1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » CINCO

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CINCO

El hospital estaba en una calle lateral, en el sur de Teherán. Por fuera no parecía desde luego un hospital, en absoluto. Tenía tres pisos; en un rótulo verdoso y vibrante de neón brillaban ininteligibles caracteres persas. Las paredes estaban recubiertas de estrías marrones, el edificio no tenía entrada prioritaria para ambulancias y al parecer ni siquiera una puerta principal...

Aparcamos el Cadillac, nos quedamos sentados un momento, y a la luz de los faros del coche vi dos grandes ratas grises que iban y venían por el albañal, persiguiéndose mutuamente.

La luna que arriba, en el norte de Teherán, aún brillaba, grande y amarilla, sobre la ciudad, ahora era completamente invisible. Hasan apagó el motor y se pasó ambas manos por la cara, largo tiempo y repetidas veces. Murmuró unas palabras que no entendí. Los faros del coche seguían encendidos, Hasan los apagó, y salimos despacio y con cuidado. Yo pisé con la sandalia un charco marrón, aunque no había llovido.

Un poco más abajo de la calle había un montón de basura sin recoger, la basura olía como ningún otro olor de este mundo, a saber, a carne de vaca putrefacta; supuse que eran desechos de hospital...

Cuando sacábamos a Christopher del coche, un perro se acercó al montón de basura, olfateó en él, escarbó después con la pata, encontró algo, se dio media vuelta y desapareció calle abajo con su botín en el hocico.

Hasan llevó a cuestas a Christopher hasta la puerta del hospital. Los pies con los zapatos Berluti iban arrastrando el polvo de la calle. Yo marchaba a su lado y les abrí la puerta a los dos, y pasamos al interior, y dentro hacía aún más frío que en la calle: la instalación de aire acondicionado lanzaba a las habitaciones un aire ligeramente húmedo, muerto. Olía a algo conocido, pensé que olía igual que en el dentista de la rué de Montaigne, con quien Christopher tuvo un ligue en cierta ocasión.

Detrás de un escritorio de Resopal que hacía de recepción estaba sentado un hombre barbudo en bata blanca y con los ojos cerrados. Hasan colocó suavemente a Christopher sobre un banco de madera que había junto a la pared y me indicó con un gesto que me sentara a su lado. Christopher empezó de nuevo a respirar fatigosamente y, como estaba tendido boca arriba, tuve miedo de que le entrara sangre en el pulmón y moviéndolo con precaución lo puse de costado.

Hasan se acercó al barbudo de la mesa, pero cuando iba a decir algo, sonó el teléfono, y el recepcionista abrió los ojos, cogió el auricular y levantó la mano para indicarle a Hasan que guardara silencio. Mientras hablaba, se pasaba la mano por la barba.

Hasan se quedó de pie pacientemente, casi humildemente, junto a la mesa, con la cabeza baja, esperando. El hombre barbudo se dio media vuelta en dirección a la pared en la silla giratoria y puso la mano sobre el micrófono del auricular. Al mismo tiempo se frotaba con la mano derecha la rodilla, yo lo veía exactamente y en ese momento quise realmente levantarme de un salto y decirle a gritos que nos ayudara por fin, pero luego lo dejé estar. No quería parecer falto de respeto, Hasan seguramente lo estaba haciendo bien.

La conversación telefónica duraba una eternidad. Las paredes estaban pintadas de verde claro, no, más bien estaban barnizadas. Las lámparas de neón del techo se reflejaban en el piso de linóleo sin dar verdaderamente claridad. Una mosca se paseaba por el borde del banco de madera. A la izquierda, al fondo de los pasillos, se cerró de golpe una puerta...

Hasan murmuró algo, hubo un largo intercambio de cortesías, y en un determinado momento el recepcionista volvió a coger el auricular, y Hasan se dio la vuelta hacia mí, sonrió y levantó los pulgares en señal de que había tenido éxito.

Esperamos. El hombre de la recepción abrió un libro, anotó algo en él, y al cabo de un rato llegaron dos hombres barbudos con batas sucias y colocaron a Christopher en una camilla forrada de cuero artificial marrón claro. Pensé un momento: ¿es que en este país todos los hombres se dejan barba? Lo llevaron por un pasillo, torcieron a la derecha, y uno de ellos abrió una puerta.

Eché una breve ojeada a la sala. El olor era increíble. Olía a basura. En la sala había unos treinta hombres en veinte camas. Las paredes estaban manchadas de sangre y de excrementos. Por todas partes había grandes cubos de hojalata, de cuyos bordes colgaban vendas de gasa sucias. A algunos hombres les faltaba una parte de la cara, a otros les colgaban por el borde de la cama los muñones de los brazos, envueltos en vendajes teñidos de marrón oscuro.

Ambos ayudantes metieron la camilla en la sala y dejaron allí a Christopher. El no se movió. Vi que en una de las camas dos hombres en pijama y llenos de vendas yacían el uno sobre el otro y con movimientos bruscos se procuraban desahogo sexual. En sus rostros no se veía nada, ninguna expresión, nada.

Di media vuelta y me cubrí el rostro con las manos. Hasan se había quedado fuera, en el pasillo, tuve que agarrarme a su brazo, tanto me temblaban las rodillas...

—Es imposible que dejemos a Christopher en esa sala. Ahí dentro está muriendo gente. Es de una suciedad increíble, jamás he visto algo así...

—No hay nada libre fuera de eso —dijo Hasan encendiéndose un cigarrillo—. Esto es un hospital público, ya se lo he dicho. Usted estaba de acuerdo...

—Christopher necesita una habitación para él solo, Hasan. ¿Ha visto las sábanas? No son sábanas, son trapos sucios. Y esa pobre gente de ahí dentro. El va a coger la lepra, el tifus, a saber qué...

Hasan se mordió la uña del dedo anular y me miró.

—Lo que tenemos que hacer es pagar más dinero, aquí tiene, Hasan. Cójalo...

Revolví en mis bolsillos y le puse delante todos los billetes que llevaba. Eran unos doscientos dólares...

—Por favor, se lo ruego, no sé qué decir. Usted ha hecho ya tanto por nosotros. Por favor, hable con alguien, se lo suplico. En nombre... en nombre de Alá, el misericordioso...

Hasan tiró el cigarrillo, lo aplastó en el suelo con el zapato y me puso suavemente la mano en el brazo...

—No puedo negar mi ayuda a un infiel que invoca a Alá en la hora de la desgracia —dijo—. Si me permite, deme el dinero.

Cogió el montón de dólares arrugados, los contó, asintió un instante con la cabeza y se marchó por el pasillo. Le seguí con la mirada, porque no podía ver la terrible habitación en la que Christopher yacía en una camilla. Me senté en el piso de linóleo. Estaba cansadísimo pero tenía que ser fuerte, tenía que conseguirlo, aunque Christopher no llegara a recobrar la salud.

Nos dieron una habitación individual. Cosieron a toda prisa la cara de Christopher, sin anestesia, pero él no notó nada. Le clavaron la aguja de un gota a gota en el brazo derecho y la de otro en el izquierdo. El médico se marchó.

La habitación era pequeña y lúgubre, los muebles estaban cubiertos de polvo, pero la sábana era blanca, había una lámpara en la mesilla de noche y, junto a la cama, un timbre que se podía pulsar. Los zapatos Berluti marrón claro estaban tirados en el suelo, los puse juntos, con las puntas contra la pared...

Anhelaba un vaso de té pero cuando llamé no vino nadie. De vez en cuando me quedaba dormido, había acercado la silla a la cama y apoyado la cabeza en el respaldo de la silla; siempre que daba una cabezada, a los pocos segundos me despertaba sobresaltado.

—No me encuentro bien —dijo Christopher. Yo estaba completamente despierto...

—Recobrarás la salud. No te muevas, por favor. ¿Te acuerdas del perrito que te regalé una vez? Al principio no te gustaba porque te parecía una carga, una carga más... No tenía nombre. ¿Te acuerdas de las orejas? Una oreja siempre estaba tiesa, aunque el perro durmiera...

—No me acuerdo.

—O aquellos utensilios para ponerse inyecciones, en oro, que tú querías adquirir a toda costa. Estaban metidos en un estuche de terciopelo granate. Lo compramos juntos en el Marché des Puces de París. Te parecía elegantísimo, Christopher, siempre te gustaba imaginar que eras heroinómano...

—Qué oscuridad hay aquí. ¿Dónde estamos?

—¿Cómo es tu madre, Christopher? Por favor, sigue despierto, te lo ruego. ¿Recuerdas cómo era su rostro? ¿Puedes verla? Nunca llegaste a presentármela porque no podías soportar la imagen de tu madre y yo juntos en un sofá bebiendo té con leche y comiendo tostadas con pepinillos, eso decías siempre...

—Te encuentro tan aburrido. Siempre te he encontrado aburrido. Pero no quería estar solo, eso era todo. Y ahora me marcho y te dejo a ti solo.

Me dormí. Y soñé más, pero sólo me acordaba de esa breve conversación; él estaba otra vez despierto y con la cabeza despejada, y en su cara había ahora muchos trocitos de vidrio, unos ocho o diez, pero no sangraba, y cuando le bajé con cuidado la sábana, vi un sinnúmero de pequeñas heridas en su cuerpo enflaquecido, era delgadísimo Christopher. Volví a taparlo, me acomodé en la silla y me dormí.

Murió en el transcurso de la noche. Tenía la boca abierta, traté de cerrársela pero no lo conseguí. Allí estaba, pálido y con la boca abierta, y empecé a notar en mí una ternura que no sentía por él desde hacía muchos años...

Cogí su mano, era pequeña, mucho más pequeña de lo que recordaba, no pesaba casi nada. Le saqué el gota a gota y pensé que no había tenido su mano entre las mías desde hacía años. Volví a colocar con precaución la mano de Christopher sobre la sábana.

Yo había deseado que todo fuera distinto, más bien al estilo de Wallis Simpson y el duque de Windsor; él abdicó por amor, yo llevaba siempre una foto en la que se veía a los dos sentados en un sofá de seda rosa, él se sujeta la rodilla y ella tiene sujeto al perro doguino, y los dos miran a la cámara, y él arquea la ceja izquierda, y ella casi no puede mirar ya porque la han operado y le han estirado el rostro un montón de veces, tuck and snip...

Un final así, una convivencia así de larga con un final así es lo que yo hubiera deseado para mí. Y no ese saco de papel desmoronado que tenía delante, con una boca imposible de cerrar y tendido sobre una sábana en aquel infierno de hospital de Teherán. No esa envoltura, algo distinto, aquello era poquísimo chic.

Me quedé toda la noche con Christopher, mirándolo. Por los cristales sucios de la ventana, el azul marino de la noche se fue convirtiendo en color lila oscuro y después, despacio, en violeta. Sobre los tejados de la ciudad empezó a hacerse perceptible una delgada franja luminosa, y la habitación de hospital adquirió poco a poco contornos y nitidez...

En las horas anteriores al crepúsculo había oído, muy lejos, algunos disparos, más tarde las cadenas de un tanque que avanzaba por el asfalto y después el ruido áspero y persistente de una salva de ametralladora...

Hasta hacía un momento, la luz amarilla de la lámpara de la mesa de noche, respetuosa con la muerte, había hecho difusa, misteriosa y secreta la habitación, pero ahora llegaba el amanecer, la claridad del día; todo era más grande, perfectamente reconocible, y yo me miraba los dedos, giraba y movía de un lado a otro las manos delante de la ventana. Me miraba las manos.

Y pensé: ¿qué es ser joven? ¿En qué consiste? ¿Cuál es su apariencia? ¿Tiene la apariencia de algo que uno ama? ¿Ha pasado antes de que uno lo reconozca? ¿Es luminoso mientras que todo lo demás es oscuro? ¿Por qué pasa todo tan deprisa? ¿Adónde se van los años? ¿Por qué soy ahora viejo, mientras que a mi alrededor todo es joven? ¿Adónde han ido a parar mis músculos? ¿Puedo dar marcha atrás haciendo deporte? Y si lo hago ¿cómo es de ridículo? ¿Qué es, la vida? ¿Y cómo mejora? Y si mejora ¿cómo lo noto?

No quiero seguir viviendo así, pensé, así no. Algo tiene que cambiar.

Salí de la habitación, bajé a la recepción, allí estaba sentado Hasan en el banco de madera, hundido, la barbilla descansando en el pecho, y dormido. El hospital parecía desierto; me deslicé silenciosamente junto a Hasan, sin despertarle, salí a la calle y paré un taxi.

La ciudad se despertaba, al otro lado de los montes ya salía el sol. Le pedí un cigarrillo al taxista, y él me lo dio, pequeño y fino y con sabor a madera, y yo lo fumé en el asiento trasero y miré hacia fuera...

Las calles estaban casi totalmente vacías. No había nadie saliendo de sus casas, abriendo tiendas, levantando persianas metálicas, nadie se lavaba las manos al borde de la calle, nadie iba a la oración ni fumaba ni tomaba té. En los cruces, algunos transeúntes caminaban presurosos.

La ciudad estaba como muerta. Circulaban muy pocos coches fuera del mío y circulaban bastante deprisa. Está ocurriendo algo muy extraño, pensé para mis adentros, y me puse una mano delante de los ojos y miré a través de los dedos, como hice con Christopher en el cine cuando vimos juntos El exorcista, hace mucho tiempo, cuando aún estaba todo bien.

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