1977

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Cuarta parte » Capítulo 17

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17

—Está pasando algo raro —dijo Hadden.

—¿Como qué?

—Según ellos, ha habido otro y acaban de encontrar al culpable. Lo tienen bajo custodia.

—¿Estás de broma?

—No.

—¿El Destripador?

—Eso parece.

—Chorradas. ¿Quién te lo ha dicho?

—Un pajarito.

—¿Qué pajarito?

—Stephanie.

—¿Y cómo se ha enterado ella?

—La recepción de Bradford.

—Joder.

—Casi dije lo mismo.

—¿Qué quieres que haga?

—Haz algunas llamadas.

Joder.

Ya en mi mesa, cogí el teléfono y marqué el número de Millgarth.

—¿Samuel?

—¿Jack?

—¿Qué está pasando?

—No sé de qué me hablas.

—Claro que lo sabes.

—No, no lo sé.

—De acuerdo. ¿A qué hora vas a dejar de hacer el gilipollas para empezar a ganar un poquito de eso que tanto te gusta?

—¿Dentro de media hora?

Miré el reloj.

Mierda.

—¿Dónde?

—¿En el Scarborough?

—Es una cita. —Y cuelgo.

Volví a mirar el reloj, revisé la cartera y salí.

Llegué el primero al Scarborough.

Puse la pinta de cerveza encima del teléfono y marqué.

—Soy yo.

—No puedes aguantarte, ¿verdad? —rió ella.

—No si puedo evitarlo.

—Sólo han pasado un par de horas.

—Y te echo de menos.

—Yo también. Creía que ibas a Manchester.

—Puede que vaya. Pero había pensado llamarte antes.

—Eso estaría bien.

Reí y dije:

—Gracias por el fin de semana.

—No, gracias a ti.

—Te llamo cuando vuelva.

—Te estaré esperando.

—Adiós.

—Adiós, Jack.

Ella colgó primero y luego colgué yo, cogí la pinta y me dirigí a una mesa con superficie de cobre en un rincón.

Estaba empalmado.

Miré el reloj pensando que ojalá pudiera llegar al tren de las doce y media como muy tarde.

Es decir, si no habían atrapado al cabrón ese.

Se oía la lluvia azotando las ventanas.

—Y dicen que esto es el verano —dijo el camarero desde el otro extremo de la sala.

Asentí con un gesto, me acabé la pinta y volví a la barra para pedir dos cervezas bitter y una bolsa de patatas con sal y vinagre.

Cuando volví a la mesa miré otra vez el reloj.

—Espero que no estés en la ruina —dijo el sargento Samuel Wilson mientras se sentaba.

—Que te den —dije yo.

—Y Feliz Navidad para ti también —rio, y luego dijo—: ¿Qué coño te ha pasado en la mano?

—Me corté.

—¿Qué coño hacías?

—Cocinar.

—No jodas.

Le ofrecí una patata.

—¿Y bien?

—¿Qué?

—¿Samuel?

—¿Jack?

—No me jodas. Esto no es un puto programa de bailes de salón.

Suspiró.

—Venga, ¿qué has oído?

—Que tenéis un cadáver en Bradford y un presunto culpable aquí.

—¿Y?

—Que es el Destripador.

Wilson acabó su pinta y sonrió con espuma en los labios.

—¿Samuel?

—¿Nos tomamos otra, Jack?

Me acabé la mía y fui hasta la barra.

Cuando volví a sentarme se había quitado la gabardina.

Miré el reloj.

—No te estaré entreteniendo, ¿verdad, Jack?

—No, pero esta tarde tengo que estar en Manchester. —A continuación añadí—: Dependiendo de lo que me cuentes. Es decir, si es que me vas a contar algo.

—¿Y cuánto está dispuesto a dar un hombre ocupado como tú a un pobre trabajador como yo? —dijo con aire despectivo.

—Depende de lo que tengas, ya sabes cómo va la cosa.

Sacó una hoja de papel doblada y me la pasó por delante de la cara.

—¿Una comunicación interna de Oldman?

—¿Veinte?

—¿Cincuenta?

—No jodas. Sólo estoy confirmando lo que ya he oído. Si tú hubieras llamado a tu viejo amigo Jack ayer directamente, habría sido otra cosa, ¿no te parece?

—¿Cuarenta?

—¿Treinta y cinco?

—Enséñamelo.

Me pasó el papel y leí:

A las doce del mediodía del sábado 12 de junio, se encontró el cadáver de Janice Ryan, una prostituta convicta de veintidós años de edad, oculto debajo de un sofá viejo en un descampado cerca de White Abbey Road, Bradford.

Se le practicó la autopsia y se determinó que la muerte había sido producida por lesiones en la cabeza hechas con un objeto contundente. Se cree que la muerte se produjo unos siete días antes debido a la descomposición parcial del cadáver.

También se cree por las características de las heridas que esta muerte no está relacionada, repito, no está relacionada, con las otras muertes públicamente conocidas como los Asesinatos del Destripador.

Por el momento no se va a facilitar a la prensa ninguna información referente a este crimen.

Me levanté.

—¿Adónde vas?

—Es él —dije, y me fui hacia el teléfono.

—¿Qué hay de mis treinta y cinco libras?

—En seguida.

Cogí el teléfono y marqué.

Su teléfono sonó, sonó y sonó:

Adviertan a las putas que no salgan a las calles porque noto que me viene otra vez.

Colgué y volví a marcar.

Su teléfono sonó, sonó y…

—¿Diga?

—¿Dónde estabas?

—En el baño. ¿Por qué?

—Ha habido otro.

—¿Otro?

—Él. En Bradford. En el mismo sitio.

—No.

—Por favor, no salgas. Me acercaré más tarde.

—¿Cuándo?

—En cuanto pueda. No salgas.

—Vale.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Adiós.

Y colgó.

Crucé el pub para volver a la mesa, con visiones de muebles manchados de sangre, agujeros y cabezas:

He avisado con bastante antelación, así que será culpa suya y de ellos.

Me senté.

—¿Estás bien?

—Sí —mentí.

—No lo parece.

—¿O sea que tienen a alguien?

—Sí.

—¿Quién es?

—Ni puta idea.

—Venga ya.

—En serio. No lo sabe nadie más que los jefazos.

—¿Y por qué tanto secretismo?

—Ya te lo he dicho, ni puta idea.

—Pero ¿dicen que no es el Destripador?

—Eso dicen.

—¿Tú qué crees?

—Ni puta idea, Jack. Es muy raro.

—¿Has oído algo más? ¿Lo que sea…?

—¿Cuánto?

—Suéltalo y te doy hasta cincuenta si es bueno.

—Algunos de los chicos dicen que han suspendido de servicio a alguien, pero eso no te lo he dicho yo.

—¿Por este asunto?

—Sí, eso es lo que dicen algunos chicos de aquí.

—¿De Millgarth?

—Eso es lo que dicen.

—¿A quiénes?

—Al inspector Rudkin, a tu amiguito Fraser y al detective Ellis.

—¿Ellis?

—Mike Ellis. Un gilipollas gordo con una gran bocaza.

—No le conozco. ¿Y creen que se han cargado a esa mujer de Bradford?

—A ver, Jack, yo no he dicho eso. Sólo que los han suspendido, eso es lo único que sé.

—Joder.

—Sí.

—¿Te sorprende?

—De Rudkin, no. De Fraser, sí. De Ellis sí, pero la verdad es que todo el mundo le odia.

—¿Gilipollas?

—Total y absoluto.

—Pero ¿todo el mundo sabía que Rudkin era corrupto?

—Los compañeros no le llaman Harry el Sucio por nada.

—Joder. ¿En qué sentido?

—Cuando trabajaba en antivicio no eran sólo las calles lo que limpiaba.

—¿Y Fraser?

—Ya le conoces, es el mismísimo Don Limpio. El Búho le ha ayudado a lo largo de toda su carrera.

—¿Maurice Jobson? ¿Por qué?

—Fraser está casado con la hija de Bill Molloy, ¿no lo sabes?

—Joder —suspiré—. Y Bill el Tejón tiene cáncer, ¿no?

—Sí.

—Interesante.

—Si tú lo dices… —Wilson hizo un gesto de indiferencia.

Miré el reloj.

—Será mejor que guardes eso —dijo él señalando la hoja de papel que seguía encima de la mesa.

Asentí, me la metí en el bolsillo y saqué la cartera.

Conté los billetes debajo de la mesa y le entregué cincuenta.

—Esto me irá de perlas, señor. —Me guiñó un ojo y se levantó para irse.

—Si hay cualquier cosa, Samuel, ¿me llamarás?

—Puedes apostar.

—Lo digo en serio. Si es él, quiero ser el primero en saberlo.

—Entendido. —Y se cerró la gabardina y desapareció.

Miré el reloj y fui al teléfono.

—¿Bill? Soy Jack.

—¿Qué tienes?

—Desde luego, es bien raro. Una prostituta muerta debajo de un sofá en Bradford.

—Te lo dije, Jack. Te lo dije.

—Pero dicen que no es obra del Destripador.

—Y entonces, ¿por qué nos lo ocultan?

—No lo sé pero, y esto es sólo algo que me imagino, tengo la sensación de que algunos oficiales la han cagado y ha habido algunas suspensiones.

—¿En serio?

—Eso se rumorea por Millgarth.

—¿Quiénes?

—Para empezar, el sargento Fraser. John Rudkin y otro más.

—¿El inspector John Rudkin? ¿Por qué?

—No lo sé. Puede que no tenga nada que ver con esto, pero parece extraño, ¿no?

—Sí.

—Tengo a un fulano que nos va a contar todo aquello de lo que se entere.

—Bien. Voy a poner la primera plana en espera.

—Pero no digas por qué.

—¿Vas a ir a Manchester?

—Creo que sí. Pero volveré por Bradford.

—Tenme al tanto, Jack.

—Adiós.

Me instalé en el tren y fumé, bebí una lata de cerveza templada, compré un sándwich y eché un vistazo por encima a un libro de bolsillo: Jack el Destripador, la solución final.

Después de pasar por Huddersfield me quedé dormido, a una mala cerveza le siguió un sueño igual de malo, y me desperté rodeado de colinas y de lluvia, el pelo pegado contra la ventana sucia, entre sueños:

Miro el reloj, son las 7.07.

Me encuentro en los Moors, recorriéndolos, y llego a una silla, una silla de cuero con el respaldo alto, y hay una mujer vestida de blanco de rodillas delante de la silla, con las manos unidas en gesto de oración, el pelo por la cara.

Me inclino para retirarle el pelo y es Carol, luego es Ka Su Peng. Se levanta y señala a la parte media de su vestido largo y blanco en la que se lee una palabra escrita con huellas de sangre:

livE.[34]

Y en los Moors, entre el viento y la lluvia, se quita el vestido blanco por encima de la cabeza, el vientre amarillo hinchado, y luego se pone otra vez el vestido del revés, y entonces en las letras de sangre se lee:

Evil.[35]

Y un niño pequeño en pijama azul sale de detrás de la silla de cuero con respaldo alto y se la lleva por los Moors y yo me quedo bajo el viento y la lluvia y miro el reloj y se ha parado:

7.07.

Desperté con la cabeza contra la ventana y miré el reloj.

Cogí el maletín y me encerré en el lavabo.

Me senté en la taza tambaleante y saqué la revista porno.

Spunk.

Clare Strachan en todo su esplendor.

Otra vez empalmado, comprobé la dirección y regresé a mi asiento y a mi sándwich a medio comer.

De Stalybridge hasta Manchester intenté darle sentido a todas las chorradas que me había contado Wilson, releí el comunicado de Oldman y me pregunté qué cojones habría hecho Fraser, consciente de que, en los tiempos que corren, podrían haber sido suspendidos por cualquier cosa:

Sobornos y cohechos, horas extras dudosas y gastos falsos, papeleo mal hecho o papeleo nunca hecho.

El puñetero John Rudkin corrompiendo al jodío Don Limpio.

Completamente despistado, volví a mirar por la ventana, a la lluvia y las fábricas, las pelis de terror locales, recordé las fotografías de los campos de exterminio que mi tío había traído de la guerra.

Yo tenía quince años cuando acabó la guerra y ahora, en 1977, iba en un tren con la cabeza apoyada en el cristal negro, en el puñetero tren, en el puto norte, sin saber si esta guerra acabaría alguna vez.

Cuando entramos en la estación Victoria iba pensando en Martin Laws y en El exorcista.

Ya en la estación fui directamente al teléfono.

—¿Alguna novedad?

—Nada.

Salgo de Victoria y subo Oldham Street.

Oldham Street número 270, oscuro y emborronado por la lluvia, bolsas negras de basura podridas se amontonan fuera, MJM Publishing tenía las oficinas en la tercera planta.

Me paré al pie de las escaleras y sacudí la gabardina.

Empapado, subí las escaleras.

Abrí la puerta doble de golpe y entré.

Era una oficina grande, equipada con mobiliario bajo, casi vacía, con una puerta al fondo que daba a otra oficina.

En una mesa cerca de la puerta del fondo había una mujer, una vieja bruja, que escribía a máquina.

Me planté delante del mostrador de la entrada y tosí.

—¿Sí? —dijo ella sin mirarme.

—Quisiera hablar con el propietario, por favor.

—¿Con quién?

—Con el jefe.

—¿Quién es usted?

—Jack Williams.

Ella levantó los hombros y cogió el teléfono de su escritorio:

—Aquí hay un hombre que quiere ver al jefe. Se llama Jack Williams.

Estuvo unos instantes asintiendo con la cabeza, luego tapó el micrófono y dijo:

—¿Qué quiere?

—Negocios.

—Negocios —repitió ella, asintió otra vez y preguntó—: ¿Qué clase de negocios?

—Un pedido.

—Un pedido —dijo, asintió por última vez y colgó.

—¿Qué? —pregunté.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

—Deje su nombre y su número de teléfono y él le llamará.

—Pero he venido desde Leeds.

Ella se encogió de hombros.

—Maldita sea —dije.

—Sí —dijo ella.

—Por lo menos, ¿me puede dar su nombre?

—Lord Todo Poderoso de Mierda —dijo ella mientras sacaba el papel de la máquina de escribir.

Decidí echar el resto:

—No sé cómo puede trabajar para un tío así.

—No pienso seguir mucho más tiempo.

—¿O sea que se va a despedir?

Ella dejó de fingir que trabajaba.

—Del viernes próximo en una semana.

—Mejor para usted.

—Eso espero.

—¿Quiere ganarse un par de pavos para su jubilación? —aventuré.

—¿Mi jubilación? Tampoco es que usted sea un guayabito, pedazo de mamón deslenguado.

—¿Un par de pavos para darse un capricho?

—¿Sólo un par?

—¿Veinte?

Se acercó al mostrador con una leve sonrisa.

—A ver, ¿quién es usted en realidad?

—Podríamos decir que un rival profesional.

—Por veinte pavos puede usted decir lo que le dé la puñetera gana.

—Entonces, ¿me va a ayudar?

Ella se giró para mirar a la puerta del fondo y guiñó un ojo:

—Eso depende de lo que quiera que haga, ¿no le parece?

—¿Conoce su revista Spunk?

Volvió a hacer el gesto de impaciencia, apretó los labios y asintió.

—¿Guardan listas de las modelos?

—¿Las modelos?

—Ya sabe lo que quiero decir.

—Sí.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Direcciones? ¿Números de teléfono?

—Probablemente, si hicieron facturas legales, pero, créame, dudo mucho que lo hicieran todas.

—Sería genial que nos pudiera conseguir nombres y cualquier dato de las modelos.

—¿Para qué los quiere?

Eché una mirada fugaz al fondo de la oficina y dije:

—Mire, vendí un lote de ejemplares viejos de Spunk en Ámsterdam. Gané una pasta con ellos. Si su señoría está demasiado ocupado para ganarse una buena tajada, voy a ver si puedo montármelo yo solo.

—¿Veinte pavos?

—Veinte pavos.

—No puedo hacerlo ahora —dijo.

Miré el reloj.

—¿A qué hora sale?

—A las cinco.

—¿Abajo a las cinco?

—¿Veinte pavos?

—Veinte pavos.

—Hasta luego entonces.

Entré en una cabina de teléfonos roja en medio de la estación de autobuses de Piccadilly y marqué.

—Soy yo.

—¿Dónde estás?

—Sigo en Manchester.

—¿A qué hora vas a volver?

—En cuanto pueda.

—Entonces me voy a poner algo bonito.

Fuera, la lluvia seguía cayendo, la cabina roja tenía goteras.

Había estado aquí, en esta misma cabina, veinticinco años antes, con mi prometida, esperando el autobús de Altrincham, adonde iba a ir a ver a su tía, con un anillo nuevo en su dedo, apenas a una semana de la boda.

—Adiós —dije, pero ella ya había colgado.

Regresé a las calles bajo la cortina de agua y anduve por los alrededores de Piccadilly un par de horas, entrando y saliendo de cafés, en mesas húmedas con cafés flojos, esperé contemplando las enjutas siluetas negras que bailaban bajo la lluvia mientras los demás esquivábamos las gotas, los recuerdos, el dolor.

Miré el teléfono.

Había llegado la hora de irse.

Mientras llegaban las cinco encontré otra cabina en Oldham Street.

—¿Alguna novedad?

—Ninguna.

A las cinco menos cinco estaba como un clavo al pie de los escalones de entrada, empapado hasta los huesos.

Ella bajó las escaleras diez minutos más tarde.

—Tengo que volver a subir —dijo—. No he terminado.

—¿Me ha conseguido eso?

Me entregó un sobre.

Miré dentro.

—Está todo ahí.

Todo lo que hay —dijo.

—Le creo —dije, y le di veinte libras dobladas.

—Es un placer hacer negocios con usted —rió al tiempo que subía de nuevo las escaleras.

—Ya puede decirlo —dije yo—. Ya puede decirlo.

Volví a la estación Victoria, donde me dijeron que el tren de Bradford salía de la de Piccadilly.

Corrí entre los chuzos de punta y cogí un taxi en el último tramo.

Eran casi las seis cuando llegamos, pero había un tren que salía en ese momento y lo cogí.

El vagón apestaba a ropa mojada y humo rancio y tuve que compartir la mesa con una pareja de ancianos de Pennistone y sus sándwiches churretosos.

La mujer me sonrió, yo le devolví la sonrisa y el marido le dio un mordisco a una gran manzana roja.

Abrí el sobre y saqué las hojas de papel de duplicado, delgadas como el papel de fumar, tres en total.

Había listas de pagos, en efectivo o con cheque, desde febrero de 1974 hasta marzo de 1976, pagos a laboratorios, droguerías, fotógrafos, papelerías, tintas y modelos.

Modelos.

Repasé la lista conteniendo la respiración:

Christine Bowen - Teresa Lane - Mary Shore

Catherine Macey - Alison Wilcox - Marcela Oldroyd

Susan Baker - Jane O’Neill - Carolyn Ellis

Tracy Olsen - Shanon Pearson - Gaye Catton

Nicola Knox - Liz McDonald - Helen Mills

Fiona Sutton - Heide Toyer - Patricia Oscroft

Linda Shay - Michelle May - Mona Balston

Stephanie White - Melanie Freeman - Julie Toy

Jane Hogan - Emely Radford - Grace Dalgliesh

Barbara Miller - Jane Dixon - Sarah Raine

Clare Morrison - Jane Ryan - Sue Penn

Todo se detuvo a mi alrededor.

Clare Morrison, también conocida como Strachan.

Todo se detuvo.

Saqué el comunicado de Oldman:

Jane Ryan, léase Janice.

Todo…

Sue Penn, léase Su Peng.

Se detuvo…

Léase Ka Su Peng.

A mi alrededor.

En aquel tren, aquel tren de lágrimas, que iba avanzando sinuosamente por aquellos infiernos desnudos, aquellos pequeños infiernos desnudos, aquellos pequeños infiernos desnudos engalanados con unas campanitas muy pequeñas, en aquel tren escuchando las campanas que repicaban en el fin del mundo:

1977.

En 1977, el año en que el mundo se rompió.

Mi mundo:

La anciana del otro lado de la mesa se acaba el último sándwich y arruga el papel de aluminio hasta convertirlo en una pelota muy, muy pequeña, huevo y queso en sus dientes falsos, migas pegadas a sus polvos faciales, me sonríe, una gárgola, los dientes del marido sangran en la gran manzana roja, en este gran mundo rojo, rojo, rojo.

1977.

En 1977, el año en que el mundo se tiñó de rojo.

Mi mundo:

Necesitaba ver las fotografías.

El tren seguía su camino.

Tenía que ver las fotografías.

El tren se paró en otra estación.

Las fotografías, las fotografías, las fotografías.

Clare Morrison, Jane Ryan, Sue Penn.

Estaba llorando y quería parar, quería recuperarme, pero, cuando lo intentaba, las piezas no encajaban.

Faltaban piezas.

1977.

En 1977, el año en que el mundo se hizo trizas.

Mi mundo:

Me hundo, hasta el fondo del mar, mejor estaría muerto, ese fondo malvado, malvado, esas olas secretas bajo el agua que me reflotaron hinchado, que me sacaron del fondo del mar.

A la playa, arrastrado por la marea.

1977.

En 1977, el año en que el mundo se hundió.

Mi mundo:

1977 y yo necesitaba ver las fotografías, tenía que ver las fotografías, las fotografías, las fotografías.

En 1977, el año…

1977.

Mi mundo:

Una fotografía imaginaria.

Ponte algo bonito

No me paré en Bradford, sólo cambié de tren para Leeds y me senté en otro tren que cruzaba lento el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno, el infierno:

El infierno.

Una vez en Leeds crucé Boar Lane bajo la lluvia negra, tambaleándome, tropezando por el barrio, hasta llegar a Briggate, cayéndome, hasta la librería de adultos de Joe.

¿Spunk? ¿Números atrasados?

—Al lado de la puerta.

—¿Tiene todos los números?

—No lo sé. Eche un vistazo.

De rodillas, me puse a buscar, haciendo una segunda pila a un lado y separando cada ejemplar diferente que encontraba, agarrándolos de su envoltorio de plástico.

—¿No hay más?

—Puede que haya algunos en el almacén.

—Los quiero.

—Vale, vale.

—Todos.

Esperé mientras Joe iba al almacén bajo la brillante luz rosada, los coches se deslizaban fuera bajo la lluvia, algunos fulanos curioseaban los productos de la tienda y me echaban miradas de soslayo.

Joe regresó con seis o siete revistas en las manos.

—¿Ya está?

—Debe tenerlos ya todos.

Miré las que llevaba y debían de ser unas trece o catorce.

—¿Todavía se publica?

—No.

—¿Cuánto es?

Hizo el gesto de quitármelas de las manos, pero luego preguntó:

—¿Cuántas son?

Las solté para contarlas y luego las recogí.

—Trece.

—Ocho cuarenta y cinco.

Le di un billete de diez.

—¿Quiere una bolsa?

Pero ya me había ido.

En los lavabos del Market, la puerta del retrete cerrada con pestillo, en el suelo, rasgo los envoltorios de plástico, paso las páginas nerviosamente, paso imágenes y fotografías, fotografías de traseros y tetas, de coños y clítoris, de partes peludas, de partes oscuras, de partes rojas, rojas con la sangre, hasta que llego… llego a las zonas amarillas.

Por esto muere la gente.

Por esto la gente.

Por esto.

Entré en otra cabina y marqué.

—George Oldman, por favor.

—¿Quién le llama?

—Jack Whitehead.

—Un momento.

Esperé en la cabina.

—¿Señor Whitehead?

—Sí.

—El despacho del jefe Oldman ha decidido no responder a más llamadas de la prensa. ¿Podría, si es tan amable, llamar al inspector Evans en el…?

Colgué y vomité en el suelo de la cabina de teléfonos roja.

En la cama, una cama de papel y pornografía, rezo, el teléfono suena y suena y suena y suena, la lluvia contra los cristales cae y cae y cae, el viento por los marcos de las ventanas sopla y sopla y sopla, los golpes en la puerta retumban y retumban y retumban.

—¿Qué ha pasado con nuestros 25 Años?

—Se acabó.

—¿La indulgencia y el perdón de los pecados, el final de la penitencia?

—No puedo perdonar las cosas que ni siquiera sé.

—Yo sí, Jack, tengo que poder.

El teléfono sonaba y sonaba y sonaba y ella estaba inmóvil a mi lado en la cama.

Le levanté la cabeza para sacar mi brazo y ponerme de pie.

Descalzo, fui al teléfono.

—¿Martin?

—¿Jack? Soy Bill.

—¿Bill?

—Joder, Jack, ¿dónde te has metido? Se ha armado la de Dios es Cristo.

Asentí con la cabeza en la oscuridad.

—Resulta que la prostituta muerta en Bradford es la puñetera novia de Fraser y es a él a quien han detenido.

Volví la cabeza hacia la cama, la vi inmóvil en la cama.

Jane Ryan, léase Janice.

—Luego llegó a Bradford una carta del Destripador —seguía diciendo Bill—, y no le han dicho nada ni a Oldman ni a nadie, y van y la publican sin más en la edición de la mañana, joder, y se la han vendido a The Sun.

Me quedé quieto en la oscuridad.

—¿Jack?

—Joder —dije.

—Hundidos en la mierda, compañero. Será mejor que vengas.

Me vestí a la luz del amanecer, la luz mortecina, y la dejé inmóvil en la cama.

En las escaleras miré el reloj.

Se había parado.

Una vez fuera, fui hasta la tienda paquistaní de la esquina y compré un Telegraph Argus.

Me senté en un murete, de espaldas a un seto, y leí:

¿CARTA DEL DESTRIPADOR A OLDMAN?

Ayer por la mañana el Telegraph & Argus recibió la siguiente carta de un hombre que asegura ser el Jack el Destripador de Yorkshire.

Las pruebas realizadas por expertos independientes y la información aportada por fuentes fiables de la policía conducen a este periódico a creer que esta carta es auténtica y no la primera de este tipo que ha enviado dicho sujeto.

Sin embargo, aquí en el Telegraph & Argus, creemos que ustedes, el público británico, tienen derecho a juzgar por ustedes mismos.

Desde el infierno.

Querido George:

Siento no poder darles mi nombre por razones obvias. Soy el Destripador. La prensa me ha calificado de maníaco, pero ustedes no, ustedes me califican de listo porque saben que lo soy. Usted y sus chicos no tienen ni idea; aquella foto del periódico me dio un ataque de risa y de lo de suicidarme, olvídense. Tengo mucho que hacer. Mi propósito es limpiar las calles de esas guarras. Lo único que lamento es lo de esa chica, Johnson, no sé por qué cambió la rutina aquella noche, pero ya les advertí a ustedes y a XXXX XXXXXXXXXX del Post.

Ustedes creen que ya son cinco, pero hay una sorpresa en Bradford; es que me muevo mucho.

Adviertan a las putas que no salgan a la calle porque siento que me está volviendo a venir.

Lo siento por la chavalita.

Cordialmente suyo.

Jack el Destripador

Puede que vuelva a escribir otra vez, no estoy muy seguro de que la última se lo mereciera. Las putas son cada vez más jóvenes. Espero que la próxima sea una fulana vieja.

El siguiente titular:

¿LO SABÍAN LA POLICÍA Y ELPOST?

Sentado en el murete, la boca llena de bilis, las manos manchadas de sangre, lloré.

Por esto muere la gente.

Por esto la gente.

Por esto.

Oyente: Van a dejar que ese maldito Neilson, la Pantera Negra, le van a dejar que apele, ¿no?

John Shark: ¿Y tú estás en contra de eso, Bob?

Oyente: Bueno, más bien me da risa. Están encerrando a todos los puñeteros polis y dejando en libertad a los criminales.

John Shark: ¿Crees que se notará la diferencia?

Oyente: Buena observación, John. Buena observación.

The John Shark Show

Radio Leeds

Martes, 14 de junio de 1977

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