1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » DOS

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D

O

S

Bostezó y se encendió con parsimonia un cigarrillo, de forma que el proceso del encendido duró más de lo normal. Yo miraba la puerta de la casa...

Tenía un sabor metálico en la boca. Era como si mascara papel de aluminio, como si se me hubiera caído un empaste de las muelas. No nos mirábamos. Yo no podía mirar a Christopher...

Las luciérnagas seguían zumbando a nuestro alrededor. Al cabo de un rato llegó alguien para abrir la puerta. Traspasado el umbral, entramos en la claridad de una luz amarilla y cálida.

Un criado con guantes color crema nos llevó a través de un gran salón, junto a mesas de cerámica suecas en las que, en floreros chinos, había bouquets demasiado perfectos de lirios. Según avanzaba, pasé el dedo por una mesa y lo froté después contra el pantalón claro. No tenía polvo...

Los pies de las lámparas de las mesitas auxiliares también eran floreros chinos, las pantallas eran de damasco amarillo.

Vi sofás tapizados en seda cruda, de forma que las habitaciones por las que nos llevaban parecían haber sido decoradas por Huida Seidewinkel. La casa me recordaba el piso de Jasper Conrans al comienzo de los años sesenta, una vez vi una serie de fotos; empleaba mucho blanco, mucho amarillo oro, no excesivamente barroco, pero tampoco demasiado minimalista. Era, como solía decir Christopher,

le style directoire, poco antes de que Napoleón fuera demasiado grande para sus

bottes...

Así estaba amueblado el Hotel Ritz de París; sí, en efecto: el estilo era, en el fondo, el de un Gran Hotel; elegante, una elegancia nada llamativa y un poco precaria en algunos sitios, una precariedad quizá demasiado pensada, pero no obstante de una extraordinaria perfección y, cómo diría,

sexy.

Las habitaciones eran, por decirlo así, la expresión exacta, precisa, de Europa, el polo opuesto al Japón; expresaban perfectamente la opulencia exterior, la superficie, lo iluminado, el viejo mundo y el buen gusto infalible; sobre el piso de terracota había blanquísimos Dhurries de lana de oveja.

Por primera vez desde que estábamos en Persia, tuve la sensación de llegar a casa y de estar limpio, una sensación de infancia; era lo contrario de la sensación que tenía de niño en el parvulario francés; en aquel entonces, cuando me tomaba cada día el vaso de leche de las diez, giraba el vaso lentamente delante de mí en el sentido de las agujas del reloj, para evitar el cerco de leche que quedaba en los bordes; tanto asco sentía de mi propia saliva lechosa.

Ése era mi único recuerdo de infancia. No tenía ningún recuerdo salvo el de aquel repugnante vaso de leche. Y esa casa en la que entrábamos era justo lo contrario. Sucedía muchas veces que Christopher me preguntaba por qué estaba tan vacío y por qué mi existencia parecía carecer de pasado, como si todo lo que hubo antes se hubiera extinguido, olores, colores, el matorral bajo el cual quizá escondía de la vista de mis padres la sección de bricolaje de un catálogo de ventas por correspondencia: pero no había nada, nada, que yo recordase, absolutamente nada.

Mientras pensaba esto, veía una biblioteca a través de una puerta. Como estaba pintada toda ella de rojo, hacía el efecto de un campo de fuerza, de algo maravilloso, palpitante, en medio de todos esos blancos y amarillos y dorados...

El rojo me gustaba muchísimo. En realidad, me gustaban todos los colores, pero yo de rojo entendía mucho, y de su relación con otros colores, y ese rojo era increíble. Era un poco como si el decorador hubiera dicho: bueno, para esta habitación y para esta otra necesito algo de rojo, el rojo adecuado, claro, un poco de rojo-de-templo-budista y un poco de rojo-de-terracota...

Por regla general, cuando yo decoraba una casa, desgraciadamente nadie sabía de qué iba la cosa y qué era lo que yo quería exactamente, porque es dificilísimo conseguir la mezcla del rojo perfecto, en el fondo es casi imposible encontrar un rojo perfecto...

El rojo perfecto no tiene nada que ver con la sangre, como muchos piensan; en el fondo, uno sólo lo encuentra en los retratos infantiles de la Florencia del Renacimiento; los sombreros que llevan los niños en esas pinturas tienen el rojo al que me estoy refiriendo. En cualquier caso, la biblioteca de aquella casa era de un rojo cálido y aterciopelado, de una tonalidad casi marrón-violeta.

En una pared del segundo salón había un gran retrato del sha en un bonito marco muy sencillo de madera de ébano; llevaba uniforme de gala blanco con charreteras doradas. Al lado, sobre una tarima, iluminada por varios focos halógenos, había una escultura blanca agrisada de Hans Arp. En la pared de enfrente, dispuestos cuidadosamente por encima de otra lámpara de porcelana, había varios cuadros de Willi Baumeister. Me gustaba Hans Arp, me gustaba Willi Baumeister, me gustaba aquella casa, me gustaba incluso el sha. Era difícil que no le gustara a uno aquella casa.

El criado que nos había llevado por los dos salones contiguos nos pidió que fuéramos al jardín y con la mano extendida nos enseñó el camino: atravesar la veranda y bajar una gran escalera.

En el jardín se oía música ligera, habían instalado una barra, olía a mantequilla y a flores. Conté, cálculo rápido, tal vez ochenta y cinco o noventa invitados. En cuanto al jardín, iba en declive, descendía en suave pendiente. Algunos hombres llevaban uniformes norteamericanos blancos como la nieve...

Vi a una artista alemana que antes confeccionaba unos cuadros enormes, de realismo fotográfico, y cuyas pinturas eran reproducidas a menudo en

Quick o

Stern. Iba y venía entre los invitados, charlando y recibiendo el homenaje de su corte y de pronto se quedó parada ante una iraní vestida de un modo extravagante, y ambas se dieron un fuerte abrazo. Era Googoosh, la reconocí por las cubiertas de los discos de Christopher.

De un matorral salía un arroyuelo que serpenteaba por el césped y desaparecía en un zarzal al fondo del jardín. En el césped, a intervalos irregulares, había clavadas antorchas encendidas. En el jardín, pero un poco apartada, había una mujer con un vestido azul celeste que apuntaba con una escopeta de aire comprimido a las cimas de los árboles. Su sombra temblaba en la hierba.

En un rincón del jardín, un joven de cabellos grasientos que le llegaban hasta los hombros le decía a gritos a una chica que se relajara, que ya estaba bien de cabezonería. La muchacha miraba al suelo avergonzada...

El joven era europeo. Yo lo había visto ya una vez, años atrás, a bordo de un yate, en el Mar Egeo. En aquella ocasión liaba cigarrillos de hachís para las chicas del yate y después, cuando pasábamos bajo los pardos acantilados de Santorín, tomaba, tumbado boca abajo, un helado de vainilla con Drambuie que sacaba a cucharadas de un cubilete plateado de hotel.

De una mesa forrada de blanco que hacía de barra, cogí una copa de coñac armenio, le preparé vodka a Christopher en un vaso de limón exprimido y se lo puse delante...

—Por lo menos no bebas tanto esta vez, por favor, tan enfermo como estás. Tienes que ser prudente.

Me miró, cerró los ojos, emitió después, desde los párpados cerrados, su pestañeo intermitente de calculado efecto, me quitó la copa de la mano y se metió entre la muchedumbre, lejos de mí. Yo volví a mirar al joven de la melena. Me vino a la memoria su nombre, se llamaba Alexander...

En un magnetófono habían puesto Bachman Turner Overdrive. Observé cómo Alexander dejaba plantada a la muchacha —que ahora estaba llorando—, cómo se marchó al otro lado y, arrancando del magnetófono la cinta, la arrojó a los matorrales y metió otra cinta en el aparato. Ahora salían de los altavoces los compases nazis de Throbbing Gristle. Alexander se balanceaba contento con su melena grasienta, la música era horrenda, miré a mi alrededor, pero eso no parecía molestar a nadie en aquella fiesta.

Alexander llevaba un blazer

vintage2 de Yves Saint Laurent, y debajo una camiseta roja decorada con una gran cruz gamada negra; debajo ponía en letra pequeña y negra:

THE SHAH RULES OK IN '79

Tomé un trago de coñac y me acerqué a él...

—Interesante camiseta...

Alexander se dio media vuelta y me miró...

—¿Y tú qué sabes de eso? —preguntó. Tenía la frente inundada de sudor, la piel lívida. Sus pupilas eran como puntas de alfiler. Parecía completamente loco, como si en algún momento se le hubiera vaciado el cerebro. Su apariencia era la de un muerto. No tenía nada en común con la imagen de aquel Alexander que conocí en el yate.

—¿Qué sabes tú? —volvió a preguntar...

—Bueno, lo que uno sabe —me arrepentí en el mismo instante en que lo dije...

—¿Entonces también conoces la lanza? ¿La montaña sagrada Kailash, Tíbet, y las ciento ocho vueltas alrededor?

—No, pero... Christopher la conocerá...

—¿Está Christopher en Teherán?

¿Christopher?

—Sí. Está incluso aquí, en la fiesta. He venido con él...

—Eso de que lo conozcas habla en tu favor. Primero pensé que sólo eras un pequeño gay que quiere darse importancia...

—No, no... —no supe qué decir y noté que enrojecía...

—Dios odia a los maricas. ¿Lo sabes?

—Sí, lo sé. Tampoco me gustan los gays...

—Entonces, vale. OK. ¿Quieres fumar Shabu-Shabu?

—¿Qué?

—No me mires como un pedazo de pan. Shabu-Shabu. Crystal Meth. La droga nazi, la felicidad de los motoristas, la nueva pureza, rock punk. Ven, vamos a fumarlo...

—Hummm, empieza sin mí, Alexander. Te veo después.

Lo dejé. Algo empezó a trabajar en su cerebro apagado, y noté que trataba de averiguar por qué sabía yo su nombre. Pensaba que tal vez lo había mencionado él mismo. Del Mar Egeo no se acordaba, seguro que no...

Se había terminado la canción de Throbbing Gristle, si se podía hablar de canción; empezó otra, aún más horrible y más fuerte y más inaudible...

Alexander empezó a bailar de nuevo; mientras giraba en círculo, sacó del bolsillo del pantalón una pequeña pipa de cristal, se la metió en la boca, puso un mechero encendido en el extremo de la pipa y aspiró. Yo me fui a buscar a Christopher.

Lo encontré al cabo de un rato; estaba un poco apartado, rodeado de tres jóvenes rubias, de piernas esbeltas y aspecto irreprochable. Una de las mujeres llevaba de la mano a una niña rubia, tenía unos cinco o seis años, era su hija...

La madre le había puesto a la niña ligas, unos pantis de malla, bragas y un sujetador blanco. Desenroscó un frasquito, metió en él la uña pintada con laca blanca y se puso bajo la nariz un pellizco de cocaína.

Vi que Christopher se reía a carcajadas y que después vaciaba el frasquito de cocaína en la palma de la mano, metía la nariz en el hueco de la mano y lamía el resto con la lengua. Cuando la niña alargó la mano para coger el frasco, me di media vuelta.

Christopher parecía tan enajenado como Alexander. Estaba histérico, se comportaba como si fuera Barbara Hutton en alguna de sus fiestas de Tánger. Estaba lejísimos de mí. Yo no sabía que podía ser tan duro.

Lo supe siempre, cierto, pero esas cosas siempre llevan años dentro de uno y uno nunca lo ha sabido de verdad: el rostro de Christopher, su modo de sostener el vaso en la mano, su modo de reírse, con los hombros echados para atrás; todo ello no era sino la expresión de su dureza horriblemente fría. Siempre había sido así; Christopher estaba enfermo.

Era como unos días atrás, por la noche, en el desierto, cerca de Alamut: las piedras y la arena se habían enfriado, hacía verdadero frío, y él seguía allí, iluminado por la luna —porque Christopher siempre estaba iluminado—, sin decir nada, sin moverse. Allí estaba, inmóvil, lleno de luz como una estatua.

O como cuando me daba la vuelta por la noche y le cubría la nuca con mi mano o cuando lo tapaba porque notaba que tenía frío al dormir. Entonces, al mirarlo en la semioscuridad, tenía la sensación de que era realmente una estatua, una forma fundida, pero algo que nadie había creado sino que existía sin más, luminosa, inaccesible y terrible.

En Egipto, cuando una vez estuvimos en otro desierto, en el de Sinaí, tuve miedo; se nos había pinchado un neumático del Peugeot, yo me había ido detrás de una peña y contemplaba las estrellas, y él corrió detrás de mí para asustarme, y a lo lejos ardían aquellos fuegos del petróleo y bañaban la arena y todo en una luz anaranjada y pálida, y entonces me asusté de verdad, como quería Christopher, y por error rompí el collar de cuentas de madera que me había regalado Benjamín años atrás, y eso fue también el miedo.

A veces hablaba en sueños, como todos hablan en sueños, claro, o se estremecía o soñaba que se le caían los dientes. Entonces yo le ponía el brazo alrededor y me complacía en mí mismo por rodearlo con el brazo, aunque ya hacía años que no dormíamos juntos. Yo me sentía siempre como transportado a las alturas; amaba a Christopher.

El dueño de la casa, un iraní barbudo de vientre abombado y con un jersey Lacoste de color turquesa, se acercó a mí. Se había subido el cuello de su polo a rayas y me dio la mano...

—¡Joven amigo, bienvenido! —dijo—. ¿Dónde está su Christopher?

—Por ahí, al fondo. Lo he visto allí al fondo. Buenas noches también. Muchas gracias por la invitación. Es una fiesta maravillosa, realmente maravillosa —seguía estrechándole la mano con las dos mías, y él se desprendió de ellas...

—Oh, sabe usted, desgraciadamente será la última por mucho tiempo —sonrió y cuando yo me miraba las sandalias porque no supe qué decir a eso, preguntó si tal vez queríamos visitar su bosque de hachís.

Nos llevó a Christopher y a mí —porque de pronto, con la rapidez del rayo, allí estaba Christopher otra vez, como si hubiera sabido instintivamente que se perdía algo— hacia la derecha, dirigiéndonos mediante una ligera presión de sus manos en nuestros brazos; paseamos siguiendo la dirección del riachuelo, lo cruzamos de un salto y nos adentramos en una oscura floresta.

Alguien había vaciado en el arroyo varios cubos de un líquido blanco, ahora el agua fluía por el jardín lechosa y opaca. Se podía caminar muy bien por el bosque de hachís, y el dueño de la casa nos contó que la tierra de Teherán estaba exactamente a la altura adecuada y también contenía el ácido silícico adecuado: era, eso dijo, como si anduviéramos a través de una propiedad vinícola magníficamente situada.

Los árboles tenían un olor fuerte y resinoso, al pasar rocé las hojas con la chaqueta y se le quedó pegado el olor del hachís. Los troncos de las plantas tenían el grosor de mi cuello...

Nos quedamos parados en un pequeño calvero. Era una noche clara, las estrellas brillaban sobre nosotros. Miré hacia arriba...

—Mirad la Osa Mayor, allí. Y aquello es Orion. Allí arriba, pequeñísimo...

—Deprisa —dijo el dueño de la casa—. Desnúdense.

Christopher empezó a desabrocharse el pantalón y se lo bajó. En las piernas, a través de la gasa de las vendas, se veían costrosas manchas oscuras, fibrosas y amarillas en los bordes. Sonreía como si esperase algo nuevo, algo todavía desconocido, un juego nuevo, yo conocía bien esa sonrisa-de-Christopher.

—Los dos —dijo el dueño de la casa sacándose por la cabeza el jersey Lacoste y la camisa polo. Era grueso y velludo. Vi que se había ceñido en la parte superior del cuerpo una especie de aparato; conectados a esa máquina de madera del tamaño de un libro de bolsillo, había unos delgados tubos de goma. Se metió en la boca el extremo de un tubo y le dio otro a Christopher.

Ahora estaban los dos conectados mutuamente, por un momento parecieron hallarse en otra época, a finales del siglo. La máquina tenía algo Victoriano, algo de la obscenidad oculta y terrible de los tornillos de bronce y de la madera oscura y veteada.

El dueño de la casa empezó a jadear y a aspirar el tubo. Entonces pulsó un pequeño interruptor color cobrizo, y la máquina se puso en marcha. Christopher estaba ya completamente desnudo.

—He dicho que se desnude usted también —me dijo el dueño de la casa—. Precisamente usted. Aquí tiene, coja también un tubo —me lo tendía.

Sentí asco. Tomé impulso y le di un bofetón en la cara. El tubo se le cayó, de la nariz le salió un hilillo de sangre. La máquina empezó a zumbar. El dueño de la casa se dobló hacia delante, soltó una especie de cloqueo y, respirando broncamente, se puso las manos delante de la cara...

Vi que le había pegado demasiado fuerte y al momento empecé a disculparme. Recogí del suelo el jersey Lacoste y reuní otra vez los tubos caídos.

—Déjelo, joven. No es nada. No siento nada —dijo el dueño de la casa—. Venga usted, regresamos al jardín —se volvió hacia Christopher—. Y usted más vale que se vista otra vez. Pese a todo, increíble su potencial —Christopher sonrió ante el cumplido y se subió el pantalón. Oh, Christopher, pensé.

—¿Y cómo volvemos al jardín?

—Limítese a seguirme —me dijo el dueño de la casa—. El bosque no es muy grande. Ah, ahora que lo pienso: ¿le he dicho ya que me han traído en avión de Grindelwald un San Bernardo? Se pasa el día tumbado al sol y se deja atormentar por mi hija. Los San Bernardos tienen muy buena pasta...

«Hablando de buena pasta: he inventado un coche que marcha con una variedad de orgón, acumula incesantemente nostalgia. La máquina que llevo pegada al cuerpo funciona según un principio muy similar. Algo relativamente poco rentable para un iraní, teniendo como tenemos tanto petróleo. La culpa es del sha, siempre ese sha. El sha es también uno de esos acumuladores de nostalgia, sabe usted. ¡Oh, sí! Vivimos tiempos extraños los tres.

Salimos del bosquecillo. Habían llegado más invitados, la fiesta parecía ser un gran éxito. Alguien lanzó riendo al aire una copa que voló describiendo una gran curva y fue a estrellarse contra la escalera de travertino. El dueño de la casa se limpió la sangre de la boca y de la nariz con un pañuelo y me dio unos golpecitos en la espalda...

—Olvídelo todo. Siéntase a gusto en mi jardín —dijo, y luego se marchó.

Miré a Christopher. Ponía los ojos en blanco, era por mí. Yo sentía de verdad haberle pegado en el rostro al dueño de la casa, aunque no había sido culpa mía. Además, no se había enfadado por ello realmente, al contrario, parecía muy aliviado por no haber puesto en marcha su

étrange máquina.

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