina a mi mesa colgaba un póster con un forzudo luchador iraní de lucha libre que abrazaba por detrás a su madre, una mujer delgada y bajita. En una vitrina iluminada había algo que parecía espinacas, y a su lado una fuente con tomates cortados en trocitos...

Retiré a un lado el plato de arroz y carne, pedí otro vaso de té, y cuando lo tuve delante disolví en él un terrón de azúcar, removí y miré cómo las estrías azucaradas se reunían en el centro del vaso, se acumulaban formando espirales para deshacerse otra vez con el movimiento inverso de la cuchara.

Entretanto, yo era el único cliente. El dueño limpiaba el mostrador murmurando algo en francés. Llevaba un mandil blanco y unas gruesas gafas marrones demasiado grandes para su rostro, lo que le daba un aspecto de mosca. Se había cepillado el pelo hacia un lado, para cubrir la calva, y me observaba de reojo. Siempre que yo miraba, apartaba la vista. Puse dinero sobre la mesa y fumé un cigarrillo, aunque no me sabía bien y me produjo ligero dolor de cabeza.

Finalmente, el dueño vino a mi mesa, sacudiéndose el trapo en el mandil, y yo pensé que sólo quería coger el dinero. Me levanté para marcharme, pero él me puso la mano en el hombro para que me quedara allí sentado...

—Ya no puede salir —dijo en inglés—. Hay toque de queda. Es demasiado tarde. C'est l'heure, vous savez...

—¡Oh!

Cogió una silla de la mesa vecina y se sentó a mi lado, sujetando entre las piernas abiertas el respaldo de la silla...

—Usted no es norteamericano, eso lo veo...

—No...

—¿Me permite? —cogió uno de mis cigarrillos...

—Claro. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Quedarse aquí...

—¿Dónde? ¿Aquí en el café?

—Escúcheme, por favor. Quiero decirle quién es el gran enemigo...

Reunió los cubiertos y los colocó ordenadamente en el plato del que yo no había comido casi nada. Los puso a la derecha del montón de carne y arroz, el cuchillo y el tenedor en posición paralela...

—Sí, dígamelo por favor...

—¿Le digo quién saca el mal de un agujero y lo vierte sobre nosotros, como estiércol líquido, de forma que en el futuro los hombres sean construidos y configurados a imagen de Satán?

—Mmm...

—Escúcheme atentamente, por favor. Se trata de la esencia de la vida; la vida será construida de nuevo dentro de unos años, piedra por piedra. Primero los tomates —como aquí, en este café, aquellos tomates rojos—, después las cabras y finalmente el hombre —dio una chupada al cigarro...

—Oyéndole, suena tan... elaborado. Suena a bíblico, cuando menos, o a coránico, o así...

—No es elaborado. Es verdad. El Corán, que usted menciona, es totalmente cierto. Si no hacemos cambios en nosotros mismos, todos tendremos que reptar, como babosas, ciegos, en torno a un centro vacío, en torno al gran Satán, en torno a América.

—América...

—Todos hemos contraído culpa por haber permitido América. Todos tenemos que hacer penitencia. Tendremos que hacer sacrificios, cada uno de nosotros...

—Bueno, oiga. No sé qué sacrificio puedo hacer yo...

—Mire hacia fuera, a la calle. ¿Lo ve? Pronto se habrá marchado el sha, tal vez se haya marchado ya. En este país empezará una nueva era, fuera del alcance de América. Sólo hay una cosa que puede hacerle frente, sólo una es lo bastante fuerte: el islam. Todo lo demás fracasará. Todos los demás se ahogarán en un mar espumoso de Corn Flakes y Pepsi-Cola y cortesía superficial. ¿Permite?

Cogió otro cigarrillo y se lo encendió con el anterior.

—Venga por aquí, le enseñaré una puerta trasera. Y quédese con su dinero, por favor. Tengo mucho gusto en invitarle...

—Sí, muchas gracias. Ha sido un placer escucharle, aunque no haya entendido del todo lo que ha dicho sobre América...

—No importa, amigo. Basta con que lo haya oído. Venga conmigo. Hay alguien que ya le está esperando. Mi nombre, por cierto, es Massoud...

Se levantó y se dirigió a la parte posterior del mostrador, golpeándose otra vez los muslos con el trapo y sacudiendo la ceniza del cigarrillo en la vitrina de cristal donde estaba la fuente con los trozos de tomate adobados. Yo le seguí.

Con la mano derecha abrió una cortina marrón y con la izquierda, de un modo, eso me pareció, exageradamente teatral, me invitó a entrar en su cocina. Olía a cabra o a cordero, un olor que yo no podía soportar. Al pasar, Massoud cogió de una mesa de la cocina un pequeño bolso negro que, a juzgar por su aspecto, podía ser el maletín de un médico...

—«Hermés, París» —dijo, girando un poco la cabeza por encima del hombro y guiñándome un ojo. Los pelos peinados por encima de la calva se habían movido de su sitio y ahora le colgaba un largo mechón de pelo negro desde encima de la oreja derecha casi hasta el hombro. Tuve la impresión de que se tintaba el pelo...

—¿Eh, cómo dice?

—Un pequeño chiste persa, semiintelectual. Bueno, es igual, mon Dieu, olvídelo. Venga por aquí, hacia abajo.

Con la punta del zapato enrolló hacia atrás una gastada alfombra, abrió una trampa de madera que había en el suelo, sacó del maletín —yo nunca había visto en Hermés un ejemplar así y antes iba por allí con relativa frecuencia— una linterna de bolsillo y me indicó que bajara detrás de él.

Descendimos por una escalerilla, y luego seguimos por un largo pasillo que olía a moho; no podía distinguir nada, sólo la luz vacilante de la linterna y el contorno del mechón colgante y balanceante de Massoud...

—¿Sigue usted ahí?

—Sí, claro...

—Bueno, bueno.

Al cabo de un rato dejé de contar mis pasos, eran ya más de setecientos, aunque seguramente había perdido la cuenta varias veces. A mi derecha y a mi izquierda iba tanteando con los dedos paredes húmedas, de arcilla, eran resbaladizas, olía a tierra...

Ahora el camino era ligeramente cuesta arriba, el suelo empezó a ascender en oblicuo, finalmente nos detuvimos delante de otra escalerilla. Massoud resolló, golpeó varias veces con la linterna en la escalerilla, oí pasos encima de mí y se abrió una trampa...

—Entre, no tenga miedo, hay alguien ahí que usted conoce...

Subí detrás de él la escalerilla, y entramos en una habitación; estaba muy oscuro, de forma que no reconocí enseguida al hombre que nos había abierto la trampa. Me dio la mano y con la otra mano me cogió del brazo. Era Mavrocordato...

—Maravilloso. Realmente maravilloso, magnífico. Que haya conseguido llegar hasta aquí es algo que a usted lo honra y a mí me alegra, sí, así es —dijo sin dejar de estrecharme la mano. Yo no salía de mi asombro...

—¿Cómo sabía usted...?

—Je, je, je —Mavrocordato sonreía y sacudía la cabeza...

—II est vraiment un peu simple, celui-la —dijo Massoud, y por fin se colocó otra vez el mechón por encima de la calva.

Mavrocordato y yo estábamos en su casa, sentados en una chaise-longue estilo Imperio tapizada en seda a rayas color zarzamora, tomábamos té y yo lo observaba todo. Massoud trajinaba en la cocina, se oía ruido de cacharros, tarareaba una canción mientras manejaba las cacerolas.

Todas las paredes del salón, hasta la altura del techo, rebosaban de libros; las estanterías estaban abarrotadas de libros, revistas, manuscritos, entre medias asomaban iconos rusos y polacos, en una mesita auxiliar, que parecía poco segura, había un florero con orquídeas, se veían papeles esparcidos por el suelo, en un rincón había un ventilador de aire caliente al rojo vivo. Las paredes tenían varias acuarelas de Blalla W. Hallmann, torcidas y sin marco. Había velas encendidas, algunas metidas en botellas de vino tinto vacías. La cera escurría, hacía demasiado calor en casa de Mavrocordato. Me quité el jersey Cecil Beatón...

En el centro de la habitación, sobre varias alfombras afganas echadas descuidadamente unas sobre otras, había un pequeño aparato color latón que parecía un barómetro, de cuya tapa sin embargo salía un pequeño aparejo en forma de trompeta cuyo pabellón estaba obturado con un tapón de goma endurecida negra...

Las ventanas también estaban tapadas con cortinas de terciopelo, yo no oía ningún ruido callejero, ningún sonido: la casa lo mismo podía estar situada muy bajo tierra, hasta tal punto me resultaba imposible hacerme acústicamente una idea del lugar en que me encontraba.

—Por su amigo Christopher no quiero preguntar...

—Sí, sí, pregunte lo que quiera —cogí un bombón de la bandeja y lo mordisqueé. En el centro del chocolate había un pistacho...

—No...

—Pero si no me importa. Mi amigo... ya no vive...

—No me cuente nada, por favor, por favor. ¿Se encuentra usted bien aquí? Nuestro amigo el del café seguro que ha hablado de América, siempre lo hace. No se preocupe por eso, en parte tiene bastante razón, pero no tiene usted por qué darle más vueltas a eso. Amigo, me alegro de verlo, me alegro mucho —dijo Mavrocordato soplando en su taza de té...

Sólo ahora noté que llevaba el pelo suelto, le colgaba hasta los hombros, parecía un hippie que se las da de revolucionario. Llevaba una especie de caftán de seda violeta oscuro, sus velludos pies estaban metidos en pantuflas blancas marroquíes de —al menos pensé que así era— piel de cabra.

—Antes de que charlemos tranquilamente un poco, tengo algo para usted —se levantó, fue a un estante, sacó una cosa y me la trajo...

—¿Un cigarrillo? —preguntó...

Abrió la pitillera de nácar que yo había perdido en el bosque de hachís, en la fiesta, ayer, años atrás...

—Mire, la pitillera tiene exactamente el mismo tamaño que la casete que le endosaron a usted sin darse cuenta, la casete con los discursos del ayatolá Jomeini. Tenga, cójala, después de todo es suya.

Massoud vino silbando de la cocina al salón, sosteniendo en equilibrio tres fuentes. Las colocó cuidadosamente en el suelo, en una de las alfombras del centro de la habitación, dispuso en semicírculo cojines alrededor y se metió otra vez tarareando y canturreando en la cocina, a buscar platos, dijo...

Mavrocordato me pidió que me sentara con él en la alfombra; se arrodilló, me colocó debajo un cojín y con precisos movimientos de mano destapó las fuentes...

—Esta noche, aunque usted no tenga hambre, tomaremos exclusivamente comida oscura. Mire, aquí tenemos ciervo negro con salsa de ciruelas, allí ha hecho surgir nuestro amigo como por encanto arroz negro y uvas pasas, finalmente tenemos aquí un budín de sangre con moras oscuras.

—¿Puedo intentar adivinar algo?

—Por supuesto, adivine...

—Aunque parezca tonto: creo, barrunto, qué sentido tiene esta comida, Mavrocordato. La oscuridad contra la blancura, ¿no?

—No está mal. No, no está nada mal. La blancura es el-hacer-visible, ya lo ve, así que en definitiva cuanto más oscuro comamos, tanto menos —sonrió— podrá pasarnos.

Llegaron los platos, los cubiertos y una botella de Chateau Palmer del 61. Massoud se quedó de pie un rato en la alfombra, delante de nosotros, acariciaba con aire ausente el aparato en forma de trompeta y nos miraba. Sacudió la cabeza. Luego se despidió con una reverencia...

—Coman ustedes, mes amis, beban, discutez, yo me vuelvo. De todos modos, como tal vez hayan supuesto, no tomo alcohol —nos dio la mano a ambos y después se puso la derecha en el pecho, a la altura del corazón.

—Y no olvide, Mavrocordato, que en el nuevo Irán ya no están permitidos todos esos juegos depravados. Al contrario, se castigarán severamente...

—Lo sé y me atendré a ello —respondió Mavrocordato...

—Entonces: Daste shoma dard nakoneb. Ojalá nunca le duela la mano...

—Nokaretim. Soy su esclavo...

—Disculpe que ahora les dé la espalda...

—Pero, por favor: una flor no tiene espalda...

—¿Y usted, joven amigo? —dijo Massoud dirigiéndose a mí y cogiéndome otra vez la mano—. Haga lo que tiene que hacer, por favor. Piense en lo que le he dicho: todos hemos de hacer un sacrificio para que haya salvación, salvación, ¿comprende? Cada uno de nosotros. No tenga miedo. Au revoir...

—¡Qué remedio! Lo intentaré. Adiós.

Mavrocordato y yo comimos un rato los dos juntos en silencio, pero era una forma de silenció distinta de la que había tenido con Christopher. Ninguno esperaba que el otro dijese algo para responder entonces con una salida de tono, solamente porque todo parecía en ese momento aburridísimo y trillado...

Yo no quería comer mucho, pero aquello me gustaba realmente, hasta entonces nunca había tomado comida exclusivamente oscura. Mavrocordato mascaba y hacía ruido al masticar, una vez me sonrió, tenía los dientes teñidos de negro, como si hubiera bebido tinta.

Una vez terminado el budín de sangre, fumamos cigarrillos, consumimos la botella de Claret y expulsamos el humo contra el techo. Nos miramos los dos, era como si Mavrocordato me examinara, como si no sólo me mirara por fuera sino también por dentro, para ver si estaba allí lo que él esperaba encontrar. Yo realmente quería agradarle...

Miré hacia atrás y vi a un extraño joven, completamente concentrado en mi persona y en su idea fija de mí, como si yo fuera de verdad, tal como él había dicho, un recipiente, un vaso, alguien que estaba wide open. Detrás de él, a la luz de las velas, la sombra de Mavrocordato oscilaba en la pared, a veces, eso me parecía, su sombra tenía la apariencia de un insecto oscuro.

Me mostró una cajita, forrada con papel de regalo, en la que se guardaban cabellos. Metió dentro la mano y sacó un gran mechón negro atado con un lazo de terciopelo marrón. Se pasaba suavemente el mechón de una mano a otra, mientras hablaba, acariciando con una mano la coleta.

—Éste es ahora, para los que vivimos así, el mayor peligro —encendió una lamparita y puso los cabellos bajo la luz amarillenta de la bombilla—. De esta materia será posible destilar vida. No me pregunte ahora cómo se llevará a cabo. Pero todos los signos señalan en esa dirección, no me equivoco, lo sé. Esta madeja de pelo, por ejemplo, perteneció a mi abuelo...

—El del pequeño Estado...

—Exacto. Asombroso, cuántas cosas recuerda. Dentro de unos años será posible resucitar a partir de estos pocos pelos al abuelo muerto, o sea, originar la negación de la muerte, lo que obviamente tendrá como efecto que empiece el final de la vida, de toda vida. Tenemos que liberarnos de esa paradoja, tenemos que combatirla. Es la misión más importante que conocemos...

Movía la mata de pelo de un lado a otro, a la luz de la bombilla el pelo parecía brillar, se distinguía cada cabello uno por uno, a veces tenía reflejos dorados, a veces rojizos. Pero no se podía ver más en él, era sólo pelo...

—¿Lo ve? —preguntó...

—Sí.

Mavrocordato volvió a meter el pelo en la caja y cerró suave y cuidadosamente la tapa. De pronto parecía un predicador ambulante, aquella precisión, aquel aspecto de pájaro habían desaparecido para dar paso a algo distinto...

—Espero que haya comido bastante —dijo...

—Gracias, ha sido muy bueno. No tenía mucha hambre, pero ha sido realmente exquisito...

—¿Abrimos otra botella de Claret? Pronto se habrá terminado todo esto, ya ha oído lo que dijo nuestro amigo...

—No, gracias. Ya no puedo beber más. Y si esto se termina pronto, por mí que se termine ahora mismo. Así pues, ésta ha sido —¡tararí!— mi última copa de alcohol...

—Muy bien. Entonces, venga conmigo. Ahora tenemos que organizar algo, una especie de travesura. ¿De acuerdo? Un momento, por favor, sólo voy a cambiarme rápidamente...

Se metió en la cocina.

Cuando volvió, otra vez llevaba el pelo disparado para arriba. Se había quitado el caftán y metido en un conjunto negro y ceñido, llevaba además zapatillas chinas de ballet azul oscuro, blandas y con suela de goma. Me dio un par de mi tamaño y me indicó que me las pusiera...

—Vámonos. Sólo tengo que coger también esta mochila —dijo levantando y poniéndose a la espalda un macuto negro, grande y pesado.

Fuera, la ciudad estaba en silencio. No vi ni un solo coche, a nadie por las calles. Muy lejos se oía fragor de ametralladoras. Mavrocordato cerró la puerta de la casa; ahora vi que habíamos estado todo el tiempo en la planta baja de una casa de pisos. En la placa de latón junto al timbre no había ningún nombre que yo hubiera podido descifrar ni remotamente...

Estaba muy oscuro, la luz de algunas farolas osciló y luego se apagó. En el horizonte, por el este, había un brillo color naranja; en alguna parte, al otro extremo de la ciudad, había casas ardiendo. Nos miramos. Mavrocordato tenía las pestañas largas y sedosas.

—Respire hondo. Dos veces, tres veces. Y ahora, ¡adelante!

Corríamos inclinados, pegados a las paredes de las casas. Los zapatos chinos de goma no hacían absolutamente ningún ruido. Torcimos a la izquierda, luego a la derecha, hasta que llegamos a una gran plaza en la que confluían varias avenidas.

Nos encaramamos a los repechos de las ventanas de un edificio, subimos por la escalera de incendios y con cuidado, procurando mantener el equilibrio, caminamos a lo largo de una cornisa hasta el alero. Miré hacia abajo, se veía en toda su amplitud la gran plaza que teníamos debajo. A la izquierda, a unos dos metros de nosotros, estaba instalada en el tejado una cámara de observación...

Mavrocordato se puso unos finos guantes de gamuza, sacó, al tiempo que se arrodillaba, un pequeño televisor negro de su mochila y una enrevesada maraña de cables negros, unas pequeñas pinzas cortantes y herramientas...

Metió un cordón de empalme en un enchufe instalado en la pared, cerca de la cámara de observación. Y después colocó en la cornisa el televisor que traía él.

—Ahora voy a llevar a cabo un pequeño truco alquimístico que irritará a algunas personas —dijo, dio varias vueltas al televisor y empezó a empalmar el cable que había traído con los cables de la cámara de observación—. Vea, en el último instante cortaré la conexión, durante unos momentos la cámara no recogerá ninguna imagen, entonces dirigiré rápidamente la cámara hacia el monitor y volveré a establecer la conexión. Bueno. Y ahora adivine lo que va a filmar la cámara...

—Ehhh...

—Un momento. Y ahora... ¡Presto!

Pulsó un interruptor, y en el monitor se veía ahora el propio pequeño televisor, partido y reducido de tamaño cien veces; se perdía en el infinito en el centro de la pantalla...

—La cámara se ve a sí misma durante su propia toma —dijo Mavrocordato—. Brillante, ¿no es cierto?

—Pero ¿quién ve eso?

—Los observadores, evidentemente. Hago esto cada noche con una cámara distinta, desde hace dos semanas. Vámonos, hay que marcharse. No durará ni siquiera una noche entera; si tenemos suerte, unas horas...

—¿Y dejamos aquí su televisor?

—Claro, amigo mío...

—Entonces son ya catorce televisores los que usted...

—No haga tantas cuentas, por favor, no piense tanto, venga conmigo. Ahora tenemos que marcharnos. La alquimia no deja de ser peligrosa, mire hacia abajo. No, ahí no. Más a la izquierda.

Y vi, en efecto, que un tanque, con un faro instalado en lo alto de la torre blindada, bajaba estruendosamente la avenida; aún estaba lejos pero se dirigía directamente a la plaza. El intenso cono luminoso remontaba alternativamente las fachadas de los edificios a la derecha y a la izquierda de la calle...

Recogimos deprisa las herramientas y la mochila vacía, avanzamos sigilosamente, muy agachados, por la cornisa y en un esfuerzo final bajamos por la escalera de incendios. Estuve en un tris de resbalar, pero Mavrocordato me sujetó por el brazo, y los dos nos echamos a reír...

—Es usted, de verdad, un joven divertido, ¿lo sabe?

—Pero tengo su misma edad, Mavrocordato...

Me soltó el brazo...

—Pero, Dios mío. No he querido decir eso. Venga, deprisa, tenemos que marcharnos. Y no mire en absoluto hacia atrás.

Corrimos todo lo que pudimos, uno detrás del otro, alejándonos del cruce. El cono de luz había enfocado la cámara de observación, y el tanque se detuvo con un chirrido. Se abrió la trampa, y saltó fuera un soldado con un radiorreceptor en la mano y un brazal blanco en la manga. Hablaba al aparato y señalaba arriba, a la cornisa, entonces otro soldado salió por la abertura del tanque y saltó a la calle. Miraba exactamente en mi dirección...

Yo me había parado del susto, me había dado la vuelta y no tenía más remedio que saberlo, que saberlo del todo, aunque Mavrocordato me barbotaba furioso desde la otra acera que me diera prisa por todos los demonios. Yo había reconocido al oficial. Era él. No cabía la menor duda.

De vuelta al piso, hice un té para los dos...

—Ha sido, hummm..., relativamente por los pelos...

—¡Qué va! He pasado ya por momentos bastante peores —exclamó Mavrocordato desde el salón...

—¿Lo ha visto? —removiendo las hojas con una cuchara, las saqué del fondo de la tetera...

—¿A quién? ¿A Hasan?

—Sí. Bueno, yo ya no sé quién está en el bando de quién. Todo es tan horriblemente confuso...

—Ya no hay bandos. No se preocupe...

—¿Puedo preguntarle por qué habla de alquimia?

Llevé la bandeja con el té, y Mavrocordato se dio la vuelta hacia mí mientras apilaba panfletos en sus estanterías...

—La finalidad de esa divertida aventura con la cámara es crear situaciones herméticas...

Mordió un bombón de pistachos y siguió hablando con la boca llena...

—No sólo ayudamos al nuevo gobierno de Irán a desconcertar al antiguo gobierno sino que contribuimos directamente a derribarlo. Por otra parte, nunca sabrán, por desgracia, qué fue lo que los eliminó. Ah, té. Deme un sorbito más, por favor, sea tan amable.

Me senté en la chaise-longue y repasé con el dedo índice las rayas de seda...

—¿Qué debo hacer ahora, en su opinión?

—Tal vez no sea lo más aconsejable que se quede aquí en Irán. Y eso tampoco formaría parte de su misión...

—Quiere decir que ya me tiene preparado algo...

—No, sólo puedo hacerle una proposición. En cuanto a usted, tiene que decidirse por algo. Puedo describirlo de la siguiente manera: tendría que dar algo sin esperar o sin recibir nada a cambio. Véalo como una permuta unilateral...

—Pero yo no tengo nada que dar.

Se levantó, se encendió de pie un cigarrillo, fue a la ventana y palpó con los dedos el pesado terciopelo de las cortinas...

—Entonces, amigo, sólo hay en el fondo una posibilidad para usted. Tiene que encontrar el camino del Kailash, la montaña sagrada, llamada también Mount Meru...

—¿Aquí en Irán?

—No. Escúcheme, por favor. En muchas religiones se considera ese monte como el centro del universo, como el loto del mundo. Está situado en una meseta, desgraciadamente en el Tíbet occidental, o sea, en China. Cuatro de los mayores ríos de Asia nacen casi exactamente debajo de él. Las cuatro vertientes del Kailash corresponden al lapislázuli y al oro, a la plata y al cristal...

—Oh.

—Tiene usted que rodear ese monte en el sentido de las agujas del reloj, es una especie de mándala gigante de la naturaleza, o sea, una oración como recorrido del mundo...

—Pero eso suena de lo más estúpido. ¿Qué voy a hacer yo allí?

—Massoud le ha contado seguramente que Norteamérica es el gran enemigo...

—Ha dicho incluso que es el gran Satanás. ¿No será mejor que lo apunte enseguida?

—Bueno, no siga por ahí, bromista. Vaya a la cocina, sea usted dear y tráiganos una bolsa de patatas fritas...

Busqué en los armarios de la cocina, abrí varios cajones, hasta que encontré una bolsa de Frito Lay's Salt and Vinegar Chips, la abrí, vacié los crujientes copos de patatas en una bandejita de Lali— que y los llevé al salón...

—¿Y cómo voy yo al Tíbet? Según tengo entendido, a los extranjeros no se les permite viajar allí...

—Amigo mío, en este mundo todo se puede conseguir a base de dinero. Lo único es que ha de ser bastante. Eso debería usted saberlo, ha estado con Christopher tiempo más que suficiente...

—Pero no me queda un solo pfennig, lo último que tenía se lo di a Hasan para que le consiguiera a Christopher una habitación individual en el hospital.

—Lo sé. Espere...

Se levantó y fue a la estantería. Buscó bastante tiempo un determinado libro, lo sacó una vez encontrado, y se sentó después frente a mí en un cojín...

Abrió el libro, antiguo y primorosamente encuadernado —era de un tal Karl Mannheim— y vi que Mavrocordato había recortado en las páginas un agujero en forma de caja y que en él, casi embutido en las letras, había un fajo de billetes...

—Aquí tiene, son varios miles de dólares. Cójalos —dijo mientras me los tendía...

—¿Y esto es para que vaya al Tíbet, a dar la vuelta a ese monte?

—En otro tiempo, antes de la revolución cultural, había gente que incluso daba la vuelta de rodillas al monte sagrado de Kailash. Los peregrinos se ponían trozos de goma en las rodillas y en los codos y a cada paso que avanzaban se arrojaban al suelo, medían la distancia con el tamaño del propio cuerpo tendido en el suelo. ¿No quiere hacerlo usted también?

No respondí enseguida sino que me fumé hasta el filtro uno de sus cigarrillos y lo aplasté contra el borde del cenicero...

—¿Lo hago? No lo sé...

—Se trata de lo siguiente: una sola vuelta completa purifica de los pecados de toda una vida. Si usted lo consigue, habrá hecho algo grande, algo para restablecer el equilibrio perdido.

—¿Vendrá usted conmigo?

—No —sonrió—. Pero no ponga esa cara tan larga...

—¿Por qué no viene?

—Porque tiene que hacerlo usted solo. Si no, me temo que no sirve de nada.

Tocó el borde de la máquina-embudo que seguía en el centro de la habitación, sobre la alfombra, sin medir nada...

—Venga usted, es muy tarde. Más vale que nos acostemos. Si quiere puede dormir conmigo en el dormitorio, en la cama caben bien dos personas...

—Prefiero la chaise-longue, muchas gracias...

—Qué tontería. Venga conmigo. No voy a agredirle...

—Okay.

Estuvimos un buen rato uno junto al otro en la cama, mirando al techo y sin hablar. El fumaba un cigarrillo...

—¿Mavrocordato?

—Sí...

—Yo... —¿Qué?

—Preferiría quedarme aquí con usted...

—Lo sé.

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