1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » UNO

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UNO

Durante el viaje a Teherán, miraba por la ventanilla del coche, estaba algo mareado y me agarraba a la rodilla de Christopher. La pernera de su pantalón estaba empapada por las ampollas reventadas. Pasábamos junto a interminables hileras de abedules. Yo dormía...

Más adelante paramos para beber algo. Tomé un vaso de té, Christopher una limonada. Anocheció muy pronto.

Había algunos controles militares, porque desde septiembre regía la ley marcial, lo que en el fondo no significaba nada en esos países, decía Christopher. Nos hacían señas de que siguiéramos, en una ocasión vi un brazo con un vendaje blanco y una linterna de bolsillo que nos enfocaba el rostro, después continuamos...

El aire era polvoriento, de vez en cuando olía a maíz. Sólo teníamos dos casetes; oíamos primero a Blondie, luego a Devo, luego otra vez a Blondie. Las casetes eran de Christopher.

Llegamos a Teherán al atardecer y nos cambiamos de ropa en el hotel. Era un hotel muy modesto. Christopher había dicho que allí sólo teníamos que dormir y que por eso no valía la pena ir a un hotel caro. Tenía razón, sin duda...

Nuestra habitación, en el quinto piso, estaba cubierta de moqueta gris, abombada feamente por algunos sitios. El empapelado de las paredes tenía un color amarillento; detrás del pequeño escritorio, alguien había colgado una vista de Teherán, pero formando un ángulo absurdamente oblicuo con la mesa, de manera que las proporciones del marco parecían equivocadas.

Christopher se sentó en el borde de la cama y, malhumorado, se vendó las piernas con delgadas tiras de gasa. Previamente, el camarero del piso había traído una pomada refrescante en una bandeja blanca de plástico, junto con un cesto de frutas de dudoso aspecto. Le di unos dólares y cerré después la puerta de la habitación detrás de él.

Pasó una hora. Me pelé una manzana, luego hojeé un rato el Corán, la traducción inglesa de Mohammed Marmaduke Pickthall, que estaba sobre la mesilla de noche.

Me había comprado el Corán unas semanas antes, en una librería inglesa de Estambul, y, para ser sincero, me costaba mucho trabajo concentrarme. Algunos suras los leía tres veces sin leerlos de verdad. Dejé otra vez el libro, encendí el gran tubo de neón colgado sobre la cómoda y fui al armario ropero.

Mientras yo buscaba una camisa, Christopher fumaba un cigarrillo. Había tomado una ducha, se había ceñido una toalla a la cintura, ahora estaba tumbado en la cama, con la mano puesta bajo la nuca, miraba al techo y esperaba a secarse. Desde Ghazvin no habíamos vuelto a cruzar una palabra entre nosotros.

Allí quiso ver la fortaleza de Alamut, que estaba cerca, y me fui con él aunque no me interesaba gran cosa. Yo era diseñador de interiores, amueblaba y decoraba casas. Christopher me había proporcionado algún que otro encargo; a veces era un inmueble entero, por lo general, no. La arquitectura me resultaba muy complicada, la decoración ya era bien difícil...

A eso, Christopher decía siempre que yo era un poco tonto, en lo que quizá también tuviera razón. Del pasillo llegaba el ruido de una aspiradora. Seguíamos sin hablar el uno con el otro. Poco a poco, aquello estaba resultando estúpido.

—No tienes que ir a la fiesta si no quieres...

—Sí, sí, voy a ir —dijo y seguía observando el humo que subía hasta el techo. Para mí, tenía una apariencia algo ridícula, porque había metido las piernas vendadas, y sin calcetines, en unos zapatos ligeros de color marrón claro; el pantalón de pana beige estaba junto a la cama, sobre la maleta. Las piernas habían empezado a supurar otra vez, la humedad se filtraba a través del vendaje.

Sus zapatos marrón claro eran de Berluti; Christopher me había contado en una ocasión que eran los mejores zapatos del mundo, que había incluso un club de propietarios de zapatos Berluti, que se reunían en las proximidades de la Place Vendôme para limpiar sus Berlutis con champán Krug...

Quité el aire acondicionado, él se levantó, se acercó trabajosamente a la ventana y volvió a ponerlo...

—El aire acondicionado es un signo de civilización —dijo él—. Además, tengo un calor horrible. Lo necesito...

—Sí, ya lo sé. Por favor, no te empeñes y quédate aquí, en la habitación...

—No, de ningún modo.

—Voy a ir también, aunque sólo sea porque necesito un drink —dijo aplastando el cigarrillo en el cenicero—. En este país no hay una sola bebida decente...

—¿Te ayudo a ponerte el pantalón?

—No, gracias...

Se incorporó, se apartó los pelos de la frente, cogió el pantalón, que había puesto sobre la tapa de la maleta, y se metió en él con cuidado, sin quitarse los zapatos. Puso una cara como si le doliera mucho. Sin embargo, el pantalón de pana era muy ancho por abajo, las piernas pasaban muy bien por él, era un pantalón bastante acampanado...

Yo estrechaba con imperdibles la parte baja de mis pantalones, no soportaba los pantalones acampanados; Christopher decía que eso de los imperdibles era horroroso, pero que en fin.

Llevaba más de una semana sin afeitarse. El cutis se le había puesto como amarillo, pese a la quemadura del sol en la frente. Los pómulos y la nuez sobresalían más de lo normal...

—¿De verdad no quieres quedarte? Yo vuelvo dentro de una hora, y en ese tiempo puedes descansar un poco...

—No, no...

Se llevó el brazo a la frente, para comprobar si tenía fiebre, y cuánta. Estaba muy charming en esa postura. Tenía un pelo precioso, los pelos le llegaban hasta el punto donde la mandíbula se junta con el cuello...

—Con ese anfitrión, resultará bien. Es increíblemente divertido, aunque le pida a uno cosas desconcertantes, desconcertantes al menos para ti —dijo—. Además, estará allí la gran Googoosh...

Googoosh era una cantante persa, intérprete de canciones de moda. Para Christopher no había otra, tenía todos sus discos, a mí me parecía una versión mejorada de Daliah Lavi.

—Deja, todo irá bien —volvió a decir. Luego eligió una camisa Pierre Cardin azul celeste, tenía allí doce iguales, y se ciñó a las delgadísimas caderas un cinturón ancho y gastado...

Me puse un par de sandalias, fui al baño, me lavé la cara, examiné en el espejo mi aspecto y recorté después con unas tijeras de las uñas las puntas demasiado largas de mi mostacho. No me gustaba que los extremos del bigote se me metieran en las comisuras de la boca. Me quité asimismo uno o dos pelos de la nariz que salían por la fosa nasal derecha...

Luego cogí mi pañuelito de seda Paisley, lo doblé y me lo metí en el bolsillo del pantalón, junto con la pitillera de nácar. No fumaba mucho, sólo cuando bebía o estaba excitado, o después de comer. Por la ventana del baño se oían ruidos nocturnos: una sirena de la policía, un coche que pasaba.

—Venga, vámonos. ¿Lo tienes todo?

—Sí, claro —dijo—. La llave de la habitación, dinero, el documento de identidad. Siempre lo llevo todo conmigo —me miró de arriba abajo y torció la comisura derecha hasta que apareció el célebre hoyuelo de Christopher—. ¿Tienes que llevar por fuerza esas sandalias? No sé cómo no te da vergüenza —dijo...

—Llevar sandalias, dear, es dar una patada en el rostro a la burguesía...

—Al coño —dijo Christopher.

Cerré la puerta de la habitación, y recorrimos el pasillo del hotel. Christopher cojeaba. Dos camareras que conversaban apoyadas en un carrito de toallas enmudecieron al pasar nosotros. Ambas estaban envueltas en ropajes negros de la cabeza a los pies. Sólo se les veían los rostros algo rollizos. Desviaron la vista y miraron al suelo...

—Buitres carroñeros —dijo Christopher al pasar a su lado...

—Cállate...

—Pero si es verdad...

—Christopher —me salió más suave de lo que hubiera querido—. Sólo son mujeres de la limpieza...

—Para serte sincero, me da igual —dijo, al tiempo que pulsaba el botón del ascensor—. Son gordas, feas, y ni siquiera saben contar hasta diez, de tontas que son. Se alimentan de carroña. Revolverán nuestras maletas cuando no estemos. Ya lo verás...

Aspiró el cigarrillo y lo disparó en dirección al cenicero que había junto a la puerta del ascensor, de modo que las partículas incandescentes rebotaron contra la pared, y la colilla fue a caer sobre la alfombra. Las mujeres nos miraron, esta vez con verdadera hostilidad, y cuando se abrió la puerta del ascensor, una de ellas nos gritó por detrás bastante alto: Marg Bar Amrika! y pude ver que ahora las dos mujeres estaban furiosas de verdad, no sólo en la imaginación; Christopher hacía siempre esas cosas a propósito: traspasar a la realidad sus fantasías hasta que éstas existían de verdad.

En el ascensor, los dos observábamos las cifras luminosas que había encima de la puerta y que contaban hacia abajo. Yo le daba vueltas en la mano a la llave de la habitación. No sabíamos ninguno de los dos adonde mirar. Christopher se secaba la boca y la frente con un pañuelo. Sudaba, aunque no tenía fiebre...

—Tengo de verdad una sed monstruosa —dijo. Yo no dije nada...

Por fin se abrió la puerta del ascensor. En el vestíbulo no había un alma, a excepción de un camarero que desapareció en cuanto nos vio salir del ascensor.

Fuera hacía fresco. Me alegré de haberme puesto antes un jersey debajo de la chaqueta. Le tenía especial cariño a esa prenda, mezcla de jersey ligero noruego y jersey de vestir Cecil Beatón; llevaba un dibujo de renos esquemáticos, abstractos...

El chófer aún tenía puestas las gafas de sol, aunque ya eran las ocho y había oscurecido. Nos abrió la portezuela del Cadillac Coupé de Ville, nuevo y de color beige, y Christopher se montó con mucha parsimonia en la parte de atrás, y en ese momento sentí un gran odio contra él...

Y luego, inmediatamente después, me avergoncé de ese sentimiento, pensé en sus piernas supurantes, en su afectado desvalimiento, que resultaba tan enternecedor, y en aquella seguridad en sí mismo que, en el fondo, no perdía jamás, así que sentí vergüenza y miré por la ventanilla.

Ascendíamos por amplias avenidas. Teherán estaba edificado en la falda de un monte, de forma que siempre había que subir. Las calles estaban bordeadas de riachuelos, jóvenes arces enfriaban sus raíces en las aguas que fluían perpetuamente hacia abajo, familias paseaban junto a tiendas elegantes y bien iluminadas. En muchos cruces había coches de la policía militar que controlaban los vehículos, a nosotros siempre nos hacían señal de que pasáramos.

Era una noche clara y fría, bajé el cristal de la ventanilla y saqué el brazo izquierdo, y el agradable viento en contra enfrió el sudor de la mano. Christopher estaba inmóvil a mi lado y miraba por la otra ventanilla. Yo quería tomar su mano en la mía, por eso la había refrescado, pero entonces lo dejé estar.

Nos acercamos a un puente de autopista, de cuyo antepecho colgaba una gran tela negra. En ella estaba escrito con letras rojas: Death to America-Death to Israel-Death to the Shah. Unos soldados trataban de retirar la tela. Un oficial que llevaba unas gafas de sol estaba en pie junto a ellos dándoles instrucciones, nuestro coche pasó por debajo del puente, y el oficial se dio media vuelta y nos siguió con la mirada: a la luz de los focos de la autopista yo podía verle exactamente, y también los espejos de sus gafas de sol.

Nuestro chófer me gustaba. Se quitó las gafas de sol, miró por el espejo retrovisor, yo miré también, y nuestras miradas se cruzaron un momento. Se llamaba Hasan y sabía mucho de esto y aquello. Dos días antes, cerca de Ghazvin, nos había invitado a ir a su casa, y yo me alegré de poder conversar con él, porque Christopher y yo hacía más de un año que ya no teníamos mucho que decirnos, desgraciadamente, o sea que en los últimos tiempos era difícil hablar con él, porque todo parecía tan monótono, era sólo un intercambio de fórmulas, todo era como uno de esos horribles rituales de cocina; como si allí alguien guisara y sazonara y eso, y luego no hubiera nadie para observarlo y alegrarse.

Hasan vivía en una plantación de manzanos, su casa era una sencilla casa de piedra cuyas paredes de color marrón claro estaban trabajadas con una interesante técnica de esfumado. Habíamos hablado de la cosecha de manzanas —también cosechaba tomates— y tomado té caliente, que su tímida esposa volvía a servirnos nada más ver que los vasos se quedaban vacíos...

Al cabo de un rato hizo salir de la habitación a su mujer, se levantó y sacó algo del cajón de una cómoda. Lo desenvolvió, con mucho cuidado, como si pudiera romperse. Era una foto enmarcada de Farah Diba, la mujer del sha...

—¿No es maravillosa? Está tan llena de oral. ¿Cómo se dice? ¿Oral?

—¿Sexo oral?

—Sí. De la promesa de un mundo mejor —dijo Hasan. Entretanto, Christopher, encogiéndose de hombros, se había marchado a pasear, como él dijo...

Hasan sopló el polvo de la fotografía y la limpió pasando la manga por encima. Se levantó, volvió a colocar la foto sobre la cómoda, puso una casete en el radiocasete, y escuchamos a los Ink Spots.

My prayer

is to linger with you

at the end of

the dayin a dream that's divine...

My prayer

is a rapturein blue...1

—Los Ink Spots —dijo Hasan...

—Hummm, sí, los Ink Spots...

—Es una música muy bonita, aunque sea de Norteamérica. ¿La escucha?

—Oh, sí, sí. Suena preciosa —pensé que Hasan no era más que nuestro chófer, pero de pronto me daba igual.

My prayer is a rapture in blue, se oía por los altavoces...

—Esta música la cantan esclavos. Por eso es tan triste...

—Pero en América ya no hay esclavos...

—Sí, sí, en los Estados del sur. Esclavos negros. Lo he leído...

—Hasan, le garantizo que en los Estados del sur ya no hay esclavos. Eso que ha oído usted es sólo propaganda...

—Usted no es muy musulmán —no era una pregunta sino una afirmación...

—No, no precisamente...

—Qué pena. Entonces, al menos baile conmigo —dijo Hasan.

Me levanté, y bailamos un rato juntos, al son de los Ink Spots, cada uno por su cuenta, cada uno en una esquina opuesta de la gran alfombra Bukara, que era toda la riqueza de Hasan, mientras Farah Diba nos miraba desde la cómoda.

Cuando Christopher volvió de su paseo y entró en la casa, la casete se había terminado. Hasan la sacó del radiocasete y me la puso en la mano...

—Para usted —dijo—. Un regalo...

Metí la casete en el bolsillo del pantalón y le di la mano a Hasan, aunque no quería quedarme con la casete...

—Gracias...

—Guárdela bien, por favor...

Se abrió la puerta del cuarto, y allí estaba Christopher mirándonos. Tenía muy mal aspecto. Llevaba el pelo pegado a la frente, la camisa azul celeste estaba húmeda de sudor por delante, y el pantalón de pana, sucio por abajo y con una costra marrón de barro. Se apoyaba en el marco de la puerta, nos miraba alternativamente a Hasan y a mí, e incluso a través de su debilidad, a través de su enfermedad y más allá de todo eso se le notaba el desprecio que sentía porque Hasan y yo nos entendiéramos bien, un desprecio profundo.

No volví a mirar por el espejo retrovisor. Continuamos viajando diez minutos monte arriba y nos detuvimos delante de una villa en el norte de Teherán. La casa estaba edificada en la ladera, el panorama de la ciudad era estupendo desde allí arriba. Teherán estaba envuelto en una neblina marrón que en las capas superiores de aire primero se volvía amarillenta y después oscura. Miles y millones de luces brillaban en la llanura, a nuestros pies. Christopher y yo nos bajamos y llamamos al timbre de la puerta, Hasan aparcó el Cadillac en una calle lateral. Vi cómo se encendía un cigarrillo, cómo abría un periódico y se ponía cómodo en el coche.

Contemplé la avenida, las filas de arces que se perdían cuesta abajo en la neblina. Entretanto había salido la luna, rojo naranja; unas luciérnagas zumbaban en torno a nosotros, habitaban en las retamas que crecían en un declive al lado de la carretera. Christopher daba manotazos en dirección a las luciérnagas, pero no alcanzó a ninguna...

—Déjalas...

—Oye, ¿tienes algo que decirme que pueda ser interesante en algún aspecto?

Volvió el rostro hacia mí. La boca ya no era agradable de ver; parecía como si de la noche a la mañana le hubieran salido muchas más arrugas. Tenía la mirada febril, hoy pienso que ya entonces llevaba mucho tiempo enfermo, mucho más tiempo de lo que yo creía. Me volví un poco hacia un lado, de manera que le ofrecí el cuello como punto de ataque. Era un gesto que yo empleaba mucho para calmarlo, sin que él reconociera ese gesto como tal.

—No te imaginas cómo me aburres —dijo...

—El amor, que antes parecía tan fácil, está en una situación difícil. Esto es de... de..., espera, es de Hafez Shirazi. Rather fitting, ¿no te parece?

—¿Sabes una cosa? Eres mongólico —respondió Christopher.

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