1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » SIETE

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Y vi, en efecto, que un tanque, con un faro instalado en lo alto de la torre blindada, bajaba estruendosamente la avenida; aún estaba lejos pero se dirigía directamente a la plaza. El intenso cono luminoso remontaba alternativamente las fachadas de los edificios a la derecha y a la izquierda de la calle...

Recogimos deprisa las herramientas y la mochila vacía, avanzamos sigilosamente, muy agachados, por la cornisa y en un esfuerzo final bajamos por la escalera de incendios. Estuve en un tris de resbalar, pero Mavrocordato me sujetó por el brazo, y los dos nos echamos a reír...

—Es usted, de verdad, un joven divertido, ¿lo sabe?

—Pero tengo su misma edad, Mavrocordato...

Me soltó el brazo...

—Pero, Dios mío. No he querido decir eso. Venga, deprisa, tenemos que marcharnos. Y no mire en absoluto hacia atrás.

Corrimos todo lo que pudimos, uno detrás del otro, alejándonos del cruce. El cono de luz había enfocado la cámara de observación, y el tanque se detuvo con un chirrido. Se abrió la trampa, y saltó fuera un soldado con un radiorreceptor en la mano y un brazal blanco en la manga. Hablaba al aparato y señalaba arriba, a la cornisa, entonces otro soldado salió por la abertura del tanque y saltó a la calle. Miraba exactamente en mi dirección...

Yo me había parado del susto, me había dado la vuelta y no tenía más remedio que saberlo, que saberlo del todo, aunque Mavrocordato me barbotaba furioso desde la otra acera que me diera prisa por todos los demonios. Yo había reconocido al oficial. Era él. No cabía la menor duda.

De vuelta al piso, hice un té para los dos...

—Ha sido, hummm..., relativamente por los pelos...

—¡Qué va! He pasado ya por momentos bastante peores —exclamó Mavrocordato desde el salón...

—¿Lo ha visto? —removiendo las hojas con una cuchara, las saqué del fondo de la tetera...

—¿A quién? ¿A Hasan?

—Sí. Bueno, yo ya no sé quién está en el bando de quién. Todo es tan horriblemente confuso...

—Ya no hay bandos. No se preocupe...

—¿Puedo preguntarle por qué habla de alquimia?

Llevé la bandeja con el té, y Mavrocordato se dio la vuelta hacia mí mientras apilaba panfletos en sus estanterías...

—La finalidad de esa divertida aventura con la cámara es crear situaciones herméticas...

Mordió un bombón de pistachos y siguió hablando con la boca llena...

—No sólo ayudamos al nuevo gobierno de Irán a desconcertar al antiguo gobierno sino que contribuimos directamente a derribarlo. Por otra parte, nunca sabrán, por desgracia, qué fue lo que los eliminó. Ah, té. Deme un sorbito más, por favor, sea tan amable.

Me senté en la chaise-longue y repasé con el dedo índice las rayas de seda...

—¿Qué debo hacer ahora, en su opinión?

—Tal vez no sea lo más aconsejable que se quede aquí en Irán. Y eso tampoco formaría parte de su misión...

—Quiere decir que ya me tiene preparado algo...

—No, sólo puedo hacerle una proposición. En cuanto a usted, tiene que decidirse por algo. Puedo describirlo de la siguiente manera: tendría que dar algo sin esperar o sin recibir nada a cambio. Véalo como una permuta unilateral...

—Pero yo no tengo nada que dar.

Se levantó, se encendió de pie un cigarrillo, fue a la ventana y palpó con los dedos el pesado terciopelo de las cortinas...

—Entonces, amigo, sólo hay en el fondo una posibilidad para usted. Tiene que encontrar el camino del Kailash, la montaña sagrada, llamada también Mount Meru...

—¿Aquí en Irán?

—No. Escúcheme, por favor. En muchas religiones se considera ese monte como el centro del universo, como el loto del mundo. Está situado en una meseta, desgraciadamente en el Tíbet occidental, o sea, en China. Cuatro de los mayores ríos de Asia nacen casi exactamente debajo de él. Las cuatro vertientes del Kailash corresponden al lapislázuli y al oro, a la plata y al cristal...

—Oh.

—Tiene usted que rodear ese monte en el sentido de las agujas del reloj, es una especie de mándala gigante de la naturaleza, o sea, una oración como recorrido del mundo...

—Pero eso suena de lo más estúpido. ¿Qué voy a hacer yo allí?

—Massoud le ha contado seguramente que Norteamérica es el gran enemigo...

—Ha dicho incluso que es el gran Satanás. ¿No será mejor que lo apunte enseguida?

—Bueno, no siga por ahí, bromista. Vaya a la cocina, sea usted

dear y tráiganos una bolsa de patatas fritas...

Busqué en los armarios de la cocina, abrí varios cajones, hasta que encontré una bolsa de

Frito Lay's Salt and Vinegar Chips, la abrí, vacié los crujientes copos de patatas en una bandejita de Lali— que y los llevé al salón...

—¿Y cómo voy yo al Tíbet? Según tengo entendido, a los extranjeros no se les permite viajar allí...

—Amigo mío, en este mundo todo se puede conseguir a base de dinero. Lo único es que ha de ser bastante. Eso debería usted saberlo, ha estado con Christopher tiempo más que suficiente...

—Pero no me queda un solo pfennig, lo último que tenía se lo di a Hasan para que le consiguiera a Christopher una habitación individual en el hospital.

—Lo sé. Espere...

Se levantó y fue a la estantería. Buscó bastante tiempo un determinado libro, lo sacó una vez encontrado, y se sentó después frente a mí en un cojín...

Abrió el libro, antiguo y primorosamente encuadernado —era de un tal Karl Mannheim— y vi que Mavrocordato había recortado en las páginas un agujero en forma de caja y que en él, casi embutido en las letras, había un fajo de billetes...

—Aquí tiene, son varios miles de dólares. Cójalos —dijo mientras me los tendía...

—¿Y esto es para que vaya al Tíbet, a dar la vuelta a ese monte?

—En otro tiempo, antes de la revolución cultural, había gente que incluso daba la vuelta de rodillas al monte sagrado de Kailash. Los peregrinos se ponían trozos de goma en las rodillas y en los codos y a cada paso que avanzaban se arrojaban al suelo, medían la distancia con el tamaño del propio cuerpo tendido en el suelo. ¿No quiere hacerlo usted también?

No respondí enseguida sino que me fumé hasta el filtro uno de sus cigarrillos y lo aplasté contra el borde del cenicero...

—¿Lo hago? No lo sé...

—Se trata de lo siguiente: una sola vuelta completa purifica de los pecados de toda una vida. Si usted lo consigue, habrá hecho algo grande, algo para restablecer el equilibrio perdido.

—¿Vendrá usted conmigo?

—No —sonrió—. Pero no ponga esa cara tan larga...

—¿Por qué no viene?

—Porque tiene que hacerlo usted solo. Si no, me temo que no sirve de nada.

Tocó el borde de la máquina-embudo que seguía en el centro de la habitación, sobre la alfombra, sin medir nada...

—Venga usted, es muy tarde. Más vale que nos acostemos. Si quiere puede dormir conmigo en el dormitorio, en la cama caben bien dos personas...

—Prefiero la chaise-longue, muchas gracias...

—Qué tontería. Venga conmigo. No voy a agredirle...

—Okay.

Estuvimos un buen rato uno junto al otro en la cama, mirando al techo y sin hablar. El fumaba un cigarrillo...

—¿Mavrocordato?

—Sí...

—Yo... —¿Qué?

—Preferiría quedarme aquí con usted...

—Lo sé.

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