1977

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Cuarta parte » Capítulo 18

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Abro los ojos y digo:

—No he sido yo.

Y John Piggott, mi abogado, apaga su cigarrillo y dice:

—Bob, Bob. Ya sé que no has sido tú.

—Pues sácame de aquí, joder.

Cierro los ojos y digo:

—Pero no he sido yo.

Y John Piggott, mi abogado, un año más joven y treinta kilos más gordo que yo, dice:

—Bob, Bob, ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué cojones tengo que presentarme en la puñetera comisaría de Wood Street todas las mañanas, joder?

—Bob, Bob, vamos a aceptarlo y a salir de aquí de una vez.

—Pero eso significa que pueden arrestarme en cualquier momento que se les ocurra y meterme otra vez aquí.

—Bob, Bob, lo pueden hacer de todas maneras. Ya lo sabes.

—Pero ¿no me van a acusar?

—No.

—¿Sólo me suspenden de empleo y sueldo y tengo que presentarme todas las mañanas hasta que encuentren el modo de incriminarme?

—Sí.

El sargento de guardia, el sargento Wilson, me devuelve el reloj y las monedas que llevaba en los pantalones.

—Ahora no vayas a comprarte unos billetes para Río.

—Yo no lo hice —contesto.

—Nadie ha dicho que lo hicieras —sonríe.

—Pues cierra la puta boca, sargento.

Y me largo dejando a John Piggott sujetándome la puerta.

Pero Wilson me grita por detrás:

—No lo olvides, mañana a las diez en Wood Street.

En el aparcamiento, el aparcamiento vacío, John Piggott abre la puerta del coche.

—Respira hondo —dice mientras él lo hace.

Me subo al coche y nos vamos.

En la radio suenan Hot Chocolate otra vez.

John Piggott aparca en Tammy Hall Street, Wakefield, justo enfrente de la comisaría de policía de Wood Street.

—Tengo que entrar un momento a por una cosa —dice, y entra en el viejo edificio y sube las escaleras hasta el primer piso.

Le espero en el coche, la lluvia golpea el parabrisas, la radio encendida, Janice muerta, y me da la impresión de que ya he estado allí antes.

Estaba embarazada.

En un sueño, en una visión, en un recuerdo enterrado, no sé cuál o dónde, pero sé que he estado aquí antes.

Y era tuyo.

—¿Adónde vamos? —pregunta Piggott en cuanto vuelve.

—Al Redbeck —digo.

—¿En Doncaster Road?

—Sí.

Yacía a mi lado en el suelo de la habitación 27 y yo me sentía lánguido, acabado.

Cierro los ojos y ella está debajo, esperando.

De pie a mi lado, su cráneo roto y sus pulmones perforados, embarazada, asfixiada.

Abro los ojos y me lavo la cara con agua fría, por el cuello, lánguido, acabado.

John Piggott entra con dos tés y un sándwich de patatas fritas.

El sándwich atufa toda la habitación.

—¿Qué cojones de sitio es éste? —pregunta observándolo todo.

—Un sitio cualquiera.

—¿Hace cuánto tiempo lo tienes?

—En realidad no es mío.

—Pero tienes la llave.

—Sí.

—Tiene que costar una fortuna.

—Es por un amigo.

—¿Quién?

—El periodista aquel, Eddie Dunford.

—¿Me estás vacilando?

—No.

Salí del viejo ascensor al rellano.

Recorrí el pasillo, la alfombra desgastada, las paredes sucias, el olor.

Llegué a una puerta y me detuve.

La habitación 77.

Me despierto y Piggott sigue durmiendo, encajado debajo del lavabo.

Cuento unas monedas y salgo a la lluvia con el cuello levantado.

En el vestíbulo, debajo de la luz parpadeante, marco el número.

—¿Puedo hablar con Jack Whitehead, por favor?

—Un momento.

En el vestíbulo, debajo de la luz parpadeante, espero, rodeado de silencio.

—Jack Whitehead al habla.

—Soy Robert Fraser.

—¿Dónde estás?

—En el motel Redbeck, en las afueras de Wakefield en Doncaster Road.

—Lo conozco.

—Necesito verte.

—Lo mismo digo.

—¿Cuándo?

—¿Me das media hora?

—Habitación 27. Por detrás.

—Muy bien.

En el vestíbulo, debajo de la luz parpadeante, cuelgo el teléfono.

Abro la puerta, Piggott está despierto, y arrastro un cubo de agua conmigo.

—¿Dónde estabas?

—Llamando por teléfono.

—¿A Louise?

—No. —Y sé que tenía que haberla llamado.

—¿A quién has llamado?

—A Jack Whitehead.

—¿El del Post?

—Sí. ¿Le conoces?

—De oídas.

—¿Y?

—El jurado está deliberando todavía.

—John, necesito un amigo.

—Bob, Bob, me tienes a mí.

—Necesito todos los amigos que pueda.

—Bueno, pero ten cuidado con él. Nada más.

—Gracias.

—Ten cuidado con él.

Un golpe en la puerta.

Piggott se pone en tensión.

Yo me acerco a la puerta y digo:

—¿Sí?

—Soy Jack Whitehead.

Abro la puerta y me lo encuentro bajo la lluvia y los faros de los camiones, con un impermeable sucio y una bolsa de plástico.

—¿Me vas a dejar entrar?

Abro más la puerta.

Jack Whitehead entra en la habitación 27, advierte la presencia de Piggott y luego observa las paredes:

—Joder —dice con un silbido.

John Piggott alarga la mano y dice:

—John Piggott. Soy el abogado de Bob. ¿Eres Jack Whitehead del Yorkshire Post?

—Eso es —dice Whitehead.

—Siéntate —digo yo señalando el colchón.

—Gracias —responde Jack Whitehead, y todos nos acuclillamos como una pandilla de puñeteros indios americanos.

—Yo no lo hice —digo, pero a Jack le está costando trabajo dejar de mirar la pared.

—Ya —asiente antes de añadir—: Nunca he creído que lo hubieras hecho.

—¿Qué has oído por ahí? —pregunta Piggott.

Jack Whitehead me señala con un movimiento de cabeza.

—¿Sobre él?

—Sí.

—Poca cosa.

—¿Como qué?

—Primero nos enteramos de que se había cometido otro asesinato, en Bradford, y todo el mundo por allí decía que era obra del Destripador, pero la prensa no decía nada, y de pronto nos enteramos de que han suspendido a tres oficiales. Y ya está.

—¿Y luego?

—Luego esto —dice Whitehead sacando de su impermeable un periódico doblado y desplegándolo en el suelo.

Me fijo en el titular:

¿CARTA DEL DESTRIPADOR A OLDMAN?

Y la carta.

—La hemos visto —dice Piggott.

—No me cabe duda —sonríe Whitehead.

—Una sorpresa en Bradford —murmuro.

—Prácticamente te deja fuera de toda sospecha.

—Eso parece, ¿verdad? —asiente Piggott.

—¿Crees que fue el Destripador? —inquiere Whitehead.

—¿El que la mató? —pregunta Piggott.

Whitehead asiente y los dos me miran.

No puedo pensar en nada, salvo en que estaba embarazada y ahora está muerta.

Las dos.

Muertas.

Por fin digo:

—Yo no lo hice.

—Pues hay algo más. Un dato nuevo —dice Whitehead mientras saca una pila de revistas de la bolsa de plástico que lleva.

—¿Qué coño es todo esto? —dice Piggott cogiendo una de las revistas pornográficas.

Spunk. ¿Sabías algo de esto? —me pregunta Whitehead.

—Sí —contesto.

—¿Cómo?

—No lo recuerdo.

—Pues tienes que recordar —dice al tiempo que me entrega una revista abierta en una rubia descolorida con las piernas separadas, la boca abierta, los ojos cerrados, y los dedos regordetes metidos en el coño y en el culo.

Le miro.

—¿Te resulta familiar?

Respondo con un gesto de afirmación.

—¿Quién es? —pregunta Piggott tirando de la revista puesta boca abajo.

—Clare Strachan —digo.

—También conocida como Morrison —añade Jack Whitehead.

Yo:

—Asesinada en Preston en 1975.

—¿Y qué me dices de ésta? ¿La conocías? —pregunta mientras me pasa la imagen de otra mujer, oriental, con el pelo negro, las piernas separadas, la boca abierta, los ojos cerrados y los dedos metidos por el coño y el culo.

—No —respondo.

—Sue Penn, ¿Ka Su Peng?

Yo:

—Agredida en Bradford en 1976.

—Premio para el caballero —dice Whitehead suavemente, y me pasa otra revista.

La abro.

—Página siete —me indica.

Busco la página siete, la de la chica de pelo oscuro con las piernas separadas, la boca abierta, los ojos cerrados, una polla en la cara y semen en los labios.

—¿Quién es? —pregunta Piggott.

—Lo siento —dice Jack Whitehead.

Piggott sigue preguntando:

—¿Quién es?

Pero la lluvia de fuera hace un ruido ensordecedor, como las puertas de los camiones que cierran de golpe, una detrás de otra, en el aparcamiento, sin parar.

Ni comer, ni dormir, sólo círculos:

Su coño.

Su boca.

Sus ojos.

Su vientre.

Ni comer, ni dormir, sólo secretos:

En su coño.

En su boca.

En sus ojos.

En su vientre.

Círculos y secretos, secretos y círculos.

Pregunto:

—¿Y MJM Publishing? ¿La has investigado?

—Fui ayer —dice Whitehead.

—¿Y?

—La típica editorial de porno cutre. Le solté veinte pavos a una empleada descontenta para que me consiguiera los nombres y las direcciones.

John Piggott pregunta:

—¿Cómo te enteraste de que existía?

¿Spunk?

—Sí.

—Un soplo anónimo.

—¿Cómo de anónimo?

—Un chaval. Rapado. Me contó que había conocido a Clare Strachan cuando se hacía llamar Morrison y vivía aquí.

—¿Sabes su nombre? —digo.

—¿El de él?

—Sí.

—Barry James Anderson y ya le había visto antes. Es de aquí. Estará en los expedientes.

Trago saliva; BJ.

—¿Qué expedientes? —pregunta Piggott intentando ponerse al día de todo lo que no tiene ni idea.

—¿No podrías hablar con Maurice Jobson? —continúa Whitehead haciendo caso omiso de Piggott—. El Búho te tiene acogido bajo sus alas, ¿no es así?

Niego con la cabeza:

—Ahora lo dudo.

—¿Le has contado algo de esto?

—Después de la última vez que hablamos recurrí a él para conseguir los expedientes.

—¿Y?

—Desaparecidos.

—Joder.

—El inspector John Rudkin, mi propio jefe, los sacó en abril de 1975.

—¿En abril de 1975? Por entonces ni siquiera estaba muerta Strachan.

—Sí.

—¿Los ha llegado a devolver alguna vez?

—No.

—¿Ni siquiera cuando murió?

—Ni siquiera los mencionó una puta vez.

—¿Y se lo contaste a Maurice Jobson?

—Se lo imaginó él solo e intentó recuperar los expedientes.

—¿Qué expedientes? —vuelve a pregunta Piggott.

Whitehead, lanzado, le ignora otra vez:

—¿Qué hizo Maurice?

—Me dijo que él se encargaría de todo. No volví a ver a Rudkin hasta que vinieron a detenerme.

—¿Te dijo algo?

—¿Rudkin? No, lo único que hizo fue darme un puñetazo.

—¿Y le han suspendido?

—Sí —interviene Piggott, al ver una pregunta que puede responder.

—¿Has hablado con él?

—No puede —me corta Piggott—. Es una de las condiciones de su libertad. No tener contacto ni con Rudkin ni con Ellis.

—¿Y con Maurice?

—Eso sí.

—Tendrías que enseñarle esto —dice Whitehead señalando la alfombra de pornografía que nos rodea.

—No puedo —digo.

—¿Por qué no?

—Por Louise.

—¿Tu mujer?

—Sí.

—La hija del Tejón —sonríe Whitehead.

Piggott:

—Me vais a decir de una puta vez de qué expedientes estáis hablando. Creo que debería saberlo…

Respondo mecánicamente:

—Clare Strachan fue detenida en Wakefield bajo el nombre de Morrison en 1974 por ofrecerse en la calle y ejerció como testigo en una investigación de asesinato.

—¿En la investigación de qué asesinato?

Jack Whitehead mira las miradas de la habitación 27, las imágenes de las muertas, las imágenes de las niñas muertas, y dice:

—El de Paula Garland.

—Hostia puta.

—Sí —decimos ambos.

Jack Whitehead vuelve con tres tés.

—Voy a ir a ver a Rudkin —dice.

—Hay alguien más —digo yo.

—¿Quién?

—Eric Hall.

—¿Antivicio de Bradford?

Confirmo con la cabeza.

—¿Le conoces?

—He oído hablar de él. Está suspendido, ¿no?

—Sí.

—¿Qué hay de él?

—Resulta que estaba chuleando a Janice.

—¿Y por eso le han suspendido?

—No. Por la camarilla de Peter Hunter.

—¿Y crees que tendría que hacerle una visita?

—Debe saber algo de esto —digo señalando otra vez las revistas.

—¿Tienes la dirección de los dos?

—¿De Rudkin y de Hall?

Él asiente con la cabeza y yo se las escribo en una hoja de papel.

—Tendrías que hablar con el jefe Jobson —me dice Piggott.

—No —contesto.

—Pero ¿por qué? Antes has dicho que necesitabas todos los amigos posibles.

—Deja que hable antes con Louise.

—Sí —dice de repente Jack Whitehead—. Tendrías que estar con tu mujer. Con tu familia.

—¿Estás casado? —le pregunto.

—Lo estuve —responde—. Hace mucho tiempo.

En el vestíbulo, bajo la luz parpadeante, muero:

—¿Louise?

—Lo siento, soy Tina. ¿Eres Bob?

—Sí.

—Está en el hospital, cariño. Su padre está agonizando.

En el vestíbulo, bajo la luz parpadeante, cuando todo se ha acabado, espero:

—¿Bob? ¿Bob?

En el vestíbulo, bajo la luz parpadeante, cuelgo.

Oyente: Por una vez han acertado en Francia.

John Shark: ¿Con qué?

Oyente: Un tipo violó y asesinó a una chavalita de ocho años y han guillotinado al cabrón ese.

John Shark: Te gustaría ver que importamos un poco de esa justicia francesa aquí, ¿verdad?

Oyente: ¿Justicia francesa? La guillotina la inventó un tipo de Yorkshire, John. Todo el mundo lo sabe.

The John Shark Show

Radio Leeds

Miércoles, 15 de junio de 1977

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