1977

1977


Tercera parte » Capítulo 11

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Leeds.

Miércoles, 8 de junio de 1977.

Está pasando otra vez:

Cuando los dos sietes chocan

Arrojado por otro amanecer tórrido a otro escenario antiguo con sus muertos amontonados, de Soldier’s Field hasta aquí, y está volviendo a pasar.

Miércoles por la mañana, las puertas abiertas de par en par, la mañana siguiente a la noche anterior, los banderines desgarrados, las banderas nacionales arriadas.

Los nudillos blancos y tensos en una oración alrededor del volante, el acelerador a fondo.

Las voces de mi cabeza avivadas por la muerte:

Miércoles por la mañana, una chaqueta por encima de la mujer, las botas puestas encima de sus muslos, un par de braguitas blancas colgadas de una pierna, un sujetador rosa subido, el estómago y los pechos vaciados con un destornillador, el cráneo hundido con un martillo.

Coches y furgonetas chirrían en todas direcciones, gimen:

Rumbo a Chapeltown.

Aparco, rezo, ofrezco un trato:

Por favor, Dios, querido Dios, por favor, que esté bien, por favor, que sea otra persona y, si ella está bien y se trata de otra persona, la dejaré en paz y volveré con Louise y volveré a intentarlo. Amén.

Abandono el Granada de Eric en una esquina y sigo las sirenas por todo Chapeltown.

Chapeltown… nuestra ciudad durante un año; la calle llena de árboles con su gran casa vieja, el pisito cochambroso que llenamos de sexo, en el que nos escondimos del resto del mundo, del resto de mi mundo.

Y doblo la esquina para entrar en Reginald Street, las luces azules giran lentamente, muertos vivientes en todas las puertas con sus botellas de leche y las bocas abiertas, y yo paso por delante del centro cívico, por delante de los policías uniformados, paso por debajo de la cinta y cruzo las verjas, me adentro en el parque infantil, es éste el escenario antiguo en el que nosotros los actores movemos los miembros de madera y nos rascamos las cabezas de madera con las manos de madera, y Ellis me mira y dice:

—Dios. Joder…

Oldman, Noble, Prentice, Alderman y Farley; Rudkin viene hacia mí corriendo por el campo de juegos.

Y me quedo mirando el cadáver tirado en el suelo cubierto por una chaqueta, maldigo a Dios y a todos sus ángeles, sabor de sangre y de final en la boca:

Puedo ver pelo negro tirado en la tierra.

Rudkin me alcanza, me da la vuelta y pregunta: «¿Dónde coño estabas? ¿Dónde coño estabas? ¿Dónde coño estabas?», una y otra vez.

Y yo no puedo apartar la mirada del cadáver que hay en el suelo, debajo de la chaqueta, sigo maldiciendo a Dios y a todos sus putos ángeles, y pienso:

No hay más infierno que éste.

Maldigo todos esos falsos infiernos repletos de impostores: esos generales y sus brujas.

Veo pelo negro.

—Lleváoslo de aquí, joder.

Y Rudkin me levanta y me saca de allí y nos cruzamos en el camino con un hombre en bata y pijama que abraza una botella de leche, que se dirige al parque infantil con la palabra p-a-d-r-e escrita en la cara, los ojos cerrados al horror y a la muerte, se nos queda mirando al cruzarse con nosotros y nos paramos y observamos cómo se va acercando más y más hasta que suelta la botella de leche y cae al suelo que ha matado a su hija y se pone a escarbar en la tierra endurecida, en busca de una salida que encontrará dentro de un año, cuando muera con ese mismo pijama puesto, con el corazón sin sanar, sin remendar, sin haberlo superado.

Mi trato, mi oración; su infierno.

Rudkin me empuja la cabeza para meterme en el asiento de atrás del coche y Ellis se vuelve hacia mí y me habla, pero no puedo oírle.

Y me detienen.

Me meten en una celda, me tiran algo de ropa limpia y me traen el desayuno.

—Sesión informativa dentro de diez minutos —dice Rudkin sentándose enfrente de mí—. Quieren que estés presente.

—¿Por qué?

—No tienen ni puta idea. Te hemos cubierto.

—No hacía ninguna falta.

—Ya lo sé, Mike no paraba de repetirlo.

—¿Y ahora qué?

Rudkin se inclina sobre la mesa con las manos juntas.

—Ella se ha ido. Vuelve con tu familia y todo volverá a estar en orden.

—Me colé en casa de Eric Hall, le robé el coche, le di una paliza.

—Lo sé.

—Eso no lo puedes cubrir.

—Se dice que van a mandar a Peter Hunter para que monte el número en antivicio de Bradford.

—Joder, ¿estás de coña?

—No.

—¿Qué le va a pasar a Eric?

—Le han mandado a casa un ratito.

—Joder.

—Craven se está cagando vivo. Supone que Leeds va a ir detrás.

Esbozo una sonrisa.

—No creas ni por un momento que Eric lo va a olvidar.

Asiento con la cabeza.

Rudkin se levanta.

—Gracias, John —le digo.

—No me darás las gracias cuando veas lo que hizo anoche.

—Pero gracias por ayudarme.

—Se ha ido, Bob. Vuelve con tu familia y todo estará en orden.

Asiento.

—Ahora te escucho —dice.

—Muy bien —digo.

Oldman se levanta, nos mira como si nunca hubiera visto otra cosa.

Sin días libres.

Esperamos, pero no es como antes.

El juego ha terminado.

—Esta mañana, a eso de las 5.45 de la madrugada, se ha encontrado en el parque infantil entre Reginald Terrace y Reginald Street de Chapeltown, Leeds, el cadáver de Rachel Louise Johnson, de dieciséis años de edad, dependienta de comercio, con domicilio en St. Mary Road número 66. Fue vista por última vez a las 10.30 de la noche del martes, 7 de junio, en el Hofbrahaus del Merrion Centre, Leeds.

»Su descripción es la siguiente: un metro sesenta y cinco de altura con un cuerpo proporcionado, cabello rubio hasta los hombros y llevaba una falda de cuadros azules y amarillos, chaqueta azul, medias azules oscuras y zapatos de tacón alto abiertos en negro y crema con adornos de tachuelas por delante.

»El profesor Farley, patólogo del Ministerio del Interior, está practicando la autopsia. Hasta el momento, se ha determinado que la muerte fue causada por golpes violentos en la cabeza con un instrumento contundente y no fue agredida sexualmente.

»El cadáver fue arrastrado una distancia de entre quince y veinte metros de donde se produjo la agresión inicial. La ropa del agresor estará profusamente manchada de sangre, particularmente la parte delantera de la chaqueta, camisa o pantalones que llevara.

»No hay pruebas de que Rachel Louise Johnson ejerciera activamente la prostitución.

El comisario jefe George Oldman se sienta, apoya la cabeza en las manos y los demás no decimos nada.

Nada.

Nada hasta que el inspector jefe Noble se levanta y se pone delante del tablón, un tablón en el que se lee en grandes letras de molde:

Theresa Campbell.

Clare Strachan.

Joan Richards.

Marie Watts.

Hasta que allí plantado dice:

—Nada más.

Noble nos mira y pregunta:

—¿Qué hay de Fairclough?

—Le perdimos —responde Rudkin.

—¿Le perdisteis?

Ellis me abrasa un lado de la cara con la mirada.

—Sí.

—Fue culpa mía, señor —digo.

Noble levanta una mano.

—Da igual. ¿Dónde está ahora?

—En casa. Durmiendo —dice Ellis.

—Joder, entonces sería conveniente que fuerais a despertarle, ¿no os parece?

Está de rodillas en el suelo, en un rincón, con las manos levantadas, la nariz ensangrentada.

Siento el cuerpo flojo.

—Venga —grita Rudkin—. ¿Dónde coño estabas?

Yo estaba aporreando puertas, aporreando personas, derribando puertas a patadas, derribando personas a patadas.

—Trabajando.

Ellis da un puñetazo en la pared.

—¡Mentiroso!

Yo estaba violando putas, follándomelas por el culo.

—Es verdad.

—Pedazo de asesino cabrón. ¡Dime la verdad!

Yo estaba colándome en casas, robando coches, dando palizas a cabrones como Eric Hall.

—Estaba trabajando.

—¡La puta verdad!

Yo estaba buscando una puta.

—Trabajando, joder, estaba trabajando.

Rudkin le levanta del suelo, endereza la silla y le sienta en ella, señalando la puerta con un gesto de cabeza.

—Siéntate aquí, joder, y piensa en dónde coño estabas esta noche a las dos de la mañana y qué cojones estabas haciendo.

Yo estaba en el suelo del Redbeck, deshecho en lágrimas.

Estamos fuera de la Barriga, Noble observa el interior de la celda por la mirilla.

—¿Qué hace ese gilipollas? —pregunta Ellis.

—Nada en especial —responde Noble.

Rudkin nos mira por encima de la brasa de su cigarrillo y pregunta:

—¿Y ahora qué?

Noble se retira del agujero, los cuatro formamos un círculo de oración. Él mira al techo bajo con los ojos muy abiertos como si estuviera intentando no llorar y dice:

—Fairclough es lo mejor que tenemos por el momento. Bob Craven está en la calle recogiendo declaraciones de testigos, Alderman puerta por puerta, Prentice ha ido a la empresa de taxis. Tenemos que seguir adelante.

Rudkin asiente con la cabeza y aplasta el cigarrillo.

—Muy bien. Pues volvamos al trabajo.

Rudkin y yo nos sentamos a la mesa enfrente de Donny Fairclough, Ellis se apoya en la puerta.

Me apoyo, los codos sobre la mesa:

—Vale, Don. Todos queremos irnos a casa, ¿verdad?

Nada, la cabeza gacha.

—Tú te quieres ir a casa, ¿no?

Un cabeceo.

—Pues ya somos cuatro. Así que ayúdanos a salir de aquí, ¿de acuerdo?

Sigue con la cabeza gacha.

—¿A qué hora fichaste ayer?

Levanta la cara, se sorbe la nariz y dice:

—Nada más cenar. Alrededor de la una.

—¿Y a qué hora acabaste?

—Como ya he dicho, a eso de la una de la madrugada.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Fui a una fiesta.

—¿Dónde? ¿Quién la daba?

—En Chapeltown, en casa de un tipo. No sé de quién era.

—¿Recuerdas dónde?

—Por Leopold Street.

—¿Y a qué hora fue eso?

—Sobre la una y media.

—¿Hasta?

—Las dos y media o tres de la madrugada.

—¿Viste a algún conocido?

—Sí.

—¿A quién?

—No sé cómo se llaman.

Rudkin le mira.

—Es una pena, Donald.

—Si los volvieras a ver, ¿les recordarías? —pregunto.

—Sí.

—¿Hombres o mujeres?

—Un par de chicos negros, un par de las chicas.

—¿Las chicas?

—Ya sabes.

—No, no sé. Sé más concreto.

—Prostitutas.

—¿Quieres decir putas? —dice Rudkin.

Asiente.

—¿O sea que sales con putas, Donny?

—No.

—Y entonces, ¿cómo es que conoces prostitutas?

—Las llevo en el coche, ¿no? Y hablamos.

—Te hacen rebaja, ¿verdad? ¿Para que les cobres menos?

—No.

—Vale. Total, que estabas en la fiesta. ¿Qué hiciste?

—Me tomé una copa.

—¿Siempre vas de fiesta después del trabajo?

—No, pero son los 25 Años, ¿no?

Rudkin sonríe.

—Así que eres todo un patriota, ¿eh, Donny?

—Pues sí, ésa es la verdad.

—¿Y cuánto tiempo estuviste bebiendo con los negros y las putas?

—Ya lo he dicho. Sólo quería tomar una copa.

—O sea que te quedaste sentado en un rincón con tu media pinta, ¿no? —digo.

—Sí, más o menos.

—¿No te echaste un baile o te pegaste un achuchón?

—No.

—¿No fumaste un poco de hierba de los negros?

—No.

—Y luego te fuiste a casa y ya está.

—Sí.

—¿Y a qué hora fue eso?

—Serían más o menos las tres.

—¿Y dónde vives?

—En Pudsey.

—Precioso sitio, Pudsey.

—No está mal.

—¿Vives solo, Donny?

—No, con mi madre.

—Eso está bien.

—No está mal.

—¿Tu madre tiene el sueño ligero?

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, ¿te oyó llegar?

—Lo dudo.

Rudkin dibuja una sonrisa enorme e irónica.

—O sea que no dormís en la misma cama ni nada así de rarito, ¿verdad?

—Vete a tomar por culo.

—Mira —suelta Rudkin clavando una mirada brutal en la cara de Fairclough—. Con la mierda en la que estás metido, vas a desear haber estado follándote a tu madre. ¿Entiendes?

Fairclough baja la cabeza y se muerde las uñas.

—Entonces —intervengo—, lo que tenemos es esto: saliste de trabajar a eso de la una, fuiste a una fiesta en Leopold Street, tomaste un par de copas y te fuiste a casa en el coche alrededor de las tres. ¿Correcto?

—Correcto —asiente él—. Correcto.

—¿Quién lo dice?

—Lo digo yo.

—¿Y?

—Y cualquiera que estuviera en la fiesta.

—¿Cuyos nombres no conoces?

—Pregunten a cualquiera que estuviera allí. Juro que me reconocerán.

—Esperemos que sí. Por tu propio bien.

En la planta superior, fuera ya de la Barriga.

Sin dormir.

Sólo café.

Sin sueños.

Sólo esto:

Mangas de camisa y humo, pieles grises con grandes círculos negros dibujados en todas las caras:

Oldman, Noble, Prentice, Alderman, Rudkin y yo.

Nombres en todas las paredes:

Jobson.

Bird.

Campbell.

Strachan.

Richards.

Peng.

Watts.

Clark.

Johnson.

Palabras en todas las paredes:

Destornillador.

Abdomen.

Botas.

Pecho.

Martillo.

Cráneo.

Botella.

Recto.

Cuchillo.

Números en todas las paredes:

1.3”

1974.

32.

1975.

239+548.

1976.

X3

1977.

3.5.

Y Noble dice:

—Tenemos un testigo, ese tal Mark Lancaster, que dice que vio un Ford Cortina blanco con el techo negro en Reginald Street a las dos de la mañana. El coche de Fairclough. Sin lugar a dudas.

Los demás escuchamos, esperamos.

—Bien. Farley dice que definitivamente es el mismo hombre. Sin lugar a dudas. Y los chicos de Bob Craven han dado con otro testigo que vio a un fulano, un tal Dave, la noche que asesinaron a Joan Richards. Su descripción es el vivo retrato de Fairclough. Sin lugar a dudas.

Escuchamos, esperamos.

—Yo digo que metamos a ese cabrón en una rueda de reconocimiento y veamos si ese testigo le identifica.

Esperamos.

—No tiene coartada, su coche se vio en el momento del asesinato, el testigo le señala en el caso de Joan Richards, el mismo grupo sanguíneo, ¿qué os parece?

Oldman:

—Ese cabrón va al trullo.

Los siete magníficos.

Estamos de pie en la fila de reconocimiento, en la sala que utilizamos para las ruedas de prensa, las sillas plegadas al fondo, Ellis y yo a ambos lados de Fairclough, dos tipos de antivicio y un par de civiles para completar el grupo y ganarse un billete de cinco libras.

Los polis tenemos todos la misma pinta.

Los dos civiles tienen más de cuarenta años.

Nadie se parece a Donny.

Y allí estamos, de pie en la fila, los números tres, cuatro y cinco. El número cuatro tiembla, apesta, huele a MIEDO, ODIO Y PENSAMIENTOS ASESINOS.

—Esto no está bien —gimotea—. Tengo derecho a un abogado.

—Pero si no has hecho nada, Donny —dice Ellis—. O por lo menos eso es lo que dices.

—Es que no he hecho nada.

—Ya lo veremos —digo yo—. Ya veremos quién no ha hecho nada.

Rudkin asoma la cabeza:

—Bueno, señoritas, ahora calladitas. La cara al frente.

Abre más la puerta y Oldman, Noble y Craven hacen pasar a Karen Burns.

A Karen Burns, joder.

Joder.

Ella observa la fila, mira a Craven, que le hace un gesto con la cabeza, y se acerca a nosotros.

Noble le pone una mano en el brazo para que no se acerque más.

Se vuelve hacia Rudkin:

—¿Dónde están los puñeteros números?

—Mierda.

Noble levanta los ojos al cielo, se vuelve hacia Karen Burns y le dice en voz baja:

—Cuando reconozca al hombre que vio la noche del 6 de febrero del año pasado, por favor, párese delante de él y tóquele el hombro derecho.

Ella asiente con un gesto, traga saliva y se acerca al primer hombre.

Ni siquiera le mira.

Pasa por delante del segundo y se dirige directamente a nosotros.

Se pone delante de Ellis y me pregunto si se la habrá follado alguna vez, si habrá un solo hombre en esta sala que no se la haya follado.

Ellis casi sonríe.

Ella desliza la mirada por la fila hasta mí.

Miro sin pestañear la pared de enfrente, los parches blancos donde estaban las fotos.

Ella sigue adelante.

Fairclough tose.

Ella se pone delante de él.

Él la mira fijamente.

—La mirada al frente —ordena Rudkin.

Ella se la sostiene.

Él sonríe.

Ella mueve la mano.

Toda la fila se gira.

Ella se recoloca la bandolera del bolso y se vuelve hacia mí.

Por el rabillo del ojo veo los dientes en la sonrisa de Fairclough, en mi propia cara.

Se está riendo.

Trago saliva.

Ella está delante de mí, sonríe.

La saco de la cama y la arrastro por el suelo.

No dejo de mirar al frente.

Sólo lleva unas bragas rosas, las tetas al aire.

Me mira de arriba abajo.

Y la tengo debajo, mis manos encima de su cara porque le estoy dando de bofetadas.

Noto que me empiezo a balancear, la boca seca como la arena.

Y le doy otra bofetada y luego observo sus labios y su nariz ensangrentados.

No deja de mirarme.

Las manchas de sangre en la barbilla y el cuello, las tetas y los brazos.

El sudor me corre por la cara, por el cuello, por la espalda, por las piernas, ríos de sal.

Y le arranco las bragas rosas y la vuelvo a arrastrar hasta la cama y me abro los pantalones y se la meto dentro.

No se mueve.

Y le pego otra bofetada y le doy la vuelta.

Rudkin está a su lado, Ellis mira de reojo a este lado de la fila.

Y ella empieza a revolverse y a decir no tenemos por qué hacerlo de esa manera.

Mueve el brazo, lo sube.

Pero yo le aplasto la cara sobre las sábanas sucias y me cojo la polla.

Retrocedo.

Y se la meto por el culo y ella grita.

Sorbe, se limpia la nariz y sonríe.

Y ella se queda tumbada en la cama, semen y sangre le corren por los muslos.

Bajo la mirada.

Y me levanto y lo hago otra vez y esta vez no duele.

—No está aquí —dice Karen sin fijarse siquiera en el seis y el siete.

La miro.

—¿No querría verlos a todos una vez más? Para estar segura —dice Noble.

—No está aquí.

—Creo que debería volver usted a…

—No está aquí. Quiero irme a casa.

—¿Qué coño ha sido eso? —le está gritando Noble a Craven—. Dijiste que podrías conseguir que ella…

—Pregúntale a Fraser, joder.

—No me jodas —dice Rudkin—. No tiene nada que ver con nosotros.

Craven vocifera desaforado, salpicándose la barba, estamos todos apretujados en el despacho de Noble, Oldman encajado detrás del escritorio, fuera la oscuridad total, dentro también:

—Es tu confidente, ¿verdad?

—¿Y qué, coño? —dice Ellis, y entonces sé que se la ha estado tirando.

Y Craven también.

—¿Te las estás follando, Mike? ¿Te estás comiendo las manzanas de su huerto? —grita señalándome.

Yo respondo con un débil:

—Que te den.

Noble menea la cabeza, nos mira a todos los asistentes:

—Menudo pedazo de cagada.

—Bueno. ¿Y ahora qué? —pregunta Rudkin mirando alternativamente a Noble y a Oldman.

—Una cagada total.

—No podemos dejar que ese cabrón se largue sin más. Es nuestro hombre, lo sé —dice Ellis.

—Ése no va a ninguna parte más que al trullo —dice Noble.

—Es que lo sé, joder —insiste Ellis.

Rudkin mira a George.

—Entonces, ¿qué?

Oldman:

—Hacedlo por la línea dura.

Está desnudo, de rodillas en el suelo, en un rincón, sujetándose las pelotas, el cuerpo ensangrentado.

Tengo los brazos débiles.

—Venga —le grita Rudkin una y otra vez, machaconamente, le grita—: ¿Dónde cojones estabas?

Yo estaba buscando una puta.

Él llora.

Ellis le da un puñetazo a Fairclough en la cara:

—¡Dínoslo!

Yo estaba buscando una puta.

Él llora.

—Pedazo de cabrón asesino. No era una guarra. Era una buena chica. De dieciséis años, joder. De una buena familia cristiana. ¡Ni siquiera había echado un puto polvo! Una cría, una puñetera cría.

Yo estaba buscando una puta.

Él no deja de llorar con una cara como la de Bobby, sin ruido, sólo lágrimas, la boca abierta, como un niño, como un bebé.

—La verdad. ¡Dinos la puta verdad!

Yo estaba buscando una puta.

Sólo llora.

Rudkin le levanta del suelo, pone de pie la silla, le ata a ella con nuestros cinturones y saca el encendedor.

—Quédate aquí sentado, joder, y piensa en dónde cojones estabas ayer a las dos de la madrugada y qué cojones estabas haciendo.

Yo estaba en el suelo del Redbeck, deshecho en lágrimas.

Llorando.

Rudkin abre el encendedor y Ellis y yo agarramos cada uno una de las piernas de Fairclough y le sujetamos las rodillas separadas mientras Rudkin acerca la llama a sus diminutas pelotas.

Yo estaba en el suelo del Redbeck, deshecho en lágrimas.

Gritos.

La puerta se abre de golpe.

Oldman y Noble.

Noble:

—¡Soltadle!

Nosotros:

—¿Qué?

Oldman:

—No es él. Soltadle, joder.

Oyente: ¿Has visto lo de esa niñita de cuatro años? Se la llevaron de una puñetera fiesta de los 25 Años, la violaron y la asesinaron en un cementerio mientras sus padres brindaban por la reina.

John Shark: Menuda fiesta para ellos.

Oyente: Y luego está la mujer esa a la que empujaron desde un acantilado en Botany Bay después de otra fiesta de los 25 Años.

John Shark: Y encima está el maldito Destripador.

Oyente: Tú lo has dicho, John; vaya fiesta de mierda.

The John Shark Show

Radio Leeds

Jueves, 9 de junio de 1977

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