1977

1977


Primera parte » Capítulo 2

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¿Una asquerosa ciudad inglesa antigua? ¿Cómo puede estar aquí esta horrible ciudad inglesa antigua de mierda? ¿Y la chimenea inmensa y gris de su fábrica más antigua, que siempre se reconoce? No se observa en el aire la pica de hierro oxidado, entre el ojo y la chimenea, desde ningún punto de perspectiva real. ¿Cuál es la nota dominante y qué la ha establecido? Tal vez haya sido cosa de la orden que ha dado la reina de empalar una horda de ladrones de la Commonwealth, uno por uno. Eso es, porque los platillos chocan y la reina se dirige a su palacio en larga procesión. Diez mil espadas destellan al sol, y tres veces diez mil doncellas arrojan flores danzando. Las siguen elefantes blancos enjaezados con gualdrapas rojas, blancas y azules, incontables su número y sus ayudantes. Y aun así la chimenea sigue viéndose al fondo, donde no puede estar, y aun así no hay ninguna figura que se retuerza en la siniestra pica. ¡Espera! La chimenea es tan baja como la pica que remata el cabecero de una vieja cama que se tambalea toda destartalada. ¡Espera! Tengo veinticinco años y más, las campanas tañen con júbilo. Espera.

El teléfono estaba sonando.

Sabía que era Bill. Y sabía lo que quería de mí.

Me estiré por encima de la otra almohada marrón, de las viejas novelas amarillentas, las cenizas grises esparcidas, y dije:

—Residencia de los Whitehead.

—Ha habido otro. Necesito que vengas.

Colgué el teléfono y me tumbé en la zanja poco profunda que había excavado entre las sábanas y las mantas.

Perdí la mirada en el techo, en el brocado ornamental que rodeaba la lámpara, la pintura desconchada y las venas agrietadas.

Y pensé en ella y pensé en él mientras en St. Anne daban las campanadas del amanecer.

El teléfono volvió a sonar, pero cerré los ojos.

Desperté empapado de un sudor de violador inducido por unos sueños que deseaba que no fueran míos. Fuera los árboles soportaban el calor adoptando la postura triste de los sauces; el río negro como una caja de laca; la luna y las estrellas, recortadas en el telón, por encima de mi cabeza, espiaban mi oscuro corazón:

El chico olvidado por el mundo.

Trasladé mi maltrecho esqueleto de Dickens a la cómoda sobre la raída moqueta y me detuve delante del espejo y de los huesos desolados que llenaban el traje cochambroso con el que dormía, con el que soñaba, en el que escondía mi pellejo.

Te quiero, te quiero, te quiero.

Me senté delante de la cómoda en una banqueta que hice en la universidad y di un trago de Escocia y reflexioné sobre Dickens y su Edwin, yo, mí, me y todo lo demás:

Eddie, Eddie, Eddie.

Canturreé y tarareé mientras:

One Day My Prince Will Come, o tal vez fuera If I’d Have Known You Were Coming I’d Have Baked a Cake.

La de mentiras que decimos y las que no:

Carol, Carol, Carol.

Una persona tan maravillosa:

Una paja en el suelo de mi cuarto de baño, tumbado de espaldas, buscando el papel higiénico a tientas.

Me limpié el semen del estómago e hice una pelota con el papel intentando callarles la boca.

Las tentaciones de san Jack.

Otra vez el sueño.

Otra vez la mujer muerta.

Otra vez el veredicto y la sentencia.

Otra vez, estaba pasando otra vez.

Desperté de rodillas en el suelo, al lado de la cama, dando gracias con las manos juntas a Jesucristo nuestro Salvador por no ser el asesino de mis sueños, porque estaba vivo y me perdonaba, porque no la había asesinado.

La ranura del correo repiqueteó.

Voces infantiles cantaron desde el otro lado de la ranura:

Jack el yonqui, Jack el drogas, que te jodan, Jack de mierda.

No sabía decir si era por la mañana o por la noche o si no eran más que otra pandilla de gamberros enviados para destrozarme los nervios y tirarlos a las alimañas.

Me di la vuelta y volví a Edwin Drood, esperando que viniera alguien y me alejara un poquito de todo aquello.

El teléfono sonaba de nuevo.

Alguien que puede salvar mi alma.

—¿Estás bien? ¿Sabes qué hora es?

¿Hora? No tenía ni puta idea de qué año era, pero asentí y dije:

—No podía salir de la cama.

—Vale. Bueno, por lo menos has venido. De lo malo, malo…

Uno podría pensar que echaría de menos el bullicio, el trajín y tal de la oficina, los sonidos y los olores, pero lo odiaba, me aterraba. Lo odiaba y me aterraba como había odiado y me habían aterrado los pasillos y las clases del colegio, sus sonidos y sus olores.

Estaba temblando.

—¿Has bebido?

—Desde hace unos cuarenta años.

Bill Hadden sonrió.

Sabía que estaba en deuda con él, sabía que tenía que reclamar los pagos.

Los precios que pagamos, las deudas que contraemos.

Y todo a plazos interminables.

Le miré y dije:

—¿Cuándo la han encontrado?

—Ayer por la mañana.

—¿O sea que me he perdido la rueda de prensa?

Bill sonrió de nuevo.

—Ya te gustaría.

Suspiré.

—Emitieron un comunicado anoche, pero han retrasado la reunión hasta esta mañana a las once.

Miré el reloj.

Se había parado.

—¿Qué hora es?

—Las diez —sonrió irónico.

Cogí un taxi desde el edificio del Yorkshire Post hasta el mercado de Kirkgate y me senté en un bordillo bajo el sol naciente con todos los demás ángeles mudos, decidido a poner manos a la obra. Pero la entrepierna de los pantalones de mi traje olía mal y tenía el cuello cubierto de caspa y no conseguía quitarme de la cabeza la melodía de El pequeño tamborilero y estaba rodeado de bares, que todavía tardarían una hora en abrir, y tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas terribles que no pararon en un cuarto de hora.

—Vaya, mira quién aparece por aquí.

El sargento Wilson me respondió sin moverse de su escritorio.

—Samuel —saludé con un movimiento de cabeza.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —silbó.

—No lo suficiente.

Se rio.

—¿Has venido a la rueda de prensa?

—No va a ser para mejorar mi puñetera salud, ¿verdad?

—¿Jack Whitehead? ¿Buena salud? Nunca. —Señaló a la planta de arriba—. Ya conoces el camino.

—Por desgracia para mí.

No había tanta gente como esperaba y no reconocí a nadie.

Encendí un cigarrillo y me senté al fondo de la sala.

Se veían un montón de sillas en el estrado y una mujer policía estaba colocando unos diez vasos de agua y pensé si me dejaría beberme uno, pero estaba seguro de que no.

La sala empezó a llenarse de hombres que parecían jugadores de fútbol más un par de mujeres, y, por un instante, me pareció que una de ellas era Kathryn, pero cuando se dio la vuelta vi que no era ella.

Encendí otro cigarrillo.

Se abrió una puerta de delante y por ella aparecieron los policías, trajes y corbatas húmedos, cuellos y rostros enrojecidos, sin dormir.

De repente la sala estaba llena, escaseaba el aire.

Era lunes, 30 de mayo de 1977.

Yo había vuelto.

Gracias, Jack.

George Oldman, en el centro de la mesa, empezó a hablar:

—Gracias. Como estoy seguro de que ya saben —sonrió—, ayer por la mañana se encontró el cadáver de una mujer en Soldier’s Field, Roundhay. Se ha identificado el cadáver como la señora Marie Watts, de soltera Marie Owens, de treinta y dos años, con domicilio en Francis Street, Leeds.

»La señora Watts fue víctima de un ataque especialmente brutal, cuyos detalles no podemos desvelar en este punto de la investigación. Sin embargo, una autopsia preliminar realizada por el profesor Farley del departamento de medicina forense de la Universidad de Leeds ha determinado que la señora Watts murió a causa de un golpe decisivo en la cabeza con un pesado objeto contundente.

Un golpe decisivo y supe que no tenía que estar allí ni dejar que me arrastrara allá:

Soldier’s Field: debajo de una gabardina barata, otro jersey de cuello alto y otro sujetador rosa levantados por encima de las flácidas tetas blancas, serpientes que asoman por las heridas de su estómago.

Oldman decía:

—La señora Watts llevaba viviendo en la ciudad desde octubre del año pasado, tras mudarse del área de Londres, donde se cree que trabajó en una serie de hoteles. Tenemos especial interés en hablar con cualquier persona que pueda darnos más información sobre la señora Watts y su vida en Londres.

»También hacemos un llamamiento a los ciudadanos que se encontraran en las proximidades de Soldier’s Field el sábado por la noche o el domingo por la mañana para que se personen con el único propósito de descartarlos de la investigación. Tenemos un particular interés en hablar con los conductores de los siguientes coches:

»Un Ford Capri blanco, un Ford Corsair rojo o granate, y un Landrover de color oscuro.

»Quisiera insistir una vez más en que estamos intentando localizar esos vehículos y a sus conductores con el único propósito de descartarlos y cualquier información que puedan facilitarnos será tratada con la más estricta confidencialidad.

Oldman bebió un trago de agua antes de continuar:

—Además, querríamos hacer un llamamiento a un tal Stephen Barton, con domicilio en Francis Street, Leeds, para que se presentara a la policía. Se cree que el señor Barton era amigo de la difunta y podría poseer valiosa información sobre sus últimas horas de vida.

Oldman hizo una pausa y luego sonrió.

—Una vez más, es sólo con el propósito de descartarle y quisiéramos recalcar que el señor Barton no es sospechoso.

Se hizo otra pausa mientras Oldman hablaba en voz baja con los dos hombres que tenía a su lado. Intenté ponerles nombres a las caras: conocía a Noble y a Jobson, los otros cuatro me resultaban conocidos.

Oldman dijo:

—Como seguramente ya se habrán dado cuenta algunos de ustedes, existen ciertas semejanzas entre este asesinato y los de Theresa Campbell en junio de 1975 y Joan Richards en febrero de 1976, ambas prostitutas que trabajaban en el barrio de Chapeltown de esta ciudad.

La sala estalló en murmullos y yo me quedé pasmado de que Oldman lo hubiera dicho tan claramente, dada toda la cautela previa.

George movió las manos arriba y abajo para pedir calma a los presentes:

—Caballeros, déjenme terminar.

Era peor de lo que había supuesto en principio, más de lo que había imaginado: las bragas blancas en una pierna, las sandalias colocadas encima de los muslos.

Oldman esperó, haciendo gala de su mejor mirada de director de escuela, hasta que la sala quedó en silencio.

—Como estaba diciendo —continuó—, existen algunas semejanzas que no se pueden pasar por alto. Al mismo tiempo, no podemos afirmar categóricamente que los tres asesinatos sean obra de un mismo individuo. Sin embargo, el posible vínculo es una de las vías de investigación que estamos considerando.

»Y, a tal fin, les anuncio la formación de una brigada especial bajo el mando del inspector jefe Noble, aquí presente.

Se desató el caos; la sala no podía contener a aquellos hombres y sus preguntas. A mi alrededor, hombres de pie, gritando desaforadamente a Oldman y sus chicos.

George Oldman sonreía, devolviendo la mirada con firmeza al grupo. Señaló a un reportero y se puso una mano junto a la oreja en plan trompetilla, para fingir luego indignación por no poder escuchar lo que le decía. Luego levanto las manos como para decir se acabó.

El ruido se calmó, los presentes se volvieron a sentar nerviosamente, dispuestos a saltar en cualquier momento.

Oldman señaló al hombre que seguía de pie.

—¿Sí, Roger? —dijo.

—O sea que esta última víctima, Marie Watts, ¿era prostituta?

Oldman se volvió a Noble y éste se inclinó hacia el micrófono del primero y dijo:

—En este punto de la investigación, no podemos ni confirmar ni negar este particular. Sin embargo, hemos recibido información que confirma que la señora Watts era conocida en la ciudad como lo que podríamos llamar una mujer de vida alegre.

Una mujer de vida alegre.

Toda la sala pensó, una fulana.

Oldman señaló a otro de los presentes.

El aludido se levantó y preguntó:

—¿Qué semejanzas en concreto les han llevado a investigar una posible conexión?

Oldman sonrió.

—Como les digo, existen algunos detalles de estos crímenes que no podemos hacer públicos. Sin embargo, existen algunas semejanzas evidentes en la localización de los asesinatos, la edad y la forma de vida de las víctimas y la forma en que fueron asesinadas.

Me estaba empezando a hundir:

Sangre, espesa, negra, sangre pegajosa, que se mezcla en su pelo con trozos de hueso y grumos de sesos grises, que gotea lentamente sobre la hierba de Soldier’s Field, que gotea lentamente sobre mí.

Desde el fondo, levanté una mano por encima de la marea.

Oldman me miró por encima de las cabezas, frunció el ceño un instante y, luego, sonrió.

—¿Jack? —preguntó.

Asentí con un gesto de cabeza.

Un par de personas de delante se dieron la vuelta.

—Dime, Jack —insistió.

Me levanté despacio y pregunté:

—¿Éstos son los únicos asesinatos que se están considerando por el momento?

—Por el momento, sí.

Oldman asintió y señaló a otra persona.

Me volví a sentar en la silla, exhausto, aliviado; preguntas y respuestas volaban a mi alrededor.

Cerré los ojos, sólo un momento, y me deje arrastrar a las profundidades.

El sueño es fuerte, negro y cegador al principio, luego se asienta y revolotea suavemente detrás de mis párpados.

Si abro los ojos, ella seguirá allí:

Un camisón blanco de Marks Spencer, salpicado de negro por la sangre que mana de los agujeros que él ha abierto.

Es enero de 1975, sólo un mes después de lo de Eddie.

Fuego detrás de los ojos, puedo sentir fuego detrás de los ojos y sé que ella ha vuelto a jugar con cerillas detrás de mis ojos, a encender sus propias hogueras.

Llenas de agujeros, todas estas cabezas llenas de agujeros. Llenas de agujeros, todas esas personas llenas de agujeros. Llena de agujeros, Carol llena de agujeros.

—¿Jack?

Una mano se posó en mi hombro y me hizo volver a la realidad.

1977

Era George; un poli le sujetaba la puerta para que saliera, la sala estaba ya vacía.

—¿Te hemos perdido por un instante durante la rueda de prensa?

Me puse de pie con la boca sucia de aire y saliva estancados.

—George —dije estrechándole la mano.

—Me alegro de volver a verte —sonrió él—. ¿Qué tal te encuentras últimamente?

—Ya sabes.

—Sí —asintió, porque sabía exactamente cómo me encontraba últimamente—. Espero que te lo estés tomando con calma.

—Ya me conoces, George.

—Bueno, le dices a Bill de mi parte que más le vale que te trate con cuidado.

—Así lo haré.

—Me alegro de verte —repitió mientras se dirigía a la puerta.

—Gracias.

—No dejes de llamarnos si necesitas algo —alzó la voz desde la puerta y, dirigiéndose al joven agente, dijo—: Este hombre es el mejor periodista que he conocido.

Volví a sentarme, el mejor periodista que el comisario jefe Oldman ha conocido, solo en la sala vacía.

Volví a pie cruzando el centro de Leeds, un recorrido por un infierno calcinado y reseco.

El reloj se me había vuelto a parar y me esforcé por oír las campanadas de la catedral entre el ruido: la música ensordecedora de todas las tiendas por las que pasaba, las bocinas aporreadas con frenesí, palabras airadas y furiosas en cada esquina.

Busqué la aguja del campanario en el cielo, pero allí no había más que fuego; el sol de mediodía alto y negro que azotaba mi frente.

Me llevé la mano a los ojos en el mismo instante en que alguien se acercaba directamente a mí y se chocaba conmigo con todas sus fuerzas; me di la vuelta y vi una sombra negra que desaparecía por un callejón.

Salí corriendo detrás de ella, pero oí unos cascos de caballos galopando sobre los adoquines a mi espalda y, cuando me di la vuelta, sólo vi un camión cargado de cerveza que intentaba maniobrar en la estrecha calle.

Me pegué contra la pared para dejarle pasar y, al separarme, tenía la delantera del traje y las manos manchadas de pintura roja.

Retrocedí para ver la vieja pared con la que me había pintado y la palabra escrita en rojo:

Tofet.

Me quedé en el callejón a resguardo del sol, contemplando cómo secaba la palabra, con la sensación de que había estado allí antes, convencido de que había visto antes aquella sombra en algún otro sitio.

—No es el mejor día para pasearse por ahí cubierto de sangre —se burló Gaz Williams, el jefe de la sección de deportes.

Stephanie, una de las secretarias, no se rio; me miró con pena y dijo:

—¿Qué te ha pasado?

—Pintura fresca de los cojones —sonreí.

—Eso es lo que dices —apuntó Gaz.

Era una broma ingenua, como lo eran siempre. George Greaves, el único que llevaba allí más tiempo que yo o que Bill, dormía su almuerzo roncando con la cabeza apoyada en la mesa de trabajo. En algún sitio sonaba una radio local, las máquinas de escribir, los timbres de los teléfonos, y cien fantasmas me esperaban en mi escritorio.

Me senté y le quité la funda a mi máquina de escribir, cogí un folio en blanco y lo dispuse todo para volver a la actividad, de vuelta a mis orígenes.

Escribí:

CERCO POLICIAL AL SÁDICO ASESINO DE UNA MUJER

La policía busca a un asesino que dio muerte a la señora Marie Watts, de treinta y dos años de edad, y dejó su cadáver en un parque no lejos del centro de Leeds. El cadáver de la señora Watts, con domicilio en Francis Street, fue descubierto por un hombre que hacía footing a primeras horas de la mañana de ayer.

Yacía en Soldier’s Field, Roundhay, cerca del Instituto de Enseñanza Superior y del Hospital Roundhay Hall. El inspector jefe Peter Noble, que está al frente de la brigada criminal de Leeds, comentó que la mujer tenía lesiones graves en la cabeza y otras heridas de las que no quería dar detalles. El asesino era un sádico y, probablemente, un pervertido sexual.

Sorprendentemente, el subdirector de la policía George Oldman confirmó que la policía está investigando posibles vínculos con otros dos asesinatos de mujeres en Leeds que no han sido resueltos:

Junio de 1975: Theresa Campbell, de veintiséis años, madre de tres hijos, con domicilio en Scott Hall Avenue, cuyo cadáver se encontró en los jardines Prince Philip.

Febrero de 1976: Joan Richards, de cuarenta y cinco años, madre de cuatro hijos, domiciliada en New Farley, cuyo cadáver se encontró en un callejón de Chapeltown.

Se cree que la última víctima, la señora Watts, se había trasladado de Londres a Leeds en octubre del año pasado. A la policía le gustaría ponerse en contacto con las personas que puedan ofrecer cualquier información sobre ella. Asimismo, la policía quiere contactar con el señor Stephen Barton de Francis Street, de Leeds, amigo de la señora Watts. Se cree que el señor Barton pueda tener información vital sobre las últimas horas de vida de la señora Watts. Sin embargo, se hizo hincapié en que el señor Barton no es sospechoso.

El subdirector Oldman también hizo un llamamiento a cualquier ciudadano que se encontrara en las proximidades de Soldier’s Field la noche del pasado sábado. La policía tiene particular interés en los conductores de un Ford Capri blanco, un Ford Corsair rojo oscuro y un Landrover. El señor Oldman insistió en que sólo quieren localizar a estos conductores con el propósito de descartarlos y en que toda información se tratará con la máxima confidencialidad.

Todo aquel que disponga de alguna información puede ponerse en contacto con la comisaría de policía más cercana o con el número de teléfono directo del centro de investigación de Leeds, el 461212.

Saqué el papel y lo releí.

No era más que un montón de palabras roñosas, unidas para construir una cadena de horrores.

Quería una copa, un cigarrillo y no estar.

—¿Ya has terminado? —dijo Bill Hadden por encima de mi hombro.

Dije que sí con la cabeza y le entregué la hoja, como si fuera algo que me hubiera encontrado por ahí.

—¿Qué te parece?

Por la ventana se veían llegar nubes que volvían la tarde gris, esparciendo sobre la ciudad y sobre la oficina una inesperada sensación de calma y yo, mientras esperaba a que Bill acabara de leer, me sentía más solo que nunca.

—Excelente —sonrió Bill, cobrándose su apuesta.

—Gracias —dije esperando que empezara a sonar la orquesta, salieran los créditos y rodaran las lágrimas.

Pero, de repente, el momento había desaparecido, se había perdido.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Me arrellané en mi silla y sonreí.

—Me encantaría tomar una copa. ¿Y a ti?

Aquel hombre grandote, con su cara rojiza y su barba gris, suspiró y movió la cabeza.

—Un poco temprano para mí —dijo.

—Nunca es demasiado temprano, sólo demasiado tarde.

—Entonces, ¿hasta mañana? —preguntó esperanzado.

Me levanté de la silla y le dediqué una sonrisa y un guiño cansados.

—Sin lugar a dudas.

—Vale.

—George —dije en voz alta.

George Greaves me miró desde su escritorio.

—¿Jack? —preguntó sin acabar de creérselo.

—¿Vienes al Club de Prensa?

—Venga, vamos a tomar una rápida —respondió mirando tímidamente a Bill.

Ya en el ascensor, George saludó a la oficina con una mano y yo hice una reverencia pensando, un hombre puede servir a su tiempo de muchas maneras.

El Club de Prensa, oscuro como mi casa.

No podía recordar la última vez que había estado en él, pero George me estaba ayudando.

—Joder, aquello sí que fue divertido.

No tenía ni idea de a qué se refería.

Al otro lado de la barra, también Bet me lanzaba una mirada que era más que cómplice.

—Tiempo sin verte, Jack.

—Sí.

—¿Qué tal estás, cariño?

—Bien. ¿Y tú?

—Las piernas van acusando los años.

—No las necesitas —rio George—. Con nosotros puedes echarlas por alto, ¿verdad, Jack?

Todos nos reímos y pensamos en Bet y en sus piernas y en un par de ocasiones, hacía tiempo, cuando creía que iba a vivir eternamente, cuando deseaba que así fuera, antes de que supiera que era una maldición insoportable.

—¿Escocés? —preguntó Bet.

—Y que no falte —sonreí.

—Siempre lo intento.

Y todos volvimos a reír, yo con una erección y un Escocia.

Fuera, con un pedo tremendo, apoyado en una pared en la que se leía odio en pintura blanca churretosa.

Sin sujeto, sin complemento, nada más que ODIO.

Y se veía borrosa y giraba y yo me perdía entre líneas, entre las cosas que tendría que haber escrito y las que había escrito realmente.

Cuentos, otra vez había estado contando cuentos en el bar.

Gánsteres de Yorkshire y polis de Yorkshire y, después, Cannock Chase y la Pantera Negra.[5]

Cuentos, nada más que cuentos. Guardando para mí las historias de verdad, los testimonios reales, los que me habían llevado hasta allí, a encontrarme contra aquel muro en el que se leía ODIO.

Clare Kemplay y Michael Myshkin, los tiroteos del Strafford y los asesinatos de El exorcista.

A todo cerdo le llega su san Martín y siempre hay un roto para un descosido, pero también todos los vasos tienen la gota que los derrama y todo Napoleón tiene su Waterloo.

Blanco y negro contra el muro que decía ODIO.

Pasé los dedos por el relieve de la pintura.

Y allí estaba yo, preguntándome precisamente dónde se habían metido todos los skinheads.

Y de repente los vi, rodeándome.

—¿Qué pasa, abuelo? —dijo uno.

—Vete a cagar, maricón —respondí yo.

Retrocedió con sus compañeros.

—¿Por qué coño has tenido que decir eso, viejo capullo de mierda? —dijo—. Porque, joder, ahora sabes que voy a tener que darte lo tuyo, ¿verdad?

—Puedes intentarlo —dije justo antes de que me diera un golpe y me impidiera seguir recordando, de que interrumpiera los recuerdos por un instante.

Sólo por un instante.

La rodeo con los brazos en medio de la calle, con las manos manchadas de sangre, sangre en su cara, sangre en mis labios, sangre en su boca, sangre en mis ojos, sangre en su pelo, sangre en mis lágrimas, sangre en las suyas.

Pero ahora ni siquiera puede salvarnos la magia antigua y yo me vuelvo e intento ponerme de pie y Carol dice: «¡Quédate!». Pero han pasado veinticinco años o más, y yo tengo que escapar, tengo que dejarla sola en esa calle, en este río de sangre.

Y miro para arriba y sólo está Laws, sólo el reverendo Laws, la luna y él.

Carol se ha ido.

Estaba de pie en mi habitación, las ventanas abiertas, amoratado como la noche.

Me había servido un vaso de Escocia para enjuagar la sangre de los dientes, y me llevé la Philips Pocket Memo a los labios.

—Es 30 de mayo de 1977, año cero, Leeds, y he vuelto al trabajo…

Y quería decir más cosas, no muchas más, pero las palabras no me obedecían, así que apreté el botón de stop y me acerqué a la cómoda, abrí el cajón de abajo y contemplé las pequeñas cintas en sus pequeñas cajas con sus pequeñas fechas y localizaciones limpiamente escritas, como aquellos libros de mi juventud, todos los libros sobre Jack el Destripador, los del Doctor Crippens, los de Seddon y Buck Ruxton,[6] y saqué una al azar (o eso me dije a mí mismo) y me tumbé de espaldas, con los pies encima de las sábanas sucias, con la mirada clavada en el techo viejo, viejo, mientras los gritos de la mujer llenaban la habitación.

Me desperté una vez, en el oscuro corazón de la noche, pensando, ¿y si no está muerta?

Oyente: A lo largo de las últimas dos o tres décadas, los criminólogos de Estados Unidos han realizado intentos sistemáticos de medir y analizar las cifras ocultas de crímenes…

John Shark: ¿Las cifras ocultas de crímenes?

Oyente: Sí, las cifras ocultas de crímenes, el porcentaje de personas que han logrado ocultar en su pasado delitos que las autoridades desconocen por completo o, si se conocen, han sido pasados por alto. En un estudio sistemático, el doctor Raazinowicz dudaba de que salieran a la luz más de cinco de cada cien.

John Shark: Es escandaloso.

Oyente: En 1964 sugirió que los crímenes que se descubrían por completo y eran castigados no suponían más de un quince por ciento del enorme volumen de crímenes cometidos.

John Shark: ¡Un quince por ciento!

Oyente: Y eso fue en 1964.

The John Shark Show

Radio Leeds

Martes, 31 de mayo de 1977

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