1977

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Tercera parte » Capítulo 13

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En el sueño estaba sentado en un sofá en una sala rosa. Un sofá sucio con tres asientos podridos que olían cada vez peor, pero no me podía levantar.

Y de repente, en el sueño, estaba sentado en un sofá en un parque infantil. Un sofá espantoso con tres muelles oxidados que se me clavaban en el culo y los muslos, pero no me podía levantar, no me podía poner de pie.

Alguien me toca la cara.

Abro los ojos.

Es Bobby.

Sonríe, los ojos vivarachos, los dientes diminutos y blancos.

Me deja un libro encima del pecho.

Cierro los ojos.

Me vuelve a tocar la cara.

Abro los ojos

Es Bobby con su pijama azul.

Estoy en el sofá de la sala de estar, la radio encendida detrás de mí, el olor a desayuno flota en la casa.

Me siento y cojo a Bobby y su pijama azul en brazos, le siento en mi rodilla y abro el libro.

«Erase una vez un conejo, un conejo mágico que vivía en la Luna.»

Y Bobby levanta las manos y hace con ellas las orejas del conejo.

«Y el conejo tenía un telescopio gigante, un telescopio mágico con el que miraba la Tierra.»

Y Bobby se pone a hacer un telescopio con la mano y se vuelve para mirarme con las manos delante de los ojos.

«Un día, el conejo mágico dirigió su telescopio mágico hacia el mundo y dijo: “Telescopio mágico, telescopio mágico, por favor, muéstrame Gran Bretaña”.

»Y el conejo mágico puso el ojo en el telescopio mágico y miró hacia Gran Bretaña.»

Y de repente Bobby baja de un salto de mi rodilla y sale corriendo hacia la puerta del salón agitando los brazos cubiertos con su pijama azul y gritando:

—¡Mami, mami, el conejo mágico, el conejo mágico!

Y allí está Louise, detrás de nosotros, observándonos, y dice:

—El desayuno está listo.

Me siento a la mesa, mantel limpio y tres servicios, Bobby entre nosotros, y miro el jardín de atrás.

Son las siete y el sol da en el otro lado de la casa.

Louise echa leche en los Weetabix de Bobby, la cara fresca, la habitación ligeramente fría a la sombra.

—¿Cómo está tu padre? —le pregunto.

—No muy bien —responde ella mientras remueve los cereales de Bobby.

—Hoy estoy libre. Si quieres podemos ir los dos juntos.

—¿De veras? Creía que habían suspendido todos los días libres.

—Así es, pero creo que Maurice me ha cambiado un día.

—Estaba en el hospital el martes.

—¿Sí? Me dijo que iba a intentar acercarse.

—Con John Rudkin también.

—¿Sí?

—Es simpático, ¿verdad? ¿Qué te compró el tío John? —le pregunta a Bobby.

—Un coche, un coche. —E intenta bajarse de la silla.

—Después, cariño —le digo—. Primero cómete los Weetabix.

—Coche de paz, coche de paz.

Miro a Louise.

—¿Coche de paz?

—Coche de policía —sonríe ella.

—¿En qué trabaja papi? —le pregunto.

—Es pazía —sonríe él con la boca llena de cereales y leche.

Y nos reímos, los tres.

Bobby va entre los dos, una mano para mami y otra para papi.

Hoy va a hacer mucho calor y todos los jardines de la calle huelen a hierba cortada y agua de cebada, el cielo completamente azul.

Entramos en el parque y él se escabulle de nuestras manos.

—Te has olvidado el pan —le grito, pero él sigue corriendo hacia el estanque.

—Lo que le gusta es el tobogán —dice Louise.

—Se está haciendo mayor, ¿eh?

—Sí.

Y nos sentamos en los columpios entre la naturaleza tranquila y amable, los patos y las mariposas, los edificios de arenisca y las colinas negras que nos contemplan por encima de los árboles, a la espera.

Alargo la mano y cojo la suya, le doy un apretón.

—Teníamos que habernos ido a Flamingo Land o algo así. A Scarborough o Whitby.

—Es difícil —dice ella.

—Perdona —digo al darme cuenta.

—No, tienes razón. Deberíamos hacerlo.

Y Bobby se lanza por el tobogán de tripa, con la camisa para arriba y el estómago al aire.

—Está echando una panza como la de su padre —digo.

Pero ella sonríe ausente.

Louise está en la cola del puesto de pescado, Bobby me tira del brazo para que vaya a ver el escaparate de la tienda de juguetes, para que vaya a ver al Llanero Solitario y a Toro Sentado.

A nuestro alrededor, un viernes.

Y el cielo sigue siendo azul, las flores y las frutas brillantes, la cabina de teléfonos roja, las ancianas y las madres jóvenes con sus vestidos de verano, la furgoneta de los helados blanca.

A nuestro alrededor, un día de mercado.

Louise vuelve y yo le cojo las bolsas de la compra y volvemos a casa paseando por Kingsway, Bobby entre los dos, dando una mano a cada uno.

A nuestro alrededor, un día de verano.

Un día de verano de Yorkshire.

Louise prepara la comida mientras Bobby y yo jugamos con sus coches y sus construcciones, su Action Man y sus camiones, sus Lego y sus ositos, mientras la flotilla real navega por el Támesis en televisión.

Comemos pescado empanado, cubierto de salsa de perejil y kétchup, con patatas fritas y guisantes, y gelatina de postre, y Bobby luce los lamparones de comida con orgullo, como si fueran medallas.

Después yo friego los platos y Louise y Bobby los secan, el televisor apagado antes de que empiecen las noticias.

Luego tomamos una taza de té y vemos a Bobby exhibirse bailando encima del sofá al ritmo de un LP de temas de James Bond.

Camino de Leeds, Louise y Bobby van en el asiento de atrás y el pequeño se queda dormido con la cabeza apoyada en el regazo de su madre, el sol recuece el coche, las ventanas abiertas, mientras escuchamos a Wings y Abba, Boney M y Manhattan Transfer.

Aparcamos detrás, saco a Bobby en brazos y nos dirigimos a la entrada principal del hospital, los árboles del jardín casi negros al sol, la cabeza de Bobby colgando sobre mi hombro.

En la planta nos sentamos en unas sillas minúsculas y duras, Bobby sigue dormido a los pies de la cama de su abuelo, Louise le da a su padre mandarinas en conserva con una cucharilla de plástico, el jugo se desliza por la barbilla sin afeitar, por el cuello y por el pijama de rayas de Marks Spencer, mientras yo hago excursiones sin sentido al carrito de las chucherías y a los baños, hojeo revistas femeninas y me como dos barras de chocolate Mars.

Y cuando Bobby se despierta a eso de las tres, salimos a los jardines y dejamos a Louise con su padre, corremos por la hierba mullida jugando al corre que te pillo, yo le grito «para», él me grita «corre» y los dos nos reímos, y luego vamos de flor en flor, oliendo y señalando todos los colores diferentes, y, cuando nos encontramos un vilano, cada vez le toca a uno soplar las semillas al viento.

Pero cuando volvemos a subir a la planta, cansados y cubiertos de manchas de hierba, Louise está llorando al lado de la cama, él dormido con la boca abierta y la lengua seca y agrietada colgando de su cabeza calva y mermada. Y le echo el brazo por encima de los hombros y Bobby apoya la cabeza en sus rodillas, y ella nos abraza con fuerza.

En el camino a casa cantamos canciones infantiles con Bobby y es una pena que hayamos comido pescado a mediodía, porque podríamos habernos parado en Harry Ramsden’s a cenar pescado.

Bañamos juntos a Bobby, él salpica sin cesar entre las burbujas, se bebe el agua de la bañera, llora cuando le sacamos, y yo le seco y luego le subo a nuestro cuarto y le leo un cuento; le leo el mismo cuento tres veces:

«Erase una vez un conejo, un conejo mágico que vivía en la Luna.»

Y media hora después digo:

«Telescopio mágico, telescopio mágico, por favor, muéstrame Gran Bretaña…».

Y esta vez no hace un telescopio con las manos, esta vez lo único que hace son unos ruiditos húmedos con los labios, y le doy un beso de buenas noches y bajo a la planta baja.

Louise está sentada en el sofá viendo el final de Crossroads.[28]

Me siento a su lado y le pregunto:

—¿Ponen algo bueno hoy?

Ella se encoge de hombros.

Get Some In;[29] la serie esa del Hombre XYY[30] que a ti te gusta.

—¿Hay alguna película?

—Creo que más tarde. —Y me pasa el periódico.

¿Ya soy una mujer?

—Demasiado tarde para mí.

—Sí, tendríamos que irnos a la cama temprano.

—¿A qué hora entras mañana?

—John dijo que me llamaría.

Louise mira el reloj.

—¿Le vas a llamar?

—No. Iré a las siete.

Nos quedamos viendo a Max Bygraves con los juguetes de Bobby por el medio.

Y luego, durante los anuncios de antes de World in Action,[31] digo:

—¿Crees que podremos superar esto?

—No lo sé, cariño —contesta ella con los ojos fijos en la televisión—. No lo sé.

Y yo digo:

—Gracias por el día de hoy.

Debo haberme quedado dormido porque cuando despierto ella ya no está, estoy solo en el sofá, la película está a punto de acabar, apago la televisión y subo las escaleras, me desnudo y me meto en la cama, Bobby y Louise están a mi lado, dormidos.

En el sueño estaba sentado en un sofá en una sala rosa. Un sofá sucio con tres asientos podridos que olían cada vez peor, pero no me podía levantar.

Y de repente, en el sueño, estaba sentado en un sofá en un parque infantil. Un sofá espantoso con tres muelles oxidados que se me clavaban en el culo y los muslos, pero no me podía levantar, no me podía poner de pie.

Y luego, en el sueño, estaba sentado en un sofá en un descampado. Un sofá horrible empapado en sangre que me subía por las manos y las uñas, pero seguía sin poder levantarme, seguía sin poder ponerme de pie, sin poder irme de allí.

Oyente: ¿Recuerdas la niña aquella de Luton, la de cuatro años que fue violada y asesinada? ¿Sabes que han detenido a un chaval de doce por eso? De doce años, puñeta.

John Shark: Es increíble.

Oyente: Y los periódicos no saben hablar más que de la puñetera flotilla real y del Destripador de Yorkshire.

John Shark: Esto no tiene fin, ¿verdad?

Oyente: Sí lo tiene. El fin del mundo, ése es el fin. El fin del puñetero mundo.

The John Shark Show

Radio Leeds

Sábado, 11 de junio de 1977

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