1979

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SEGUNDA PARTE CHINA, A FINALES DE 1979 » ONCE

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ONCE

Al cabo de una semana me llevaron a otro campo, al campo colectivo Unidad Nacional. Algunas cosas eran diferentes. Afeitaban el cráneo a todos los prisioneros y les quitaban todos los objetos personales...

En el recinto del campo no se podía hablar, ni siquiera unos con otros, estaba prohibido incluso intercambiar miradas, varios prisioneros habían sido expresamente designados para denunciar tales intentos de contacto mutuo. Quienes infringían esta orden tenían que hacer autocrítica por la noche.

La autocrítica funcionaba así: estaba pensada como reeducación; no como interrogatorio sino como eliminación del egoísmo, su finalidad era enseñarnos humildad, hacernos comprender que no éramos nadie...

Tenía que desnudarme del todo y sentarme en una habitación sobre una silla, a veces también sobre el piso de hormigón. Entraban algunos hombres, varios de ellos uniformados, a menudo también venía con ellos una mujer. Se sentaban detrás de una larga mesa, detrás de ellos había una lámpara de neón, muy sucia en los extremos. Debajo, en la pared, colgaba un retrato de Mao Tse-tung, a su lado, algo más abajo, otro de Deng Xiao Ping y a la derecha del todo, el de Hua Guofeng.

Al principio siempre hacían la misma pregunta, a saber, que por qué había aprendido mandarín. Y al principio no sabía bien qué responder, excepto que en aquel entonces me interesaba mucho y que Christopher así lo quería...

Era la respuesta equivocada, y entonces la mujer casi siempre empezaba a vociferar, me pareció ser la más maligna de todos ellos. El rostro se le desfiguraba cuando me gritaba, me escupía e iba y venía por la habitación. Los hombres uniformados tomaban notas; cuando hablaban, lo hacían en un tono tranquilo, casi amablemente incluso.

La mujer vociferaba que mis aficiones eran burguesas e imperialistas, que con mi conocimiento del idioma lo que yo quería era socavar desde dentro la República Popular y al pueblo. Lo que a mí me interesaba en la vida ¿qué era al fin y al cabo? Un obrero jamás tendría semejante hobby. Los hobbies eran profundamente reaccionarios, quien trabajaba por el bien del pueblo no tenía tiempo para tales cosas. Mi así llamado Christopher había sido un agente imperialista al servicio de los EE UU, eso estaba fuera de duda...

Además —continuó— yo había sido de lo más renitente cuando me detuvieron. Abrió un cuaderno de apuntes, buscó en él con el dedo y gritó que había rechazado la comida y quemado lo que era propiedad del pueblo, en especial —miró para cerciorarse— los zuecos que me habían sido entregados por la República Popular China.

Si yo respondía que tuve frío y que estaba sin manta, solía venir corriendo bordeando la mesa y me daba un bofetón en el rostro...

Con el tiempo aprendí a dar la respuesta adecuada a la pregunta inicial. Dije que había aprendido mandarín para espiar, para destruir la moral y las fibras de la sociedad. De Christopher no hablé, ni una sola vez.

La respuesta no lo sé o no entiendo siempre iba seguida de golpes, casi siempre con la mano abierta, a veces con el puño, una vez con la culata de una pistola en el pómulo izquierdo, debajo del ojo. Oí un crujido muy fuerte pero no se había roto nada...

Más adelante me enteré de que había tenido mucha suerte; en las autocríticas de los otros presos, de los asiáticos, se habían aplicado castigos mucho peores. Yo no supe, por ejemplo, por qué sólo me daban golpes y, por ejemplo, no me castigaban con el electroshock.

Aprendí a admitir que formaba parte de los explotadores, que era un parásito, pero que a mi vez también era un explotado, y que por eso siempre me quedaba la posibilidad de mejorar. A eso, a cambiar mi forma de pensar, me ayudaría el partido, por eso estaba yo en aquel campo. Mediante sencillísimas medidas educativas aprendí a dar respuestas acordes con su, como ellos decían, materialismo dialéctico.

Uno de los hombres que tomaban notas sentados detrás de la larga mesa durante mis autocríticas me dio en una ocasión, más tarde, puesto que yo no sabía leer chino, una edición inglesa de los pensamientos del gran presidente Mao. Tenía un lunar bajo la comisura izquierda de la boca; de él salía un pelo negro, largo como el dedo pulgar...

Dijo que ahora incluso se podía criticar a Mao, ahora, con el gran presidente ya muerto. Se habían cometido muchos errores, dijo, pero ahora eran nuevos tiempos, tiempos para recapacitar; ya no había nada seguro, añadió, no podía uno fiarse de nada, ni siquiera de los propios pensamientos...

Y dijo que para criticar a Mao había que conocer, claro, las ideas de Mao. Leí con mucha atención el librito rojo entero, varias veces, podía leer bien de noche, puesto que del techo del dormitorio siempre colgaba un tubo encendido de neón.

Cada hora descorrían una rejilla que había en la puerta de la celda y miraban dentro; quien entonces no estuviera tendido de espaldas en el jergón, con los brazos y las manos colocados lateralmente a lo largo del cuerpo, tenía que hacer autocrítica...

Por las noches siempre leía el libro de Mao exactamente tres cuartos de hora, o lo que yo consideraba como tal, luego metía el libro debajo de la cuña de madera que me servía de almohada y me colocaba boca arriba, en la postura prescrita. Hablar estaba prohibido, de todos modos. Así que cuando se abría la mirilla puntualmente cada hora completa yo estaba tumbado mirando al techo y con los brazos pegados al cuerpo.

Así, los pensamientos de Mao Tse-tung se convirtieron para mí —y creo que el hombre que me prestó el libro así lo quería— en algo familiar, algo que en el fondo yo hacía sin que me lo permitieran; la lectura del librito rojo se convirtió en la visita, secreta y siempre repetida, de un buen amigo.

Así pues, si uno admitía todo y se arrepentía, era posible mejorar partiendo de esa base. Y cuando uno hubiera mejorado, cuando uno se hubiera convertido en un hombre nuevo, entonces sería posible marcharse y ser libre; uno podría abandonar ese campo y ocupar de nuevo su puesto en la sociedad y en el pueblo. Ese era el sentido de la autocrítica.

Por otra parte, en aquel campo colectivo lo realmente malo es que hubiera poquísimo de beber. El agua la tenían muy racionada, con toda intención; por tanto, no se podía ni hablar —fuera de las autocríticas— ni beber, ambas cosas eran durísimas para mí...

A los diez días me vinieron fuertes dolores de riñones cuando orinaba, después sólo ocurría eso durante pocos segundos, dolía mucho al evacuar, y la orina era oscura.

Vi que otros presos se bebían la propia orina, pero eso lo empeoraba todo más aún. Se retorcían de dolor, tumbados en el suelo, con las manos apretándose los costados. La ración diaria de agua que nos daban a cada uno era media taza de hojalata, y de la mañana a la noche, y también durante toda la noche, sólo pensábamos en esa taza de hojalata. Era horrible estar tan sediento.

Durante el día a menudo cerraba los ojos y trataba de imaginarme el sonido del agua corriente; pensaba en un grifo de cobre siempre abierto, oía un riachuelo de montaña, veía un hilillo de agua rodeado de musgo en lo hondo de un bosque húmedo y verdinegro. En esas fantasías que a menudo duraban horas, se formaba siempre mucha saliva en la boca, de ese modo se aguantaba un poco mejor la sed.

Dirigían el pensar y luego lo frenaban, yo tenía la sensación de que esa sed prescrita era perfectamente intencionada, como si formara parte del mecanismo reeducativo del sistema de aquel campo. Del mismo modo que pensaba en esa media taza de agua y la deseaba constantemente, sentía muy hondo dentro de mí el deseo de mejorar, el deseo de algo que equivaliera a una obligación y que fuera un sostén: obligación y moral de cara al pueblo y a los trabajadores.

Los camaradas de la autocrítica hablaban del obrero y soldado Leí Feng, que era un modelo para todos debido a su abnegación incansable. Había donado sangre para un camarada enfermo y después, con el dinero que había recibido por ello, compró regalos para sus camaradas soldados. Era una persona pura, era alguien de quien se podía tomar ejemplo. Hay que aprender del camarada Lei Feng, decían. Por desgracia había muerto años atrás, al caerle en la cabeza el tronco de un árbol que habían apoyado en un camión, pero su espíritu seguía estando presente, como es lógico; la manera que tuvo de vivir, sin egoísmo y sólo para el bien de los demás, me pareció un camino convincente, un camino que uno podía seguir también.

Unos días después me llamaron a la habitación donde tenían lugar las autocríticas. El hombre del lunar, el que me había dado el librito de Mao, estaba sentado detrás de la mesa y, con la vista baja, hojeaba sus apuntes; había algunos hombres más sentados allí y fumando cigarrillos; la mujer que siempre me pegaba en el rostro no estaba. Me pareció buena señal, pero había aprendido a considerar esas ideas, por principio y antes que nada en mí mismo, como reaccionarias. No tuve que desnudarme.

Un oficial se puso delante de mí, llevaba un uniforme verde y tres cintas amarillas en la manga, más arriba del puño. Me miró mucho tiempo a la cara hasta que bajé la vista, y luego preguntó si estaba dispuesto a trabajar por el bien del pueblo. Dije que sí, desde luego, que estaba dispuesto.

El oficial dijo que normalmente los presos políticos extranjeros eran llevados a las minas de plomo de Gansu, pero que después de estudiar detalladamente mi caso el partido opinaba que yo era reformable. Que había habido algunos signos de que estaba dispuesto a admitir mis faltas...

También —el oficial miró entonces en dirección al hombre del lunar, que estaba sentado a la mesa y atareado con sus apuntes— me habían visto estudiar en mi tiempo libre los pensamientos del gran presidente Mao. Eso había llamado positivamente la atención del partido.

Pero eso significaba únicamente —continuó diciendo— que el partido creería en mí durante algún tiempo. Yo no debía abusar de esa confianza, en las minas de plomo de Gansu la esperanza de vida no pasaba de seis meses, y si no permanecía en la iniciada senda de la reeducación, no vacilarían en enviarme allí inmediatamente: porque el partido, en la misma medida en que era magnánimo, podía ser también inexorable cuando el individuo abusaba de la confianza del pueblo...

Así pues, yo iba a poder trabajar en los campos del noroeste de la República Popular. Él lo llamó Lao Gai, reforma mediante el trabajo. Dijo que me daban la oportunidad de convertir el desierto en tierra de cultivo, un día, eso me dijo el oficial, podrían vivir allí seres humanos gracias a mi trabajo. Di las gracias y prometí hacer todo lo que estuviera en mi mano y no desengañar al pueblo.

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