1979

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SEGUNDA PARTE CHINA, A FINALES DE 1979 » NUEVE

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NUEVE

Atravesamos de noche, clandestinamente, la frontera china, en la oscuridad vi brillar montañas como de pesadilla nocturna, la nieve azul resplandecía a la luz de la luna...

El viento helado era más fuerte, en cambio ahora se veía con más nitidez y también más lejos. Había dejado de flotar en torno a nosotros el polvo perpetuo de la altiplanicie que habíamos dejado abajo, ese polvo que penetra por todas las rendijas; y ahora avanzábamos por campos de nieve que durante el día reverberaban al sol. Incluso bajo el vendaje de fieltro tenía que guiñar los ojos, el brillo me hacía daño y me cegaba...

Para entonces, como es natural, los zapatos Berluti estaban empapados y reblandecidos. En mis calcetines se habían formado témpanos de hielo. Tenía miedo de que me salieran sabañones en los pies y por eso pedía con frecuencia que hiciéramos una parada. Mientras me quitaba los calcetines y me friccionaba los dedos de los pies con las manos ateridas hasta que la sangre volvía a circular, mi guía seguía caminando, muchas veces no volvía a verlo sino después de haber caminado uno o dos kilómetros y haberlo encontrado esperando pacientemente apoyado en un peñasco.

En algún momento dejamos los bidones de agua junto a un montón de piedras, puesto que ahora podíamos tomar nieve cuando tuviéramos sed. En una ocasión nevó por la noche, pero no fue un verdadero temporal de nieve, en opinión de mi guía, de lo contrario no habríamos podido salir de la tienda durante varios días. Teníamos realmente mucha suerte con el tiempo...

De día yo arrastraba el bastón por la delgada capa de nieve y me agachaba cuando tenía sed. No era ni feliz ni desgraciado.

Una tarde, habíamos cruzado ya las montañas nevadas, llegamos con un sol radiante a la orilla de un lago color turquesa, al parecer inmensamente grande. Un viento cortante soplaba sobre el agua y producía pequeñas olas que iban a romperse en la playa, a nuestros pies...

Tiramos nuestras mochilas, nos despojamos de nuestras tiras de fieltro y, vestidos sólo con calzoncillos, saltamos en las aguas heladas. En el lago no parecía haber peces, cangrejos ni otro género de vida, tampoco algas, sólo agua fría, clara. Al nadar se podía ver el fondo...

Nos zambullíamos una y otra vez, reíamos, nos salpicábamos mutuamente con el agua y, restregándonos la piel con la arena clara del fondo del lago, nos quitamos la costra de las semanas pasadas. El baño fue como una unción. Nunca me había sentido tan limpio, tan íntima y profundamente purificado.

Cuando regresamos nadando a la orilla, había allí un monje, envuelto en un hábito rojo oscuro. Primero pensé que era el monje demente de la semana anterior y me sumergí en el agua, pero mi guía me sacó de los pelos y dijo que no era el mismo, que mirase, que éste era mucho más joven...

Nos secamos en la bala de fieltro, restregándonos el agua de la barba. Yo temblaba. La piel estaba roja y abrasada de frío. Mientras nos poníamos otra vez nuestras túnicas de fieltro, el joven monje se acercó, se agachó y examinó nuestros calzoncillos que habíamos puesto a secar al sol sobre una piedra lisa...

Mi calzoncillo era de Brooks Brothers, a cuadros, con un estampado madrás en color claro. El monje lo sostenía en alto y me miraba como pidiéndome algo. Con un gesto le di a entender que podía quedárselo. El monje sonrió, metió el calzoncillo en su bolso naranja, que llevaba en bandolera, y se acercó a nosotros con pasos vacilantes.

Me vestí del todo y por fin entré poco a poco en calor. Mi guía sacó su hornillo de gas y se ocupó con la preparación del té. Aún teníamos en una bolsa algo de leche seca, que él puso en el té...

El monje se sentó a mi lado en una peña, juntos contemplamos aquel inmenso lago mientras él jugaba con el vello de mi brazo y tiraba de él, como si yo fuera un pequeño mono. Riendo mostraba su propio brazo, completamente desprovisto de vello, luego señaló de nuevo al lago e imitó de una forma extraña los ruidos de una vaca o de una res...

Tomó en la mano mi bastón y de un bolso escondido entre los pliegues de su hábito sacó una navajita. Clavando la hoja en la punta del bastón, cortó y recortó hasta que la punta quedó dividida en tres; luego, examinando su obra, me devolvió el bastón.

Empezó a hablar ininterrumpidamente, pero era una lengua de la que ni mi guía ni yo comprendíamos una sola palabra; sólo nos entendíamos con gestos y con el lenguaje de las manos...

Mientras tomábamos té con leche, metió el dedo en la taza y después, con expresión de exagerado embeleso, se introdujo el dedo en la boca. Luego, el líquido marrón claro fue saliendo gota a gota de su boca...

Entretanto, con la triple punta de mi bastón, dibujé en la arena a nuestros pies los contornos de un monte. El pequeño monje se puso en cuclillas y lo observó atentamente, pero no reconoció lo que yo dibujaba aunque se le formaron profundos surcos en la frente y cambiaba la cabeza de posición, ora a la derecha, ora a la izquierda.

Pensé que en aquellas soledades no había tantas cosas distintas que terminaran en punta, pero realmente él parecía incapaz de establecer una relación entre mi dibujo del monte y el monte que yo buscaba. Yo alisaba la arena una y otra vez con la punta abierta del zapato Berluti que llevaba puesto y empezaba a dibujar de nuevo; otro monte, otra forma básica, montes con varias cimas, dibujé personas que daban la vuelta al monte en el sentido de las agujas de un reloj, pero de nada sirvió: el monje no sabía a qué me estaba refiriendo.

Tomamos juntos otra taza de té, nos cubrimos el rostro con las bufandas y nos echamos el equipaje a la espalda. Mi guía iba delante, por la orilla izquierda del lago, yo le seguía; casi automáticamente adopté el ritmo que llevábamos desde hacía tantas semanas. Miré por encima del hombro y vi que el joven monje nos seguía a cierta distancia.

El lago parecía infinito en su longitud, pero en cambio no muy ancho; guiñando los ojos se distinguía claramente en el horizonte la otra orilla. No había pájaros que volasen por encima del agua o que anidaran en sus orillas, no había tampoco plantas, árboles ni peces, no había nada vivo fuera de nosotros: tres hombres marchando en fila a cierta distancia...

El sol se ponía poco a poco; anduvimos una hora, dos horas más; cuando alcancé a mi guía, él ya había plantado la tienda. Al cabo de un rato llegó también el joven monje y se sentó junto a la tienda. Yo tenía aún algunos cigarrillos iraníes, y los tres fumamos en silencio delante de la tienda hasta que se acabaron los cigarrillos, y contemplábamos al mismo tiempo el lago cada vez más oscuro...

La luz se volvió más suave, y a nuestra derecha, al este, el lago de color turquesa pasó por todos los matices y por fin, cuando el sol desapareció en el horizonte, se tiñó de púrpura. A lo lejos se divisaba una sola nubecilla, en su borde derecho aún se distinguía un último reflejo color naranja del día que se terminaba.

Como no cabíamos los tres en la tienda de cuero le indicamos al monje que dejara dentro la cabeza y la parte superior del cuerpo y que sacara por la hendidura las piernas y los pies. Yacíamos los tres con las cabezas juntas. Cuando se hubo acomodado, empezó a cantar en voz baja, era una melodía sin sentido, sin armonías ni compás, y yo pensé que seguramente le habría gustado a Christopher, y así me dormí, con la sensación del lago limpio y helado en torno a mí, en mi piel y dentro de mis huesos.

Por la mañana me desperté y supe que sería un buen día. Aunque me urgía mucho orinar, me quedé bastante tiempo inmóvil bajo la manta de fieltro escuchando la respiración acompasada de los dos hombres que yacían a mi lado...

El monje me había enlazado con un brazo en el sueño y me tenía sujeto; no me atrevía a soltarme. Él hacía ruidos con la boca mientras dormía y dijo dos veces las palabras Body Shattva, que para mí no significaban nada. Levanté su brazo y lo aparté de mí muy suavemente. Desabrochando los botones de concha de la abertura de la tienda, salté silenciosamente por encima de ellos dos y arrastrándome salí al exterior...

Me estiré, primero levantando con fuerza los brazos y luego bajándolos hasta tocar los pies. El aire era claro y frío, el sol aún no había salido, pero podía adivinarlo a la izquierda, pronto aparecería, una claridad iba iluminando el paisaje, y mientras yo orinaba detrás de una peña, amaneció.

Alcé los ojos. A unos diez kilómetros de distancia se veía un monte, su flanco derecho brillaba rosáceo a la luz de la mañana. Me subí el pantalón. La tarde anterior no era visible, aunque allí arriba, en la planicie, no había neblina. Y ahora estaba allí. Tenía la forma perfecta, la forma radical del monte, parecía aún más monte que el Cervino. En la cima y en descenso hasta media altura brillaba, blanca y rutilante, la nieve...

Era Mount Kailash, por fin. Lo contemplé largo tiempo, vi cómo bajaba por él la luz del sol iluminando gradualmente la planicie y el lago. El gran lago se transformó de nuevo ante mi vista de azul noche en azul turquesa. Se levantó viento y en las orillas empezaron otra vez a formarse pequeñas olas.

Mi guía estaba detrás de mí y me puso la mano sobre el hombro. Contemplamos largo tiempo el monte. Le di todos los dólares que me quedaban, y él metió la mano en su mochila y sacó los zapatos de fieltro que había terminado de coser sin que yo me enterase. Metí los pies en ellos y coloqué los destrozados zapatos Berluti sobre la peña detrás de la que había orinado...

No había mucho que decir. Desmontó la tienda, recogió sus cosas, me regaló cuatro metros más de fieltro, le dio la mano al monje que, ya despierto, estaba con la boca abierta a la entrada de la tienda contemplando la aparición del monte sagrado, y se fue por el mismo camino que habíamos venido. Lo seguí con la vista, pronto era sólo un puntito a la orilla del lago.

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