1979

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PRIMERA PARTE IRÁN, A PRINCIPIOS DE 1979 » CUATRO

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Christopher yacía de espaldas en la hierba y no se movía. La mujer de la escopeta estaba sentada a su lado y contemplaba el cielo nocturno; tenía los ojos cerrados. Atravesando el césped me fui hacia él. Le sangraba la nariz, en la sien tenía un corte profundo. El San Bernardo del dueño de la casa estaba junto a él y, con su larga lengua de perro, lamía la sangre que Christopher tenía en la cara.

Yo conocía eso, y bien; siempre que bebía

seriously pasaba lo mismo; llegaba un momento en que perdía el conocimiento. A veces pensaba que sólo seguía viviendo conmigo para que le ayudara a ir a casa cuando se encontraba una vez más en estado catatónico. ¿Quién iba a hacerlo si no? Un Christopher desvanecido y sucio no le interesaba a nadie.

Así que ahuyenté al San Bernardo, me agaché junto a Christopher y ayudándome con los puños quise ponerlo de costado. Soltó un quejido pero no se movió...

En las ventanas de la nariz se le formaban pequeñas burbujas de sangre que reventaban cuando respiraba. Su camisa chorreaba sudor, olía a coñac, a química y a perro. Cerré un instante los ojos, respiré hondo y me concentré. Cuando levanté la vista, la mujer de la escopeta había desaparecido.

En la mejilla de Christopher se había incrustado un trocito de vidrio. Lo saqué con cuidado, era pequeño sólo por fuera, la parte metida en el rostro era grande

y roma. Sangraba bastante. Primero le puse un dedo en la herida, luego saqué del bolsillo del pantalón mi pañuelo Charvet de seda —me lo había regalado Christopher en Buenos Aires—, lo doblé

y lo apliqué a la herida. El estampado Paisley se puso oscuro y se destiñó por los bordes.

Christopher abrió los ojos y me miró...

—Eres tú —dijo...

—Christopher, una suerte. Escucha, estás herido, tenemos que...

Se quitó el pañuelo de la mejilla, lo levantó y, despacio, lo hizo una bola en la mano...

—El pañuelo Paisley. Todavía lo tienes. ¿Sabes el origen de ese dibujo que tanto gusta en Irán? Cuentan que Ornar, el que obligó a los persas, zoroástricos hasta entonces, a abrazar el islam, lo creó como símbolo de la fragilidad del poder de la religión de Zoroastro. No tienes más que verlo, el Paisley es una pícea que se dobla. Y la pícea es el signo de los zoroastrianos, ¿lo ves?

—¡Oh, Christopher!

En ese momento era otra vez el Christopher de siempre, allí estaba de nuevo todo lo que yo amaba en él. Me arrodillé a su lado, con la cabeza ligeramente inclinada y las manos juntas; quien no nos oyera podía pensar que estaba rezando.

—¿Sabes lo curioso de eso? Ornar era sunita. Todavía hoy se dice en Irán

Yek sag-e sunni. Es un perro sunita...

Y después, Christopher cerró los ojos y guardó silencio. Le di sacudidas en el brazo, le golpeé en el costado, pero no volvió a moverse.

No tenía la menor idea de cómo iba a llevarlo al hotel. Tendría que pedirle ayuda a Hasan, al fin y al cabo no dejaba de ser peligroso llevar en coche por todo Teherán a un Christopher sangrante, completamente borracho y atiborrado de drogas. Le pedí a un criado que llevara conmigo a Christopher por la escalera y a través del salón.

Lo levanté por las axilas, el criado lo cogió por las piernas; pensé que le daría asco cuando tocara las piernas supurantes; si fue así, no se le notó...

Los otros invitados nos echaron una rápida mirada y se enfrascaron de nuevo en sus conversaciones, como si aquello no fuese nada, o por lo menos no mucho, nada que no hubieran visto ya cuarenta veces en otras fiestas.

Cuando lo pasábamos por el marco del gran ventanal vi a la mujer que antes llevaba bajo el brazo una escopeta de aire comprimido. Me miró, mordió una galleta y se arregló el vestido azul celeste. En la parte delantera del vestido, por debajo del vientre, había manchas de sangre. Miré rápidamente a otro lado.

Colocamos a Christopher en un sofá y le pusimos debajo de la cabeza un cojín de damasco blanco. Enseguida se formó sobre éste, en torno a la herida, una mariposa roja oscura...

El criado trajo una toalla de felpa blanca y se la pusimos con cuidado sobre el rostro. Luego fui a buscar a Hasan.

Se había dormido sentado al volante del Cadillac, el periódico se le había caído de la mano, dormía con la cabeza para atrás y la boca abierta. Cuando golpeé prudentemente con los nudillos en la ventanilla, pegó un respingo...

—Hasan, venga conmigo a la casa, por favor. Tenemos que recoger a Christopher, no está nada bien.

Entre los tres transportamos a Christopher, a través de la casa y pasando por debajo del retrato del sha, hasta el asiento posterior del coche; al criado le puse en la mano unos dólares. Hasan miró a derecha e izquierda de la calle y luego se inclinó sobre el rostro de Christopher.

—Tendremos que llevarlo al hospital —dijo levantando con el pulgar el párpado de Christopher. Detrás sólo se veía lo blanco. Palpó con dos dedos la carótida—. Conozco un hospital en la parte sur de Teherán, allí no tenemos que dar demasiada información, me refiero al alcohol y a las drogas. Por otra parte no es un... hospital como en occidente...

—¿Qué quiere decir eso?

—Bueno, que no hay mucha limpieza y que está lleno de mala gente, heroinómanos, ladrones. ¿Qué opina?

—¿Tenemos que ir allí? ¿No podemos llevarlo a una clínica privada? —de pronto me sentía impotente. De la boca ligeramente abierta de Christopher salió un espumarajo que cayó sobre su camisa Pierre Cardin...

—Si por casualidad nos echa la zarpa un comité, entonces hay muy malas perspectivas. Pueden dar de latigazos al señor Christopher...

—Pero esos... comités no tienen ningún poder. Y una clínica privada es más privada —notaba que mi voz sonaba llorosa y desvalida.

—El hospital del sur es más anónimo. El señor Christopher tiene una grave intoxicación alcohólica. Y luego las drogas, ¿qué pasa con ellas? Además tienen que coserle la herida de la cara, ¿lo ve?, y luego la fiebre y la cantidad de ampollas en el cuerpo...

—Pero nadie iba a atreverse a parar un Cadillac. Sólo tendríamos que llamar a la milicia...

—Los tiempos han cambiado. Hay una revolución. La milicia no vendría. O viene y a pesar de todo nos lleva detenidos. La Savak tiene muchas caras nuevas.

Hasan tenía razón. Yo no quería tomar decisiones, Hasan estaba más enterado. Yo era débil, no sabía nada, no era lo bastante fuerte...

Hasan cerró las portezuelas traseras, y me puse delante, en el asiento del copiloto. Viajamos un buen rato cuesta abajo, después no tomamos la gran circunvalación sino que seguimos bajando por callejuelas de poco tráfico y apenas iluminadas. Me hice la ilusión de que la oscuridad de Teherán envolvía el coche como una protectora manta parda en la que podía arroparme...

En un momento determinado atravesamos una barrera; habían tendido de un lado a otro de la calle una espiral de alambres de espino y me dio un vuelco el corazón: no podía distinguir si eran soldados del ejército regular o no, pero un hombre de barba cerrada, que llevaba una ametralladora colgada delante del vientre y una cinta blanca en torno a la frente, nos hizo señal de que pasáramos y no miró dentro del coche.

La tapa de la guantera se abría continuamente, yo la sujetaba con la mano. Se oía detrás la respiración anhelosa de Christopher. Era para sentir compasión, pero cuando me di la vuelta y lo vi tumbado allí con la toalla roja y blanca de felpa en torno a la cabeza, parecía un saco de basura medio vacío, cuando lo vi con el pelo, húmedo de sudor, caído sobre la frente y con la camisa llena de sangre y con aquella mirada fija del ojo izquierdo entreabierto, entonces lo vi de golpe en su completa, real y desmañada miseria, y de pronto, súbitamente, me vi también a mí en mi completa y repugnante miseria.

El hombre del asiento de atrás ya no tenía nada que ver con aquel Christopher deslumbrante; el experto en arquitectura, de lúcida inteligencia y amado por todos, el que entendía de todo y sabía de todo, el cínico rubio, magníficamente desdeñoso y excesivamente atractivo, Christopher, mi amigo, había desaparecido.

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