1977

1977


Primera parte » Capítulo 1

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Leeds.

Domingo, 29 de mayo de 1977.

Está volviendo a pasar:

Cuando los dos sietes chocan…[1]

Quemo caucho sin marcas en otro cálido amanecer, rumbo a otro viejo parque que oculta su muerte, de Potter’s Field a Soldier’s Field, parques que desvelan sus fantasmas, está volviendo a pasar.

Domingo por la mañana, las ventanillas abiertas, y va a ser otro día sofocante, sudan los buzones de correos rojos, los perros ladran al sol del amanecer.

La radio encendida, llena de muerte.

En estéreo: la del coche y los walkie-talkies.

Me dirijo a Soldier’s Field.

La voz de Noble desde otro coche.

Ellis se vuelve hacia mí y me dice con una mirada que tendríamos que ir más deprisa.

—Está muerta —digo, pero sé lo que debe estar pensando:

Domingo por la mañana… le damos a ÉL un día de ventaja, un día a nuestra costa, una de nuestras vidas. En todos los periódicos no se hablará más que de los 25 Años[2] de los cojones hasta mañana por la mañana y nadie recordará otra noche en Chapeltown.

Chapeltown, mi ciudad desde hace dos años, calles arboladas llenas de casonas viejas divididas en diminutos apartamentos mugrientos habitados por mujeres solas que venden sexo para mantener a sus hijos bastardos, sus hombres bastardos y sus hábitos bastardos.

Chapeltown… Mi negociado: LA BRIGADA DE HOMICIDIOS.

Los tratos que hacemos, las mentiras que creemos, los secretos que guardamos, el silencio que les dedicamos.

Enciendo la sirena, un mazazo que golpea el barrio todas las mañanas de domingo, una llamada inequívoca de la muerte.

Y Ellis dice:

—Eso va a despertar a todos los hijos de puta del barrio, joder.

Pero a un kilómetro de allí sé que ella ni se moverá en su húmedo lecho de rocío.

Y Ellis sonríe, como si eso fuera lo que le gusta; como si por eso se le hubiera ocurrido alistarse.

Pero no sabe lo que yace sobre la hierba de Soldier’s Field.

Yo sí.

Yo lo sé.

Ya he pasado por esto.

Y ahora, ahora está pasando otra vez.

—¿Dónde coño está Maurice?

Me acerco a ella andando sobre la hierba de Soldier’s Field. Digo:

—Ya llegará.

El inspector jefe Peter Noble, el favorito de George, que ha salido de detrás de su flamante escritorio nuevo de Millgarth Street, se interpone entre ella y yo.

Sé lo que el inspector me oculta: tendrá una gabardina echada por encima, las botas o los zapatos puestos encima de los muslos, un par de bragas todavía en una de las piernas, el sujetador subido y el estómago y los pechos vaciados con un destornillador, el cráneo hundido con un martillo.

Noble mira su reloj y dice:

—Bueno, en fin, ésta me la llevo yo.

Junto a un roble grande está vomitando un fulano vestido con un chándal. Miro el reloj. Son las siete y por todo el parque un leve vapor asciende de la hierba.

Finalmente digo:

—¿Ha sido él?

—Compruébalo tú mismo.

—Joder —dice Ellis.

El hombre del chándal levanta la cabeza todo cubierto de babas, y yo pienso en mi hijo y se me hace un nudo en el estómago.

Cuando vuelvo a la carretera veo llegar más coches, se apelotona más gente.

El inspector jefe Noble dice:

—¿Por qué coño has puesto la puta sirena? Ahora va a venir por aquí todo el mundo.

—Posibles testigos —digo con una sonrisa y, por fin, la miro.

Está cubierta por una gabardina marrón claro arrugada, los pies y las manos blancos, fuera.

En la gabardina se ven manchas oscuras.

—Échale un vistazo, coño —le dice Noble a Ellis.

—Venga —añado.

El detective Ellis se pone lentamente un par de guantes de plástico y se acuclilla en la hierba junto a ella.

Levanta la gabardina, traga saliva y me mira.

—Es él —dice.

Suelta la gabardina.

Noble dice:

—Ése de ahí la encontró.

Miró al hombre del chándal, al hombre que vomita, agradecido.

—¿Se le ha tomado declaración?

—Si no es demasiada molestia… —sonríe Noble.

Ellis se levanta.

—Vaya mierda de curro —dice.

El inspector jefe Noble enciende un cigarrillo y exhala el humo.

—Estúpida fulana —dice con desprecio.

—Soy el sargento Fraser y éste es el detective Ellis. Nos gustaría tomarle declaración y luego podrá irse a casa.

—Declaración. —Vuelve a palidecer—. No creerán ustedes que he tenido nada que ver…

—No, señor. Sólo queremos una declaración en la que nos cuente cómo es que estaba por aquí y pudo dar el aviso.

—Ya.

—Vamos a sentarnos en el coche.

Andamos hasta la carretera y entramos en la parte de atrás del coche. Ellis se sienta delante y apaga la radio.

Hace más calor de lo que pensaba. Saco el cuaderno y el bolígrafo. El tipo apesta. Lo del coche no ha sido una buena idea.

—Empecemos por su nombre y dirección.

—Derek Pole, con e. Strickland Avenue número 4, Shadwell.

Ellis se da la vuelta.

—¿Por Wetherby Road?

—Sí —confirma el señor Pole.

—Es un buen paseo —señalo.

—No, no. He venido en coche. Sólo corro por el parque.

—¿Todos los días?

—No. Sólo los domingos.

—¿A qué hora llegó aquí?

Hace una pausa y luego dice:

—Alrededor de las seis.

—¿Dónde ha aparcado?

—A unos cien metros por ahí —dice señalando con un gesto de la cabeza hacia Roundhay Road.

Este Derek Pole tiene algún secreto y yo apuesto conmigo mismo:

2 a 1, una aventura.

3 a 1, putas.

4 a 1, maricón.

Sexo en cualquier caso.

Es un hombre solitario el tal Derek Pole, se aburre con frecuencia. Pero no era esto lo que tenía pensado para hoy.

Me mira. Ellis vuelve a girarse.

—¿Está casado? —le pregunto.

—Sí, estoy casado —contesta como si estuviera mintiendo.

Anoto, casado.

—¿Por qué? —pregunta.

—¿Cómo que por qué?

Se revuelve en su chándal.

—Quiero decir, ¿por qué lo pregunta?

—Por la misma razón por la que le voy a preguntar qué edad tiene.

—Ya. Rutina, ¿verdad?

No me gusta Derek Pole, sus infidelidades y su arrogancia, así que le digo:

—Señor Pole, una joven a la que han rajado el estómago y machacado la cabeza no tiene nada de rutinario.

Derek Pole mira al suelo del coche. Se ha vomitado en las zapatillas y me preocupa que vaya a vomitar otra vez y la peste nos dure toda la semana.

—Acabemos con esto —murmuro, consciente de que he ido demasiado lejos.

El detective Ellis le abre la puerta al señor Pole y volvemos a salir todos al aire libre.

Ahora hay tantos polis de los cojones que yo les miro y pienso, demasiados jefes.

Están mi mandamás el inspector Rudkin, el comisario Prentice, el comisario Alderman, el antiguo jefe de la Brigada de Investigación Criminal Maurice Jobson, el nuevo jefe Noble y, en el ojo del huracán, el gran hombre: el mismísimo subdirector de la Policía George Oldman.

Al lado del cadáver está el profesor Farley, jefe del Departamento de Medicina Forense de la Universidad de Leeds, y sus ayudantes, que se disponen a llevársela lejos de todo esto.

El comisario Alderman sujeta un bolso en sus manos y le acompañan una mujer policía y un agente de uniforme.

Tienen un nombre, una dirección.

Prentice alecciona a los agentes, va de puerta en puerta espabilando a los pasmados. La camarilla se vuelve hacia nosotros.

El inspector Rudkin, con una resaca del carajo, grita:

—En el centro de investigación, dentro de treinta minutos.

Centro de investigación.

Millgarth Street, Leeds.

Cien hombres hacinados en una sala de la segunda planta. Sin ventanas, nada más que humo, luces blancas y las caras de las muertas.

Entran George y sus chicos, recién llegados del parque. Se dan palmadas en la espalda, se estrechan las manos por aquí, se hacen guiños por allá, como si estuvieran en una puta fiesta.

Miro más allá de los escritorios y los teléfonos, las espaldas sudadas de las camisas y las manchas, a los paneles que tiene detrás el subdirector, a las dos caras que he visto tantas y tantas veces, todos los días, todas las noches cuando despierto, cuando sueño, cuando follo con mi mujer, cuando beso a mi hijo:

Theresa Campbell.

Joan Richards.

Donde hay confianza da asco.

Noble habla:

—Caballeros, ha vuelto.

Una pausa dramática, sonrisas cómplices.

—Se ha enviado el siguiente comunicado a todas las divisiones y demarcaciones colindantes:

«A las 06.50 de esta mañana se encontró en Soldier’s Field, Roundhay, cerca de la West Avenue, en el distrito 8 de Leeds, el cadáver de la señora Marie Watts, nacida el 7/2/45, con domicilio en el número 3 de Francis Street, en el distrito 7 de Leeds. Se descubrió que el cadáver tenía graves heridas en la cabeza, un corte en la garganta y heridas de arma blanca en el abdomen.

»Dicha mujer llevaba viviendo en la región de Leeds desde octubre de 1976, donde llegó procedente de Londres. En noviembre de 1975 su marido había denunciado su desaparición en Blackpool.

»Se ha solicitado que se investigue a todas las personas que queden bajo custodia de la policía con manchas de sangre en la ropa y también que se interrogue a las tintorerías sobre cualquier posible prenda manchada de sangre. Los resultados deben comunicarse al centro de investigación de la comisaría de Millgarth Street.

»Fin del comunicado».

El jefe Noble se queda plantado allí con la hoja de papel en la mano, esperando.

—Una cosa más —continúa—. El novio, un tal Stephen Barton, 28 años, negro, también con domicilio en Francis Street número 3. Fichado por robo y agresión. Probablemente chuleaba a la difunta señora Watts. Trabaja como portero en el Internacional de Bradford y a veces en el Cosmos. Ayer no apareció en ninguno de los dos sitios y no se le ha visto desde las seis en punto de la madrugada de ayer, cuando salió del Corals de Skinner Lane, donde acababa de derrochar casi cincuenta pavos.

Los presentes nos quedamos impresionados. Tenemos un nombre, una historia y todavía no han pasado ni dos horas.

Por fin una oportunidad.

Noble entrecierra los ojos, la lengua en el borde de los labios. Dice despacio:

—Muy bien, a por él.

La sangre de un centenar de hombres late rápida y con fuerza, nos convierte en sabuesos, el olor de la presa como marcas de sangre en nuestras frentes.

Oldman se levanta:

—La cosa puede analizarse de la siguiente manera: como todos saben, ésta es la tercera en el mejor de los casos. Y luego están las otras posibles agresiones. Todos ustedes han trabajado en una o varias de ellas de manera que, a partir de este momento, son oficialmente la brigada del asesino de prostitutas de esta comisaría, bajo el mando del inspector jefe Noble, aquí presente.

LA BRIGADA DEL ASESINO DE PROSTITUTAS.

La sala se llena de murmullos, rumores, voces: todos tienen lo que estaban deseando.

Yo también…

Salir de los atracos a oficinas de correos y de la Ayuda a los ancianos de los cojones:

Empleados de sucursales de correos atracados a punta de pistola, revólveres de seis cañones pegados a la cara, sus esposas atadas en camisón y reducidas con un bofetón y un puñetazo, sólo un auténtico rácano se resistiría, así que basta un golpe con la culata de la pistola y se van al país de los sueños.

Un muerto.

—La brigada se dividirá en cuatro equipos, coordinados por los comisarios Prentice y Alderman y los inspectores Rudkin y Craven. El inspector Craven también centralizará todo el trabajo administrativo aquí, en la comisaría de Millgarth. De las comunicaciones se hará cargo el comisario White y el oficial de división será el inspector Gaskins, y de los asuntos internos y la prensa se encargará el inspector Evans, todos ellos con base en Wakefield.

Oldman hace una pausa. Busco a Craven por la sala, pero no le veo por ninguna parte.

—También el inspector jefe Jobson y yo mismo estaremos al tanto de la investigación.

Juraría que oigo suspiros.

Oldman se vuelve a un lado y dice:

—¿Pete?

El inspector jefe Noble vuelve a dar un paso al frente:

—Quiero que acorralen a todos los negratas de menos de treinta años. Quiero nombres. Algún listo de los cojones ha dicho que nuestro hombre odia a las mujeres… Hay que joderse, menudo notición.

Risas.

—Vale, eso significa que también quiero que controlen a todos los maricones que conozcan. Lo mismo digo de los habituales: las fulanas y sus chulos. Quiero nombres y los quiero aquí antes de las cinco. Que las patrullas especiales los acorralen. A las señoras las lleváis a la comisaría de Queens Street, a los demás los traéis aquí.

Silencio.

—Y quiero a Stephen Barton. Esta noche.

Me muerdo las uñas. Estoy deseando salir de aquí.

—O sea que llamen a sus casas y digan que van a pasar toda la noche fuera. ¡PORQUE ESTO SE ACABA ESTA MISMA NOCHE!

Un pensamiento: JANICE.

Atravieso la melé, cruzo la puerta y salgo al pasillo. Ellis, atrapado en el fondo de la sala, grita mi nombre.

Fuera de la cantina, no obtengo respuesta y cuelgo el teléfono furioso en el mismo instante en que Ellis me da alcance.

—¿Adónde cojones vas?

—Vamos, tenemos que ponernos en marcha. —Y vuelvo a salir a toda prisa, bajo las escaleras y salgo a la calle.

—Quiero conducir yo —gimotea detrás de mí.

—Vete a tomar por culo.

Piso el acelerador a fondo, cruzo volando el centro y regreso a Chapeltown mientras el nuevo incendio crepita en la radio de la policía.

Ellis se frota las manos y dice:

—También tiene sus cosas buenas: horas extras a porrillo.

—A no ser que voten a favor de que continúe la prohibición —farfullo mientras pienso tengo que quitármelo de encima.

—Más para los que más quieren.

—Será mejor que nos separemos cuando lleguemos allí —digo.

—¿Cuándo lleguemos adónde?

—A Spencer Place —respondo como si fuera tan tonto como parece.

—¿Por qué?

Me dan ganas de echar el freno y pegarle un puñetazo, joder, pero en cambio, sonrío y digo:

—Para intentar enterarnos un poco de las chorradas habituales que empiecen a decirse. E impedir que cotorreen.

Doblo a la derecha para continuar por Roudhay Road.

—Tú mandas —dice como si fuera una mera cuestión de tiempo.

—Sí —replico sin levantar el pie del acelerador.

—Tú vete por la derecha. Empieza por Ivonne y Jean, las del cinco.

Hemos aparcado en la esquina de Leopold Street.

—Joder. ¿Tengo que hacerlo?

—Ya has oído a Noble. Nombres, quiere nombres de los cojones.

—¿Y tú?

—Yo me ocupo de Janice y Denise, en el dos.

—Ya lo suponía. —Me mira de soslayo.

Lo dejo pasar con un guiño.

Pone una mano en la puerta.

—Y luego ¿qué?

—Sigues con las otras. Nos vemos aquí cuando termines.

Hace un chasquido de desaprobación y se rasca las pelotas mientras sale del coche con decisión.

Joder, tengo la sensación de que me va a estallar el corazón.

Espero hasta que Ellis entre en el número 5 para abrir la puerta y subir las escaleras.

La casa está vacía y apesta a humo y a costo.

Llamo a la puerta de su habitación en el piso de arriba.

Abre la puerta con el aspecto de un indio piel roja. El pelo oscuro y la piel cubiertos de una película de sudor como si llevara horas follando sin parar.

La de noches que he soñado contigo.

—No puedes pasar. Estoy trabajando.

—Ha habido otra.

—¿Y?

—No puedes quedarte aquí.

—¿Qué te parece que me vaya a tu casa?

—Por favor —susurro.

—Vas a convertirme en una mujer decente, ¿no es así, señor policía?

—Hablo en serio.

—Yo también. Necesito dinero.

Saco unos billetes y se los estrujo delante de la cara.

—¿Ah, sí?

—Sí —asiento.

—¿Y qué me dices de un anillo, príncipe Bobby?

Suspiro e intento hablar.

—Como el que le regalaste a tu mujer.

Miro la alfombra, ridículas flores y pájaros que se entretejen bajo mis pies.

Levanto la cabeza y Janice me da una bofetada.

—Lárgate, Bob.

—¡Déjale de una puta vez!

—¡Que te den!

Ellis le empuja la cabeza hacia atrás y se la golpea contra la pared.

—¡Vete a tomar por culo!

—Venga, Karen —intervengo—. Sólo dinos dónde está y nos largamos.

—No tengo ni puta idea. —Está llorando y yo la creo.

Ya llevamos unas seis horas con esto y el detective Michael Ellis no reconocería la puta verdad aunque entrara en la habitación y le pegara una colleja, así que se acerca a Karen Burns, blanca, veintitrés años, prostituta declarada, adicta a las drogas, madre de dos hijos, y es él quien le atiza a ella.

—Tranquilo, Mike, tranquilo —digo entre dientes.

Ella se desmorona contra el papel pintado de su cuarto, sollozando y furiosa.

Ellis se tira de las pelotas. Está caliente, jodido, y yo sé que está deseando bajarle las bragas y darle lo suyo.

—¿Un descanso, Mike? —le digo.

Él levanta la nariz, pone los ojos en blanco y se va por el pasillo.

La ventana está abierta y la radio encendida. Un caluroso domingo de mayo en el que lo habitual sería que sólo se escuchara al Bob Marley de los cojones, pero hoy no. Jimmy Savile pone Veinticinco años de éxitos de los 25 Años, como los que todos los gilipollas y los de su ralea esconden debajo de la cama, mientras esperan que las sirenas dejen de sonar y toda esta mierda acabe.

Karen enciende un cigarrillo y me mira.

—Conoces a ese Steve Barton, ¿verdad? —pregunto.

—Sí, desgraciadamente.

—Pero ¿no tienes ni idea de dónde está?

—Si tiene un poco de sentido común, habrá salido pitando.

—¿Tiene un poco de sentido común?

—Algo tiene.

—Entonces, ¿hacia dónde habrá salido pitando?

—Londres, Bristol. No tengo ni puta idea.

El apartamento de Karen apesta y me pregunto dónde estarán los niños. Probablemente se los habrán vuelto a quitar.

—¿Tú crees que lo hizo él? —pregunto.

—No.

—Pues dame un nombre y te dejo en paz.

—¿O qué?

—O yo me voy a comer, joder, y dejo que mi compañero te interrogue, y cuando vuelva te llevamos los dos a Queens Street.

Chasquea la lengua, echa el aire y dice:

—¿A quién quieres?

—A cualquiera al que le guste lo rarito. Cualquier cosa extraña.

—¿Cualquier cosa extraña? —se ríe.

—Lo que sea.

Apaga el cigarrillo en una bandeja de plástico de patatas fritas con salsa al curry, se levanta, y saca una libreta de direcciones del cajón de los cuchillos. Ahora la cocina apesta a plástico quemado.

—Toma —dice lanzándome el cuadernito.

Ojeo los nombres, los números, las matrículas, las mentiras.

—Dame alguno.

—En la D. Dave. Conduce un Ford Cortina blanco.

—¿Qué tiene de especial?

—Sin condón, le gusta metértela por el culo.

—¿Y?

—No pide las cosas por favor.

Saco mi cuaderno de notas y escribo el número de matrícula.

—Incluso tengo entendido que no siempre paga.

—¿Alguien más?

—Hay un taxista al que le gusta morder.

—Lo habíamos oído.

—Entonces es cosa tuya.

—Gracias —le digo antes de salir.

Meto las monedas.

—¿Joseph?

—¿Sí?

—Fraser.

—Bobby el bobby. Cuestión de tiempo, ya te dije, y ya ves.

Me encuentro en la cabina de teléfono a dos calles del Azad Rank, mientras observo cómo una pareja de chavales paquistaníes se lanzan una pelota. Ellis está durmiendo el almuerzo del domingo en el coche: dos latas de cerveza y un enorme sándwich de queso. En la radio retransmiten un partido de críquet, la predicción de un tiempo más caluroso, los pájaros cantan, desde una terraza se escucha un cadencioso dúo de bajo y saxo.

No puede durar.

La persona con la que hablo es Joseph Rose; Joe Rose, Jo Ro. Otro chaval paquistaní se suma al juego.

—Los grupos especiales van a venir a llevarse a todo el mundo y no a la tierra de Sión.

—Que les den.

—Inténtalo tú. —Me río—. ¿Puedes darme algunos nombres?

Joseph Rose, profeta a media jornada, ladronzuelo ocasional y chulo de Spencer Place a jornada completa con goles por meter y deudas que pagar, contesta:

—¿Esto tiene algo que ver con la señora Watts?

—Todo.

—Tu pirata no se va a quedar al margen, ¿no?

—No. ¿Y?

—Que la gente se va a asustar.

—¿Por él?

—No, no. Por los dos sietes, tío.

Joder, otra vez.

—Joseph, dame unos cuantos nombres de una puta vez.

—Lo único que sé es que la señora dice que es irlandés. Lo mismo que antes.

El irlandés.

—¿Ken y Keith saben algo?

—Lo mismo que yo.

Cuando cuelgo dos furgonetas de transporte de los cuerpos especiales cruzan la calle volando y pienso, que les den a los chulos de Spencer Place.

SE ACERCA LA DISCIPLINA INFLEXIBLE.

Van a dar las ocho y el coche se hace más pequeño, la luz empieza a desvanecerse. Hay fuegos encendidos por todo el distrito 7 de Leeds y no son las antorchas de los 25 Años de los cojones. Ellis y yo seguimos sentados delante de Spencer Place sin hacer absolutamente nada más que sudar y tocarnos los huevos.

Nerviosos, como toda la puta ciudad:

Ellis apesta y tenemos las ventanillas bajadas: huele a madera quemada e incendio de Roma, silbidos y gritos cruzan el negro aire caliente; los que no hemos detenido levantan barricadas y reservan las botellas de leche para más tarde.

Tensos:

Estoy pensando en regalarle un anillo a Louise, suponiendo que regrese del hospital, y me siento mal por lo que pasó ayer y por el pequeño Bobby, por haber vuelto con Janice y agarrarme una cogorza, y a eso se reduce todo.

DURO:

Cristales rotos, ruido de frenos, un coche rojo corre por la carretera, zigzaguea, sin cristal en el parabrisas, choca con el bordillo de la acera, vuelca a los pies de una farola.

—¡Dios! —exclama Ellis—. Es de antivicio.

Los dos salimos del coche y cruzamos Spencer Place en dirección al coche volcado.

Miro hacia la calle:

Hay una hoguera en el baldío al final de la carretera, que ilumina una pequeña pandilla de antillanos, sombras negras que bailan y aúllan, con la intención de acabar lo que han empezado, de ahondar en la llaga.

Pierdo la mirada en la noche negra, en las barricadas y las hogueras, las llamaradas cargadas de dolor:

Un negrazo orgulloso da un paso adelante, con sus mechones rastas y una actitud en plan Mau Mau.

Acércate y prueba.

Pero ya se oyen las sirenas, los cuerpos especiales y los de reserva, nuestros monstruos subvencionados, campando a sus anchas, y me vuelvo al coche rojo.

Ellis está inclinado, charlando con los dos hombres que están boca abajo dentro del coche.

—Están bien —me grita.

—Llama a una ambulancia —le digo—. Yo me quedo con ellos hasta que llegue la caballería.

—Putos negros —dice Ellis mientras regresa corriendo a nuestro coche.

Me pongo a cuatro patas en el suelo y miro dentro del coche.

Está oscuro y al principio no reconozco a los ocupantes.

Digo algo parecido a:

—Ni intenten moverse. Les sacaremos en unos minutos.

Ellos asienten y murmuran algo.

Se oyen más coches y frenos.

—Fraser —gime uno de los hombres.

Me esfuerzo por ver en el interior al hombre atrapado en el asiento del copiloto.

Joder, es Craven, el inspector Craven.

—¿Fraser?

Finjo que no le oigo bien.

—Aguanta, amigo. Aguanta, hombre.

Dirijo la mirada al otro lado de la carretera y veo una furgoneta que vomita nuestros agentes especiales; se lanzan tras los negros atravesando la hoguera.

Ellis vuelve.

—En cuanto llegue la ambulancia Rudkin quiere que volvamos a comisaría. Dice que se ha convertido en una casa de locos.

—Como si esto no lo fuera. Tú espera aquí —digo al tiempo que me levanto.

—¿Adónde vas?

—En seguida vuelvo.

Ellis farfulla y maldice mientras yo regreso al número 2 para volver a ver a Janice.

—¿Qué coño quieres?

—Vamos dentro. Sólo quiero que hablemos.

—Hay una sorpresa —dice, pero abre la puerta y me deja pasar.

Va descalza y lleva una falda larga de flores y una camiseta.

Me quedo de pie en medio de la sala, la ventana abierta, el olor a humo y, fuera, el principio de una revuelta.

—Le han lanzado un ladrillo o algo así a un coche de policía —digo.

—¿Sí? —pregunta ella, como si no pasara lo mismo una noche sí y otra también todas las putas semanas.

Cierro la boca y la tomo en mis brazos.

—¿O sea que esto es lo que quieres? —ríe ella.

—No —miento, jodido y cachondo.

Ella se agacha, me baja la cremallera y yo me desplomo y me hundo en la cama.

Empieza a chupármela, mi cabeza es un cielo negro con estrellas que se encienden y se apagan, oigo las sirenas y los gritos, convencido de que lo peor no ha hecho más que empezar.

—¿Dónde cojones estabas?

—Cierra la boca, Ellis.

—El inspector Craven estaba en el coche de los cojones, ¿sabes?

—¡Estás de cachondeo!

Subo al coche, la calle sigue repleta de luces azules y agentes especiales. Se han apagado las hogueras, los negros están detenidos, Craven y su compañero en St. James, y el detective Ellis todavía no está contento.

Le dejo que conduzca.

—Bueno, ¿dónde estabas?

—Déjalo ya —digo suavemente.

—Rudkin nos va a asesinar, joder —protesta.

—Menudo coñazo —suspiro.

Miro el Leeds negro por la ventanilla abierta, domingo 29 de mayo de 1977.

—¿Crees que nadie sabe lo tuyo con esa fulana? —dice Ellis de repente—. Lo sabe todo el mundo. Es una vergüenza, joder.

No sé qué responderle. No me importa si lo sabe o no, no me importa quién lo sepa, pero no quiero que se entere Louise y ahora no puedo borrar la carita del pequeño Bobby de mi cabeza.

Me vuelvo a él y le digo:

—Esta noche no es la mejor. Guárdatelo para otro momento.

Por una vez sigue mi consejo y vuelvo a mirar por la ventana, él a la carretera, ambos tensos como el acero.

Comisaría de policía de Millgarth.

Las diez en punto, casi la Edad Media.

En directo desde mi propia Edad Oscura:

Bajo las escaleras de los calabozos, giran llaves en las cerraduras, tintinean cadenas y grilletes, ladran perros y hombres.

Que empiece el juicio de la bruja:

El inspector Rudkin en mangas de camisa y el pelo al rape al final del pasillo con calor blanco/luz blanca:

—Gracias por dignarse venir a vernos —sonríe irónico.

Ellis, el rostro demacrado y rascándose las palmas de las manos, hace un gesto de disculpa con la cabeza.

—Bob Craven se encuentra bien, ¿verdad?

—Sí, algunos cortes y moratones —farfulla Ellis.

—¿Hay algo? —pregunto.

—Esta noche estamos hasta la bandera.

—¿Algo concreto?

—Puede —guiña un ojo—. ¿Y tú?

—Lo que ya sabíamos: el irlandés, el taxista y el señor Dave Cortina.

—Muy bien —dice Rudkin—. Aquí dentro.

Abre la puerta de una celda y, joder.

—Es uno de los tuyos, ¿verdad, Bob?

—Sí —digo mecánicamente con el estómago revuelto.

Allí tienen a Kenny D, chulo de Spencer Place, con sus calzoncillos de cuadros baratos, doblado sobre la mesa en la postura del Cristo Negro: la cabeza y la espalda pegadas a la madera, los brazos en cruz, los pies separados, las pelotas y la polla expuestas al mundo.

Rudkin cierra la puerta.

Los ojos de Kenny se mueven obsesivamente, esforzándose por ver quién ha entrado en su infierno vuelto del revés.

Me ve y lo asimila: cinco polis blancos y él: Rudkin, Ellis, yo y los dos agentes que le sujetan a la mesa.

—Un pequeño interrogatorio de rutina, nada más —ríe Rudkin—. Lo que pasa es que aquí el Sambo tiene un poco de mala conciencia y ha decidido ser el puto Roger Bannister[3] negro.

Kenny me mira fijamente con los dientes apretados por el dolor.

La puerta se abre detrás de mí, y luego se cierra. Miro para atrás. Noble observa con la espalda apoyada en la puerta.

Rudkin me sonríe y dice:

—Ha preguntado por ti, Bob.

Se me seca la boca cuando pregunto:

—¿Ha dicho algo más?

—Sólo eso, ¿verdad, chicos? —Rudkin se ríe con los dos agentes de uniforme—. ¿Queréis decirle al sargento Fraser por qué se os ocurrió charlar un ratito con Sambo?

Uno de los agentes, deseoso de poner su granito de arena, dice atropelladamente:

—Encontramos algunas cosas suyas en el número 3 de Francis Street.

Hace una pausa para dejar que lo asimilemos:

La señora Marie Watts de Francis Street número 3, Leeds 7.

—Y luego niega que conociera siquiera a la difunta señora Marie Watts —cacarea Rudkin.

De pie en la celda, siento que las paredes se me caen encima, el calor y el hedor aumentan, y pienso, ay, joder, Kenny.

—Ya se lo he dicho. Como no empiece a darnos nombres, voy a añadir un poco de azul a esa piel negra.

Tumbado en la mesa, Kenny cierra los ojos.

Me inclino y acerco la boca a su oreja:

—Díselo —susurro.

Él no abre los ojos.

—Kenny —insisto—, estos hombres te van a dar para el pelo y a nadie le importará una mierda.

Abre los ojos y se esfuerza por mirar los míos.

—Levantadle —digo.

Me dirijo a la pared de enfrente de la puerta; hay un recorte de periódico pegado con celo a la pintura gris satinada.

—Acercadle.

Le acercan, de cara a la pared.

—Léelo, Kenny —susurro.

Tiene sangre en los dientes y lee el titular en voz alta:

—No adoptan medidas contra la policía por la muerte de un detenido.

—¿Quieres ser el próximo Liddle Towers?[4]

Él traga saliva.

—Contéstame.

—¡NO! —grita.

—Entonces, siéntate y empieza a hablar —chillo mientras le obligo a sentarse en una silla.

Noble y Rudkin sonríen. Ellis me observa atentamente.

—Bueno, Kenny —digo—, tú sabes que conocías a Marie Watts. Lo único que queremos saber para empezar es cómo llegaron tus putas cosas a su casa.

Tiene la cara hinchada, los ojos rojos, y espero que sea lo bastante listo para saber que yo soy el único amigo que tiene aquí esta noche.

Por fin dice:

—Había perdido la llave, ¿sabes?

—Venga, Kenny, que esto no es un puto programa infantil.

—Lo digo en serio. Me había llevado algunas cosas de casa de mis primos y perdí la llave y Marie me dijo que no le importaba que se las dejara en su casa.

Miro a Ellis y le hago una señal con la cabeza.

Ellis le propina por detrás un fuerte puñetazo a Kenny entre los omóplatos.

Él grita y cae al suelo.

Yo me agacho a su lado y le miro cara a cara.

—Cuéntanos la verdad, mentiroso, pedazo de mierda negra.

Vuelvo a hacer la señal.

Los agentes de uniforme le levantan y vuelven a sentarle en la silla.

Su enorme boca rosada le cuelga abierta, la lengua blanca, las manos en los hombros.

—Oh, por qué esperamos, alegres y triunfantes —empiezo a cantar, y los demás se unen a mí.

La puerta se abre y otro fulano se asoma riendo, luego vuelve a salir.

Oh, por qué esperamos, alegres y triunfantes, oh, por qué esperamos

Hago una señal y paran.

—Te la estabas tirando, dilo y ya está.

Él asiente con la cabeza.

—No te oigo —susurro.

Él traga saliva, cierra los ojos y dice en voz baja:

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Me la…

—Más alto.

—Sí. Me la estaba tirando, es verdad.

—¿A quién te estabas tirando?

—A Marie.

—A Marie ¿qué?

—A Marie Watts.

—¿Qué hacías con ella?

—Me estaba tirando a Marie Watts.

Está llorando; unos lagrimones enormes.

—Puto mono gilipollas.

Siento la mano de Rudkin en mi espalda.

Me doy la vuelta.

Noble me guiña un ojo.

Ellis me mira.

Se acabó.

Por ahora.

Me encuentro en el pasillo blanco delante de la cantina.

Llamo a casa.

No contestan.

O todavía están en el hospital o arriba, en la cama; en cualquiera de los dos casos, estará jodida.

Imagino a su padre en la cama, ella paseando arriba y abajo por el pabellón, con Bobby en los brazos, intentando que deje de llorar.

Cuelgo.

Llamo a Janice.

Ella sí responde.

—¿Tú otra vez?

—¿Estás sola?

—Por ahora.

—¿Y más tarde?

—Espero que no.

—Intentaré ir.

—Seguro que sí.

Cuelga.

Miro el suelo descolorido, las huellas de botas y la suciedad, las sombras y la luz.

No sé qué hacer.

No sé adónde ir.

Oyente: ¿Viste esto ayer? [lee]: Una muchedumbre alborotada rodea a la reina. Un paseo real por Camperdown Park se convirtió en un aterrador despliegue de histeria cuando cientos de personas, gritando y aullando, rompieron los frágiles cordones de seguridad y se arremolinaron alrededor de la reina y el duque de Edimburgo. La policía intentó mantenerles a raya, pero se vio zarandeada por la gente que chillaba: «¡He tocado a la reina!».

John Shark: Pobre infeliz.

Oyente: Y por si fuera poco [lee]: Unas horas antes, se había pedido a los trabajadores municipales que borraran unas frases antimonárquicas de las paredes del recorrido de la reina.

John Shark: Malditos escoceses, son peores que los irlandeses.

The John Shark Show

Radio Leeds

Lunes, 30 de mayo de 1977

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