1977

1977


Primera parte » Capítulo 3

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Centro de investigación, Millgarth Street.

Rudkin, Ellis y yo.

Acaban de dar las seis de la mañana del martes, 31 de mayo de 1977.

Sentados alrededor de una gran mesa, los teléfonos mudos, redoblamos con los dedos sobre la mesa.

Por la puerta doble entran el comisario jefe Oldman y el inspector jefe Noble, que tira dos grandes sobres de papel manila encima de la mesa.

El inspector Rudkin entorna los ojos para ver mejor lo que pone en el que ha quedado encima y suelta un «Ah, hay que joderse, otra vez no».

Leo Preston, noviembre de 1975.

Joder.

Sé lo que significa:

Dos pasos adelante y seis para atrás

Noviembre de 1975: los tiroteos del Strafford todavía en la mente de todos, hasta las cejas de investigaciones internas, Peter Hunter y sus perros olisqueándonos el culo. La policía metropolitana de West Yorkshire nos tiene entre la espada y la pared y la boca bien cerrada, si sabes lo que te conviene y sabes cuál es la mano que te da de comer, etcétera…, Michael Myshkin hundido y el juez que arroja la llave.

—Clare Strachan —murmuro.

Noviembre de 1975: TODO VUELVE A EMPEZAR.

Ellis no se entera.

Rudkin se dispone a ponerle al día, pero George le hace callar:

—Como ya sabes, encontraron a Clare Strachan, una prostituta reconocida, violada y muerta a golpes en Preston hace ya casi dos años, en noviembre de 1975. Los compañeros de Lancashire vinieron sin pérdida de tiempo para revisar el expediente de Theresa Campbell y John, aquí presente, y Bob Craven fueron allí el año pasado, cuando nos pasó lo de Joan Richards.

Yo pienso, está dejando fuera a Rudkin, ¿por qué?

Le echo una mirada, él asiente, loco por meter baza.

Pero Oldman le sigue dejando fuera de juego:

—Ahora, pienses lo que pienses, tanto si incluyes a Clare Strachan como si no, vamos a volver a Preston y a repasar ese puñetero expediente una vez más.

—Una pérdida de tiempo, joder —escupe Rudkin por fin.

Oldman se pone rojo; el rostro de Noble se descompone.

—Lo siento, señor, pero la última vez Bob y yo pasamos allí dos días, ¿fueron dos días?, y le digo que no es el mismo sujeto. Ojalá lo fuera, pero no es así.

Ellis interviene:

—¿Qué quieres decir con que ojalá lo fuera?

—Porque dejó tantas pistas de los cojones detrás de sí que es increíble que todavía no hayan pillado al muy gilipollas.

Noble suelta un bufido como diciendo, así es Lancashire.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no lo es? —pregunta Ellis.

—Bueno, para empezar la había violado y luego se la había metido por el culo. Se había corrido las dos veces, aunque, joder, no sé cómo lo hizo. Dado el estado de la mujer.

—¿Horrible?

—Eso es poco decir.

Ellis, con una media sonrisa, dice lo que todos saben ya.

—No es el estilo de nuestro hombre. No es su estilo para nada.

Rudkin asiente:

—Él se limita a derramarlo en la hierba.

—¿Algo más? —pregunto.

—Sí. Luego, después de haberse divertido un rato, se puso a saltar encima de ella hasta que le hundió el pecho. Con botas de agua del cuarenta y cuatro.

Miro a Oldman.

Él sonríe y dice:

—¿Ha acabado todo el mundo?

—Sí. —Rudkin se encoje de hombros.

—Muy bien, porque no querréis llegar tarde, ¿verdad?

—Ah, no jodamos.

—A Alf no le gusta que le hagan esperar.

El comisario Alfred Hill, jefe de la brigada criminal de Lancashire.

—¿Otra vez yo? —pregunta Rudkin paseando la mirada por la sala.

Noble nos señala a Rudkin, Ellis y a mí.

—Los tres.

—¿Qué pasa con Steven Barton y el irlandés?

—Después, John. Después —dice Oldman y se levanta.

En el aparcamiento Rudkin le lanza las llaves a Ellis.

—Conduce tú.

Ellis parece que se va a correr en los pantalones.

—Claro —dice.

—Yo voy a echar una siesta —dice Rudkin subiéndose al asiento trasero del Rover.

El sol brilla y enciendo la radio:

Doscientos muertos en el incendio del club nocturno Kentucky, cinco acusados por el asesinato del capitán Nairac[7] veintiún jóvenes de color detenidos en relación con una oleada de robos callejeros en el sudoeste de Londres, veintitrés millones de personas presencian el Royal Windsor Show.

—Menudos gilipollas —ríe Ellis.

Bajo la ventanilla y saco la cabeza mientras vamos cogiendo velocidad y nos lanzamos por la M62.

—¿Sabes cómo coño se va? —grita el inspector Rudkin desde detrás.

Yo cierro los ojos, 10CC y la ELO a tope.

Me despierto sobresaltado en algún lugar de los Moors.[8]

La radio está apagada.

Silencio.

Miro los coches y los camiones que se ven a ambos lados del nuestro, el páramo de fondo, y me cuesta pensar en otra cosa.

—Tenías que haberlo visto el pasado febrero cuando vine con Bob Craven. —Rudkin asoma la cabeza entre los asientos delanteros—. Nos pilló en una ventisca de la hostia. No se veía nada a medio metro de distancia. Joder, fue acojonante. Te juro que sólo se podía oír. Nos cagamos de miedo.

Ellis aparta la mirada de la carretera para fijarla en Rudkin.

—Alf Hill era uno de los jefazos, ¿verdad?

—Sí. Fue el primero que entrevistó a la mujer. Fueron sus hombres los que encontraron las cintas y todo eso.

—Joder —silba Ellis.

—La odia más que Brady.

Todos perdemos las miradas en el páramo, en la luz del sol que ha adquirido un brillo plata, las manchas oscuras de las nubes inesperadas, las tumbas anónimas.

—No acaba nunca —dice Rudkin echándose para atrás—. Nunca acaba, joder.

Nueve y media y estamos en el aparcamiento del cuartel general de Lancashire, en Preston.

El inspector Rudkin suspira y se pone la chaqueta.

—Preparaos para morir de aburrimiento.

Una vez dentro Rudkin se encarga de hablar con el oficial de guardia mientras estrechamos manos y hablamos de amigos comunes, y subimos al despacho de Alf Hill.

El sargento de uniforme llama a la puerta y entramos.

El comisario Hill es un hombre pequeño que se parece al viejo Steptoe[9] después de una mala noche. Está tosiendo en un pañuelo mugriento.

—Siéntense —escupe en el pañuelo.

Nadie le da la mano.

—Otra vez aquí —sonríe a Rudkin.

—Soy como un puñetero penique falso, ¿verdad?

—Yo no diría eso, John, yo no diría eso. Siempre es un placer, no una obligación.

Rudkin se tensa en la silla.

—¿Algo nuevo?

—¿De Clare Strachan? Nada que se me venga a la cabeza.

Empieza a toser otra vez, saca el pañuelo otra vez y por fin dice:

—Sé que son hombres ocupados, lo sé. Así que pongámonos a la faena.

Nos levantamos todos y salimos al pasillo en dirección a lo que presumo que será el centro de investigación; las puertas se cierran a medida que pasamos por delante de ellas.

Es una sala espaciosa con grandes ventanas que dan a las colinas y estoy bastante seguro de que ha albergado a algunos de los autores de los atentados a los pubs de Birmingham.[10]

Alfred Hill abre un cajón de un archivador.

—En el mismo sitio donde la dejaste —sonríe.

Rudkin asiente.

En la sala hay algunos oficiales más, sentados en mangas de camisa, fumando, las fotos de sus muertos los contemplan, amarillas.

Es su turno, ellos nos observan a nosotros como nosotros los hemos contemplado a ellos.

Hill se vuelve hacia un gordo con bigote y le dice:

—Estos chicos han venido de Leeds para revisar el expediente de Clare Strachan. Si necesitan algo, dáselo. Todo lo que quieran.

El hombre asiente y vuelve a la colilla de su cigarrillo.

—No dejéis de pasar, ¿eh?, no dejéis de pasar por mi despacho antes de iros —dice Alf Hill mientras se aleja por el pasillo.

—Gracias —decimos todos.

Cuando ya se ha ido, Rudkin se vuelve hacia el gordo y dice:

—Ya le has oído, Frankie, así que tráenos unos refrescos o cualquier cosa fría. Y olvídate de los cigarrillos.

—Que te den, Rudkin —ríe Frankie mientras le lanza el paquete de John Players Special.

Rudkin se sienta, se gira hacia Ellis y hacia mí y dice:

—Más vale que nos pongamos a trabajar, chicos.

Clare Strachan: veintiséis años y aparenta sesenta y dos.

Hinchada y hecha polvo ya antes de que él la pillara.

Casada dos veces, dos hijos en Glasgow.

Condenas previas por ejercer la prostitución.

Una completa ruina de ser humano, dijo el juez.

Acabó en el albergue de St. Mary de Preston, rodeada de colegas prostitutas, adictos a las drogas y alcohólicos.

El jueves 20 de noviembre de 1975 Clare tuvo relaciones sexuales con tres hombres diferentes, de los cuales sólo se consiguió localizar a uno.

Y eliminar como sospechoso.

La mañana del viernes 21 de noviembre de 1975 Clare estaba muerta.

Eliminada.

Una bota metida en el coño, una gabardina por encima de la cabeza.

Miro a Rudkin y digo:

—Quiero ir al albergue y luego a los garajes.

Ellis deja de escribir.

—¿Para qué? —suspira Rudkin.

—No soy capaz de imaginarlo.

—Ni falta que te hace —dice él, apagando el cigarrillo.

Le decimos al sargento de guardia adónde vamos y volvemos a salir al aparcamiento.

Frankie nos sigue apresurado.

—Os echo una mano —jadea.

—No hace falta —dice Rudkin.

—Dice el jefe que sí. Que os muestre nuestra hospitalidad.

—¿Nos vas a invitar a comer?

—Creo que algo podíamos hacer, sí.

—Magia —sonríe Rudkin.

Ellis asiente con la cabeza como si dijera, éste es el carril rápido.

Yo tengo ganas de vomitar.

El albergue de St. Mary, un poco más allá en la misma calle que la comisaría de Preston, tiene cien años o más.

En la pared, encima de la puerta, se lee Sangre y Fuego.

—¿Todavía sigue trabajando aquí alguien de la plantilla de entonces? —pregunto a Frankie.

—Lo dudo.

—¿Y las residentes?

—¿Estás de broma? No se pudo encontrar a ninguna una semana después.

Recorremos un pasillo oscuro y maloliente y nos asomamos al cubículo de recepción.

Un hombre con el pelo grasiento y ralo hasta los hombros escribe con la radio puesta.

Nos mira, se empuja sobre la nariz las gafas negras de la seguridad social y resuella.

—¿Puedo ayudarles?

—Policía —dice Frankie.

—Ya —asiente como si dijera, ¿y ahora qué coño han hecho?

—¿Podemos hacerle unas preguntas?

—Sí, claro. ¿Sobre qué?

—Clare Strachan. ¿Dónde podemos hablar?

Se levanta.

—En aquella sala —señala.

Rudkin va delante hasta otra sala mugrienta, con ventanas que no cierran y sofás pútridos llenos de quemaduras de cigarrillos y comida seca.

Frankie continúa.

—¿Y usted es…?

—Colin Milton.

—¿Es el vigilante?

—Sustituto. Tony Hollis es el vigilante oficial.

—¿Está por aquí?

—No. De vacaciones.

Con suavidad:

—¿En algún sitio bonito?

—Blackpool.

—Cerca.

—Sí.

—Siéntese —dice Frankie.

—Yo no estaba aquí cuando pasó aquello —asegura Colin de repente, como si ya estuviera harto de aquello.

Rudkin toma las riendas.

—¿Quién estaba?

—Dave Roberts y Roger Kennedy; y Gillian, uno u otro, supongo.

—¿Siguen aquí?

—No, ya no.

—¿Todavía trabajan para el Ayuntamiento?

—Ni idea, lo siento.

—¿Trabajó usted alguna vez con ellos?

—Sólo con Dave.

—¿Le habló de Clare Strachan y de lo que pasó?

—Un poco, sí.

—¿Recuerda algo de lo que le contó?

—¿Como qué?

Estamos en el pueblo de Frankie, así que no decimos nada cuando vuelve a empezar y pregunta:

—Cualquier cosa. Sobre Clare Strachan, el asesinato, lo que sea.

—Bueno, me dijo que estaba algo desquiciada.

—¿En qué sentido?

—Loca. La tenían que haber internado; eso era lo que decía Dave.

—¿Sí?

—Se asomaba por la ventana y les ladraba a los trenes.

—¿Les ladraba? —pregunta Ellis.

—Sí, ladraba como un perro.

—Joder.

—Sí, eso era lo que decía.

Rudkin me mira y tomo el relevo.

—¿Contaba Dave algo de sus novios y ese tipo de rollo?

—Bueno, a ver, ella se dedicaba a lo que se dedicaba.

—Claro —asiento.

—Y decía que siempre estaba pedo y dejaba que todos los tíos de aquí se lo hicieran con ella y que a veces había peleas y líos por su culpa.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé, habría que preguntarles a los que estaban aquí, pero como si algunos se pusieran celosos.

—Y ella no era muy exigente, ¿verdad?

—No. No mucho.

—Se tiraba a los empleados y todo —dice Rudkin.

—Eso ya no lo sé.

—Yo sí —continúa—. La tarde que la mataron tuvo una sesión con su amigo Kennedy, Roger Kennedy.

Colin no dice nada.

Rudkin se inclina hacia delante y sonríe.

—¿Todavía siguen haciéndose ese tipo de cosas?

—No —dice Colin.

—Se ha puesto rojo —ríe Rudkin mientras se pone de pie.

—¿Cuál era su habitación? —pregunto.

—No lo sé. Pero puedo acompañarles arriba.

—Por favor.

Sólo subimos Colin y yo.

Una vez arriba, pregunto:

—¿Ninguno de los residentes de entonces sigue aquí?

—No —contesta. Pero luego añade—: Pero espere un momento.

Va hasta el final de un largo pasillo, llama a una puerta y la abre. Habla con alguien y luego me hace un gesto para que me acerque.

La habitación está despejada y es muy luminosa, la luz del sol baña una silla y una mesa vacías, y a un hombre tumbado en la estrecha cama, de cara a la pared, de espaldas a la puerta y a mí.

Colin hace un gesto señalando la silla y dice:

—Éste es Walter. Walter Kendall. Conoció a Clare Strachan.

—Soy el sargento Fraser, señor Kendall. Trabajo en la brigada criminal de Leeds y estamos buscando una posible relación entre el asesinato de Clare Strachan y un crimen reciente en Leeds.

Colin Milton cabecea con la mirada fija en la espalda de Walter Kendall.

—Colin dice que usted conoció a Clare Strachan —continúo—. Le agradecería mucho cualquier cosa que me pudiera contar sobre la señorita Strachan o el momento de su asesinato.

Walter Kendall no se mueve.

Miro a Colin Milton y digo:

—¿Señor Kendall?

Lenta y claramente, con la cara todavía vuelta hacia la pared, Walter dice:

—Recuerdo la noche del miércoles y la mañana del jueves. Me despertaron una gritos espantosos que venían de la habitación de Clare. Unos auténticos bramidos. Salté de la cama y corrí por el pasillo. Ella estaba en la habitación de al lado de las escaleras. La puerta estaba cerrada con pestillo y le estuve dando puñetazos unos cinco minutos hasta que se abrió. Estaba sola en la habitación, empapada de sudor y lágrimas. Le pregunté qué le había pasado, si se encontraba bien. Me dijo que no había sido más que un sueño. Un sueño, dije. ¿Qué clase de sueño? Me contó que había soñado que tenía un peso tremendo encima del pecho que le sacaba el aire de los pulmones, extrayéndole la vida misma, y lo único que podía pensar era que no volvería a ver a sus hijas nunca más. Le dije que debía de ser por algo que había comido, una tontería que ni siquiera yo creía, pero ¿qué iba a decirle? Clare sonrió y dijo que llevaba casi un año teniendo el mismo sueño todas las noches.

Fuera pasó un tren que hizo temblar toda la habitación.

—Me pidió que me quedara a pasar la noche con ella y me tumbé encima de la colcha; le acaricié el pelo y le pregunté si se quería casar conmigo, como había hecho muchas otras veces, pero ella se rio y dijo que sólo me daría problemas. Le dije que a mí qué me importaban los problemas, pero ella no me quería. No de esa manera.

Yo tenía la boca seca, la habitación era un horno.

—Sabía que iba a morir, sargento Fraser. Sabía que la encontrarían algún día. Que la encontrarían y la matarían.

—¿Quién? ¿A qué se refiere con que la matarían?

—El día que nos conocimos, ella estaba borracha y yo no le di mucha importancia a lo que me dijo. A ver, en un lugar como éste se oyen tantos cuentos chinos. Pero ella insistía, repetía: Me van a encontrar, y cuando me encuentren me matarán. Y tenía razón.

—Perdone, señor Kendall, pero no lo veo claro. ¿Le dijo exactamente quiénes la iban a matar?

—La policía.

—¿La policía? ¿Le dijo que la policía quería matarla?

—La policía especial. Eso fue lo que dijo.

¿La policía especial? ¿Por qué?

—Por algo que ella había visto, algo que sabía o algo que ellos creían que había visto o sabía.

—¿Le contó algo más?

—No. No quería. Decía que eso sería como meter a otro en su mismo barco.

—Supongo que usted no le contó esto a los agentes que investigaban el caso entonces, ¿verdad?

—Ellos no escuchaban. Vamos, por lo menos a mí no me hicieron ni caso, sobre todo después de lo que me pasó.

—¿Por qué? —digo—. ¿Qué le pasó, señor Kendall?

Walter Kendall se da la vuelta en la cama y sonríe; sus ojos blancos, sin color, de hombre ciego.

—¿Cómo le pasó eso? —pregunto.

—El viernes 21 de noviembre de 1975. Me desperté y me había quedado ciego.

Miro a Colin Milton, que encoge los hombros.

—Antes veía, pero ahora estoy ciego —ríe Kendall.

Me pongo de pie.

—Gracias, señor Kendall. Si se acuerda de alguna otra cosa, por favor…

Kendall alarga una mano inesperadamente y me agarra de la manga de la chaqueta.

—¿Alguna otra cosa? No pienso en nada más.

Me suelto.

—Llámenos.

—Tenga cuidado, sargento. Puede pasarle a cualquiera en cualquier momento.

Me alejo por el estrecho pasillo y hago una pausa delante de la puerta que queda al lado de las escaleras.

Aquí, protegidos del sol, hace frío.

Colin Milton me mira y empieza a decir cuánto lo siente.

—¿La policía especial? ¿Qué cojones va a ser lo siguiente? —ríe el inspector Rudkin.

Vamos andando por Church Street en dirección a los garajes.

—Esta gente de mierda. Son incapaces de aceptar que la vida que llevan es un desastre porque son yonquis y alcohólicos. Tienen que culpar a otra persona o a otra cosa.

Frankie se ríe con él.

—El capullo ese se quedó ciego porque bebe aguarrás industrial.

—¿Lo ves? —dice Rudkin.

—Sí —ríe Ellis—. Al contrario que el colega de Bob.

—Pero qué gracia tienen algunos —dice Rudkin moviendo la cabeza.

Doblamos la esquina de Frenchwood Street.

A la izquierda se encuentran las cocheras, los garajes.

Preston parece repentinamente silencioso.

Ese silencio otra vez.

—Fue en aquél —susurra Frankie señalando el más lejano a nosotros, el que queda al lado del aparcamiento de varios pisos que hay al fondo de la calle.

—¿Cerrado? —pregunta Ellis.

—Lo dudo.

Nos acercamos a él.

Empiezo a sentir un peso en el pecho, me duele.

Rudkin no dice nada.

Tres mujeres paquistaníes vestidas de negro se nos cruzan por delante.

Una nube se pone delante del sol y siento la noche, la interminable noche de mierda que siempre he sentido.

—Toma notas —le digo a Ellis.

—¿De qué?

—Sensaciones, tío. Impresiones.

—No jodas. Han pasado dos años —protesta.

—Hazlo —dice Rudkin.

No puedo detenerlo:

Subo la colina, balanceándome, cargado de bolsas. Bolsas de plástico, bolsas de la compra, bolsas de Tesco.

Llegamos al garaje y Frankie prueba la puerta.

Se abre.

Me quedo helado.

Frankie enciendo un cigarrillo y se queda fuera.

Yo entro.

Negro, sangriento, desolador.

Lleno de moscas, unas moscas gordas de cojones.

Ellis y Rudkin me siguen.

El aire del recinto recuerda el fondo del mar; el peso de un océano de maldad flota sobre nosotros.

Rudkin traga saliva con dificultad.

Yo lucho.

Se asomaba a la ventana y ladraba a los trenes.

Lo he sentido en otras ocasiones, pero no a menudo:

Wakefield, diciembre del 74.

Theresa Campbell, Joan Richards y Marie Watts.

Hoy en los Moors.

Demasiado a menudo.

El dulce aroma a jabón perfumado, sidra, Durex.

El dolor de cabeza es intenso, cegador.

Hay un banco, una mesa, cajas de madera, botellas, miles de botellas, periódicos, trozos de esto y aquello, mantas, algunas prendas de ropa sueltas.

—Esto lo registraron todo, ¿verdad? —dice Ellis.

—Mmm —masculla Rudkin.

Pasan trenes, ladran los perros.

Siento el sabor de la sangre.

He caído de rodillas y él se ha salido de mí. Ahora está enfadado. Intento escapar pero me tiene agarrada del pelo y me da puñetazos indiferente, una vez, dos veces, y yo le digo que no es necesario que haga eso, mientras intento devolverle el dinero y entonces me la mete por el culo, pero yo pienso que, por lo menos, así acabará pronto, y él vuelve a besarme los hombros, me quita el sujetador negro, sonríe al ver los brazos flácidos de esta pobre tonta, y me da un mordisco tremendo en la parte inferior de la teta izquierda, y no puedo contener un grito y sé que no debía haberlo hecho porque ahora va a tener que hacerme callar y me echo a llorar porque sé que todo ha terminado, que me han encontrado, y que esto es el final, que no volveré a ver a mis hijas, ni ahora ni nunca.

Levanto la cabeza. Ellis me está mirando.

Todo ha terminado.

Rudkin se pone un par de guantes de goma y saca de debajo del banco una bolsa de plástico sucia y endurecida.

De Tesco.

Me mira.

Me agacho a su lado.

La abre.

Revistas porno, viejas y usadas.

Cierra la bolsa y la vuelve a meter debajo del banco.

—¿Suficiente? —dice.

Ni ahora ni nunca.

Asiento con un gesto de cabeza y volvemos a salir a la luz.

Frankie enciende otro cigarrillo y dice:

—¿Comemos?

Con la mirada fija en las oscuras pintas de cerveza y los pensamientos aún más oscuros, sé que no puedo hacer nada al respecto.

Frankie trae los Ploughman,[11] marchitos y descoloridos.

—¿Qué cojones es eso? —dice Rudkin, que se levanta y regresa a la barra.

Ellis levanta su vaso.

—Salud.

Rudkin vuelve, echa un whisky dentro de su pinta y se sienta otra vez. Sonríe a Ellis.

—¿Impresiones?

Ellis le devuelve la sonrisa, malinterpretando sus palabras.

—¿Me parezco al Dick Emery[12] de los cojones?

—Sí, y eres igual de inútil, joder. —El inspector Rudkin ha dejado de sonreír. Se vuelve a mí—. Enséñale algo, Bob.

—Estoy contigo. Es otro tío.

—¿Por qué?

—La atacaron bajo techo. Violada. Sodomizada. Es cierto que sufrió importantes heridas en la cabeza con un instrumento contundente, pero ninguna letal ni paralizante.

Frankie inclina la cabeza hacia un lado.

—¿Y eso significa…?

—El asesino o asesinos de Theresa Campbell y Joan Richards las atacaron estando al aire libre y propinándoles un solo golpe en la nuca. Ya estaban muertas o en coma antes de que cayeran al suelo. Los primeros indicios indican que esto mismo ocurrió con la última víctima, Marie Watts.

—¿Y no podría ser el mismo individuo que ha empleado en esta ocasión un modus operandi diferente?

—No cuadra bien. La resistencia, la lucha, era lo que, en todo caso, le animaba a seguir adelante.

—¿Le ponía cachondo? —pregunta Ellis.

—Sí. Habrá violado antes, y posiblemente después.

—Entonces, ¿por qué matarla?

No tengo más que una respuesta:

—Porque podía.

Rudkin se limpia la cerveza de la boca.

—¿Qué me dices de la colocación de la bota y la gabardina?

—Parecida.

—¿Parecida en qué? —repite Frankie.

Ellis está a punto de cantar, pero Rudkin le ataja secamente.

—Parecida.

Frankie sonríe y mira el reloj.

—Más vale que volvamos.

—No quería ofenderte, macho —dice Rudkin dándole a Frank una palmada en la espalda.

—No me he ofendido.

Acabamos de comer y nos hacinamos en el coche.

Son casi las tres y estoy la hostia de cansado y medio pedo.

Vamos a dejar a Frankie en la comisaría, despedirnos de aquéllos y volver a casa.

Pienso en Janice, medio dormida.

Ellis le habla a Frankie de Kenny D.

—Un pobre tonto del culo —ríe.

Recuerdo sus piernas separadas, sus calzoncillos baratos y su polla arrugada, las súplicas de sus ojos.

Rudkin no para de hablar de cómo le vamos a retener hasta que aparezca Barton.

Me imagino a Kenny en el calabozo, angustiado y cagado de miedo.

Todos ríen mientras entramos en el aparcamiento.

El comisario Hill nos está esperando en cuanto cruzamos la puerta.

—¿Tienes un momento? —le dice al inspector Rudkin.

—¿Qué pasa?

—Aquí no.

Ellis y yo nos quedamos al lado del mostrador y Alf Hill se lleva a Rudkin al piso de arriba.

Esperamos, Frankie alterna, charla de la rivalidad entre los de Lancaster y los de York.

—Fraser, sube aquí ahora mismo —grita Rudkin desde lo alto de las escaleras.

Yo empiezo a subirlas con un agujero en el estómago.

Ellis me sigue.

—Espera ahí —le suelto.

Rudkin y Hill están en la oficina de investigación.

Nadie más.

Hill cuelga el teléfono.

—Saca el puto expediente ese —grita Rudkin.

Lo busco en el archivador.

—¿Está ahí la investigación?

—Sí —digo.

—¿Cuál era el grupo sanguíneo que extrajeron de la víctima?

—B —digo de memoria mientras hojeo el informe.

—Compruébalo.

Lo hago y asiento.

—Léemelo.

Leo:

El grupo sanguíneo del semen extraído de la vagina y del recto de la víctima es B.

—Dámelo.

Así lo hago.

Rudkin lo mira y se desmorona:

—Joder.

Lo mismo hace Hill:

—Mierda.

Rudkin lo acerca a la luz, le da la vuelta y se lo entrega al comisario Hill.

Rudkin levanta el teléfono y marca.

Hill se muerde el labio inferior y espera.

—B —dice Rudkin al teléfono.

Hay un largo silencio.

Por fin, Rudkin repite:

—El nueve por ciento de la población.

Otro silencio.

—Bien —dice Rudkin y le pasa el aparato a Alf Hill.

Éste escucha y dice:

—De acuerdo. —Y cuelga el teléfono.

Yo sigo allí, de pie.

Ellos siguen allí, sentados.

Nadie dice nada al menos durante dos minutos completos.

Rudkin me mira y mueve la cabeza como para decir, joder, esto no puede estar pasando.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Farley ha sacado unas muestras de semen de la espalda de la chaqueta de Marie Watts.

—¿Y?

—Son del grupo B.

9 por ciento de la población.

Deben de ser las ocho o las nueve de la tarde y sigue habiendo luz.

Me duelen los ojos, los hombros, los dedos, de escribir.

El teléfono entre aquí y Leeds no ha parado un instante:

El pánico se apodera de las comisarías.

Rudkin no deja de mirarme como si dijera, esto es una putada, y juro que a veces creo ver una acusación en sus ojos.

No paramos:

Transcribimos, copiamos, comprobamos y volvemos a comprobar otra vez, como una pandilla de putos monos encorvados sobre libros sagrados.

Yo no dejo de pensar, ¿Rudkin no sabía esto, joder? ¿Qué cojones hicieron él y Craven cuando vinieron aquí?

Ellis no para de garabatear, totalmente alucinado, con la cabeza dándole vueltas como en El exorcista de los cojones.

Hago un esbozo de la escena, la bota y la gabardina, levanto la cabeza y digo:

—Voy a volver allí.

—¿Ahora? —pregunta Ellis.

—Algo se nos está pasando por alto.

—¿Vamos a quedarnos toda la noche? —pregunta Rudkin.

Todos miramos los relojes y nos encogemos de hombros.

Rudkin coge el teléfono.

—Yo os busco alojamiento —dice Frankie.

—Un sitio agradable, ¿vale? —dice Rudkin con una mano sobre el micrófono.

En Church Street ya casi no hay luz y un tren sale zigzagueando de la estación.

Luces amarillas, rostros muertos detrás de los cristales.

Investigo, busco lo perdido, intento encontrar la noche de un jueves de hace dos años:

Jueves, 20 de noviembre de 1975.

A lo largo del día había llovido, lo que ayudó a que Clare se quedara en el pub, el que hay al pie de la colina, St. Mary, el mismo nombre que el albergue.

A la izquierda, el aparcamiento de varias plantas, y Frenchwood Street.

Cruzo la calle.

Un coche aminora detrás de mí, luego me adelanta.

En la esquina duerme un mendigo, encima de un lecho de latas y periódicos.

Apesta.

Enciendo un cigarrillo, me planto a su lado y le miro.

Abre los ojos y da un brinco:

—No me coma los dedos, por favor; sólo los dientes. Lléveselos, ya no me sirven para nada. Pero necesito sal, ¿tiene usted sal, aunque sólo sea un poco?

Paso de largo y sigo por Frenchwood Street.

—¡SAL! —grita detrás de mí—. Para conservar la carne.

Mierda.

La calle ya está a oscuras.

La hora estimada de la muerte fue entre las once y la una. Más o menos cuando la echaron del pub.

La calle estaría más oscura después de la lluvia, antes de que el viento empezara a soplar.

Los ladrillos de los lados del garaje prácticamente se han rendido, húmedos incluso ahora que ya estamos en mayo.

Y entonces vuelvo a sentirlo, a la espera.

Abro la puerta.

Allí está, riendo:

Sencillamente no puedes quedarte al margen, ¿verdad?

Llevo una linterna en la mano y la enciendo.

Ella se levanta la falda, se baja los pantis de color marrón claro, deja que la grasa de sus muslos cuelgue libremente.

Barro el recinto con el haz de luz, el peso me agobia.

No voy a ser capaz de hacerlo.

Desde un coche que pasa fuera llega una música alta, rápida, densa.

Ella sonríe, intenta ponerlo difícil.

La música para.

Se lo voy a poner difícil.

Silencio.

Le doy la vuelta, le bajo las pequeñas bragas negras con rayitas blancas y se me va poniendo gorda, ahora mejor, y ella recula hacia mí.

Aquí hay ratas.

Pero no quiero eso, quiero esto: su culo, pero ella se da la vuelta y me lleva hacia su coño inmenso.

Unas asquerosas ratas enormes a mis pies.

Y ya estoy dentro de ella, pero me vuelvo a salir y ella se ha puesto de rodillas

Fuera, vomito, apoyado en la pared, sangro.

Miro por la calle, nadie.

Me limpio la saliva y la porquería, me chupo la sangre de los dedos.

Me llega un grito:

—¡SAL!

Doy un respingo.

Joder.

—Para conservar la carne.

El mendigo sigue allí; se ríe.

Gilipollas.

Le empujo contra la pared y se tambalea, se cae, me mira fijamente, me mira dentro, me atraviesa con la mirada.

Lanzo un puño que le da en un lado de la cara.

Se hace una bola, gimiendo.

Le pego otra vez, un puñetazo descontrolado que rebota en su nuca y acabo dando en la pared.

Frustrado, le doy una patada, y otra, y otra más, hasta que siento a mi alrededor unos brazos que me sujetan con fuerza, y Rudkin me susurra:

—Tranquilo, Bob, tranquilo.

En una esquina de la Post House ruego, suplico al teléfono:

—Lo siento, creíamos que sólo iba a ser un viaje de un día, pero ahora quieren que…

No me escucha y puedo oír llorar a Bobby y ella me dice que le he despertado yo.

—¿Qué tal estaba tu padre?

Pero me dice que cómo cojones creo que está y que, por lo visto, me importa una mierda, así que no hace falta ni que gaste saliva.

Me cuelga.

Me quedo inmóvil, el olor de la comida frita me llega del restaurante, oigo las voces de todos en el bar: Rudkin, Ellis, Frankie y más o menos otros cinco polis de Preston.

Me miro los dedos, los nudillos, las rozaduras de los zapatos.

Levanto el auricular e intento hablar con Janice otra vez, pero sigue sin contestar.

Miro el reloj: la una pasada.

Está trabajando.

Follando.

—Joder, ya van a cerrar. ¿Puedes creerlo? —dice Rudkin de camino al retrete.

Vuelvo al bar y bebo.

Todos están pedos; muy, muy pedos.

—¿Hay algún club decente por aquí? —pregunta Rudkin ya de vuelta, todavía subiéndose la bragueta.

—Creo que algo podremos hacer —balbucea Frankie.

Todos intentan levantarse mientras hablan de taxis y de este o aquel club, e cuentan anécdotas de este tío o de aquella chica.

Me separo de ellos y digo:

—Yo me voy al sobre.

Todo el mundo me llama mariquita de mierda y muerdealmohadas, y yo les digo que estoy de acuerdo, y finjo estar borracho y me tambaleo por el pasillo mal iluminado.

De repente tengo el brazo de Rudkin por encima de los hombros.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta.

—No pasa nada —digo—. Sólo estoy hecho polvo.

—No olvides que siempre puedes contar conmigo.

—Lo sé.

Me aprieta con el brazo.

—No tengas miedo, Bob.

—¿De qué?

—De esto —dice abarcando con un gesto del brazo todo y nada, señalándome a mí.

—No tengo miedo.

—Entonces, que te den, mariquita —ríe y se aleja.

—Pasadlo bien —digo.

—Te vas a quedar ciego —grita desde el otro extremo del pasillo—. Como el viejo Walter.

Se abre una puerta y un hombre me mira.

—¿Qué cojones quieres?

Cierra la puerta.

Oigo cómo cierra el pestillo y lo comprueba.

Aporreo su puerta con fuerza, espero, y luego me voy a mi habitación clavándome la llave en el brazo.

Sentado en el borde de la cama en mitad de la noche, la lámpara encendida, el teléfono de Janice suena y suena, el auricular a mi lado encima de la cama.

Voy hasta la cama de Rudkin y cojo el expediente.

Paso las páginas de las copias que tenemos que devolver.

Llego al informe de la investigación.

Me quedo mirando una única, solitaria y maldita letra.

No me encaja; la B no me encaja.

Pongo el papel delante de la luz.

Es el original.

Mierda

Rudkin les ha dejado la copia.

Vuelvo a dejar el papel en su sitio y cierro la carpeta.

Levanto el auricular de la cama.

El teléfono de Janice no deja de sonar.

Cuelgo.

Vuelvo a coger el papel.

Lo vuelvo a dejar.

Apago la lámpara y me quedo tumbado en la oscuridad de la Post House de Preston, en la habitación un calor de la hostia, todo agobiante.

Asustado, temeroso.

Echo de menos algo, a alguien.

Por fin cierro los ojos.

Pienso, no tengas miedo.

Oyente: ¿Has visto esto? [lee]: La recogida de fondos para la conmemoración de los 25 Años alcanza el millón de libras.

John Shark: No estás muy contento, ¿verdad, Bob?

Oyente: Por supuesto que no estoy contento. El mismo día el Fondo Monetario Internacional vino a Londres a reunirse con Healey.[13]

John Shark: Un poco raro.

Oyente: ¿Raro? Un sinsentido, eso es lo que es. Un puro y absurdo sinsentido. Este país ha perdido la cabeza.

El Show de John Shark

Radio Leeds

Miércoles, 1 de junio de 1977

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