1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » TRES

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TRES

—Idiota —dijo Christopher...

Yo tenía urgente necesidad de un cigarrillo y buscaba en los bolsillos del pantalón la pitillera de nácar. Había desaparecido, seguramente la había perdido en el bosquecillo de hachís...

—Dame uno de tus cigarrillos...

Christopher me tendió uno y me miró mientras lo encendía. De nuevo lo había hecho todo mal, de nuevo lo había estropeado todo.

—Lo siento...

—No ves nada, absolutamente nada. No sólo eres tonto sino también ciego...

—¿Qué era lo de aquel gordo y aquella máquina?

—Olvídalo. Sería realmente demasiado pedir que un decorador de interiores comprendiera eso...

—Christopher, te comportas de un modo horrible, de verdad...

—¿No se te ocurre una frase más aguda? ¿Algo literario tal vez? Al fin y al cabo, lees uno o dos libros enteros al año. ¿Sabes una cosa? Sube a la casa y contempla un poquitín los bonitos muebles o los centros de flores...

Estaba borracho y había tomado cocaína y no sé qué más, y se sentía marginado físicamente, y entonces siempre era especialmente inhumano y rastrero.

—No sigas...

Se me formaba un nudo al tragar, tenía en la garganta ese sabor agrio tan familiar que significaba que enseguida iba a ponerme a llorar. Traté de hallar la forma de evitarlo, hice lo de siempre en tales situaciones; me sometí...

—Por favor, Christopher, no seas tan cruel. Por favor...

—Los sofás están tapizados en seda cruda china, de la provincia de Yunan, si no me equivoco. Hala, márchate, amigo mandarín hablante. ¿Has visto la escultura increíblemente atractiva de Hans Arp? Podría interesarte. Estos tienen ahí arriba incluso a Willi Baumeister, asombroso, ¿no?

—Te odio...

Se rió...

—¡Si no puedes odiarme! Tengo demasiada buena facha...

Sí, le odio. Pero era cierto, tenía razón, como siempre. Era guapísimo. Yo me embellecía con él, con su inteligencia, su pelo rubio, su rostro bien proporcionado, con sus ojos verdes de reptil, ligeramente oblicuos, su piel tostada, con el vello rubio claro de sus brazos en el que, en largos viajes en coche, el polvo se quedaba pegado y brillaba. Él era mi trofeo. Yo deseaba..., ya no sé lo que deseaba. Cerré los ojos un momento.

—¡Ahhh! ¿Han estado ustedes en el bosque de hachís?

Un joven se unió a nosotros. Llevaba un traje color zarzamora y estaba algo bebido. Se contoneaba al andar. Su respiración olía a agrio. Con un lápiz Kajal se había pintado cercos oscuros bajo los ojos; el pelo, negro como la pez, estaba sujeto arriba con un lazo de organza, la coleta se disparaba en vertical en el aire, en la solapa llevaba prendida una orquídea color violeta. Era como un personaje de tebeo...

Christopher dijo:

—Raras veces me he reído tanto como ahora, al atravesar el bosque de hachís. Y por supuesto, su peinado. Es completamente increíble. ¿Usa una especie de cera o cómo lo hace?

—No; lo pongo tieso con un trozo de alambre. Es laborioso, lo hago sólo en las fiestas; fuera de aquí, en la ciudad, no es posible, claro —hizo una pequeña inclinación—. Soy rumano. Me presento: Mavrocordato, buenas tardes. Mi abuelo fundó en la costa del Mar Negro un pequeño Estado utópico, por la misma época que el Fiume de D Annunzio. Fue inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué beben ustedes? ¿Vodka tal vez?

Dio unas palmadas y alzó tres dedos...

—Perdonen, pero los dos tienen un olor muy fuerte a hachís...

Un empleado vestido de librea se acercó trayendo tres vasos de agua llenos de vodka y un recipiente con cubitos de hielo.

Cogí un vaso y tomé un sorbito...

—Gracias. Al andar, he rozado con la... con la ropa los árboles de hachís, por eso...

—He oído hablar de ese pequeño Estado —me interrumpió Christopher, que puso su brazo sobre el mío, como suave señal, una señal que sólo empleaba con esa suavidad delante de extraños, de que más valía que me callara—. Parece que estuvo allí Tristan Tzara, había un tesoro que repartieron entre todos, y el comité, el soviet, se disolvió posteriormente —Christopher se bebió de un trago el vaso lleno de vodka...

—¿Conoce Cumantsa? Es realmente asombroso, casi nadie sabe de aquello. Fue un experimento anarco-dadaísta, un chiste en forma de Estado —se rió, pero era una risa totalmente distinta a la de Christopher—. Tiene que haber sido maravilloso. Y al cabo de dos años, aquella fantasmagoría se había terminado, claro, el gobierno de Bucarest amenazó con enviar tropas, y todos desaparecieron en la niebla escita —hizo en el aire un extraño movimiento circular, vibrante, con la mano.

—Es magnífico, Mavrocordato. Por decirlo así, zona franca. ¿Y qué pasó con su abuelo? —el cuerpo de Christopher oscilaba de un lado a otro, trataba de mantener el equilibrio, pero casi se caía al suelo...

—Christopher, bebes demasiado. Déjalo ya, te lo ruego...

Ni me escuchó...

—Eso, querido, ya me gustaría saberlo —dijo Mavrocordato—. Yo no lo conocí. En Zúrich, una de esas cuentas corrientes que no han sido reclamadas después de la Segunda Guerra Mundial sigue estando a su nombre. Ya sabe, la lista A judía. Pero me temo que su amigo se interesa poco por estas cosas. Hala, cuénteme lo que está haciendo aquí en Persia —arqueó las cejas y me miró.

—Somos turistas. Hasta ayer hemos estado, ehhh... en las proximidades de Ghazvin, en la fortaleza de Ibn-al-Sabbah —como tantas veces, me veía a mí mismo completamente inculto y estúpido, al menos delante de Christopher...

—¡Ah, Alamut! ¿Y cómo fue?

Mavrocordato bebió un sorbito de vodka observándome por encima del borde del vaso; por un instante tuve la completa sensación de que el comportamiento de Christopher también le resultaba desagradable, de que en el fondo estaba de mi parte...

—De la fortaleza ya no queda nada, sólo un montón de piedras sobre la cima de un monte. Fue aburrido. Unas piedras, nada más...

—¿Conoce usted la historia del viejo del monte?

—Sí. Me la ha contado Christopher...

Miré hacia abajo, a mis pies. La hebilla de la sandalia izquierda se había abierto. Me agaché y la volví a cerrar...

—Ibn-al-Sabbah encerró a sus jóvenes partidarios en un jardín, para doblegarlos, y les contó que era el paraíso.

»Mire a su alrededor. Un poco como aquí, ¿no es cierto? —con un movimiento de cabeza señaló en torno a él y al mismo tiempo arqueó de nuevo las cejas. Con su extraño rostro y sus movimientos y sus pelos tiesos hacía pensar un poco en un gran pajarraco...

—Yo diría más bien que este jardín es exactamente lo contrario del paraíso...

—Mavrocordato, disculpe a mi amigo. A veces es algo... simple —dijo Christopher...

—En absoluto. Su amigo me parece muy agradable e interesante. Christopher, vaya y búsquenos algo de beber, pórtese usted con nosotros como un buen amigo —agitó la mano en dirección a la barra.

Christopher dio una chupada al cigarrillo y se marchó. Estaba furioso, lo disimulaba pero yo lo sabía muy bien, se lo notaba en los hombros, los levantaba ligeramente al andar. Tiró con fuerza el cigarrillo, que describió una gran curva y cayó sobre el césped.

Mavrocordato me cogió del brazo y me llevó aparte...

—Lo interesante de Ibn-al-Sabbah era que narcotizaba a sus partidarios, sabe usted, que los sacaba del jardín y les contaba que sólo él podía volver a llevarlos allí...

Yo nunca había conocido a nadie que tratara así a Christopher. De los altavoces llegaba ahora una pieza electrónica, era horrible, sonaba a maquinaria, me infundía miedo, el texto, si recuerdo bien, era así:

The circus ofdeath is approaching

Its pathway is painted in red3.

—No me gusta esa canción. Ya la he oído alguna vez...

—Entonces, simplemente, no la escuche esta vez —dijo Mavrocordato...

—Hace unos días, alguien me regaló una casete de los Ink Spots...

—Un iraní, supongo...

—Sí, cómo sabe usted...

—Bueno, en unos periódicos clandestinos vino una historia sobre los esclavos americanos y su música. No tuvo mayor importancia, propaganda, inventos, puro embuste, lo habitual. ¿Tiene aún la casete?

—Está en la habitación del hotel, creo...

—Tendría que haberla tirado...

—Pero ¿por qué?

—Olvídelo, no es importante. Mucho más importante: a usted, querido amigo, a usted lo reducirán en breve a la mitad, para después volver a estar entero. Y esa reducción empezará muy pronto, ya en los próximos días.

En aquel momento deseé haber aprendido algo. No dedicarme a decorar interiores, sino saber realmente mucho, como Christopher, tener cultura, saber pensar. El año y medio de mandarín no significó gran cosa, intenté aprenderlo sólo porque me interesaban la cerámica y la seda chinas, y claro también por agradar a Christopher...

El nos había buscado a los dos un profesor chino, venía cuatro veces por semana a casa, y Christopher perdió enseguida el interés, probablemente, eso pensé entonces, porque a los tres meses ya lo sabía a la perfección. A mí me parecía dificilísimo, pero al cabo de año y medio, como he dicho, entendía el mandarín y también sabía hablarlo, aunque el aprendizaje había sido realmente una tarea dura.

Observaba a Christopher, que estaba en el otro extremo del jardín junto a Alexander, otro vaso de vodka en la mano, hurgando con el dedo en el pecho de Alexander, en el centro de la cruz gamada. Ambos daban chupadas a la pipa de cristal de Alexander, luego se abrazaron y se rieron tan violentamente que cayeron de bruces sobre el césped...

Alexander se puso de rodillas y se aplicó a los labios una botella de coñac armenio, se la pasó a Christopher, que bebió también a largos tragos, y después se pusieron de pie y, gritando y gesticulando como dos locos, subieron la escalera hasta el gran salón. Mavrocordato sacudía asombrado la cabeza. Yo miré para otro lado.

—¿Qué quiere decir con eso de «reducir a la mitad»? ¿Vamos a separarnos? Yo no puedo separarme de él. Eso no va a ser posible, sabe usted, somos amigos desde hace muchos años, y para una separación ya hace tiempo que es demasiado tarde...

—No, no. Será mucho más fácil...

Arriba, en la gran escalera de piedra, se oyó primero un grito estridente y luego ruido de cristales rotos; alguien había chocado contra la gran puerta vidriera. No levanté la vista, sabía muy bien quién había sido.

—No lo aguanto más...

—Pero ¿qué? —preguntó Mavrocordato; sonrió, ladeó la cabeza y me miró a los ojos...

—A Christopher...

De pronto me asusté de mí mismo. Lo había dicho, lo había dicho de verdad, y además en presencia de una persona a la que había conocido apenas media hora antes. Fijé la vista en la orquídea de la solapa de Mavrocordato...

—No soporto a Christopher...

—No sea tan quejica. ¿Cree usted que ha entendido algo? Le queda por soportar mucho más, muchísimo más —dijo Mavrocordato apartándose de la frente con la mano una mecha oscura de pelo—. Todo va a ser mucho, muchísimo peor, créame.

Se inclinó acercándose mucho a mí. Podía distinguir sus dientes uno por uno. Sentía sobre la nariz su respiración caliente y agria, como un cachorro al que le soplan en la nariz mientras duerme...

—También puede ser —dijo él— que usted quede reducido a la mitad, no su relación, sino usted físicamente, reducido a la mitad, realmente. ¿Ya ha pensado en eso alguna vez? —se encendió un cigarrillo, aspiró codicioso el humo, echó la cabeza para atrás y poco a poco; a golpes, expulsó el humo por la nariz...

Todo el estilo de Mavrocordato, toda su forma de ser, me daba miedo. Tenía la impresión de que sabía demasiado, de que sabía muy bien que yo le estaba agradecido porque había hecho marcharse a Christopher y porque quería hablar sólo conmigo. Todos estaban siempre de parte de Christopher. Me tenía afecto, y eso era una buena sensación, una sensación de cosquilleo, pero lo de cortarme en dos, eso no quería oírlo en absoluto, eso me daba miedo.

—Christopher está muy enfermo...

—Lo estamos todos, querido amigo. Mire esto bien. Jamás podremos poner remedio a todo esto, jamás —con un movimiento circular de la mano me mostró el jardín que nos rodeaba, y después se colgó de mi brazo...

—¿Tiene ganas de ir arriba, al salón?

—Sí, hummmm, por supuesto...

—Estupendo. Porque me gustaría tomar con usted un vaso de té.

Subimos juntos la escalera, pasando por los trozos de vidrio de la gran ventana panorámica, que Mavrocordato, soltando un momento mi brazo, superó de un salto. Sólo entonces noté que no llevaba zapatos; iba descalzo, y sus pies tenían mucho vello...

Christopher y Alexander alborotaban en un rincón muy lejano del jardín, allá junto al riachuelo. Yo ya no miraba en esa dirección.

En un rincón, sobre una mesita, bajo una magnífica escena pastoril, un grabado de Fragonard, había un antiguo samovar persa de plata que ya antes, al entrar, había contemplado con admiración. Cogí dos vasos de la bandeja que había al lado, sobre un aparador Biedermeyer, abrí el grifo del samovar girando la delicada llavecita de madera de ébano, llené los vasos de té humeante y se los llevé a Mavrocordato.

—¿Azúcar?

—No, gracias —se había sentado en uno de los sofás y golpeaba con la palma de la mano el cojín que tenía al lado...

—Venga usted, siéntese aquí —dijo. Un criado trajo un cenicero y una bandejita de plata en la que había, ordenados como los pétalos de una flor, seis pistachos. Mavrocordato aplastó el cigarrillo.

Me senté, me alisé el pelo con la mano, crucé las piernas y bebí un sorbo de té, que estaba tan caliente que sólo podía coger el vaso por el borde superior, con dos dedos...

—¿Es usted decorador?

—¿Cómo lo sabe?

Mavrocordato se rió, y el lazo de organza del pelo se balanceó de un lado a otro...

—Esto, amigo mío, no es mayor secreto. Lo veo por ejemplo en el modo como observa las cosas, los cuadros, las alfombras. Es estupendo que le gusten a uno las cosas bonitas. Usted, claro, ha podido conservar su inocencia, su ingenuidad, porque todavía sabe mirar.

—Eso no lo entiendo...

—Voy a intentar explicárselo. Usted tiene suerte, es puro, es un recipiente abierto, como el cáliz de Cristo, como el vaso de José de Arimatea. Usted es lo que Alexander buscaba en la sierra de Korakoram, en la tierra de los Hunzas, en Gilgit. Usted es... Usted es: wide open. Algo que no se puede decir de su amigo Christopher...

—¿Conoce a Alexander?

—No a ese Alexander, a ese insensato. Desde luego no a esa ruina de ahí abajo, con sus mal digeridos misterios eleusinos...

—¿A qué Alexander se refiere?

—Imagínese a ese Alexander del césped de ahí abajo como a alguien que quita la piel a otros y se la pone él. Es una nulidad. Olvídese de él. No, no: el Alexander a que me estoy refiriendo es mucho más antiguo. Me refiero a Alejandro Magno. Hace muchísimo tiempo de eso. Me refiero, naturalmente, al zar blanco, a la sombra oscura, a Arimán, a una parte de Agarthis, al barón Ungern von Sternberg. Retorna con frecuencia, a través de los siglos, encarnado en muchas personas...

—Sigo sin saber en absoluto de qué está hablando.

—Entonces lo comprenderá pronto. Mire, hay movimientos contrarios a todo este horror de aquí —sonrió, se agarró la solapa, cogió la orquídea y la puso en el sofá, entre nosotros...

—Siempre me habla de cosas que comprenderé y que sucederán pronto, Mavrocordato. Perdone, pero eso me parece bastante... bastante impertinente. ¿Por qué va a saber usted eso con tanta exactitud?

Colocó el vaso de té en la mesita auxiliar del sofá y cogió mi mano entre las suyas. Yo primero quise retirarla, pero al momento pensé que haría un efecto ridículo. Mi mano estaba entre las suyas y noté que doblaba el dedo meñique derecho y lo mantenía escondido en la palma de la mano como si ese dedo doblado fuera una señal secreta y enérgica que quería darme.

—¿De dónde le viene ese conocimiento exacto del futuro? Dígamelo...

—Es muy fácil —dijo, y entonces me apretó con fuerza la mano—. Lo sé porque está escrito...

Entonces se levantó, se encendió un cigarrillo y dijo:

—Hay, con toda seguridad, otra cosa más que está escrita: estos tubitos acabarán matándome...

Levantó el cigarrillo con el pulgar y el índice, me hizo un guiño, se inclinó y se dirigió a la puerta de salida, sin volver otra vez la cabeza...

—Adiós, Mavrocordato —dije en voz baja, como si él hubiera podido ayudarme con tal que yo dijera las palabras adecuadas, pero ya se había marchado.

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