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SEGUNDA PARTE CHINA, A FINALES DE 1979 » DOCE

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Al día siguiente, poco antes del mediodía, me hicieron subir a la plataforma de carga de un camión. En el interior del vehículo, cubierto con una lona, hacía un calor insoportable. Los bancos laterales estaban todos ocupados, de forma que los recién llegados estuvieron de pie durante todo el viaje. La cosa no era tan grave como podría pensarse, porque los que estaban de pie se sostenían unos a otros, es decir, no podía uno caerse cuando el camión saltaba un bache.

Viajamos un día entero y una noche y otro día más. Algunos hombres habían abierto en la lona pequeños orificios por los que entraba aire fresco y se podía mirar fuera. Pero no había nada que ver; ni postes eléctricos ni árboles, nada...

Nos parábamos dos veces al día, y pasaban un bidón de gasolina lleno de agua, de cuyo cierre colgaba una cadenita con una taza de hojalata. Por lo menos había bastante de beber para todos, no como en el campo colectivo. Todo iba a mejorar, yo lo sabía.

Sin embargo durante el viaje no nos dieron de comer; de vez en cuando, de pie y encajonado en la plataforma de carga entre los otros presos, me notaba las costillas y los huesos de las caderas, que por fin, por fin, sobresalían mucho, como yo siempre había deseado...

Pensé en Christopher, en que yo siempre me había sentido demasiado grueso, y estaba encantado de adelgazar por fin

seriously. Nunca lo había conseguido; un kilo, dos kilos, eso es lo que antes había podido perder haciendo régimen, pero ahora eran ya, como mínimo, diez o doce kilos menos, gracias a Dios.

Al caer la tarde llegamos a un conjunto de casas de adobe, feas y de color pardo, solitarias en una vasta llanura. Una línea de ferrocarril que venía de la derecha cruzaba la llanura, nos hicieron bajar y tuvimos que ponernos en dos filas junto a las vías...

Yo nunca había visto un lugar tan desértico. A nuestro alrededor no había nada, sólo un horizonte que desaparecía, que apenas se distinguía. Todo estaba lleno de polvo, todo era difuso, atroz y desolador.

Un preso chino, de la etnia han, que estaba a mi lado murmuró que eso era el comienzo de Xinjiang, que era un lugar terrible y que iban a llevarnos al territorio del desierto de Lop Ñor, en la fosa de Turfan, donde el gobierno chino llevaba a cabo experimentos atómicos; dijo que desde el lugar donde estábamos hasta allí había ciudades enteras de prisioneros; al parecer, millones de personas ocupaban miles de campos de concentración...

Qué significa eso de

millones, pensé yo, y en ese momento llegó corriendo un vigilante y gritó:

¡Silencio! pegándole al chino con un bastón eléctrico dos veces en el rostro, a la izquierda y a la derecha, y yo volví a mirar inmediatamente hacia abajo, al polvo. El chino cayó de rodillas lanzando gemidos, de la nariz salió un surtidor de sangre, otro preso le ayudó a levantarse y con la manga le limpió la sangre.

Esperamos. En el horizonte vibraba la luz aunque no hacía demasiado calor. En lo alto del cielo, sobre las vías, las cornejas describían círculos. Me hubiera gustado tomar un vaso de té, aunque para entonces ya sabía que eso era un deseo burgués...

A algunos presos se les quedaban rígidas las piernas y al cabo de unas horas se ponían en cuclillas, pero entonces venían otra vez los guardias, les daban patadas con las botas en los costados y gritaban que se levantaran. Nadie había comido nada desde hacía tres días. Cuando un viejo cayó al suelo y no se levantó, cuando los guardias le dieron de patadas en los riñones, llegó un oficial con un soldado y entre los dos repartieron bolas de arroz, una a cada preso...

Como yo no tenía hambre y pensaba que tenía mejor aspecto después de adelgazar tanto, le di mi albóndiga al chino han, el que antes había sido golpeado en el rostro.

Mis muñecas estaban delgadísimas. El anillo que me había regalado Christopher en Antibes, en el quinto aniversario, me lo habían quitado hacía tiempo, cuando todavía estaba en el campamento colectivo. Miré hacia abajo y contemplé mi mano, en la que ahora faltaba el anillo. La piel estaba blanca en ese sitio. Miles de campos y millones de personas, eso no era concebible.

Se puso el sol y de golpe hizo frío. Encendieron focos que me parecía que daban una luz como en el cine. Esperamos. Después llegaron trenes. Avanzaban despacio por la llanura polvorienta...

Algunos tibetanos no habían visto en su vida un tren y, cuando se acercaron los vagones, sonrieron de oreja a oreja y sacaron la lengua. Nos metieron en el tren; algunos, yo entre ellos, tuvimos suerte; pudimos sentarnos en los trenes de pasajeros y no tuvimos que ir apretujados, como la mayoría de los otros, en los vagones de ganado y de cereales.

Durante días el tren traqueteó en dirección norte, a través de las interminables llanuras chinas. De vez en cuando veía alguna ciudad en la lejanía, chimeneas humeantes de fábricas bajo un cielo color azufre, pero nunca atravesamos ciudad alguna, siempre las dejábamos a un lado...

A veces veía un prado verde casi agostado, pero en general eran sólo carreteras interminables y polvorientas que se perdían en la nada, bordeadas de matorrales y de abedules sin follaje. Las ramas de los árboles solían estar cortadas, por lo visto hacían leña con ellas...

Una vez vi pasar un carro de chapa ondulada y de madera, tirado por un caballo; en el pescante iba un campesino con un burdo uniforme a lo Mao, llevaba la gorra hundida sobre el rostro y los ojos; cuando pasó nuestro tren a su lado, apartó la vista. Dejó caer con fuerza el látigo sobre el caballo, pero éste no se movió por eso con más rapidez.

Para los presos que íbamos en el vagón de pasajeros, los soldados a veces hacían té, para los otros, no. No había ningún sistema para determinar quién recibía té o una bola de arroz y quién se quedaba sin nada. No era intención o ganas de mortificar, era sencillamente así; unos pasaban hambre, otros pasaban menos hambre.

Por la tarde del tercero o cuarto día los vimos por fin; los campos de concentración empezaron a pasar a nuestro lado como castillos en el desierto, pálidos, color arena; primero eran docenas, luego centenares...

Eran completas ciudades de prisioneros; por fuera, cuando se pasaba de largo, parecían desorganizadas

y revueltas, pardas

y repelentes; unos postes telegráficos, a izquierda

y derecha de la línea ferroviaria, unían los campos unos con otros. Los edificios tenían algo del sueño que se sueña poco antes de despertar, los veíamos a través de un velo polvoriento

y opaco, el propio sol brillaba como a través de una neblina, débil

y amarillento.

El campo 117 era sólo campo de trabajo. No era tan horrible como había pensado. Las barracas eran de piedra, había una alambrada exterior y un muro interior, ambos no asegurados eléctricamente. Dos torres vigías de hormigón estaban en posición diagonal respecto a la alambrada. Unidos entre sí, había varios patios interiores, muy bien barridos, allí hacían el recuento...

En una mesa de madera colocada en el centro del patio interior había noche y día, alineados esmeradamente unos junto a otros, varios instrumentos que nunca podíamos tocar, sólo ver. Eran esposas con la superficie interior dentada, uno o dos bastones eléctricos, como los que se usan para conducir el ganado vacuno, unas tenazas bastante grandes y un catéter de acero brillante. Pero esos instrumentos, que yo sepa, nunca fueron utilizados, tenían una función disuasoria.

Después del primer recuento nos asignaron las salas, en cada una dormían veinte hombres, eso era una brigada. Uno de nosotros era nombrado capataz, tenía la misión de denunciar una determinada cantidad de infracciones por semana. Crítica al partido, conversaciones reaccionarias o contrarrevolucionarias o incluso expresar enojo por las condiciones de vida del campo: todo era denunciado inmediatamente por él; si no llegaba al número de denuncias semanales, era el capataz quien tenía que hacer autocrítica...

En silencio nos metían por la mañana a las siete y media en varios camiones y nos llevaban a trabajar, y en silencio nos venían a buscar por la tarde, a la puesta del sol.

El trabajo en los campos secos y agostados que rodeaban el campo 117 era siempre el mismo: nuestra brigada recibía por la mañana, a la salida del sol, diez palas y diez hojas de hacha con las que debíamos abrir zanjas hasta las doce y media del mediodía...

Las hachas servían para hacer pedazos las piedras más grandes. Excavar tenía más aceptación que manejar el hacha, puesto que éstas no tenían mango, y las palas sí, de forma que al excavar no había que inclinarse. Arrodillarse y, menos aún, sentarse estaba prohibido, se trabajaba de pie. Quien se arrodillaba de cansancio recibía un punto, con cinco puntos había que hacer autocrítica por la noche, después del trabajo.

Al mediodía nos daban una pequeña albóndiga de mijo y un cazo de sopa aguada. A veces flotaba una hoja de repollo en la marmita de la que sacaban la sopa, más a menudo, nada. Cuando la había, esa hoja se quedaba siempre en el fondo de la marmita, a los prisioneros nunca nos la ponían porque al día siguiente tenían que hervirla de nuevo. La sopa no sabía a nada, pero estaba caliente y cuando se la paladeaba despacio, cosa que yo hacía siempre, uno podía imaginarse que sabía a esa hoja de repollo...

A la una se podía orinar, hasta la una y cuarto. Quien tenía el vientre descompuesto por la alimentación, y lo tenía todo el mundo, también debía despachar eso antes de la una y cuarto, si no, había que seguir trabajando con cagalera, que le chorreaba a los presos por las piernas y se les metía en los zuecos.

De vez en cuando sustituían la albóndiga de mijo por una albóndiga cuya parte de mijo había sido aumentada con serrín y con un tubérculo de color rojo. Esa albóndiga roja era horrible, era dura como un piedra, una vez vi que un chino han se rompió un diente con ella. Esa albóndiga, cuando uno la había partido en trocitos dentro de la boca, tampoco se disolvía en el estómago; a algunos presos, sobre todo a los tibetanos, les producía horribles retortijones y más diarrea de lo normal.

A las pocas semanas, muchos tibetanos estaban totalmente debilitados, los pocos uigures y caucasianos eran más gruesos y parecían tener más fuerzas de reserva. Los tibetanos adelgazaban más rápidamente que los demás, porque durante toda su vida casi sólo habían comido carne, y allí no había nunca carne, ni en sueños. Los chinos han eran los más robustos y musculosos, el hambre constante no parecía afectarlos tanto...

El trabajo al aire libre, al menos durante las primeras semanas, tampoco era tan malo como aquel silencioso vegetar en el campo colectivo, porque uno podía conversar en voz alta, no había que hablar en susurros...

Los guardias sólo cuidaban de que se cumplieran las horas de trabajo y la cuota prevista; que cuchicheáramos entre nosotros o que nos gritáramos algo, eso les daba igual, ellos también pasaban hambre y estaban siempre algo retirados, apoyados en sus fusiles y con los rostros inmóviles y los ojos guiñados dirigidos al árido horizonte.

Al principio, el rendimiento asignado aún no era tan difícil de conseguir. Un excavador y un triturador tenían que mover juntos en un día diez por veinte metros de tierra, con una profundidad de un metro escaso. La tierra era muy dura y pedregosa, pero se conseguía...

Si un grupo de dos lograba hacer más, al día siguiente ese resultado se convertía en el objetivo previsto, por eso todos se atenían con más o menos exactitud al tiempo preciso que estaba prescrito para cavar diez por veinte metros de tierra. Desviarse del sistema sólo perjudicaba el sistema, el trabajo adicional sólo se premiaba con más trabajo.

Así pues, tras el almuerzo y el descanso para el retrete continuábamos trabajando hasta la puesta de sol, que no llegaba hasta las siete y media, ya que todos los relojes estaban puestos a la hora central de Pekín...

Al cabo de algún tiempo, suprimieron los camiones —supuse, hablando en voz baja con un ruso que sabía francés, que era debido a falta de gasolina—, y por la mañana teníamos que levantarnos más temprano, caminar dos horas largas hasta llegar a los campos y por la noche, a oscuras, otras dos horas para regresar...

Con sogas de las que se usan para el ganado nos ataban unos a otros en filas de a cuatro, y cada tres filas un hombre llevaba una lámpara de petróleo. Los guardias armados caminaban a nuestra izquierda y derecha, así avanzábamos en medio de la noche...

Una mañana temprano marchábamos así, a pie, cuando delante de nosotros, en el horizonte, un relámpago iluminó la planicie con la claridad del día. No era un relámpago de tormenta sino un resplandor blanco y brillante que duró tal vez cuatro segundos y que nos hizo creer que veíamos el sol en plena noche. El relámpago corría por la llanura en dirección a nosotros, yo volví la cabeza para protegerme los ojos, y vi que, detrás de nosotros, los presos, los soldados que vigilaban y yo mismo proyectábamos largas sombras negras como la pez, varios cientos de metros de largas, y de pronto pensé en Mavrocordato.

Al cabo de una semana volvieron los camiones, evidentemente no dijeron por qué estaban de nuevo allí, pero así pudimos descansar un poco en los veinte minutos de viaje de ida y de vuelta, y pudimos levantarnos, claro, dos horas más tarde, no a las cinco y media sino a las siete y media.

Cada dos semanas llegaba un tren con más prisioneros, por lo general eran delincuentes comunes; políticos no llegaban tantos desde hacía algún tiempo. Yo no sabía si se debía a que ahora había más libertad y no detenían tan rápidamente por asuntos políticos o si, al contrario, los políticos eran enviados directamente de los campos colectivos a las minas de plomo...

Los presos comunes trataban muy mal a los políticos. En la jerarquía invisible del campo estaban más arriba; los políticos eran más bien la escoria; los políticos tenían que limpiar las letrinas, barrer los patios y mantener todo limpio, mientras que el personal de vigilancia y de cocina constaba casi exclusivamente de delincuentes comunes. La razón era también que el partido no consideraba tan grave la culpa de los delincuentes ordinarios como la nuestra...

A los presos políticos había que hacerlos caer mucho más bajo, nuestro crimen radicaba en el pensamiento, y eso era sin duda mucho más difícil de reformar que cualquier delito. Aunque ambos grupos de presos habían atentado contra el bien de la sociedad y del pueblo, el delito político era mucho peor.

Algunos presos eran mongoloides; a veces miraba cómo hacían su trabajo, que no sabían hacer realmente; los rostros estaban muchas veces vueltos al cielo, reían todo el tiempo y soltaban risas ahogadas cuando hacían algo mal, lo que, a decir verdad, siempre era el caso. Bizqueaban, eran más gordos que los otros presos, tropezaban con frecuencia y se caían al suelo; cuando les ponían una pala en la mano, cavaban unas horas, cloqueaban como las gallinas y en algún momento perdían las ganas de cavar...

No recibían castigos, tampoco tenían que hacer autocrítica, y en un momento determinado desaparecieron todos ellos, transferidos a algún otro sitio, y entonces ya no hubo enfermos mongólicos en nuestro campo. Un preso me susurró que habían necesitado sus órganos, lo que no comprendí. Tampoco hice más preguntas.

Una vez al mes, creo, era cada primer martes, nos extraían sangre voluntariamente a los políticos. Teníamos que ir a la enfermería, y allí un médico nos hacía un breve examen, luego nos llevaban a donde nos extraían la sangre, un pequeño cuarto interior pintado de verde claro...

Había que sentarse en una silla de madera atornillada a la pared y subirse la manga, ataban al brazo un tubo de goma, y un soldado clavaba la aguja en el pliegue del codo. A veces no encontraba enseguida la vena, de forma que necesitaba varios pinchazos: para evitar eso habíamos aprendido a pegarnos varias veces con la palma de la mano en el sitio donde pinchaban, para que sobresaliera la vena.

El soldado encargado de esa tarea tenía unas extrañas manchas en el rostro; en el cuello, entre la mandíbula y la oreja, le había salido una especie de tumor, del tamaño de una nuez. Por todo su aspecto, aquel hombre me daba la impresión de ser una de esas personas dañadas por las radiaciones; una vez había visto fotos sobre eso en un libro de historia que trataba de las bombas atómicas arrojadas por los norteamericanos sobre el Japón.

Al principio yo podía aún donar más de cuatrocientos mililitros, más tarde ni siquiera la mitad. Muchos presos perdían el conocimiento porque no podían soportarlo físicamente; para el joven soldado que metía la aguja en el brazo, eso era la señal de terminar inmediatamente con la extracción de sangre. A nadie aprovechaba que estuviéramos demasiado débiles para trabajar, decían...

La sangre, eso oía yo decir, se necesitaba en los innumerables hospitales del este, en operaciones, cuando había accidentes de autobuses o en las minas. Los presos teníamos que contribuir a que nuestra propia reeducación resultara rentable. Al fin y al cabo, el Estado no tenía interés en reformar a asociales sin recibir nada a cambio, teníamos que estar agradecidos si todos podíamos contribuir un poco a ello. Nuestra sangre circulaba otra vez en el pueblo, así podíamos reparar un poco la culpa contraída con el pueblo y el partido.

Hice amistad con Liu. Era también, como yo, un preso político, le habían echado treinta años. Lo vi una noche cuando cepillaba y tallaba una pequeña pieza de madera; era, como resultó después, una figura minúscula que estaba fabricando, una miniatura de Mao Tse-tung, no mayor que mi dedo meñique...

Tallaba muy cuidadosamente la vestimenta, la cabeza ya estaba terminada, inconfundible el rostro algo abotargado, apacible, del gran presidente. Ni siquiera había olvidado el lunar del rostro de Mao; no era más grande que la punta de un alfiler. Los brazos estaban pegados al cuerpo de la figura, Liu acababa de terminar las perneras del pantalón cuando le pregunté por su trabajo.

Me enseñó el utensilio con que tallaba: era una piedra muy afilada que había cogido del suelo durante el trabajo. Le dije que admiraba la figura, y él sonrió y me miró. Llevaba ya algunos años en este campo, le faltaban los dos incisivos, que el otoño anterior, eso dijo, le había arrancado un delincuente con un madero...

Liu era un hombre bajo y pálido que en realidad tendría que llevar gafas. Hacía mucho tiempo que había perdido las suyas y siempre que quería ver algo o que hablaba con uno, guiñaba los ojos hasta convertirlos en pequeñas ranuras, de forma que en el fondo era completamente asombroso qué exacta en el parecido y qué perfecta era la figurita de Mao.

Una vez terminada, la puso en la cabecera de su jergón. Allí llevaba ya unos dos meses. Nadie se atrevía a quitarle la figura, ni el vigilante ni los presos...

El pequeño Mao Tse-tung se había convertido en un homúnculo, en un tótem tallado que siempre lo miraba a uno cuando se entraba en la sala de los presos. Un día desapareció la figura, pero no fue porque nadie la hubiera robado sino que se había marchado por sí sola.

Liu no sólo quería mejorar él sino también —sin criticarlas— las condiciones de vida de nuestro campo; lo más insoportable era no hacer nada, la comida y en el trabajo, despertarse y dormirse...

Así que por la noche proyectaba sombras chinescas, óperas populares, piezas teatrales. Con los dedos de ambas manos, que movía en todas direcciones detrás de una vela de estearina encendida, imitaba etapas de la vida del gran presidente.

Fue una pena que desapareciera la figura, con ella las sombras chinescas habrían sido más realistas. Unos cuantos hombres de la sala le ayudaron construyendo, con trozos viejos de tela, casas, árboles y montes, atisbos de ejércitos y de fábricas. Colaboró incluso el capataz de la sala, así, después del trabajo y de la cena nos sentábamos en torno a Liu y mirábamos a la pared, mientras la sombra de Liu, cantando, hablaba de la larga marcha, de los horribles errores de la revolución cultural, de las heroicas y gigantescas construcciones de diques en el río Yang Tse Kiang, y de la vida del soldado y modelo Lei Feng. Sólo veíamos sombras, pero para nosotros era auténtico.

Algunos presos, Liu entre ellos, tuvieron la idea de robar gusanos de los montones de basura del campo y de meterlos clandestinamente en el aguachirle de sopa durante el trabajo, al mediodía, cuando los centinelas no miraban con mucha atención...

La carne de insectos y, al fin y al cabo, también los gusanos eran pura proteína, y no había insectos, de modo que apoyamos la decisión, y Liu y otro se encargaron desde entonces del servicio de basuras. En el vertedera de basuras, en las traseras de la barraca 4, de todos modos no había gran cosa. Casi todo eran excrementos humanos, algunos trapos, vestimenta hecha harapos, troncos de col recocidos, huesos pequeñísimos y vendas ensangrentadas procedentes de la enfermería.

Los gusanos que Liu trajo por la noche eran sin embargo blancos y gordos, y los lavamos en un trozo de tela y algo de agua, hasta que soltaron la inmundicia. Después, junto con seis albóndigas rojas conseguidas por trueque con otra brigada, los trituramos en una especie de mortero construido con dos piedras por un tibetano...

Discutimos quién llevaría al trabajo la papilla de gusanos y acordamos que no lo tuviera uno solo todo en el bolsillo, sino que cada uno se asegurara una parte de la papilla y luego la echara él mismo en la sopa que repartían al mediodía durante el trabajo.

La papilla, rica en albúmina, que echamos en la sopa causó durante los primeros días fuertes diarreas, porque nadie tenía ya costumbre de ingerir proteínas, pero al cabo de una semana todos nos sentimos más saludables, estábamos más fuertes, incluso Liu tenía otra vez color en el rostro. Fue un pequeño éxito, y como el resultado era tan evidente, sobre todo en los tibetanos, empezamos a considerar cómo podríamos encontrar otra fuente de proteínas...

En nuestro campo no había ratas ni otros roedores porque ellos tampoco tenían nada que comer y no podían sobrevivir. Buscamos mucho tiempo, a escondidas, arañas y escorpiones. No había. Ni siquiera se veían pájaros en el cielo; el lugar en que vivíamos nosotros y millares de personas estaba muerto, tan desprovisto de vida como la superficie de Marte. Habíamos desaparecido, no existíamos, nos habíamos disuelto.

Los gusanos eran, pues, la única posibilidad de conseguir proteínas. Pronto nos percatamos de que como mejor se sentían era si los excrementos humanos estaban enriquecidos con troncos podridos de col y con desechos de hospital; en ese caldo de cultivo era donde se multiplicaban más rápidamente. Los excrementos solos no bastaban, de forma que no podíamos utilizar únicamente las letrinas como estación de cultivo. Tenía que convertirse en compost y eso sólo era posible en el vertedero que había detrás de la barraca 4.

Liu, otro y yo fuimos los encargados de buscar en las letrinas una vez al día los excrementos más compactos. Para ello cogíamos un trapo por la noche, cuando teníamos que orinar, nos agachábamos y metíamos en el trapo los trozos más sólidos, que siempre flotaban arriba.

Luego llevábamos los excrementos al vertedero y los echábamos encima para recoger los gusanos unos días después, cuando no miraban los vigilantes. Más no teníamos que hacer. Guardábamos la papilla, ya bien triturada, en un cubo cerca de la puerta de la celda, cada preso de nuestra sala recibía cada mañana un puñado de unos quince gramos, y aún sobraba siempre algo.

Yo pesaba ya sólo la mitad que antes, había adelgazado mucho, en una visita médica me pesaron, 38 kilos marcaba la báscula de cerámica blanca. Ya no tenía que donar sangre, dijo el médico, estaba demasiado flaco y débil; pero sin embargo lo hice, voluntariamente.

Al final del otoño, en una pelea por la papilla de gusanos, varios delincuentes comunes acorralaron a Liu en un rincón. Lo sujetaron por las manos y las piernas. Un preso cogió un palillo de comer y, golpeando con su zueco, se lo incrustó a Liu, que gritaba, en la cabeza a través del canal auditivo. Murió instantáneamente. Una semana después, cayeron las primeras nieves.

Cada dos semanas había autocrítica voluntaria. Yo siempre iba. Era un buen preso. Siempre he procurado atenerme al reglamento. He mejorado. Nunca he comido carne humana...

Fin

Título original: 1979

© 2001, Verlag Kiepenheuer & Witsch, Köln

© De la traducción: Carmen Gauger

© De esta edición: 2004, Santillana Ediciones Generales, S. L...

ISBN: 84-204-6526-7

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