1977

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Segunda parte » Capítulo 10

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10

Llovía de la hostia.

Auténticos jarros de agua sobre los seis carriles vacíos de la autopista de los 25 Años.

Encima de los Moors, a través de los Moors, debajo de los Moors.

Te follo y te duermes.

Te beso y te despiertas.

Nadie; ni coches, ni camiones, nada:

Espacios desiertos, esas extensiones.

El mundo desaparecido con el destello de una bomba.

Pero, si ya no hay nadie aquí, si no queda nadie, ¿cómo es que me siento tan magullado cuando despierto?

Apagué los Veinticinco años de éxitos de los 25 Años y pisé a fondo, sólo las cintas de mi cabeza sonaban a todo volumen:

UN DIARIO PUEDE SER LA CLAVE QUE CONDUZCA AL ASESINO

Un diario que se podría haber llevado en el bolso desaparecido podría ser la clave para encontrar al asesino de una mujer.

Clare Strachan, de veintiséis años, fue hallada muerta a golpes en un garaje abandonado a quinientos metros del centro de Preston anoche; la policía recorrió los pubs en un intento de encontrar el rastro de su asesino.

La señorita Strachan fue vista por última vez a las diez y veinticinco de la noche del jueves cuando salió de la casa de un amigo.

Una mujer descubrió su cadáver cuando se dirigía a abrir las puertas de un garaje en Frenchwood Street, Preston.

En rueda de prensa celebrada hoy, el comisario Alfred Hill dijo que el móvil más probable del asesinato era el robo. Dijo que un diario que se cree que llevaba en el bolso, desaparecido, podría contener alguna pista vital.

«Espero impacientemente tener noticias de cualquier persona que haya desaparecido de Preston desde el jueves», dijo.

El comisario Hill, segundo responsable en el Departamento de Investigación Criminal, dirige un equipo de ochenta agentes para atrapar al asesino.

La señorita Strachan, originaria de Escocia, vivía en Preston, en la zona de Avenham, y también utilizaba el apellido Morrison.

Un reportaje sobre otro hecho criminal del lado chungo de las montañas, del año chungo:

1975:

Eddie ausente, Carol muerta, el infierno acechando en cada esquina, en cada amanecer.

Olmos muertos, a miles.

Extraído de recortes, sacado de las cintas.

Dos años que parecían doscientos.

El dueño de la historia.[23]

Bye Bye Baby.[24]

Empezar por el final.

Comenzar por la conclusión:

Reduje la velocidad en Church Street y la recorrí lentamente, intentando localizar Frenchwood Street, buscando los garajes, su garaje.

Me detuve al lado de un aparcamiento de varios pisos.

El coche apestaba a mi aliento rancio por la falta de sueño, la falta de desayuno, el estómago sólo lleno de pesadillas.

El reloj del salpicadero marcaba las nueve.

La lluvia, a jarros, empapaba las ventanillas.

Me puse la chaqueta del traje por encima de la cabeza, salí y crucé la carretera corriendo en dirección a una puerta abierta que oscilaba bajo el aguacero.

Pero al llegar a ella frené en seco, me quité la chaqueta de la cabeza, la lluvia me empapó la cara, me aplastó el pelo, con el estómago revuelto por el hedor del pavor y la calamidad.

Entré protegiéndome de la lluvia y empapándome de su dolor.

Bajo los pies, bajo los pies sentí trapos viejos, una capa de telas y papeles, botellas marrones y verdes, un mar de cristales con islas de madera, baúles y cajas, un banco de trabajo que seguramente usaba para aquel trabajo concreto, su oficio.

Me quedé quieto, la puerta daba golpes, lo tenía todo por delante de mí, por detrás, por debajo, por encima, escuchando los ratones y las ratas, el viento y la lluvia, una horrible música soul, pero sin ver nada, ciego:

«Vuestros jóvenes tendrán visiones; y vuestros ancianos soñaran sueños».

Yo era un anciano.

Un anciano perdido en un cuarto.

—Parece una rata ahogada. ¿Cuánto tiempo lleva ahí fuera?

—No mucho —mentí antes de seguir a la camarera al interior del St. Mary, al abrigo de la lluvia.

—¿Qué puedo ofrecerle? —preguntó encendiendo las luces.

—Una pinta y un whisky.

Se metió detrás de la barra y empezó a servir mi pinta.

Ocupé un taburete de la fría barra aún vacía.

—Aquí tiene. Sesenta y cinco, por favor.

Le entregué un billete de una libra.

—Un nombre raro para un pub.

—Eso es lo que dice todo el mundo, pero, en cualquier caso, este sitio se parece más a una iglesia. A ver, échele un vistazo.

—¿Tiene el mismo nombre que el sitio ese de más abajo?

—¿El albergue? Sí, no me lo recuerde.

—Vendrán mucho de allí, ¿no?

—Ya no viene nadie —dijo ella mientras me daba las vueltas—. ¿A qué se dedica usted?

—Trabajo en el Yorkshire Post.

—Lo sabía. ¿Ha venido por la mujer que se cargaron hace un par de años? ¿Cómo se llamaba?

—Clare Strachan.

Frunce el ceño.

—¿Está seguro?

—Sí. Usted la conocía, ¿verdad?

—Sí, sí. Ahora dicen que tal vez fuera el Destripador de Yorkshire ese, ¿no es cierto? Imagine si lo fuera, joder, seguramente estuvo aquí.

—O sea que Clare ¿venía con bastante frecuencia?

—Sí, sí. Se le ponen a una los pelos de punta, ¿verdad? ¿Le pongo otra?

—Vale, de acuerdo. ¿Cómo era?

—Escandalosa y borracha. Como todas las demás.

—¿Ejercía la prostitución?

Ella se puso a limpiar la barra.

—Sí. A ver, en ese sitio, todas.

—¿En St. Mary?

—Sí. Aunque ella estaba tan fuera de sí que seguramente lo hacía gratis.

—¿La policía habló con usted de ella?

—Sí. Hablaron con todo el mundo.

—¿Qué les contó?

—Como acabo de decir, sólo que venía mucho por aquí, que se emborrachaba, que no tenía mucha pasta y que la que tenía seguramente se la ganaba haciendo la carrera.

—¿Qué dijeron ellos?

—¿La policía? Nada, a ver, ¿qué podían decir?

—No sé. A veces te dicen lo que están pensando.

Dejó de limpiar la barra.

—Oiga, no va a sacar nada de esto en el periódico, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—No quiero que el puto Destripador lea mi nombre, ¿sabe? Que crea que sé más de lo que sé y que se le ocurra que le conviene cerrarme la boca o algo así.

—No se preocupe. No voy a decir nada.

—Seguro que ustedes, los periodistas, siempre dicen eso, ¿a que sí?

—A Dios pongo por testigo.

—Ya, claro. ¿Otra?

—Perdón. Busco a Roger Kennedy.

El joven con gafas negras que encontré en el pasillo oscuro temblaba, se sorbía la nariz, se estaba cagando vivo.

Le pregunté otra vez:

—¿Roger Kennedy?

—Ya no trabaja aquí.

—¿Sabe dónde podría encontrarle?

—No. Tendrá que volver cuando esté el jefe.

—¿Y ése quién es?

—El señor Hollis. Es el guarda encargado.

—Y ¿a qué hora llegará?

—No va a venir.

—Ya.

—Está de vacaciones. En Blackpool.

—Muy bonito. ¿Cuándo regresará?

—Creo que el próximo lunes.

—Vale. Perdone, me llamo Jack Whitehead.

—No es poli, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

—Estuvieron por aquí hace un par de días, por eso. Y entonces, ¿quién es usted?

—Soy periodista. Del Yorkshire Post.

Aquello no pareció que le ayudara a sentirse más tranquilo.

—Entonces, ¿se trata de Clare Strachan? ¿La mujer que vivía aquí?

—Sí. ¿Era eso lo que quería la policía?

—Sí. Ojalá el señor Hollis estuviera aquí.

—¿Qué dijeron?

—Creo que será mejor que vuelva cuando esté el señor Hollis.

—Bueno, la verdad es que podría ahorrarle algunas molestias. Sólo quiero hacer un par de preguntas. No son para el periódico.

—¿Qué clase de preguntas?

—De información general. ¿Hay algún sitio en el que podamos sentarnos? Sólo un par de minutos.

Se empujó las gafas por la nariz otra vez y señaló la luz blanca del fondo del pasillo.

—Lo siento, no me he quedado con su nombre —dije mientras le seguía hasta una salita deprimente donde la lluvia formaba charcos debajo del viejo y deteriorado marco de la ventana.

—Colin Milton.

Le estreché la mano y dije otra vez:

—Jack Whitehead.

—Colin Milton —repitió él.

—¿Un Polo? —le ofrecí, y tomé asiento.

—No, gracias.

—Entonces, Colin, ¿llevas mucho tiempo trabajando aquí?

—Unos seis meses.

—¿O sea que no estabas aquí cuando ocurrió aquello?

—No.

—¿Hay alguien por aquí que sí estuviera? ¿Ese tal señor Hollis?

—No. Sólo Walter.

—¿Walter?

—Walter Kendall, el ciego. Vive aquí.

—¿Ya estaba aquí hace dos años?

—Sí. Era uno de sus amigos.

—¿Sería posible hablar con él?

—Si está.

Me levanté.

—¿Sale mucho, o qué?

—No.

Salí de la salita detrás de Colin Milton y subimos dos tramos de escaleras oscuras hasta un pasillo estrecho. Recorrimos el corredor de linóleo hasta una habitación al fondo del todo.

Colin Milton llamó con los nudillos a la puerta.

—Walter, soy Colin. Estoy con una persona que quiere verte.

—Que pase —le respondió la voz.

Dentro de la diminuta habitación un hombre se sentaba a la mesa delante de la ventana cubierta por una cortina de lluvia, dándonos la espalda.

Colin se ruborizó:

—Perdón, se me ha olvidado su nombre. ¿Jack?

—Jack Whitehead —dije dirigiéndome a la nuca del hombre—. Del Yorkshire Post.

—Lo sé —dijo el hombre.

—¿Es usted Walter Kendall?

—Sí, lo soy.

Colin cambió el peso del cuerpo de un pie a otro e intentó sonreír.

—Muy bien, Colin —dijo Walter—. Puedes dejarnos solos.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Gracias —dije mientras Colin salía de la habitación cerrando la puerta.

Me senté en la pequeña cama; Walter Kendall seguía mirando para el otro lado.

Un tren pasó por fuera haciendo temblar la ventana.

—Deben de ser las dos en punto —dijo Walter.

Miré el reloj.

—A no ser que lleve retraso.

—Como usted, entonces —dijo Walter girándose.

Y por un momento aquella cara, la cara de Walter Kendall, fue la cara de Martin Laws, de Michael Williams, la cara de los vivos, la cara de los muertos.

—¿Qué?

—Va con retraso, señor Whitehead.

Esa cara, esos ojos:

Esa cara gris mal afeitada, esos ojos blancos invidentes.

—No sé lo que quiere decir.

—Lleva casi dos años muerta.

Esa lengua, ese aliento.

Esa lengua blanca, ese aliento negro.

—He venido animado por un comentario que hizo el jefe de West Yorkshire, cuando sugirió recientemente que Clare Strachan pudo haber sido asesinada por el mismo hombre que ha estado asesinando a prostitutas en la zona de West Yorkshire.

El señor Kendall no dijo nada, esperó.

Así que continué:

—Por eso he venido a investigar cualquier posible conexión y le agradecería enormemente cualquier información que usted pueda facilitarme.

Otro tren, otro temblor.

Y luego dijo:

—Aquel agosto en que fuimos a Blackpool, Clare y yo. Se había enterado de que sus críos iban a bajar con su tía o algo así. Era la Semana Escocesa. Así que nos subimos en el primer autocar y Clare apenas podía contener los nervios. Me dijo que se iba a mear encima, hasta ese punto estaba nerviosa. Y fue un día precioso, el cielo azul y despejado desde primera hora, limpio como una patena. Y quedamos con sus hijas y su tía debajo de la Torre y eran unas criaturitas encantadoras, con el pelo rojo y los dientes recién salidos. Creo que tendrían que tener cerca de dos y cuatro años. Y hubo un montón de lágrimas porque había pasado un año o más y Clare llevaba los regalos de Navidad del año anterior y Clare comentó que sus sonrisas casi la compensaban por la espera. Y nos bajamos a la playa, que todavía estaba muy tranquila, la marea acababa de bajar, el mar todo erizado de crestas y ondas y ella las llevó hasta la espuma de la orilla, y se quitaron los zapatos y los calcetines y las tres se pusieron a saltar entre las olas bajas y su tía y yo nos quedamos sentados en el muro, observándolas, y los dos lloramos. Y luego nos fuimos los cinco juntos a tomar un helado a un sitio del pueblo que conocía Clare que era encantador, italiano, y Clare tomó un cappuccino con trocitos de chocolate por encima y, como me gustó tanto la buena pinta que tenía, me trajo otro para mí además del helado, y luego fuimos a uno de los salones de juegos y montamos a las pequeñas en los burros, a pesar de que Clare pensaba que era cruel tener a los burros como los tenían, pero nos reímos mucho porque uno de los burros tenía ideas propias y arrancó con la niña mayor encima, y salió a buen paso, y ella lo estaba pasando de maravilla, la niña, que se reía como una loca, pero el señor de los burros y todos nosotros salimos corriendo detrás de ellos por toda la playa, al final les alcanzamos pero nos costó lo nuestro y creo que al señor de los burros no le pareció tan divertido pero nosotros nos partíamos de risa. Luego fuimos a comer al Lobster Pot, donde hacen unos pescados enormes de verdad, Moby Dicks, como los llamaba Clare. Y también una buena taza de té, fuerte como el escocés, dicen ellos. Luego cogimos un tranvía para llegar a Pleasure Beach y tenía que haberlas visto, señor Whitehead, dando vueltas en tazas de té gigantes, montadas en flores, con unos sombreros extravagantes y chupando unos enormes pirulís de caramelo rosa, pero me encontré con Clare, en la puerta de la Mina de Oro fue, unas lágrimas como puños le rodaban por la cara porque tenían que coger el tren de las cinco o lo que fuera, y la tía le decía que a lo mejor volvían para las Iluminaciones,[25] podían coger un autocar especial, pero Clare negaba con la cabeza, con las pequeñas colgadas del cuello, convencida de que aquello era el final y yo no pude mirarlas en la estación, era demasiado, todas despidiéndose, la pequeña que no sabía de qué iba todo aquello pero la otra se mordía los labios, como su mamá, y sin querer soltarle la mano, fue terrible, el corazón no está hecho para esas cosas, y luego, luego fuimos al Yates y se agarró un pedo, un pedo acojonante, pero quién podría reprochárselo, señor Whitehead, en un día así, con la vida que llevaba, sabiendo lo que sabía, ocho semanas después la follaron por el culo, el pecho destrozado con unas botas del número cuarenta y cuatro, nunca más volvería a ver a aquellas niñitas, su precioso pelo rojo, sus dientes recién salidos, ¿podría usted reprochárselo?

—No.

—Pero ellos sí, ¿verdad?

Miré a lo lejos, a la lluvia en la ventana, una cueva subacuática, una cámara de lágrimas.

—¿Va a publicar eso?

Le miré, las lágrimas en sus mejillas, atrapado en esta cueva subacuática, esta cámara de lágrimas.

Tragué saliva, por fin recuperé el aliento y dije:

—La noche en que murió, ¿quién sabía a quién iba a ver?

—Todo el mundo.

—¿Quién?

—Señor Whitehead, creo que ya sabe quién fue.

—Dígamelo.

Walter Kendall levantó los dedos sobre la lluvia:

—Donde buscas uno hay dos, dos tres, tres cuatro. Donde buscas cuatro hay tres, tres dos, dos uno y así sucesivamente. Pero usted ya lo sabe.

Me puse de pie y le grité al hombre ciego de los ojos blancos y la cara gris, grité a aquellos ojos, a aquella cara:

—¡Dígamelo!

Habló deprisa, con un dedo en el aire:

—Clare salió del pub de ahí al lado, el St. Mary, a las diez y media. Le dijimos que no fuera, le dijimos que no debía ir, pero estaba cansada, señor Whitehead, demasiado cansada de huir. Le dijeron que había llegado su taxi, pero ella se fue andando por la calle, en dirección a French, bajo la lluvia, una lluvia peor que ésta, y se acercó a un coche que estaba aparcado en la oscuridad al final de la calle y nosotros nos quedamos mirando cómo se iba.

—¿Cómo se iba con quién?

—Con un policía.

—¿Un policía? ¿Quién?

Cuartel general de policía de Lancashire, Preston.

Un secreta grande y con bigote me acompañó al despacho que el comisario Alfred Hill tenía en el segundo piso.

El hombretón llamó a la puerta y se lanzó otro caramelo Polo a la boca.

—Puede pasar —dijo el secreta.

—Jack Whitehead —me presenté alargando la mano.

El hombrecillo de detrás del escritorio guardó el pañuelo y me estrechó la mano.

—Siéntese, señor Whitehead. Siéntese.

—Jack —dije.

—Muy bien, Jack, ¿puedo ofrecerte algo para beber? ¿Té, café, algo más fuerte? ¿Un brindis por la reina?

—Mejor no. Tengo que conducir un largo trecho para volver a casa.

—Bien. Entonces, ¿qué es lo que te trae por aquí?

—Como le dije por teléfono, se trata del asesinato de Clare Strachan y lo que George Oldman dijo hace un par de días, sobre la posibilidad de que exista una relación…

—¿Con el Destripador?

—Sí.

—George me ha contado que fuiste tú quién acuñó ese término.

—Desgraciadamente.

—¿Desgraciadamente?

—Bueno…

—Yo no diría eso, tendrías que estar orgulloso. Un pedazo de licencia periodística como ésa es para sentirse orgulloso.

—Gracias.

—George cree que la publicidad puede ayudarle. Le has hecho un favor.

—¿Usted no está de acuerdo?

—Yo no diría eso, no diría eso ni por asomo. En un caso así no se puede hacer nada sin contar con la ayuda de los ciudadanos.

—Al principio tuvieron bastante ayuda con Clare Strachan.

Había vuelto a sacar el pañuelo y lo examinó, a punto de añadir algo más:

—La verdad es que no.

—¿Llegaron a algo con el diario?

—¿El diario?

—Al parecer, en aquel momento creían que había un diario en el bolso desaparecido.

Tosió fuertemente, con la mano en el pecho.

—¿Se consiguió algo con eso?

Tenía la cara de un rojo encendido, jadeó sobre el pañuelo y susurró:

—No.

—¿Qué les hizo pensar que existía el diario?

El comisario levantó la mano:

—Señor Whitehead…

—Jack, por favor.

—Jack, no estoy muy seguro de lo que estamos haciendo aquí. ¿Es una entrevista? ¿Es eso lo que estamos haciendo?

—No.

—¿O sea que no vas a publicar nada de esto?

—No.

—Y entonces, ¿por qué estamos aquí? Quiero decir que si no vas a publicarlo…

—Bueno, trabajo de investigación. Dada la posibilidad de que se trate del mismo hombre.

Dio un trago de agua, decepcionado.

—No es mi intención hacerle perder el tiempo —dije.

—No quería decir eso, Jack. No es para nada lo que quería decir.

—Entonces, señor, ¿puedo preguntarle si cree que este asesinato ha sido perpetrado por el mismo hombre?

—¿Confidencialmente?

—Confidencialmente.

—No.

—¿Y oficialmente?

—Existen ciertas semejanzas —dijo cabeceando hacia la ventana—, como ha dicho mi dilecto amigo del otro lado de las montañas.

—Y entonces, confidencialmente, ¿qué le hace pensar que no es el mismo hombre?

—Teníamos más de cincuenta hombres detrás de ella, ¿sabes?

—Creía que eran ochenta.

Sonrió:

—Lo único que digo es que hicimos un trabajo concienzudo con ese caso, muy concienzudo. Se ha dicho que, a causa de quien era, de su historia, de lo que era, no le dimos prioridad, pero puedo decirte que trabajamos como locos mientras pudimos. Decir que no nos tomamos en serio cosas como las que le ocurrieron a esa mujer es mentira, es una mentira descarada. Por supuesto, algo como el asesinato de un niño es normal que acapare los titulares, atrae la atención y la mantiene, pero yo fui uno de los primeros en presentarse en aquella cochera y he visto algunas cosas, cosas como las de Brady,[26] pero lo que le hicieron a ella, fuera o no fuera una furcia, no se lo merece nadie. Nadie.

Se había ido lejos, muy lejos, a aquel garaje, con sus propias cintas.

Y guardamos silencio hasta que hablé:

—Pero no fue él.

—No. Considerando lo que nos ha mostrado George, lo que nos han contado los chicos que enviaron de allí, no.

—¿Puede ser más concreto?

—Mira, George quiere relacionarlos. Yo no voy a meterme en eso.

—Vale. ¿Cómo los ha relacionado George?

—¿Confidencialmente?

—Confidencialmente.

—Grupo sanguíneo, forma de vida de la víctima, lesiones en la cabeza, y una colocación determinada del cadáver, cierta disposición que no vamos a divulgar.

—¿Grupo sanguíneo?

—El mismo.

—¿Cuál?

—B.

—B. Es un grupo raro.

—Relativamente raro. El nueve por ciento.

—Yo a eso lo llamaría raro.

—Yo lo llamaría no concluyente.

—¿Y qué le hace ser tan concluyente en su contra?

—Clare Strachan fue penetrada, sodomizada dos veces, una de ellas después del fallecimiento, golpeada en la cabeza con un instrumento contundente, pero no mortalmente, estrangulada, pero no mortalmente, y después de todo eso fue finalmente asesinada, finalmente asesinada por una incisión en un pulmón que le produjo alguien saltando sobre su pecho hasta que le rompió una costilla que se le clavó en el pulmón, inundándoselo de sangre, y así la ahogó.

Volvimos a guardar silencio, en nuestros pequeños silencios desesperados, arañando la ventana con las uñas, con las caras pegadas al cristal, quiero salir salir salir.

—¿Puedo hacerle una pregunta más?

Él dobló de nuevo el pañuelo y asintió con la cabeza.

—¿Interrogaron a la gente del albergue?

—¿Del St. Mary? Sí. No los trajimos a todos.

Hice una pausa, los labios secos, una terrible visión de las montañas al otro lado de la ventana, una visión de borrachos y locos, de borrachos y locos aullando a la luna entre barrotes de celda, barrotes en lo alto de la pared oscura de una celda.

Por fin dije:

—¿Y qué dijeron? ¿Qué contaron?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Hablaron con Walter Kendall?

Puso los ojos en blanco.

—¿El ciego? Varias veces.

—¿Y qué les contó?

Alfred Hill, el comisario Alfred Hill, me miró plenamente por primera vez y dijo:

—Me consta que la reputación del señor Whitehead es realmente excelente entre las fuerzas del orden de West Yorkshire, una reputación realmente excelente como hábil reportero de sucesos que colabora en las investigaciones y estoy dispuesto a darle una gran libertad de movimientos, una gran libertad, pero tengo que decir que protesto ante esa insinuación.

—¿Qué insinuación?

—Estoy muy, muy al tanto de las cosas que ha dicho el señor Kendall, que ha dicho repetidas veces, y me sorprende que un periodista, un hombre de tal reputación, me sorprende que llegue siquiera a dar crédito a esos disparates haciendo esa pregunta.

Sonreí.

—Deduzco que no es una de las líneas de investigación que va a seguir por el momento, ¿cierto?

Alfred Hill no dijo nada.

—¿Una última pregunta?

Suspiró.

—¿Usted dijo que Clare Strachan era prostituta?

Él asintió.

—¿Había sido condenada?

Estaba cansado y quería que me fuera.

—Está todo aquí —dijo, y deslizó por encima de la mesa un expediente abierto.

Me incliné hacia delante.

Dos fechas en una hoja escrita a máquina:

23/08/74

22/12/74

Junto a cada fecha, letras y números:

Ver WKFD/MORRISON-C/CTNSOL1A

Ver WKFD/MORRISON-C/MGRD-P/WSMT27C

—¿Qué quieren decir?

—Uno es una advertencia por ejercer la prostitución, el otro una declaración.

¿WKFD?

—Wakefield.

En el coche, en los Moors, en las lágrimas, en mis mejillas.

Risa:

Unos tremendos torrentes de carcajadas estrepitosas mientras piso el acelerador a fondo bajo otra jarreada de lluvia de los 25 Años.

Risa:

Pienso, tonto, tonto, tonto.

Miro por el retrovisor y me pregunto:

—¿Tengo cara de violín?

Risa:

La hostia si era idiota, pero más idiota de lo que nunca pude imaginar.

Risa:

Porque era idiota y era mío.

Risa:

Acelerador a fondo, ventanilla abierta, lluvia en la cabeza, grito:

—Pues tócame, joder.

Risa:

—Venga, cabrón, ¡tócame!

Aparqué nada más pasar una cabina roja, me eché la chaqueta por encima de las orejas y fui corriendo.

Marqué el número.

—¿Qué tal si otra vez…?

—Me muero de ganas —dijo medio riendo.

Había dejado de llover justo cuando empezaba a oscurecer, justo a tiempo para que disfrutaran de sus estúpidas celebraciones, para que encendieran sus estúpidas hogueras.

Ka Su Peng esperaba en la esquina de Manningham con Queens, el pelo negro corto, y la piel sucia, con vestido y leotardos negros, una chaqueta y un bolso en el brazo.

Me arrimé al bordillo y ella se montó en el coche.

—Gracias —dije.

—¿Qué tal estás?

—Estoy bien.

—¿No quieres que vayamos al piso?

—No, si no te importa.

—Es tu dinero —dijo, y yo pensé que ojalá no lo hubiera dicho, de veras pensé que ojalá no lo hubiera dicho.

Giré a la izquierda y otra vez a la izquierda hasta que enfilamos Whetley Hill y ella dijo:

—¿Adónde vamos?

—Quiero hacerlo aquí —dije torciendo en el parque infantil de White Abbey Road.

—Pero esto es…

Pude sentir los latidos de su corazón dentro del coche, sentir su miedo, pero dije:

—Lo sé y quiero que me enseñes dónde.

—No. —Se revolvía en su asiento.

—Después te sentirás mejor, mucho mejor.

—Tú qué cojones sabes.

—Se acabará todo, por fin.

Sacó el dinero del bolso y dijo:

—Déjame salir, déjame salir ahora mismo.

Paré el coche en la hierba, enfrente de una fila de árboles, y apagué el motor.

Se abalanzó sobre la puerta.

Yo la sujeté del brazo.

—Ka Su Peng, por favor. No quiero hacerte daño.

—Entonces deja que me vaya. Me estás asustando.

—Por favor, te puedo ayudar.

Ella había abierto la puerta y tenía un pie en la hierba.

—Por favor.

Se dio la vuelta y me miró de hito en hito, ojos negros en una cara fantasmal, una mascarilla funeraria hecha de carne, y dijo:

—¿Qué quieres?

—Sube al asiento de atrás.

Salimos los dos del coche y, frente a frente en medio de la noche, nos miramos por encima del techo del coche, dos fantasmas blancos, ojos negros en caras pálidas, máscaras de carne, y ella quiso abrir la puerta de atrás, pero tenía echado el seguro.

—Espera —le dije, y rodeé el coche por detrás, con una mano en el bolsillo, sus ojos en los míos, los míos en los suyos, la luna en los árboles, los árboles en el cielo, el cielo en aquel infierno negro por encima de nuestras cabezas, que nos miraba desde arriba en el campo de juegos, el parque infantil donde los niños se divertían con sus juegos y sus padres asesinaban a sus mujeres.

Y llegué por detrás de ella y abrí la puerta de atrás.

—Entra.

Se sentó en el borde del asiento de atrás.

—Túmbate.

Y ella se tumbó en el cuero negro.

De pie junto a la puerta me desabroché la hebilla del cinturón.

Ella me miró y levantó el culo para bajarse los leotardos negros y las bragas blancas.

Apoyé una rodilla en el canto del asiento con la puerta todavía abierta.

Se levantó el vestido negro y alargó los brazos hacia mí.

Y entonces la follé en el asiento de atrás y me corrí encima de su vientre, le limpié el semen del interior del vestido con la manga y la abracé así, la sostuve entre mis brazos mientras lloraba, en el asiento de atrás de mi coche con sus leotardos y sus bragas colgándole de un pie, en medio del parque, en medio de la noche, bajo la luna de los 25 Años, viendo los fuegos artificiales y las hogueras que iluminaban la noche granate, y, mientras un fuego artificial más caía en silencio hacia la tierra, ella me preguntó:

—¿Qué significa Jubileo?[27]

—Es judío. Cada cincuenta años se celebraba un año de liberación, un tiempo de indulgencia y perdón de los pecados, el final de la penitencia, y por eso era un tiempo de celebración.

—¿De júbilo?

—Sí.

La llevé otra vez al piso donde vivía y aparcamos fuera, en la oscuridad, y allí le pregunté:

—¿Me has perdonado?

—Sí —dijo ella, y se bajó del coche.

Había dejado los diez pavos en el salpicadero.

Volví a Leeds sintiendo calor en el estómago, una calidez como aquella vez que dejé a mi prometida en su casa y me alejé mientras ella me decía adiós con la mano, y también sus padres, aquella vez veinticinco años antes, esa calidez en el estómago.

Un resplandor.

Subí despacio las escaleras, temiéndoles.

Giré la llave en la cerradura y escuché, consciente de que nunca podría traerla aquí.

Sonaba el teléfono.

Abrí la puerta y contesté.

—¿Jack?

—Sí.

—Soy Martin.

—¿Qué quieres?

—Estaba preocupado por ti.

—No hace ninguna falta.

Me desperté en medio de una noche silenciosa, acabados los fuegos artificiales, empapado en sudor.

Te beso y te despiertas.

Desperté al sentir la suavidad de su beso en mi frente, la vi sentada en el borde de mi cama, con las piernas separadas, y escuché su nana:

Te follo y te duermes.

Desperté y volví a quedarme dormido.

Calles oscuras y jadeantes, las lascivas fachadas traseras de las casas, rodeadas de piedras silenciosas, enterradas en ladrillos negros, por patios y callejones en los que no crecían los árboles, ni la hierba, pie en el ladrillo, ladrillo en la cabeza, éstas son las casas que construyó Jack.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Mary-Ann, Annie, Liz, Catherine y Mary, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Donde buscas uno hay dos, dos tres, tres cuatro».

Un lugar asombroso, una perversa confluencia de arrabales que alberga las criaturas humanas más rastreras, donde hombres y mujeres viven a base de tragos de ginebra barata, donde camisas y cuellos limpios son lujos desconocidos, donde todo el mundo lleva un ojo morado y nadie se peina nunca.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Theresa, Joan y Marie, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Donde buscas cuatro hay tres, tres dos, dos uno etcétera».

A corta distancia del corazón, un patio de juegos estrecho, una vía pública tranquila, con dos grandes verjas, en una de ellas hay un pequeño portillo que se utiliza cuando las verjas están cerradas, aunque la verdad es que éstas están abiertas a todas horas, según el testimonio de aquellos que viven cerca, la entrada al patio rara vez se cierra.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Joyce, Anita y Ka Su Peng, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Pero eso tú ya lo sabes».

A una distancia de seis o siete metros de la calle hay un muro ciego a cada lado cuyo efecto es el de encerrar el espacio circunscrito en la más total oscuridad después de la puesta del sol. Más al fondo, la ventana de un Club de Trabajadores arroja algo de luz en el patio, club que ocupa toda la extensión del patio en su parte derecha, y de una serie de casas adosadas, todas ellas ya apagadas a estas horas.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

He posado la mano en el metal de frío de la verja, tengo la mirada perdida en la oscuridad que me envuelve, Carol me guía.

Un parque infantil.

La mirada perdida.

Arrojado del infierno a esto:

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Aúllo: Te follo y te duermes.

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Aúllo: Te beso y te despiertas.

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Lanzado del allá a esto, de esto al allá y otra vez aquí:

El amanecer, el ruido de la pestaña del buzón, la carta en el felpudo.

ÉL HA ESTADO AQUÍ.

Otra vez.

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