1977

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Quinta parte » Capítulo 21

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Fui a la página marcada y allí estaba:

Cabello blanco decolorado y carne flácida rosa, húmedos orificios rojos y ojos azules secos, las piernas separadas, tocándose el clítoris:

Clare Strachan.

Me empalmé otra vez.

—¿Esta mañana? —pregunté con la garganta enronquecida.

—Sí, con matasellos de Preston.

Di la vuelta al sobre mientras asentía.

—¿Algo más?

—No, sólo eso.

—¿Sólo este ejemplar?

—Sí, nada más.

Le miré con la revista en la mano.

—¿No sabías que hacía este tipo de cosas? —preguntó Hadden.

—¿Tienes alguna idea de quién lo puede haber mandado?

—No.

—Tú no crees que el sargento Fraser haya estirado la pata, ¿verdad?

—Ya, ya —dijo Hadden asintiendo con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer con eso? —pregunté.

—Quiero que hagas algunas llamadas, que te enteres de qué cojones está pasando por ahí.

Me puse de pie.

Estaba levantando un teléfono cuando dijo:

—Y, Jack…

—¿Sí? —dije con una mano en el picaporte.

—Ten cuidado, ¿vale?

—Siempre lo tengo —dije—. Siempre lo tengo.

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Miré el reloj:

Las seis pasadas.

Ligero cambio de planes.

Por el pasillo y al archivo.

Vuelta a 1974.

Volví a colocar el microfilm, en los carretes y por encima de la luz.

Al martes, 24 de diciembre de 1974.

Evening Post, primera plana:

TRES MUERTOS EN EL TIROTEO NAVIDEÑO DE WAKEFIELD

Subtitulado:

POLICÍA HEROICO FRUSTRA ROBO EN PUB

Una fotografía:

El Strafford, en el Bullring de Wakefield.

Anoche se produjo un escalofriante tiroteo en el centro de Wakefield que dejó tres muertos y tres heridos graves en lo que la policía ha calificado de «atraco malogrado».

Según el portavoz de la policía, las fuerzas del orden fueron requeridas al oírse tiros en el pub Strafford, situado en el Bullring de Wakefield, alrededor de la medianoche de ayer. Los primeros en llegar al lugar de los hechos fueron el sargento Robert Craven y el agente Bob Douglas, los dos policías de los que se habló la semana pasada por su participación en la detención del sospechoso del asesinato de la estudiante de Morley Clare Kemplay.

Cuando los dos agentes entraron en el Strafford, vieron que se estaba produciendo un atraco y fueron tiroteados y golpeados por hombres armados sin identificar, que acto seguido huyeron.

Cuando, unos minutos más tarde, llegaron los miembros de la brigada especial de policía metropolitana de West Yorkshire, encontraron a los dos heroicos policías y a otro hombre heridos de bala y a otras tres personas muertas.

Se establecieron controles de carretera de inmediato en la M1 y la M62 en todas las direcciones y registros en todos los puertos y aeropuertos pero, por el momento, no se ha practicado ninguna detención.

Nos informan de que tanto el sargento Craven como el agente Douglas se encuentran en estado grave, pero estable, en el hospital Pinderfields de Wakefield.

La policía no quiere hacer públicos los nombres de los fallecidos hasta que se haya notificado a los parientes más cercanos.

Se ha constituido un centro de investigaciones en la comisaría de policía de Wood Street y el jefe Maurice Jobson apela públicamente a todos los ciudadanos que puedan disponer de información para que se pongan urgentemente en contacto con él de manera confidencial. El número es Wakefield 3838.

Le di al botón de imprimir y observé cómo salían aquellas mentiras, aquellas destacadas mentiras.

Y me fijé en la firma:

POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO

El Duck and Drake, en los aledaños del mercado de Kirkgate.

Un pub de gitanos a la sombra de la comisaría de Millgarth.

Ocho en punto.

Me llevé la pinta de cerveza y el whisky a una mesa al lado de la puerta y esperé, dejando la bolsa de plástico en otra silla.

Volqué el whisky en la pinta y me la bebí.

Había pasado mucho tiempo, tal vez demasiado, tal vez demasiado poco.

—¿Lo mismo?

Levanté la cabeza y vi a Bob Craven.

Al inspector de policía Bob Craven.

—Bob —saludé levantándome para darle la mano—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Los puñeteros zulús se volvieron un poco locos en Chapeltown hace un par de semanas.

—¿Estás bien?

—Lo estaré cuando me den una cerveza. —Sonrió y se acercó a la barra.

Me puse la bolsa de plástico encima de las piernas y le observé en la barra.

Trajo las dos pintas y luego volvió a por los whiskies.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Tres años.

—¿Sólo?

—Sí. Parece toda una vida —dije.

—Ha llovido mucho desde entonces. Un montón, puñetas.

—La última vez debió de ser antes de lo del Strafford.

—Seguramente. Justo después de aquello debió de ser cuando te ocupaste del asunto aquel de

El Exorcista, ¿no?

Asentí.

Suspiró.

—La hostia, ¿eh? Las cosas que hemos visto.

—¿Cómo está el otro Bob?

—¿Dougie?

—Sí.

—Pues totalmente al margen, ¿sabes?

—¿No te tentó la idea?

—¿De retirarme?

Asentí con un gesto.

—¿Y qué cojones iba a hacer? ¿Y tú?

Asentí de nuevo:

—Pero háblame de Bob. ¿A qué se dedica?

—Está bien. Invirtió el dinero de la indemnización en una papelería. Le va bien. Cuando le veo no te diré que no haya ocasiones en que pienso que ojalá me hubiera alcanzado a mí la bala. ¿No sé si me explico?

Afirmé con la cabeza y cogí la pinta.

—Una tiendecita, una mujercita. ¿Sabes?

—No —hice un gesto de indiferencia—. Pero dile que he preguntado por él, ¿lo harás?

—Sí, claro. Todavía tiene tu artículo en la pared.

Un sentido homenaje, ése.

Suspiré.

—Sólo tres años, ¿eh?

—Eran otros tiempos, ¿eh? —dijo, y levantó la cerveza—. Brindo por ellos: por aquellos tiempos.

Chocamos los vasos y nos los acabamos.

—Me toca a mí —dije, e hice otro viaje a la barra.

Desde allí me di la vuelta y le observé, le vi frotarse la barba y sacudirse el polvo de los pantalones, le vi levantar el vaso vacío de la pinta y volver a dejarlo en la mesa, le observé.

Llevé las bebidas y volví a sentarme.

—Bueno —dijo—. Basta ya de recuerdos nostálgicos. ¿En qué andas metido en este momento?

—El Destripador —respondí.

Hizo una pausa y luego dijo:

—Sí, claro.

Guardamos silencio, escuchando el ruido del pub: los vasos, las sillas, la música, la charla, la caja.

Luego dije:

—En realidad, por eso te he llamado.

—¿Sí?

—Sí, por el Destripador.

—¿Qué pasa con ese cabrón?

Le pasé la bolsa de plástico.

—Esto le ha llegado a Bill Hadden en el correo de la mañana.

Cogió la bolsa y echó un vistazo dentro.

No dije nada.

Me miró.

Yo le miré.

—Vamos a dar una vuelta —dijo.

Le seguí al interior del mercado negro, entre las sombras que envolvían los puestos, el viento de la noche arrastraba con nosotros la basura y el hedor.

En lo más profundo de su corazón oscuro, Craven se paró al lado de un puesto y sacó la revista.

—La página está marcada —dije.

Pasó las páginas.

Esperé…

El corazón quebrado, las costillas rotas.

—¿Quién sabe esto? —preguntó con la espalda vuelta hacia mí.

—Sólo Bill Hadden y yo.

—Sabes quién es, ¿verdad?

Asentí.

Se dio la vuelta con la página abierta y colgándole de la mano, la cara negra y perdida entre las sombras y la barba.

—Es Clare Strachan —dije.

—¿Sabes quién lo ha mandado?

—No.

—¿No llevaba ninguna carta?

—No. Sólo eso que tienes en las manos.

—Pero ¿venía con la página marcada?

—Sí.

—¿Conservas todavía el sobre?

—Lo tiene Hadden.

—¿Recuerdas cuándo y dónde se puso en el correo?

Tragué saliva y dije:

—Hace dos días en Preston.

—¿Preston?

Confirmé con un gesto y añadí:

—Es de él, ¿verdad?

Sus ojos escrutaron mi cara:

—¿De quién?

—Del Destripador.

Vi en su rostro una sonrisa abierta, sólo por un instante, una sonrisa enorme detrás de su barba.

Luego dijo suavemente:

—¿Por qué me has llamado, Jack? ¿Por qué no has ido directamente a George?

—Eres de antivicio, ¿no? Es tu territorio.

Dio un paso adelante, saliendo de las sombras del puesto, y me puso una mano en el hombro.

—Has hecho lo que tenías que hacer al traerme esto a mí.

—Eso pensé.

—¿Vas a publicar algo?

—Si tú no quieres, no.

—Yo no quiero.

—Entonces, no lo publicaré.

—Todavía no.

—Vale.

—Gracias, Jack.

Me liberé de su contacto y dije:

—Y ahora, ¿qué?

—¿Otra pinta?

Miré el reloj y dije:

—Creo que no.

—Entonces, otro día.

—Otro día —repetí.

En los alrededores del mercado, fuera ya del centro, todavía presente la mierda y el hedor, el inspector Bob Craven dijo:

—Llámame, Jack.

Dije que sí con la cabeza.

—Estoy en deuda contigo —dijo.

Asentí otra vez… Interminable, todo este puto infierno interminable.

Las notas a pie de página y en los márgenes, las tangentes y los desvíos, la tabla sucia y los expedientes rotos.

Jack Whitehead, Yorkshire, 1977.

Los cuerpos y los cadáveres, los callejones y los descampados, los hombres sucios, las mujeres rotas.

Jack el Destripador, Yorkshire, 1977.

Las mentiras y las medias verdades, las verdades y las medias mentiras, las manos sucias, las espaldas rotas.

Dos Jacks, un Yorkshire, 1977.

Por el pasillo otra vez al archivo.

A 1975.

Encajé el microfilm por última vez, por los carretes, encima de las mentiras.

Lunes, 27 de enero de 1975.

Evening Post, primera plana.

UN HOMBRE MATA A SU MUJER EN UN EXORCISMO

Subtitulado:

Sacerdote local detenido

Pero no lo pude leer, no podía leer otra…

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Entré en el aparcamiento del Redbeck y aparqué entre los camiones oscuros y los coches vacíos, y apagué la radio al mismo tiempo que el motor.

Esperé sentado en la noche, pensativo, preocupado.

Me apeé y crucé el aparcamiento, entre agujeros y cráteres, bajo la luna negra.

Delante de la habitación 27 me detuve, escuché, llamé a la puerta.

Nada.

Llamé, escuché, esperé.

Nada.

Abrí la puerta.

El sargento Fraser estaba hecho un ovillo en el suelo, la mesa y la silla destrozadas, las paredes desnudas, hecho un ovillo en el suelo debajo de toda la mierda que había cubierto las paredes, hecho un ovillo de madera astillada, un ovillo de infierno astillado, en el suelo.

No me moví del umbral, la luna negra sobre mi hombro, la noche por encima de los dos.

Abrió los ojos.

—Soy yo —dije—. Jack.

Levantó la cabeza y miró hacia la puerta.

—¿Puedo pasar?

Abrió la boca muy despacio y la volvió a cerrar.

Me acerqué a él y me agaché a su lado.

Agarraba con fuerza una fotografía…

Una mujer y un niño.

La mujer con gafas de sol, el niño con pijama azul.

Tenía los ojos abiertos y me miraba.

—Siéntate —dije.

Se agarró a mi antebrazo.

—Venga —le animé.

—No puedo encontrarlos —musitó.

—No pasa nada —asentí.

—Pero no puedo encontrarlos por ninguna parte.

—Están bien.

Me apretó más fuerte y se apoyó en mi brazo para levantarse.

—Estás mintiendo —dijo—. Están muertos, lo sé.

—No están muertos.

—Muertos, como todo el mundo.

—No, están bien.

—Mientes.

—Los he visto.

—¿Dónde?

—Con John Rudkin.

—¿Rudkin?

—Sí, creo que están con él.

Se levantó y me miró desde arriba.

—Lo siento —dije.

—Están muertos —insistió él.

—No.

—Todos muertos —dijo, y cogió una pata de la mesa.

Intenté levantarme, pero no fui lo bastante rápido.

Fui demasiado lento.

Oyente: Y ahora todos esos polis de los huevos se niegan a hacer horas extras. Los delincuentes tienen que estar partiéndose de risa.

John Shark: Entonces, ¿tú no crees que los chicos de azul se merezcan un aumento de sueldo, Bob?

Oyente: ¿Aumento de sueldo? No me hagas reír, John. No les pagaría a esos cabrones ni un puto chavo hasta que atraparan a alguien, joder. Y a alguien que, para empezar, hubiera hecho algo.

John Shark: Han vuelto a detener a Arthur Scargill.

Oyente: Es que sólo sirven para eso, ¿no te parece? Para meter en el trullo a Arthur y para delatarse unos a otros.

The John Shark Show

Radio Leeds

Viernes, 17 de junio de 1977

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