1979

1979


SEGUNDA PARTE CHINA, A FINALES DE 1979 » DIEZ

Página 15 de 18

D

I

E

Z

El joven monje se quedó sentado sonriendo, los ojos dirigidos al monte sagrado, en el rostro una expresión extática de beatitud. Parecía meditar, o al menos estar haciendo lo que yo consideraba como tal. Ya no me percibía, ni siquiera cuando le empujé y le ofrecí nieve derretida. Murmuraba alguna poesía tibetana que siempre repetía...

Reuní mis cosas, me até de nuevo el chaleco de fieltro —qué otra cosa podía hacer— y me eché a andar en dirección al monte. El monje se quedó tarareando, sentado en el sitio donde habíamos plantado nuestra tienda...

Era distinto cuando de pronto se tenía una meta; los ojos ya no estaban fijos en el suelo, en la perpetua repetición de los pasos, sino que la mirada se dirigía hacia arriba, cada vez más arriba conforme iba acercándome al monte.

Pasé el lago hacia el mediodía, el sol estaba encima de mí, en lo alto. En el flanco meridional del monte se veía con toda claridad una gigantesca cruz gamada, creada por la naturaleza a base de hielo y roca. Tenía por lo menos un kilómetro de altura y la misma anchura. Aparté los ojos, no podía ver esa gran esvástica. Allí, en ese punto, empezaban en suave cuesta las estribaciones. Respiré hondo. Transfiriendo el peso de mi mochila al otro hombro empecé a caminar en torno al Mount Kailash en el sentido de las agujas del reloj.

Para decirlo abiertamente, no me sentía muy distinto mientras marchaba alrededor del monte sagrado. Mavrocordato había mentido, o, sencillamente, exagerado. No vino una súbita iluminación, no tuve la impresión de estar dando algo o haciendo una permuta, como había dicho él, o de estar purificando al mundo de sus pecados. Era, si se me permite la expresión, enormemente banal. Tenía que preocuparme de no sufrir congelaciones, los zapatos de fieltro eran abrigados pero en cambio notaba cada piedra a través de la delgada suela, y la vuelta al monte, que duraba tres días, no constituía una satisfacción sino que era fatigosa y encima aburrida.

Cuando anochecía y tenía sueño, me envolvía en mis sábanas de fieltro, siempre cerca de las versiones en miniatura del monte que había por allí a cada pocos kilómetros; con piedras apiladas unas sobre otras, la gente había construido reproducciones del conjunto, como indicadores y probablemente también como lugares de oración. Sobre esos montones de piedras había blanqueados cráneos de yak, atadas a determinadas piedras había banderas de colores. Por la noche escuchaba el crepitar de esas banderas, que ondeaban al viento, y luego me dormía. Bebía de mis cantimploras el agua del lago, de agradable sabor; hambre no tenía en absoluto...

Tampoco tenía pensamientos sublimes. Lo único que cada vez veía más claro era que Mavrocordato se había equivocado. Lo que yo hacía era sólo poner un pie delante de otro y caminar alrededor de un gran montón de piedras.

El monte que tenía a mi derecha era muy bonito de ver, cierto, había momentos en que desaparecía detrás de algún saledizo para mostrarse después, una vez doblada la esquina siguiente, con una apariencia completamente distinta, con un semblante diferente, sí, pero seguía siendo sólo un monte. Desde luego no tenía la sensación de que Mount Kailash hiera el centro del universo...

Unos pasos más, dos horas quizá, y había dado la vuelta completa. La purificación que había mencionado Mavrocordato simplemente no había tenido lugar. Mi viaje no era un gran acontecimiento. Pensé que sin embargo no era para lamentarlo. Al contrario: en el fondo, la cosa no estaba mal así porque al menos lo había intentado.

Llegado otra vez a la parte meridional, exactamente al mismo punto de donde había partido tres días antes, me detuve asustado. Había allí doce peregrinos y me miraban desde sus rostros color nuez. Me quité las tiras de fieltro, y ellos retrocedieron un paso, lo que fue un espectáculo de lo más curioso porque su aspecto era aún más extraño que el mío; llevaban delantales de goma y unas almohadillas atadas a las rodillas y los codos. Algunos iban envueltos en largos abrigos guateados que llegaban hasta el suelo, otros llevaban cintas ceñidas en la frente y manoplas de lana...

Su pelo estaba enmarañado, eran los seres más andrajosos y sucios que yo había visto jamás...

Parecían extras rechazados de

Star Wars. Dejé el bastón en el suelo, delante de mí, y sonreí, y ellos devolvieron la sonrisa.

De pronto, sin previo aviso, presentaron una especie de coreografía Busby-Berkeley, una danza ornamental que tenía gran afinidad con un musical de Sirtaki. Una de las piernas con aquel aparejo de goma en la pantorrilla, primero la pusieron delante y luego la estiraron hacia la izquierda. Se cogieron todos del brazo, después echaron los brazos al aire y prorrumpieron en un gospel cantado a coro, cuyo eco, oscuro y glorioso, devolvían las faldas del monte sagrado:

My prayer

is to linger with you

at the end of

the dayin a dream that's divine...

My prayer

is a rapture

in blue...

Me acerqué a los tibetanos, con los brazos abiertos, y los abracé uno por uno. Me tocaron en la frente con su frente y al hacerlo sacaban la lengua. Era completamente increíble. Parloteaban y reían, y yo también tuve que reírme.

Nos pusimos en cuclillas, un peregrino sacó de un saco algo que parecía tierra turbosa muy compacta, un puchero, una bolsa de plástico, bien cerrada por el extremo y llena de gasolina, y unos trocitos nudosos de abono de yak. Con unas piedras construyó un parapeto contra el viento y con un mechero Bic encendió el abono, después de haber vertido en él unas gotas de gasolina de la bolsa de plástico. Partiendo unos pedacitos de la turba entre parda y verdosa la echó en la olla, otro peregrino añadió agua de una cantimplora militar, y pronto aquel valle angosto y pedregoso olía a aromático té...

Contemplamos en silencio el abono de yak que ardía como carbón. Un tercer peregrino abrió entonces un paquete de cuero atado con una cuerda, cortó una rodaja de un bloque amarillo y la colocó cuidadosamente en el puchero hirviente. Era mantequilla de yak, probé el brebaje, sabía como una sopa de sobre muy salada.

Los peregrinos me mostraron cómo tenía que atar a las rodillas las almohadillas de goma, en la parte inferior estaban provistos de una correa de cuero que ajusté a las corvas y até con un lazo. Luego me pasaron uno de sus delantales cuya apariencia era la de una sábana de goma polvorienta y rayada, con gestos algo desmañados me indicaron que me lo pusiera, y después me mostraron cómo había que arrojarse al suelo, un ritual prescrito con todo detalle. Puesto uno de pie, caía de rodillas, luego echaba el cuerpo hacia delante y hundía el rostro en el polvo. Se tocaba el suelo tres veces con la frente. Replegando otra vez la parte superior del cuerpo sobre las rodillas y poniéndose luego completamente de pie, se daba un paso hacia delante y se repetía todo...

Pasamos el día entero tirándonos al suelo, rodeando el monte paso a paso, avanzando lentamente en el sentido de las agujas del reloj. Sin las almohadillas de goma hubiera sido muy doloroso y estuve considerando si no debería dar la vuelta siguiente sin protegerme con la goma, tal vez pasara entonces algo, tal vez, para el sacrificio que yo debía hacer, era necesario sufrir más.

Montamos tiendas y otra vez se encendió fuego. De cena había una especie de puré de cebada tostada, que antes de calentarlo se amasaba repetidas veces entre ambas manos, y unos trozos de carne seca y salada. No comí mucho, tampoco bebí del odre que circuló después de mano en mano, lo había olido, era un brebaje alcohólico...

Cuando rechacé la bebida levantando la mano, un peregrino le dio un golpe en la espalda al que me había pasado el odre, con las palabras

Body Shattva, las mismas palabras que poco antes había murmurado en sueños el joven monje. El golpeado agachó la cabeza y hundió los hombros, parecía avergonzarse hasta lo más íntimo de su ser.

Cada mañana, a la salida del sol, nos colocábamos nuestros refuerzos de goma y nuestros delantales y seguíamos caminando bajo el cielo, profundamente azul, del Tíbet; cada día sólo lográbamos hacer dos o tres kilómetros, pero era mucho más divertido arrastrarse alrededor del Kailash en grupo que a solas. Hacían muchas payasadas, y aunque no nos entendíamos, me reí mucho todo el tiempo con los peregrinos...

Besaban la tierra, algunos lloraban y pocos minutos después estaban bromeando, cogían pesadas piedras, las llevaban un trecho y las colocaban en el montón de piedras que había visto cuando caminaba solo en torno al monte sagrado y cuyo sentido comprendía ahora por fin...

Mientras caminaba con ellos tuve la maravillosa sensación de formar parte de una comunidad, como si de pronto me hubiera vuelto el recuerdo del jardín de infancia, o de los primeros días de colegio; era como un valioso regalo del cielo.

Cuando ya habíamos dado una vuelta completa, los peregrinos y yo instalamos un campamento, un auténtico

camp, nos desatamos los delantales de goma y nos sentamos en círculo todos juntos. Otra vez se me acercaron algunos, los más jóvenes, y me acariciaron el vello de los brazos. Otros se desvistieron y, con su ropa interior rebosante de suciedad, se tumbaron al sol en nuestro pequeño valle al abrigo del viento. Otros organizaron un picnic a base de carne seca y de té caliente, té que exhalaba un olor maravillosamente agrio.

Anhelaba repetir al día siguiente el lento movimiento circular en torno al monte, se había convertido para mí en auténtica adicción. Pasar así los meses siguientes con aquellos peregrinos cuya lengua no entendía, tal vez incluso años, me parecía la tarea de mi vida. ¿Y por qué no? Me había liberado de todo, incluso de los consejos de Mavrocordato, no quería más, era libre.

Vino un peregrino corriendo y diciendo por gestos que mirásemos, que él había visto algo. Después de envolverme otra vez la cabeza en las tiras de fieltro, pusimos los cuatro la cabeza en la entalladura de un saledizo de la roca...

Unos soldados avanzaban en dirección a nosotros montados en mulos. Llevaban fusiles al hombro y tenían un rostro muy distinto al de los peregrinos, eran de piel mucho más clara y estaban mejor alimentados. Yo no había visto nunca soldados chinos. Era tarde para esconderse, el valle era demasiado angosto y sólo tenía una salida, y los soldados venían de allí.

Un oficial que cabalgaba en un caballo auténtico desmontó y de un manotazo le quitó de la cabeza la gorra a un peregrino. Este cayó hacia atrás y la cabeza chocó contra una piedra, un soldado empezó a reír, y el oficial se dio media vuelta y lo miró enfadado. Llevaban uniformes verdes y, prendidas en las gorras y en las solapas, estrellas rojas.

El oficial preguntó algo en tibetano, luego en mandarín; como nadie le respondió, sacó su revólver y disparó dos veces contra el suelo, a nuestros pies. Saltó un chorro de arena, nosotros dimos un paso atrás intimidados, el peregrino que yacía en el suelo y sangraba por la cabeza empezó a gemir. Yo di un paso hacia delante y dije que sabía hablar mandarín. No sé de dónde saqué el valor.

El oficial volvió a meter la pistola en la funda y vino hacia mí. Yo me quité de la cabeza las tiras de fieltro y lo miré. El me miró también a la cara, asombradísimo, y de pronto, como si hasta entonces no hubiera visto lo que tenía delante, sonrió ampliamente.

Xo-Lieung. Ruso, dijo. Ajá. Un ruso. Hizo a sus hombres una señal con la mano y entonces todos los que estábamos allí quedamos detenidos. Dos de los peregrinos se pusieron delante de mí, entrañables como eran, y quisieron protegerme, pero el oficial les dio sucesivamente a ambos, con su mano enguantada, un puñetazo en la nariz. A uno le partió el hueso nasal.

Nos juntaron a todos, los soldados montaron en sus mulos y nos pusieron en medio apuntándonos con los fusiles, y así nos encaminamos a su cuartel general, que estaba en el norte, en algún lugar detrás de las colinas, a una jornada de viaje.

En un aparcamiento, delante de varios edificios de hormigón, me separaron de los peregrinos. A éstos los metieron en un camión y se los llevaron. Desde la plataforma de carga me siguieron mirando largo tiempo hasta que el camión se perdió entre una nube de polvo...

A mí me condujeron al interior de uno de los edificios y por primera vez vi cómo estaban amuebladas las casas chinas. En cierto modo, todo era muy reciente y nuevo, las cosas sólo eran funcionales. Los adornos no eran historizantes sino que tenían una finalidad concreta...

Lo único que me gustó fue el pequeño sofá del oficial en jefe; el respaldo estaba protegido por un pañito blanco de ganchillo. Vi estupendos teléfonos antiguos, algunas sillas con el asiento contra la pared, carteles que mostraban a diversas personas con una x roja pintada en el rostro y una gran fotografía enmarcada de un Mao sonriente.

Me sentaron en una silla, en una pieza contigua a la oficina, y me sujetaron con unos grillos a un tubo de la calefacción, el porqué no sabría decirlo, puesto que en aquella estepa tibetana escaparse era relativamente absurdo. Me pusieron un cubo de hojalata en el radio de acción de la cadena para que pudiera hacer mis necesidades. Varias veces entraron oficiales para cerciorarse de que habían apresado efectivamente a un ruso. Impresionados volvían a echar la llave a la puerta.

Por la noche llegó un hombre para afeitarme. Traía una jofaina de cerámica con agua caliente, algo de jabón y una cuchilla. Me pidió que no me moviera porque no estaba permitido que me afeitara yo mismo. Me eché para atrás, me tendió un paño empapado en agua caliente y me puse ese paño sobre la barba.

Me dormí sentado en la silla. El barbero uniformado había entrado después otra vez trayendo un termo de metal con agua caliente, por si tenía sed por la noche...

Hacía mucho frío, y pensé que ojalá no hubiera dejado olvidadas tontamente en el lugar donde me detuvieron mis tiras de fieltro, tan abrigadas. Abracé el termo —estaba decorado con rosas y osos panda— y me acurruqué todo lo que pude. La calefacción a la que me habían encadenado no funcionaba, tampoco me dieron ninguna manta. Por la noche me despertó mi propio castañeteo de dientes.

Me entregaron zuecos de madera, una camiseta de algodón y un pijama áspero y de color barro, que parecía un uniforme y raspaba en la piel como si estuviera hecho de crines prensadas. Me entristeció un poco tener que desprenderme de mis zapatos de fieltro, me habían gustado, pero mis ruegos no sirvieron de nada. Que formaba parte del reglamento, me dijeron...

Pero no me decían lo que iban a hacer conmigo, aunque yo suponía que pronto iban a sacarme del Tíbet y llevarme a China. Lo curioso es que no me interrogaron ni me acusaron de delito alguno, cuando yo preguntaba respondían que tuviera paciencia.

Durante varios días, cada mañana me desataban muy temprano del tubo de la calefacción, y dos soldados armados —uno de ellos me llevaba encadenado a él con esposas— me hacían pasear una hora por el aparcamiento de la comandancia. En aquel sitio nunca vi otras personas que soldados chinos. Había allí varios camiones, unos cincuenta barriles de gasolina y un jeep. No volví a ver a los doce peregrinos con quienes fui hecho prisionero.

De comer me daban una especie de rábano en adobo que me producía muchos gases, por lo que a los dos días me negué a ingerir alimento. A un oficial le entró miedo de que me muriera de inanición antes de que ellos hicieran la entrega reglamentaria de mi persona, y una noche que yo había dejado una vez más el rábano en la escudilla me ordenó a gritos que comiera. Al no conseguir nada con sus gritos, se golpeó furioso los muslos repetidas veces y salió de estampía...

Una hora después entró el soldado que me había afeitado; en un bol decente, de cristal tallado, traía una sopa caliente con trozos de carne y, además, unos palillos de madera de los de usar

y tirar. Se llevó también el cubo de hojalata para vaciarlo y volvió a traerlo. Le pedí una manta pero no me la trajeron.

La noche siguiente froté los palillos uno contra otro para hacer fuego. Esa vez no me habían dado el termo con el que me calentaba, y pensé que sin manta iba a morir de frío. Preparé algunos trapos, una pila de papel de periódico, y de los carteles con las cruces en los rostros arranqué de la pared todos los que pude alcanzar con la mano...

Enrollé unas tiras de periódico para formar una especie de cigarro de papel que prendiera bien y lo puse, junto con los carteles partidos en trozos, en el bol de la comida, que había lamido antes hasta dejarlo limpio. Froté los palillos más de una hora sin que saltara una chispa. Sólo se había formado una muesca en uno de los palillos que, cuando lo olí, despedía un olor a madera ligeramente chamuscada. Era un trabajo

seriously fatigoso y no condujo a nada.

Me acordé de que también llevaba atado en el muslo un cordel de cáñamo, corto y delgado, no recordaba por qué motivo. Miré, y allí seguía, no me lo habían quitado...

Dando una vuelta de cordel en el extremo superior de uno de los palillos, até los dos extremos del cordel en las traviesas ligeramente torneadas de la silla. Luego metí el palillo en la hendidura del otro. Entonces tiré bruscamente del cordel y aumenté así la frecuencia giratoria del palillo, de forma que al cabo de poquísimo tiempo surgió en el bol de la comida una llama diminuta. Soplé y añadí el cigarro de papel de periódico. Ardió el fuego y me calentó los dedos helados...

Quemé todo lo combustible hasta que no quedó nada, luego puse mis zuecos de madera encima del bol; no ardieron pero empezaron a consumirse y, según los fui empujando hacia el centro, se convirtieron en ardientes brasas de carbón vegetal. Al día siguiente me dieron dos mantas.

A mí me repugnaba mi propia rebeldía. Al fin y al cabo ellos sólo habían cumplido con su deber: yo había penetrado de modo ilícito hasta muy dentro del territorio chino, sin visado, incluso sin pasaporte. Probablemente hasta había una ley contra los peregrinos del monte sagrado. Por otra parte, yo pasaba realmente mucho frío por las noches, y un prisionero muerto por congelación no era útil a nadie...

Me dio pena del soldado que me había afeitado y que me trajo el termo y la comida de mejor calidad; no volví a verlo, después de la quema de los zuecos de madera. Seguro que lo habían castigado.

Al cabo de cinco noches me desencadenaron por fin y me llevaron a la oficina principal. Me permitieron dejarme puestas las mantas sobre los hombros. No había podido lavarme, me desagradaba el olor de mi cuerpo. Fuera, durante la larga marcha hasta allí, no me había llamado tanto la atención, además me había bañado en aquel gran lago, pero allí dentro olía muy fuerte. También se me había puesto peor el cutis. Después del afeitado no me habían dado agua de colonia, así que ahora toda la mitad inferior de la cara estaba cubierta de pústulas rojas que se veían por entre los pelos de la barba que estaba volviendo a crecer.

El oficial en jefe dijo entonces que iban a llevarme a un campo de prisioneros. Me dieron un par de viejas zapatillas de tenis, que no estaban nada mal, y después salimos al patio. Me sentaron en el asiento delantero del jeep, encadenado a unas barras, detrás tomó asiento un soldado armado, y un oficial regordete se puso al volante al mismo tiempo que encendía un cigarrillo.

Viajamos dando tumbos y sin nada especialmente digno de ser recordado. El oficial no cesaba de fumar cigarrillos, el soldado que iba detrás de mí contemplaba el paisaje estepario. Yo estaba como ausente. Íbamos por cauces de ríos secos, por carreteras malísimas, y después de doce o catorce horas llegamos a una aldea deprimente en la que parecía no haber corriente eléctrica.

La única calle pasaba por en medio de los achatados edificios de hormigón en doble fila. Tampoco había restaurantes ni casas de comidas ni nada parecido. Aquel lugar parecía construido como para gente de paso. De vez en cuando, a derecha e izquierda, sobre barriles, había lámparas de petróleo que despedían una luz débil, en los edificios había también algunas lámparas. Al pasar vi una gasolinera; dos personas encapuchadas estaban sentadas junto a la bomba manual de delante e inhalaban vapores de gasóleo que salían de un bidón de gasolina abierto a cuchillo. El viento cortante había arrastrado calle abajo basura y trozos de papel. Pedí que me leyeran algunos de los letreros rojos que había en las paredes de las casas; narraban los éxitos de la revolución. Nos detuvimos delante de una gran puerta, bajamos del coche y entré en mi primer campo.

Ir a la siguiente página

Report Page