1977

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Tercera parte » Capítulo 14

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Saqué las piernas por un lado de la cama y empecé a ponerme los pantalones.

Era el amanecer, gris y húmedo, del sábado 11 de junio de 1977.

El sueño flotaba como un fantasma perdido por su oscuro cuarto de atrás, un sueño de muebles salpicados de sangre y polis de pelo claro, crimen y castigo, agujeros y cabezas.

Otra vez magullado en sueños.

Las ventanas repiqueteaban con la lluvia, mi estómago con ellas.

Yo era un anciano sentado en la cama de una prostituta.

Noté una mano en la cadera.

—No tienes por qué irte —dijo ella.

Me volví hacia la cama, hacia la cara amarillenta que descansaba sobre la almohada, me incliné para besarla y me quité los pantalones otra vez.

Ella nos tapó a los dos con la sábana y abrió las piernas.

Metí el muslo derecho entre ellas, su humedad en mi piel y su vello en mi pierna mientras pasaba la mano entre su pelo, tanteando otra vez la marca que él le había dejado.

Volví a Leeds entre un tráfico denso y chaparrones continuos con la radio puesta para no pensar en ella:

Se esperan inundaciones generalizadas, John Tyndall —líder del Frente Nacional— agredido, 3287 policías sin pensión ni gratificaciones, la huelga de periodistas se intensifica.

Cuando llegué a los soportales oscuros, apagué el motor y me quedé sentado en el coche pensando en todas las cosas que quería hacerle a ella, mientras un cigarrillo se consumía hasta la piel, por debajo de mi uña.

Cosas malas, cosas en las que no había pensado nunca.

Apagué el cigarrillo.

La oficina, vacía.

Aburrido, cogí el periódico del día y volví a leer mi artículo:

¿VÍCTIMAS DE UN ODIO IRREFRENABLE?

por Jack Whitehead

Se está convirtiendo en una escena demasiado familiar para los desafortunados residentes del llamado «barrio chino» de Chapeltown, Leeds:

Una unidad móvil de policía, una imponente antena de radio, un ruidoso generador, calles acordonadas, agentes con carpetas sujetapapeles que llaman a las puertas y niños que curiosean entre las cortinas mirando las permanentes luces azules.

La quinta mujer brutalmente asesinada en plena noche en los últimos dos años, la cuarta en un radio de tres kilómetros, fue inmediatamente identificada como la última víctima de un asesino que se ha hecho conocido como el «Jack el Destripador» de Yorkshire.

Rachel Johnson, de dieciséis años, fue salvajemente agredida, como otras. Como dos de las víctimas anteriores, su cadáver se encontró en un parque infantil, un lugar pensado para los juegos y la diversión, además, Rachel se encontraba a apenas unos cientos de metros de su casa.

La mayor diferencia entre Rachel, que había dejado el colegio en la Pascua pasada, y las víctimas anteriores es que las otras eran prostitutas reconocidas que ejercían en la zona de Chapeltown.

Pero Rachel puede que hubiera cometido el mismo error fatal que las demás: aceptar que un desconocido la llevara en coche a casa después de una salida nocturna; la policía insiste en que lleva tiempo advirtiendo contra estas costumbres desde el primer asesinato en junio de 1975.

La primera víctima prostituta de un hombre que la policía cree que es un psicópata con un odio irrefrenable a las mujeres era una mujer de veintiséis años, madre de tres hijos, la señora Theresa Campbell, residente en Scott Hall Avenue, Chapeltown.

Un lechero que hacía su primera ronda de la mañana encontró el cadáver ensangrentado y parcialmente vestido de la señora Campbell en los jardines Prince Philip, a sólo ciento cincuenta metros de su casa, donde tres niños esperaban nerviosos a que su mamá volviera de «trabajar».

Había sido brutalmente asesinada a puñaladas.

Cinco meses después, al otro lado de los Peninos, Clare Strachan, de veintiséis años de edad y con dos hijos, fue salvajemente asesinada a golpes en Preston, un crimen que la policía considera ahora que es obra del mismo psicópata.

Sólo tres meses después, en febrero de 1976, la señora Joan Richards, de cuarenta y cinco años y con cuatro hijos, también encontró una muerte brutalmente violenta, esta vez en un callejón de Chapeltown poco transitado.

La señora Richards, que vivía en New Farley, fue salvajemente golpeada en la cabeza y apuñalada repetidamente.

Luego, hace menos de dos semanas, el cadáver de Marie Watts, de treinta y dos años, residente en Francis Street, Chapeltown, fue hallado en Soldier’s Field, Roundhay Park, con el cuello cercenado y diversas heridas de arma blanca en la región del estómago. La víctima sufría una depresión y estaba huyendo de su novio.

La señora Campbell fue vista por última vez mientras hacía autostop en Meanwood Road, Leeds, poco después de la una de la madrugada, el día de su muerte. Se sabe que unas horas antes había estado en el club Room At The Top de Sheepscar Street.

La noche que mataron a la señora Richards, ésta había estado en el Gaiety Public House de Roundhay Road con su marido. Ella se fue a primeras horas de la noche y él nunca la volvió a ver.

El Gaiety fue también uno de los últimos sitios donde se vio a Marie Watts con vida.

La policía volvió a recordar ayer su llamamiento a los ciudadanos que puedan tener alguna información.

Los números de teléfono de la brigada de homicidios de la comisaría de policía de Millgarth son 461212 y 461213 de Leeds.

—¿Satisfecho?

Me di la vuelta; Bill Hadden espiaba por encima de mi hombro vestido con su chaqueta de sport de los sábados.

—Lo han masacrado. Y yo no puse tantas veces «brutalmente» ni «salvajemente», ¿o sí?

—Más.

Le entregué un trozo de papel doblado que saqué del bolsillo.

—¿Le vas a hacer lo mismo a esto?

Millgarth, cerca de las diez y media.

El sargento Wilson en recepción:

—Llegan los problemas.

—Samuel —le saludé.

—Y ¿qué puedo hacer por ti en esta bonita y deprimente mañana de junio?

—¿Está Peter Noble?

Miró el registro que tenía encima del mostrador.

—No. Acaba de salir.

—Joder. ¿Y Maurice?

—Últimamente no está nunca. ¿De qué se trata?

—Había quedado con George Oldman que vendría a ver unos expedientes. El de Clare Strachan.

Wilson volvió a mirar el registro.

—¿Puedo probar con John Rudkin o el sargento Fraser?

—¿Ellos sí están?

—Espera —dijo, y levantó el auricular del teléfono.

Bajó las escaleras para recibirme, joven, rubio y familiar.

Se detuvo.

—Jack Whitehead —dije.

Me estrechó la mano.

—Bob Fraser. Ya nos conocíamos.

—Barry Gannon —dije.

—¿Lo recuerda?

—Es difícil de olvidar.

—Cierto —asintió él.

El sargento Fraser parecía falto de sueño, sin saber qué decir, envejecido para su edad, pero, sobre todo, simple y llanamente perdido.

—A usted tampoco le ha ido mal —dije.

Frunció el ceño, sorprendido.

—¿Qué quiere decir?

—La policía. El Departamento de Homicidios.

—Supongo que sí —dijo, y echó una mirada al reloj.

—Me gustaría hablar con usted de Clare Strachan. Si tiene tiempo.

Fraser miró al reloj otra vez y repitió:

—¿Clare Strachan?

—Mire, hablé con George Oldman hace un par de días y quedamos en que el jefe Noble me enseñaría los expedientes, pero…

—Están todos en Bradford.

—Ya. Por eso me han dicho que si a John Rudkin o a usted no les importa…

—Sí, vale. Será mejor que suba.

Subí detrás de él.

—Es todo un poco caótico —iba diciendo mientras abría la puerta de una sala llena de archivadores metálicos.

—Lo imagino.

—Si no le importa esperar un minuto aquí. —Señaló un par de sillas metidas debajo de una mesa—. Voy a por los expedientes.

—Gracias.

Me senté frente a los archivadores, las letras y los números, y me pregunté de cuántas de las personas que allí constaban habría escrito yo, cuántas tendría también archivadas en mi cajón, con cuántas habría soñado.

Fraser volvió a entrar abriendo la puerta de una patada con el pie, con una enorme caja de cartón en los brazos.

La dejó en la mesa.

Preston, noviembre, 1975.

—¿Esto es todo? —pregunté.

—Por nuestra parte. Lo demás lo tienen en Lancashire.

—Hablé con Alf Hill. Parece escéptico.

—¿Sobre la vinculación? Sí, creo que todos lo éramos.

—¿Lo eran?

—Sí, lo éramos —dijo, consciente de que ambos conocíamos la existencia de las cartas.

—¿Se han convencido?

—Sí.

—Ya —dije.

Señaló la caja con un gesto de cabeza.

—No necesita que le vaya explicando todo esto, ¿verdad?

—No, pero tenía la esperanza de que me pudiera decir qué significa esto. —Y le di las referencias de los dos expedientes de Preston:

23/08/74 - WKFD/MORRISON-C/CTNSOL1A

22/12/74 - WKFD/MORRISON-C/MGRD-P/WSMT27C

Observó detenidamente las letras y los números, pálido, y dijo:

—¿De dónde lo ha sacado?

—Del expediente de Clare Strachan en Preston.

—¿De veras?

—Sí. De veras.

—Nunca lo había visto antes.

—Pero ¿sabe a qué se refieren?

—No, no con exactitud. Sólo que se trata de expedientes de Wakefield, referentes a un tal C. Morrison.

—¿Usted conoce algún C. Morrison?

—No, así a bote pronto, no. ¿Tendría que conocerle?

—Es que Clare Strachan a veces utilizaba el nombre de Morrison.

Se me quedó mirando fijamente, sus fríos ojos azules henchidos de orgullo herido.

—Lo siento —dije viendo levantarse muros, llaves que cerraban en cerraduras—. No era mi intención…

—Olvídelo —murmuró como si él no lo fuera a olvidar nunca.

—Sé que estoy pidiendo demasiado, pero ¿le sería posible buscar estos expedientes?

Sacó la otra silla de debajo de la mesa, se sentó y levantó el auricular del teléfono negro.

—Sam, soy Bob Fraser. ¿Puedes ponernos con Wood Street?

Colgó el teléfono y esperamos en silencio.

Sonó el teléfono y Fraser lo cogió.

—Gracias. Soy el sargento Fraser de Millgarth, me gustaría revisar dos expedientes, por favor.

Una pausa.

—Sí, el sargento Fraser de Millgarth. El nombre es Morrison, inicial C. El primero es el 23-8-72, advertencia por prostitución 1.ª.

Otra pausa.

—Sí. Y el otro es Morrison, C., otra vez. 22-12-74, asesinato de un GRD-P, declaración de testigo 27C.

Pausa.

—Gracias. —Y colgó.

Le miré y sus ojos azules me devolvieron la mirada.

—Me llamarán dentro de diez minutos —dijo.

—Gracias por lo que está haciendo.

Mientras jugaba con el papel, preguntó:

—¿Sacó esto de Preston?

—Sí. Alf Hill me enseñó un expediente. Me dijo que era prostituta, así que le pregunté si había sido condenada alguna vez y entonces me enseñó una hoja mecanografiada. Sólo tenía esto escrito. ¿Ha estado usted allí?

—La semana pasada. ¿Y él le dijo que utilizaba el nombre de Morrison?

—No, la única vez que lo vi fue en el Manchester Evening News, decía que era originaria de Escocia y que también utilizaba el nombre de Morrison.

—¿El Manchester Evening News?

—Sí. —Y le pasé el recorte que llevaba en el bolsillo.

Sonó el teléfono y los dos dimos un brinco en la silla.

Fraser dejó el recorte en la mesa y lo leyó mientras levantaba el auricular.

—Gracias.

Pausa.

—Al habla.

Otra pausa, más larga.

—¿Los dos? ¿Eso quién?

Pausa.

—Sí, sí. El culo con las témporas. Gracias.

Colgó de nuevo sin retirar los ojos del recorte.

—¿No ha habido suerte? —pregunté.

—Están aquí —dijo mirando a la caja—. O, por lo menos, deberían estar aquí. ¿Puedo quedármelo? —dijo levantando el recorte.

—Si lo quiere, sí.

—Gracias. —Hizo un gesto con la cabeza y volcó la caja, esparciendo los expedientes sobre la mesa.

—¿Quiere que me vaya? —dije.

—No, por favor —dijo, y luego añadió—: Tarde o temprano todo esto acabará en la base de datos de la policía nacional, ¿sabe?

—¿Cree que eso cambiará algo?

—Eso espero, puñetas —rió mientras se quitaba la chaqueta. Nos pusimos a buscar, hasta que, diez minutos en silencio más tarde, todo estaba de nuevo en la caja y la mesa completamente limpia.

—Joder. —Y añadió—: Perdón.

—No se preocupe —dije.

—Le llamaré si surge algo nuevo —dijo, y se puso de pie.

—Sólo quería un poco de documentación, nada más.

Bajamos las escaleras y al llegar abajo repitió:

—Le llamaré.

En la puerta nos dimos la mano y sonrió, y, de repente, dije:

—Usted conocía a Eddie, ¿verdad?

Me soltó la mano y negó con la cabeza:

—La verdad es que no.

Otra vez en la ciudad embrujada, fantasmas en todas las esquinas, grupos de trabajadores bebiendo, la mañana se ha acabado, el día avanza lentamente hacia su fin.

Me planté delante del Griffin y su fachada cubierta de andamiajes, las ventanas oscuras de los pisos grises de arriba, preguntándome cuál de los agujeros negros sería el suyo.

Me adentré en el salón con sus sillas de respaldo alto vacías y su luz escasa, llegué hasta el mostrador de recepción, llamé al timbre y esperé, el corazón me latía rápido y con fuerza.

Por el espejo que había encima del mostrador vi a un niño que ayudaba a cruzar el salón a una anciana con bastón.

Los había visto antes.

Se sentaron en las mismas sillas en las que nos habíamos sentados Laws y yo siete días antes.

Fui hasta ellos y acerqué una tercera silla.

No dijeron nada, pero se levantaron a la vez y fueron a sentarse en la mesa de al lado.

Yo seguí sentado en silencio y luego me levanté, fui hasta el mostrador de recepción y llamé al timbre por segunda vez.

Por el espejo vi que el niño le susurraba algo al oído a la anciana, mientras los dos me miraban fijamente.

—¿En qué puedo ayudarle?

Volví a mirar al mostrador y al hombre del traje oscuro.

—Sí, quería saber si está el señor Laws, Martin Laws.

El hombre echó un vistazo a las cajas de madera que tenía detrás, a las llaves colgadas, y dijo:

—Me temo que el reverendo Laws está fuera en este momento. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—No, volveré más tarde.

—Muy bien, señor.

—Le conocía de antes.

—¿De qué? —preguntó Hadden.

—Fue el que vino por lo de Barry.

—Claro —suspiró Hadden recordando—. Que tiempos más horribles.

—No como ahora —dije, y los dos nos quedamos callados hasta que me pasó una hoja de papel.

—Creo que te darás cuenta de que no he sacado el cuchillo —sonrió.

Me senté al otro lado del escritorio y leí:

CARTA ABIERTA AL DESTRIPADOR

Estimado Destripador:

Ya has matado cinco veces. En menos de dos años has asesinado a cuatro mujeres en Leeds y a una en Preston. Tu motivo, según se cree, es un odio incontenible a las prostitutas, un odio que te empuja a acuchillar y apalear a tus víctimas. Pero, inevitablemente, esa retorcida pasión te salió terriblemente mal la noche del martes. Una inocente cría de dieciséis años, una chica de clase trabajadora, feliz, decente, de una familia respetable de Leeds, se cruzó en tu camino. ¿Cómo te sentiste al enterarte de que en tu sangrienta cruzada habías cometido un error tan espantoso? ¿Que tu cuchillo vengador había dado con un objetivo tan inocente? A pesar de que, indudablemente, eres un enfermo mental, alguna chispa de remordimiento debió encenderse mientras intentabas limpiarte las manchas de sangre de Rachel.

No vuelvas a cometer el mismo error, no vuelvas a hacer que una familia inocente pase por este infierno.

Acaba ya.

Ríndete ahora mismo, con la seguridad de que sólo te esperan cuidados y tratamientos, no la soga o la silla eléctrica.

Por favor, en nombre de Rachel, entrégate y acaba ya con estos asesinatos tan, tan espantosos.

Los ciudadanos de Leeds

—¿Qué te parece?

—¿Lo ha visto George?

—Hemos hablado por teléfono.

—¿Y?

—Dijo que merecía la pena intentarse.

—¿No ha cambiado de opinión sobre sacar a la luz la otra mitad de la correspondencia?

Hadden se encogió de hombros:

—¿Tú qué crees?

—La verdad es que lo he estado pensando mucho, y creo que está cometiendo una equivocación. Una equivocación que le va a pasar factura. Y a nosotros también.

—¿En qué sentido?

—En la última hacía una advertencia, ¿no?

—Sí.

—Bueno, cuando vuelva a matar y se sepa que recibimos una carta, una puta carta de advertencia, no creo que el pueblo de Gran Bretaña acepte encantado que no nos pareciera bien compartir esa información con él.

—Tiene sus motivos.

—¿Quién? ¿George? Pues espero que sean cojonudos.

Bill Hadden me miró tirándose de la barba.

—¿Qué pasa, Jack?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué te pasa?

—Es esa puta arrogancia suya.

—No, no es eso. Te conozco demasiado bien. Hay algo más.

—Todo este asunto. El Destripador. Las cartas…

—¿La visita al sargento Fraser puede haber contribuido?

—No, de hecho estuvo bastante bien.

—Pero ¿te lo recuerda todo?

—Nunca lo olvido, Bill. Nunca lo olvido.

Ya era de noche, una noche húmeda de verano, cuando salí de la oficina y fui a por el coche.

Conduje por Tingley Roundabout y bajé luego por Shawcross y Hanging Heaton hasta llegar al Batley Variety Club.

Era sábado por la noche y lo mejor que habían podido conseguir eran los New Zombies, incapaces de competir con los espectáculos de los muelles.

Aparqué, pensé que ojalá estuviera ya borracho y crucé el estacionamiento hasta el toldo que cubría la entrada.

Pagué y pasé dentro.

Estaba medio vacío y me aposté de pie en la barra con un Escocia doble, contemplando los vestidos largos y los esmóquines baratos y mirando la hora.

Junto al escenario, una mujer flaca con un vestido rosa de escote profundo que arrastraba por el suelo estaba ya borracha y discutía con un gordo y su bigote, agachándose para gritar y exhibir un poco las tetas.

El hombre le dio una palmada en el trasero y ella tiró una copa y le volcó un plato por encima.

Eran las diez y media.

—¿Disfrutando de la fauna, señor Whitehead?

Un joven con traje negro y la cabeza rapada se puso a mi lado con una bolsa de plástico en la mano izquierda.

—Usted juega con ventaja —le dije.

Le había visto antes, pero no tenía ni puta idea de dónde.

—Lo siento, nada de nombres.

—Pero creo que ya nos conocíamos.

—No, no nos conocemos. No se le habría olvidado.

—Vale, lo que usted diga. ¿Quiere que nos sentemos?

—¿Por qué no?

Pedí una ronda y nos dirigimos a una mesa cerca del fondo.

Encendió un cigarrillo, echó la cabeza para atrás y lanzó el humo hacia el techo bajo de baldosas.

Me quedé un rato observando a la concurrencia hasta que le pregunté:

—¿Por qué aquí?

—Aquí no me pueden ver los ojos de la policía.

—¿Le vigilan?

—Siempre.

Le pegué un buen trago a mi Escocia y esperé; observé cómo jugueteaba con sus joyas, cómo hacía aros de humo, con la bolsa de plástico en el regazo.

Se inclinó hacia delante, una sonrisa húmeda en sus labios finos, y susurró:

—Podemos quedarnos aquí sentados toda la noche. No tengo prisa.

—¿Y por qué le vigila la policía?

—Lo que llevo aquí —dijo dando unas palmaditas en la bolsa de plástico—. Lo que llevo aquí es una primicia de la hostia.

—Bueno, echemos un vistazo…

Se llevó la palma de la mano a la frente.

—No. Y no me agobie, joder.

Me relajé en mi asiento.

—Muy bien. Le escucho.

—Eso espero, porque cuando esto explote va a lanzar la tapa de este puto sitio por los aires.

—Entonces, ¿le importa si tomo algunas notas?

—Sí, me importa. Me importa un huevo. Escuche y ya está.

—Vale.

Apagó la colilla de su cigarrillo moviendo la cabeza.

—Ya he tenido trato con otros periodistas y, créame, he tenido serias dudas sobre si quedar con usted, sobre si debía o no darle este material. Y todavía las tengo.

—¿Quiere que hablemos de dinero antes?

—No quiero ningún dinero, joder. No estoy aquí por eso.

—De acuerdo —dije convencido de que mentía, y pensé dinero, notoriedad, venganza—. Entonces, ¿quiere decirme por qué está aquí?

Paseó la mirada entre la gente que iba entrando y dijo:

—Cuando escuche lo que tengo que decirle, cuando vea lo que tengo aquí, lo entenderá.

Notoriedad.

Señalé los vasos vacíos.

—¿Quiere otra?

—¿Por qué no? —asintió con la cabeza e hizo una señal a la camarera.

Esperamos sin decir nada.

La camarera trajo las bebidas.

Las luces de la sala bajaron.

Él se inclinó hacia delante y miró el reloj.

Yo me incliné para acercarme a él, como si nos fuéramos a besar.

Habló rápida pero claramente:

—Yo conocía a Clare Strachan, la mujer que dicen que se cargó el Destripador en Preston. Vivía por aquí, bajo el nombre de Morrison. Estaba enredada con cierta gente, una gente no muy recomendable, gente que me da un miedo de la hostia, gente con la que no quiero volver a juntarme nunca más en mi vida. ¿Lo entiende?

Asentí con la cabeza sin decir nada; asentía y pensaba:

Venganza.

Las luces del escenario cambiaron del azul al rojo y otra vez al azul.

Los ojos del hombre recorrieron la sala y volvieron a mí.

—He cometido muchos errores, me he metido hasta el cuello, creo que ella debió de hacer lo mismo.

Seguí mirando al frente, la banda estaba a punto de empezar su actuación.

Él vertió su Escocia en la pinta.

—Dice usted que ella debió de hacer lo mismo. ¿Por qué? —dije—. ¿Qué le hace pensar eso?

Me miró por encima de su cerveza, espuma en sus labios, y sonrió.

—Está muerta, ¿no?

Desde la embocadura del escenario un hombre con chaqueta de esmoquin de terciopelo gritó por un micrófono estridente.

—Damas y caballeros, chicas y chicos, dicen que nos estamos muriendo, dicen que estamos muertos y enterrados, bueno pues lo mismo dijeron de estos muchachos pero aquí estamos para demostrar que se equivocaban, de entre los muertos, del otro lado de la tumba, los mismísimos muertos vivientes, por favor, den una calurosa bienvenida de Yorkshire a ¡los New Zombies!

El telón azul se levantó, la batería sonó, y empezó a oírse la canción.

She’s Not There —dijo el rapado mirando al escenario.

—Si usted lo dice —dije.

Se volvió hacia mí.

—Un poquito de lectura para la noche —dijo mientras me pasaba la bolsa por debajo de la mesa.

La cogí y empecé a abrirla.

—Aquí no —se apresuró a decir haciendo un gesto con la cabeza—. En los retretes.

Me levanté y sorteé las mesas vacías volviéndome para mirar al joven pálido del traje negro que seguía con la cabeza el ritmo de los teclados del escenario.

—Le echo una mano si lo necesita —gritó detrás de mí.

Cerré la puerta del cubículo y bajé la tapa del retrete, me senté y abrí la bolsa de plástico.

Dentro había otra bolsa, una bolsa de papel marrón.

Abrí la bolsa marrón y saqué una revista.

Una revista guarra, pornográfica.

Pornografía barata.

Casera:

Spunk.

Una de las páginas tenía una esquina doblada.

Fui a la página marcada y me la encontré:

Pelo blanco y piel rosa, orificios húmedos rojos y ojos azules secos, las piernas abiertas y tocándose el clítoris.

Clare Strachan.

Se me puso dura.

A mí se me puso dura y ella estaba muerta.

Salí de los baños y regresé a la sala; la mujer flaca del vestido largo rosa bailaba sola delante del escenario, cien rostros albinos inexpresivos vueltos hacia la barra donde cuatro polis hablaban con la camarera y señalaban nuestra mesa vacía.

Dos de los policías salieron corriendo de repente.

Los otros dos me miraban.

Yo tenía la bolsa en la mano.

Tenía miedo, estaba la hostia de asustado, y sabía por qué.

Los policías se dirigieron hacia mí entre las mesas, acercándose cada vez más.

Yo retrocedí en dirección contraria, hacia mi mesa.

Noté una mano en el brazo.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté.

—El caballero que estaba en su mesa, ¿sabe usted adónde puede haber ido?

—Lo siento pero no. ¿Por qué?

—¿Le importaría salir fuera un momento, señor?

—No —accedí dejando que me condujera entre las mesas mientras la banda seguía tocando, la señora de rosa bailando, los fantasmas observándome.

Fuera llovía otra vez y los tres nos paramos debajo de las copas de los árboles.

Los dos policías eran jóvenes y nerviosos, inseguros.

—¿Puede decirme su nombre, por favor?

—Jack Whitehead.

Uno miró al otro.

—¿El periodista?

—Sí. ¿Les importa que les pregunte a qué se debe todo esto?

—Creemos que el hombre que estaba sentado en su mesa puede haber robado aquel Austin Allegro de allí.

—Lo siento mucho, agente, pero no tengo la menor idea de eso. Ni siquiera sé cómo se llama.

—Anderson. Barry James Anderson.

Los recuerdos afloran, retroceden los años.

Los otros dos policías regresaban por el aparcamiento, mojados y jadeantes.

—Joder —dijo el mayor de los dos con la cabeza gacha y las manos en las rodillas.

—¿A quién tenemos aquí? —preguntó el otro.

—Dice que es Jack Whitehead, del Post.

El poli gordo y mayor me miró.

—No me jodas que eres tú. Hablando del rey de Roma…

—Don —saludé.

—Ha pasado mucho tiempo —asintió él.

Joder, pensé, ni por asomo el suficiente, un día completito; menudo día aciago de visiones turbias y recuerdos espantosos, en el que no quedaba piedra sin remover, ni un hueso en descanso, los muertos en libertad, encarnados en los vivos.

—Éste es Jack Whitehead —dijo el sargento Donald Humphries mientras la lluvia jarreaba sobre las copas de los árboles que nos cubrían—. Fuimos él y yo los que encontramos aquel trabajo de El Exorcista del que os he hablado.

Sí, pensé, como si alguna vez hablara de algo que no fuera esa noche, como si por un momento hubiera entendido las cosas que vimos esa noche, aquella noche que nos plantamos ante las colinas y las fábricas, ante los huesos y las piedras, ante los vivos y los muertos, aquella noche en la que encontramos a Michael Williams desnudo bajo la lluvia en el césped de su casa y acunando a Carol en sus brazos y acariciando su cabello ensangrentado por última vez.

Pero tal vez fuera ahora injusto con él, porque la sonrisa se nubló detrás de una expresión sombría y movió la cabeza y dijo:

—¿Qué tal te va, Jack?

—De maravilla. ¿Y a ti?

—No me puedo quejar —dijo—. ¿Qué te trae por estos andurriales?

—He venido a cenar algo —dije.

Señaló la bolsa que llevaba en la mano y sonrió.

—¿Y has estado de compras?

—Quedan menos de doscientos días para Navidad, Don.

Volví a casi ciento treinta por hora.

Subí los escalones en un suspiro, abrí la puerta, me quité las botas y me tiré en la cama; abrí la revista con las gafas puestas y miré a Clare:

Spunk.

Número 3. Enero de 1975.

Le di la vuelta: nada.

Abrí las páginas interiores: algo:

Spunk es una publicación de MJM Publishing Ltd. Impresa y distribuida por MJM Printing Ltd. Oldham Street 270, Manchester, Inglaterra.

Fui al teléfono y llamé a Millgarth.

—Con el sargento Fraser, por favor.

—Me temo que el sargento Fraser ha salido a…

Cuelgo el teléfono y vuelvo a la cama, vuelvo a… Carol en la pose de Clare.

—¿Esto es lo que te gusta?

—No.

—¿Esto es lo que hace la guarra de tu putita china?

—No.

—Venga, Jack. Fóllame.

Corrí a la cocina, abrí un cajón y saqué un cuchillo de trinchar.

Ella se había metido los dedos en el coño.

—Venga, Jack.

—Déjame en paz —grité.

—Vas a usar eso, ¿verdad? —me guiñó el ojo.

—Déjame en paz.

—Tendrías que llevártelo a Bradford —rio—. Y acabar lo que empezaste.

Crucé la habitación corriendo con el cuchillo y una bota en las manos, salté a la cama, le golpeé la cabeza, la piel blanca rayada de rojo, su pelo claro oscurecido, todo pegajoso y negro, carcajadas y gritos hasta que no quedaba nada más que un cuchillo sucio en mi mano, cabellos grises pegados al tacón de la bota, gotas de sangre salpicando la colcha arrugada y colorida de la querida Clare Strachan, dedos húmedos y coño rojo.

Los dedos se me quedaban fríos, goteando sangre.

Me había cortado la mano con el cuchillo de trinchar.

Solté el cuchillo y la bota y me palpé el cráneo con el pulgar y sentí la marca que me había hecho:

Sufro tus terrores; estoy desesperado.

Me giré y la vi.

—Lo siento —gemí.

Carol dijo:

—Te quiero, Jack. Te quiero.

John Shark: O sea que tú no tienes una gran opinión de la flotilla real, ¿verdad, Bob?

Oyente: El puñetero tiempo que nos falló.

John Shark: Pero los fuegos artificiales. Han sido algo especial…

Oyente: Ah, sí, pero lo que yo digo es que cuántos recuerdan hoy los 25 Años del rey Jorge.

John Shark: ¿Y cuándo fue eso, Bob?

Oyente: ¿Ves lo que quiero decir? Fue en 1935, John, en 1935, joder.

The John Shark Show

Radio Leeds

Domingo, 12 de junio de 1977

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