1977

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Primera parte » Capítulo 3

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He caído de rodillas y él se ha salido de mí. Ahora está enfadado. Intento escapar pero me tiene agarrada del pelo y me da puñetazos indiferente, una vez, dos veces, y yo le digo que no es necesario que haga eso, mientras intento devolverle el dinero y entonces me la mete por el culo, pero yo pienso que, por lo menos, así acabará pronto, y él vuelve a besarme los hombros, me quita el sujetador negro, sonríe al ver los brazos flácidos de esta pobre tonta, y me da un mordisco tremendo en la parte inferior de la teta izquierda, y no puedo contener un grito y sé que no debía haberlo hecho porque ahora va a tener que hacerme callar y me echo a llorar porque sé que todo ha terminado, que me han encontrado, y que esto es el final, que no volveré a ver a mis hijas, ni ahora ni nunca.

Levanto la cabeza. Ellis me está mirando.

Todo ha terminado.

Rudkin se pone un par de guantes de goma y saca de debajo del banco una bolsa de plástico sucia y endurecida.

De Tesco.

Me mira.

Me agacho a su lado.

La abre.

Revistas porno, viejas y usadas.

Cierra la bolsa y la vuelve a meter debajo del banco.

—¿Suficiente? —dice.

Ni ahora ni nunca.

Asiento con un gesto de cabeza y volvemos a salir a la luz.

Frankie enciende otro cigarrillo y dice:

—¿Comemos?

Con la mirada fija en las oscuras pintas de cerveza y los pensamientos aún más oscuros, sé que no puedo hacer nada al respecto.

Frankie trae los Ploughman,[11] marchitos y descoloridos.

—¿Qué cojones es eso? —dice Rudkin, que se levanta y regresa a la barra.

Ellis levanta su vaso.

—Salud.

Rudkin vuelve, echa un whisky dentro de su pinta y se sienta otra vez. Sonríe a Ellis.

—¿Impresiones?

Ellis le devuelve la sonrisa, malinterpretando sus palabras.

—¿Me parezco al Dick Emery[12] de los cojones?

—Sí, y eres igual de inútil, joder. —El inspector Rudkin ha dejado de sonreír. Se vuelve a mí—. Enséñale algo, Bob.

—Estoy contigo. Es otro tío.

—¿Por qué?

—La atacaron bajo techo. Violada. Sodomizada. Es cierto que sufrió importantes heridas en la cabeza con un instrumento contundente, pero ninguna letal ni paralizante.

Frankie inclina la cabeza hacia un lado.

—¿Y eso significa…?

—El asesino o asesinos de Theresa Campbell y Joan Richards las atacaron estando al aire libre y propinándoles un solo golpe en la nuca. Ya estaban muertas o en coma antes de que cayeran al suelo. Los primeros indicios indican que esto mismo ocurrió con la última víctima, Marie Watts.

—¿Y no podría ser el mismo individuo que ha empleado en esta ocasión un modus operandi diferente?

—No cuadra bien. La resistencia, la lucha, era lo que, en todo caso, le animaba a seguir adelante.

—¿Le ponía cachondo? —pregunta Ellis.

—Sí. Habrá violado antes, y posiblemente después.

—Entonces, ¿por qué matarla?

No tengo más que una respuesta:

—Porque podía.

Rudkin se limpia la cerveza de la boca.

—¿Qué me dices de la colocación de la bota y la gabardina?

—Parecida.

—¿Parecida en qué? —repite Frankie.

Ellis está a punto de cantar, pero Rudkin le ataja secamente.

—Parecida.

Frankie sonríe y mira el reloj.

—Más vale que volvamos.

—No quería ofenderte, macho —dice Rudkin dándole a Frank una palmada en la espalda.

—No me he ofendido.

Acabamos de comer y nos hacinamos en el coche.

Son casi las tres y estoy la hostia de cansado y medio pedo.

Vamos a dejar a Frankie en la comisaría, despedirnos de aquéllos y volver a casa.

Pienso en Janice, medio dormida.

Ellis le habla a Frankie de Kenny D.

—Un pobre tonto del culo —ríe.

Recuerdo sus piernas separadas, sus calzoncillos baratos y su polla arrugada, las súplicas de sus ojos.

Rudkin no para de hablar de cómo le vamos a retener hasta que aparezca Barton.

Me imagino a Kenny en el calabozo, angustiado y cagado de miedo.

Todos ríen mientras entramos en el aparcamiento.

El comisario Hill nos está esperando en cuanto cruzamos la puerta.

—¿Tienes un momento? —le dice al inspector Rudkin.

—¿Qué pasa?

—Aquí no.

Ellis y yo nos quedamos al lado del mostrador y Alf Hill se lleva a Rudkin al piso de arriba.

Esperamos, Frankie alterna, charla de la rivalidad entre los de Lancaster y los de York.

—Fraser, sube aquí ahora mismo —grita Rudkin desde lo alto de las escaleras.

Yo empiezo a subirlas con un agujero en el estómago.

Ellis me sigue.

—Espera ahí —le suelto.

Rudkin y Hill están en la oficina de investigación.

Nadie más.

Hill cuelga el teléfono.

—Saca el puto expediente ese —grita Rudkin.

Lo busco en el archivador.

—¿Está ahí la investigación?

—Sí —digo.

—¿Cuál era el grupo sanguíneo que extrajeron de la víctima?

—B —digo de memoria mientras hojeo el informe.

—Compruébalo.

Lo hago y asiento.

—Léemelo.

Leo:

El grupo sanguíneo del semen extraído de la vagina y del recto de la víctima es B.

—Dámelo.

Así lo hago.

Rudkin lo mira y se desmorona:

—Joder.

Lo mismo hace Hill:

—Mierda.

Rudkin lo acerca a la luz, le da la vuelta y se lo entrega al comisario Hill.

Rudkin levanta el teléfono y marca.

Hill se muerde el labio inferior y espera.

—B —dice Rudkin al teléfono.

Hay un largo silencio.

Por fin, Rudkin repite:

—El nueve por ciento de la población.

Otro silencio.

—Bien —dice Rudkin y le pasa el aparato a Alf Hill.

Éste escucha y dice:

—De acuerdo. —Y cuelga el teléfono.

Yo sigo allí, de pie.

Ellos siguen allí, sentados.

Nadie dice nada al menos durante dos minutos completos.

Rudkin me mira y mueve la cabeza como para decir,

joder, esto no puede estar pasando.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Farley ha sacado unas muestras de semen de la espalda de la chaqueta de Marie Watts.

—¿Y?

—Son del grupo B.

9 por ciento de la población.

Deben de ser las ocho o las nueve de la tarde y sigue habiendo luz.

Me duelen los ojos, los hombros, los dedos, de escribir.

El teléfono entre aquí y Leeds no ha parado un instante:

El pánico se apodera de las comisarías.

Rudkin no deja de mirarme como si dijera,

esto es una putada, y juro que a veces creo ver una acusación en sus ojos.

No paramos:

Transcribimos, copiamos, comprobamos y volvemos a comprobar otra vez, como una pandilla de putos monos encorvados sobre libros sagrados.

Yo no dejo de pensar,

¿Rudkin no sabía esto, joder? ¿Qué cojones hicieron él y Craven cuando vinieron aquí?

Ellis no para de garabatear, totalmente alucinado, con la cabeza dándole vueltas como en

El exorcista de los cojones.

Hago un esbozo de la escena, la bota y la gabardina, levanto la cabeza y digo:

—Voy a volver allí.

—¿Ahora? —pregunta Ellis.

—Algo se nos está pasando por alto.

—¿Vamos a quedarnos toda la noche? —pregunta Rudkin.

Todos miramos los relojes y nos encogemos de hombros.

Rudkin coge el teléfono.

—Yo os busco alojamiento —dice Frankie.

—Un sitio agradable, ¿vale? —dice Rudkin con una mano sobre el micrófono.

En Church Street ya casi no hay luz y un tren sale zigzagueando de la estación.

Luces amarillas, rostros muertos detrás de los cristales.

Investigo, busco lo perdido, intento encontrar la noche de un jueves de hace dos años:

Jueves, 20 de noviembre de 1975.

A lo largo del día había llovido, lo que ayudó a que Clare se quedara en el pub, el que hay al pie de la colina, St. Mary, el mismo nombre que el albergue.

A la izquierda, el aparcamiento de varias plantas, y Frenchwood Street.

Cruzo la calle.

Un coche aminora detrás de mí, luego me adelanta.

En la esquina duerme un mendigo, encima de un lecho de latas y periódicos.

Apesta.

Enciendo un cigarrillo, me planto a su lado y le miro.

Abre los ojos y da un brinco:

—No me coma los dedos, por favor; sólo los dientes. Lléveselos, ya no me sirven para nada. Pero necesito sal, ¿tiene usted sal, aunque sólo sea un poco?

Paso de largo y sigo por Frenchwood Street.

—¡SAL! —grita detrás de mí—. Para conservar la carne.

Mierda.

La calle ya está a oscuras.

La hora estimada de la muerte fue entre las once y la una. Más o menos cuando la echaron del pub.

La calle estaría más oscura después de la lluvia, antes de que el viento empezara a soplar.

Los ladrillos de los lados del garaje prácticamente se han rendido, húmedos incluso ahora que ya estamos en mayo.

Y entonces vuelvo a sentirlo, a la espera.

Abro la puerta.

Allí está, riendo:

Sencillamente no puedes quedarte al margen, ¿verdad?

Llevo una linterna en la mano y la enciendo.

Ella se levanta la falda, se baja los pantis de color marrón claro, deja que la grasa de sus muslos cuelgue libremente.

Barro el recinto con el haz de luz, el peso me agobia.

No voy a ser capaz de hacerlo.

Desde un coche que pasa fuera llega una música alta, rápida, densa.

Ella sonríe, intenta ponerlo difícil.

La música para.

Se lo voy a poner difícil.

Silencio.

Le doy la vuelta, le bajo las pequeñas bragas negras con rayitas blancas y se me va poniendo gorda, ahora mejor, y ella recula hacia mí.

Aquí hay ratas.

Pero no quiero eso, quiero esto: su culo, pero ella se da la vuelta y me lleva hacia su coño inmenso.

Unas asquerosas ratas enormes a mis pies.

Y ya estoy dentro de ella, pero me vuelvo a salir y ella se ha puesto de rodillas

Fuera, vomito, apoyado en la pared, sangro.

Miro por la calle, nadie.

Me limpio la saliva y la porquería, me chupo la sangre de los dedos.

Me llega un grito:

—¡SAL!

Doy un respingo.

Joder.

—Para conservar la carne.

El mendigo sigue allí; se ríe.

Gilipollas.

Le empujo contra la pared y se tambalea, se cae, me mira fijamente, me mira dentro, me atraviesa con la mirada.

Lanzo un puño que le da en un lado de la cara.

Se hace una bola, gimiendo.

Le pego otra vez, un puñetazo descontrolado que rebota en su nuca y acabo dando en la pared.

Frustrado, le doy una patada, y otra, y otra más, hasta que siento a mi alrededor unos brazos que me sujetan con fuerza, y Rudkin me susurra:

—Tranquilo, Bob, tranquilo.

En una esquina de la Post House ruego, suplico al teléfono:

—Lo siento, creíamos que sólo iba a ser un viaje de un día, pero ahora quieren que…

No me escucha y puedo oír llorar a Bobby y ella me dice que le he despertado yo.

—¿Qué tal estaba tu padre?

Pero me dice que cómo cojones creo que está y que, por lo visto, me importa una mierda, así que no hace falta ni que gaste saliva.

Me cuelga.

Me quedo inmóvil, el olor de la comida frita me llega del restaurante, oigo las voces de todos en el bar: Rudkin, Ellis, Frankie y más o menos otros cinco polis de Preston.

Me miro los dedos, los nudillos, las rozaduras de los zapatos.

Levanto el auricular e intento hablar con Janice otra vez, pero sigue sin contestar.

Miro el reloj: la una pasada.

Está trabajando.

Follando.

—Joder, ya van a cerrar. ¿Puedes creerlo? —dice Rudkin de camino al retrete.

Vuelvo al bar y bebo.

Todos están pedos; muy, muy pedos.

—¿Hay algún club decente por aquí? —pregunta Rudkin ya de vuelta, todavía subiéndose la bragueta.

—Creo que algo podremos hacer —balbucea Frankie.

Todos intentan levantarse mientras hablan de taxis y de este o aquel club, e cuentan anécdotas de este tío o de aquella chica.

Me separo de ellos y digo:

—Yo me voy al sobre.

Todo el mundo me llama mariquita de mierda y muerdealmohadas, y yo les digo que estoy de acuerdo, y finjo estar borracho y me tambaleo por el pasillo mal iluminado.

De repente tengo el brazo de Rudkin por encima de los hombros.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta.

—No pasa nada —digo—. Sólo estoy hecho polvo.

—No olvides que siempre puedes contar conmigo.

—Lo sé.

Me aprieta con el brazo.

—No tengas miedo, Bob.

—¿De qué?

—De esto —dice abarcando con un gesto del brazo todo y nada, señalándome a mí.

—No tengo miedo.

—Entonces, que te den, mariquita —ríe y se aleja.

—Pasadlo bien —digo.

—Te vas a quedar ciego —grita desde el otro extremo del pasillo—. Como el viejo Walter.

Se abre una puerta y un hombre me mira.

—¿Qué cojones quieres?

Cierra la puerta.

Oigo cómo cierra el pestillo y lo comprueba.

Aporreo su puerta con fuerza, espero, y luego me voy a mi habitación clavándome la llave en el brazo.

Sentado en el borde de la cama en mitad de la noche, la lámpara encendida, el teléfono de Janice suena y suena, el auricular a mi lado encima de la cama.

Voy hasta la cama de Rudkin y cojo el expediente.

Paso las páginas de las copias que tenemos que devolver.

Llego al informe de la investigación.

Me quedo mirando una única, solitaria y maldita letra.

No me encaja; la B no me encaja.

Pongo el papel delante de la luz.

Es el original.

Mierda

Rudkin les ha dejado la copia.

Vuelvo a dejar el papel en su sitio y cierro la carpeta.

Levanto el auricular de la cama.

El teléfono de Janice no deja de sonar.

Cuelgo.

Vuelvo a coger el papel.

Lo vuelvo a dejar.

Apago la lámpara y me quedo tumbado en la oscuridad de la Post House de Preston, en la habitación un calor de la hostia, todo agobiante.

Asustado, temeroso.

Echo de menos algo, a alguien.

Por fin cierro los ojos.

Pienso,

no tengas miedo.

Oyente: ¿Has visto esto?

[lee]: La recogida de fondos para la conmemoración de los 25 Años alcanza el millón de libras.

John Shark: No estás muy contento, ¿verdad, Bob?

Oyente: Por supuesto que no estoy contento. El mismo día el Fondo Monetario Internacional vino a Londres a reunirse con Healey.[13]

John Shark: Un poco raro.

Oyente: ¿Raro? Un sinsentido, eso es lo que es. Un puro y absurdo sinsentido. Este país ha perdido la cabeza.

El Show de John Shark

Radio Leeds

Miércoles, 1 de junio de 1977

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