1977

1977


Primera parte » Capítulo 5

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Trabajo de campo:

Veinticuatro horas seguidas de dura excavación.

Sin dormir desde que salimos de Preston…

El miércoles por la mañana, en el camino de vuelta, Rudkin y Ellis, con una resaca de cojones, se quedaron fritos en el asiento de atrás.

En Millgarth siguen el caos y los cadáveres, pistas que llegan a cada minuto, y que no hay hijo de vecino que pueda verificar. Yo pienso: su nombre podría estar ahora mismo en esta habitación; aquí mismo, escrito en un papel; aquí mismo, esperándome.

Reviso papeles, localizo llamadas.

3.30 de la tarde y contesto a la última llamada que me gustaría recibir: otra oficina de correos, otro funcionario de correos.

Rudkin le da por culo a Noble:

—¿Qué cojones tiene esto que ver con el puñetero Bob?

—No tenemos a nadie más.

—Yo tampoco.

Al entrar en vigor la denegación de las horas extraordinarias, los agentes de uniforme votaron seguir adelante con la prohibición mientras nosotros estábamos de excursión en Preston. Rudkin con su discurso de «Joder, no se les puede culpar por ello».

—John, te estás convirtiendo en un quejica de mierda. Es sólo un par de días.

—Chorradas. No tenemos un par de días. Se supone que estamos investigando los crímenes de las prostitutas.

Pero Noble se ha ido y yo tengo que volver al trabajo con las putas oficinas de correos:

Hanging Heaton, Skipton, Doncaster y, ahora, Selby.

Una cagada detrás de otra.

Le correspondería a la brigada de hurtos y un máximo de cinco años si los muy gilipollas hubieran dejado los putos dedos quietecitos en Skipton, sin tocar los puñeteros gatillos, y no se hubieran empeñado en vapulear a todos aquellos capullos hasta casi matarlos.

Asesinato: una vida por otra.

Bien hecho, chicos:

Se cree que los sospechosos son cuatro, con guantes y máscaras, con acento de la zona.

Podrían ser gitanos: sorpresa, sorpresa.

Podrían ser negros: no hay sorpresa.

El nivel de violencia sugiere que eran blancos, entre diecinueve y veintidós años, con antecedentes y demasiada

Naranja mecánica.

Hablo por teléfono con Selby:

El señor Ronald Prendergast, de sesenta y ocho años, está cerrando su tiendecita de la sucursal de correos que regenta en New Park Road cuando se enfrentan a él tres intrusos, enmascarados y armados.

A continuación se produce una pelea, durante la cual el señor Prendergast resulta golpeado repetidas veces con un objeto contundente que le deja inconsciente y con graves heridas en la cabeza.

Me planto allí antes de las cinco y media y paso la tarde entre el lugar de los hechos y el hospital, esperando a que el abuelo Prendergast recupere la consciencia.

Su mujer, qué buena suerte, la jodida, estaba en la iglesia ocupándose de los centros de flores.

A las ocho en punto sigo merodeando por los pasillos del hospital haciendo una llamada tras otra:

Llamo a Janice.

Cero

Sé que estará trabajando y me muero de ganas de recorrer las calles, de verla, de sacarla de allí.

Llamo a casa:

Cero. Louise y Bobby están en un hospital y yo en otro, en el que no tendría que estar.

Llamo a Millgarth.

Menos que cero

Craven contesta al teléfono, no hay rastro ni de Noble ni de Rudkin, y mientras tanto todos esos papeles llenos de pistas y sin nadie que las verifique. Craven cuelga y me lo imagino regresando con su cojera a la brigada antivicio mientras pienso que fue creada para él y para su sonrisa cínica.

Las nueve y no parece que el señor Ronald Prendergast vaya a decir mucho; no hace más que barbotar con toda la pinta de estar más muerto que vivo, y rezo sin parar para que aguante y esto no se convierta en un doble asesinato y ahora me doy cuenta de lo mucho que deseo esto:

La brigada de crímenes de prostitutas.

Y ahora sé, ahora sé por qué:

Janice.

Dos horas después mis plegarias obtienen su repuesta, son atendidas:

—Sargento Fraser, sargento Fraser, por favor, acuda a recepción.

Recorro el pasillo, salgo de Cuidados Intensivos, entro en Infierno Intensivo. Desde Leeds, Rudkin me reclama para que vuelva:

—Hemos encontrado a Barton.

Entro en la ciudad pisando a fondo, todo Millgarth zumba, ruge, arde. Informe de medianoche:

ENCERRADLO.

La radio cobra vida. «Ahora mismo», crepita la voz de Noble en la noche: jueves, 2 de junio de 1977.

Ellis aúlla:

—Hostia puta, gracias a Dios.

Salimos del coche y cruzamos Marigold Street, Chapeltown, Leeds.

Rudkin, Ellis y yo:

Una escopeta, una maza y un hacha.

Veo a algunos de los chicos de Craven que vienen del último tramo de casas adosadas, los demás van por detrás.

Nosotros nos ocupamos de la puerta principal.

Ellis levanta la maza.

Rudkin mira el reloj.

Esperamos.

4.00 de la mañana.

El gran John le hace una señal a Ellis.

Toc, toc, no te molestes en llamar.

Lo levanta por encima de la cabeza y grita: «Levántate de la puta cama, pedazo de cabrón negro», y lo estrella estrepitosamente contra la puerta verde y saltan astillas por todas partes, y luego lo saca y lo estrella de nuevo y entonces Rudkin mete la bota por el agujero y entramos, yo, cagado de que la escopeta pueda dispararse, pero casi nos tronchamos de risa cuando vemos a uno de los chicos de Prentice con su culo gordo atascado en la ventana de la cocina, sin poder entrar ni salir, y subimos a saltos las escaleras, donde nos encontramos a Steve Barton, el mismísimo señor Dormilón, en sus más negros cueros, frotándose las trenzas negras y rascándose las pelotas y cagándose vivo, todo ello en los cinco segundos que tarda en verme a mí con mi puta hacha mientras subo las escaleras chillándole a la cara al capullo de mierda, Rudkin y Ellis y los dos cañones de la escopeta justo detrás de mí, dando rienda suelta a las cuatro horas que llevábamos sentados en el coche, sentados en ese lugar perdido del infierno, sin teléfono, sin Janice, sin nada, esperando la maldita señal, y atizo a Barton directamente, él se dobla y cae por las escaleras sobre Rudkin y Ellis, que le ayudan a seguir su camino con una patada y un puñetazo y luego bajan rápidamente detrás de él porque no quieren que Prentice o Craven se les adelanten, y yo iría detrás de ellos pero la prima de Barton o su tía o su madre o la parte que sea de su interminable tribu de mierda que le haya acogido en su casa va y saca la cabeza por la puerta de uno de los dormitorios y yo le doy un apretón rápido en una teta y le sobo un poco el coño y la empujo otra vez dentro de la habitación donde ha empezado a llorar un bebé y la mujer tiene demasiado miedo para ir a por él porque está demasiado ocupada pensando en dónde esconderse, porque cree que la voy a violar, que es lo que yo quiero que crea para que no salga de la habitación y nos deje en paz, pero también quiero que haga callar a ese maldito niño, que deje de llorar como Bobby y entonces le odio, y a ella también, y a Bobby y a Louise y odio a todas las personas de este puto mundo menos a Janice, pero, sobre todo, me odio a mí.

Cierro la puerta de golpe.

Cuando bajo a la primera planta ya han sacado a Barton a la calle, desnudo en medio de la calzada, las luces se encienden y apagan por toda la calle, las puertas se abren y allí está Noble, el inspector jefe Peter Noble, plantado en medio de la calle como si fuera de su propiedad, con las manos en las caderas como si le importara una mierda quién vea aquello, y se dirige a Barton, que intenta encogerse y convertirse en el bulto más pequeño posible, gimiendo como el perrillo insignificante que es, y Noble levanta los ojos sólo para comprobar que todo el mundo les mira y para asegurarse de que todos saben que él sabe que todo el mundo está mirando y se inclina y susurra algo al oído de Barton y luego le saca de la calzada tirándole de las rastas después de enrollárselas con fuerza alrededor del puño, le levanta sobre las puntas de los pies, la polla y los huevos del hombre reducidos a nada a la luz del alba y Noble mira las ventanas y las cortinas que se mueven en Marigold Street y dice con calma:

—¿Qué cojones pasa con vosotros? A una mujer le arrancan las entrañas y se las ponen de pendientes y no movéis un puto dedo. ¿No os pedimos educadamente que nos dijerais dónde estaba este pedazo de mierda? ¿Sí, verdad? ¿Acaso vinimos y os pusimos patas arriba esas asquerosas casitas vuestras? ¿Os llevamos a todos al trullo? No, joder, no hicimos nada de eso. Pero todo este tiempo lo teníais escondido debajo de la puta cama, delante de nuestras propias narices.

Llega una furgoneta por la calle y se detiene.

Agentes abren la puerta.

Noble gira a Barton contra un lado de la furgoneta y le obliga, ensangrentado y tambaleándose, a entrar en la parte de atrás.

El inspector jefe Peter Noble se vuelve y mira otra vez Marigold Street, las ventanas vacías, las cortinas quietas.

—Escondeos, venga —dice—. La próxima vez no preguntaremos. —Y, después de escupir, entra en la furgoneta y se marcha.

Nosotros nos dirigimos a los coches.

Para cuando llegamos a Millgarth ya se han llevado a Barton a la Barriga: una enorme celda que es un puto agujero en medio de las entrañas, con bombillas peladas y suelos desnudos.

Hay unos doce o quince fulanos que le rodean.

Steve Barton está en el suelo, todavía completamente desnudo, tiritando, temblando y cagado de miedo.

Y nosotros fumamos, tiramos la ceniza por todas partes. Craven enseña sus cortes y sus moretones, lleno de odio negro; los demás, con aire aburrido, esperamos el espectáculo.

Y, justo cuando estoy pensando en Kenny D y en si seré capaz de soportar otra paliza a un negro, Noble se abre camino entre los presentes y todos formamos un círculo, dejando a Barton y a Noble en el centro, el cristiano y el león.

Noble lleva en la mano un vaso de plástico blanco, de la máquina de café de arriba.

Mira dentro del vaso, mira a Barton, luego lo tira al suelo delante de él y dice:

—Córrete ahí dentro.

Barton le mira con los ojos veteados de líneas rojas.

—Ya me has oído —dice el inspector jefe Peter Noble—. Echa tu jugo de la selva ahí dentro, joder.

Barton no sabe qué hacer, recorre la estancia con la mirada en busca de alguna cara amigable, algún tipo de ayuda, y durante un breve segundo sus ojos se clavan en los míos, pero, al no encontrar nada en ellos, siguen su recorrido hasta que terminan en el vaso de plástico blanco en medio de la sala.

—Joder —susurra al percibir que el horror de la situación impregna sus densos huesos negros.

—Póntela dura —sisea Noble.

Y entonces empiezan las palmadas lentas y yo me uno a ellas, me pongo a llevar el ritmo, marcando el tiempo mientras Barton se desplaza en el círculo más pequeño que le permite su cuerpo, de un lado a otro, girando y retorciéndose, de acá para allá, sin escapatoria posible, de acá para allá, sin escapatoria.

Noble hace un gesto con la cabeza y las palmadas cesan.

Se agacha y cojo la cabeza de Barton entre las manos.

—Déjame que te ayude, muchacho. Imaginemos que esa mujer a la que mataste no está muerta y que todo ha sido un sueño desagradable. ¿De acuerdo? Imaginémosla completamente desnuda y cachonda, húmeda, vale. Estoy seguro de que la podías poner muy húmeda, Steve, ¿verdad? Estoy seguro de que puedes tener una polla enorme cuando quieres, ¿verdad que sí, Steve? Venga, enséñanos ese pollón negro que tienes. Enséñanos cómo se te puso con Marie. Venga, chico, no seas tímido. Estamos entre amigos, todos somos colegas. No querrás que te encerremos con uno de esos asesinos de niños gordos y grandes de Armley, ¿verdad? No hace falta llegar a eso. Vamos a quedarnos con la querida Marie, caliente y desnuda, esperando esa enorme polla que tienes, acaricia su enorme felpudo, que crece y se enrojece y se asoma como una gorda cereza jugosa, esperándote sólo a ti. Uh. Uh. ¿Qué es eso? Una gota de esa cosa rica que sale y chorrea. Venga, Steve, no está muerta, no la mataste, está aquí y está toda cachonda y deseando que le metas dentro esa enorme polla tuya y le des un buen repaso, le hagas pasar un buen rato. Vamos, que se te ponga dura. Venga, está húmeda y te espera, lo está pidiendo a gritos, se da la vuelta boca abajo, con los deditos regordetes metidos en el tobogán jugoso, y se pregunta dónde cojones estás cuando más te necesita. ¿Dónde está Stevie?, piensa, y entonces se abre la puerta y entra una gran polla negra, pero no es la tuya, ¿verdad, Stevie? No es tu gran polla negra, ¿verdad? Vaya, vaya, pero si es tu viejo compadre Kenny D que la mira cómo está de caliente y desnuda y tumbada con los dedos en el coño y a ti no se te ve por ninguna parte, así que se la saca y se la mete, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera, hasta que le baja por las piernas y entonces tú entras y los pillas a los dos, a tu hembra y a tu colega haciendo el animal de dos espaldas y te cabreas un montón, ¿no es así, Steve? ¿Quién no se cabrearía? Le ha metido su enorme polla negra a tu mujer blanca, la mujer blanca que tendría que estar en la calle ganando dinero para ti, no follando alegremente con tu colega y regalándolo a cambio de nada. Te da asco, te da un asco de la hostia, ¿eh? Tu colega y tu mujer. Es jodido, ¿eh? Eso fue lo que pasó, ¿no es cierto, Steve? Y tenías que devolvérsela, tenías que vengarte con creces, ¿verdad, Steve? ¿Verdad?

—No, no, no —gimotea él.

Noble se levanta y Barton solloza entre sus piernas.

—Córrete y te vas.

Steve Barton coge el vaso y se lo pone encima del marchito miembro.

Quince caras blancas observan al hombre negro que sigue en el suelo delante de nosotros, sujetando el vaso de plástico blanco a la polla que se menea con la otra mano, impidiendo que siga encogiéndose.

Noto un empujón en la espalda y veo a Oldman.

Contempla la escena, al hombre negro en el suelo, a sus pies, el vaso de plástico blanco en la polla, meneándosela con la otra.

Oldman mira a Noble.

Noble levanta los ojos.

Oldman parece cabreado.

—Dadle a este capullo negro una revista porno y llevad esa puñetera lefa al laboratorio.

—Ya habéis oído —grita Noble al hombre más cercano a la puerta, yo.

Craven inicia un movimiento, pero Noble me señala a mí.

Salgo al pasillo, subo tres tramos de escalera y entro en antivicio, la guarida de Craven.

Está vacío, la mayoría de ellos están en la Barriga.

Abro un armario: sobres.

En el cajón siguiente lo mismo.

Y en el siguiente, lo mismo.

Pienso:

esto es antivicio, joder, tendría que haber algo.

Y entonces se me ocurre una idea y vuelvo a mirar a la puerta con un pensamiento delante de los ojos: JANICE.

Vuelvo a abrir los archivadores sin dejar de mirar a la puerta cada segundo, con los oídos doloridos por el esfuerzo de escuchar hasta el más ligero paso.

Ryan, Ryan, Ryan…

Nada.

Nulo.

Cero.

Casi he salido por la puerta cuando me acuerdo del puto porno.

Me acerco a los escritorios y abro un cajón: dos revistas, baratas y guarras, una mujer rubia y gorda con una visera y el coño abierto de par en par.

Spunk.[16]

Las pillo y me voy.

Cuando regreso a la Barriga los presentes me abren paso, Barton sigue en el suelo hecho una bola, todavía llorando, joder, con una manta al lado.

Tiro las revistas al suelo, a su lado.

Vuelve la cara y se acerca la manta gris lentamente, arrastrándola sobre el cemento gris.

—Tenía una tía que se llamaba Margaret —dice Rudkin—. La llamaban Mag. Pero todos la llamábamos Nuddy para abreviar.[17]

Risitas tontas y flojas.

—Deberíamos traer a una de las mujeres para que se lo haga —dice otro.

—Y que nos lo haga a todos ya que está aquí.

—Mientras me lo haga a mí antes que a Sambo.

Noble le acerca las revistas con el pie.

—Ponte a ello.

Barton se tumba de costado debajo de la manta con la revista a un lado.

Ellis se agacha y la abre.

Todos se ríen.

—Venga, Mike —grita Rudkin—. Échale una mano.

Risas de barriga dentro de la Barriga.

Barton empezó a moverse debajo de la manta.

Más risas.

—Toma, no te olvides del puto vaso —dice Oldman—. No queremos que se quede desparramado por la manta.

Steve Barton sigue moviéndose, ojos cerrados, lágrimas abiertas, dientes apretados, las maldiciones quemándole el cerebro.

Las palmadas comienzan de nuevo y yo vuelvo a sumarme a ellas pero pienso en Bobby y en que Steve Barton debió de ser un niño como él hace no tanto tiempo, con sus trenes y sus coches y sus esperanzas y sus sueños y sus comidas favoritas y las comidas que no le gustarían pero ahora se ha convertido en un matón, un chulo y un adicto a las drogas, cascándosela en un vaso de plástico blanco de la máquina de café delante de quince polis blancos.

Y entonces, en el preciso momento en que coge velocidad, Rudkin se agacha y le quita la manta, en el preciso momento en que la polla de Barton escupe su semen, en el preciso momento en que Craven dispara una Polaroid y las palmadas se convierten en una salva de aplausos.

—Detective Ellis —dice Oldman—. Lleve el semen del señor Barton al doctor Farley.

Todos ríen.

—Y ni se te ocurra dar un trago, joder —añado yo, y todos aplauden. Ellis me dedica su mejor cara de «ya te daré lo tuyo luego».

Y Barton, Barton sigue hecho un ovillo, sin dejar de temblar, exhalando secamente grandes sollozos contenidos, una vez terminada la fiesta.

Y mientras se empieza a disolver la reunión, me agacho, recojo las revistas y se las doy a Craven.

—Creo que son tuyas —le digo.

Craven las coge con mirada fría, oscura y lejana hasta que ve las portadas y se para:

—¿De dónde coño has sacado esto?

—De tu mujer, ¿por qué?

La sala se llena de sonrisas silenciosas, todos remolonean para ver qué pasa a continuación.

—Muy gracioso, Fraser. Muy gracioso. —Y Craven regresa cojeando a antivicio.

Estoy en la cantina, molido.

Rudkin ha ido a por los cafés.

Nos han dicho que esperemos mientras Prentice y Alderman interrogan a Barton, que esperemos a que lleguen los análisis, lo que no es más que una enorme chorrada ya que todos sabemos que no ha sido él, que ojalá lo fuera, pero no lo es.

—Se le podía haber hecho un análisis de sangre, joder —dice Rudkin, jodido porque no está presente en el interrogatorio, la mirada perdida para hacerse una idea mejor de lo que estará ocurriendo, esas dos palabras: TRABAJO PRELIMINAR.

—¿Qué? ¿Te vas a sacar la mugre de debajo de las uñas?

—Es verdad que eres muy divertido —dice riendo mientras nos echamos azúcar en los cafés, cantidad de azúcar.

Quiero dormir pero, si me dejaran irme, tengo muchas cosas que arreglar.

—¿Qué hora es? —pregunta Rudkin, demasiado cansado para mirar su propio reloj.

—¿Qué te crees que soy? ¿Un puto reloj parlante?

—Más bien un mamón parlante.

Y así seguimos un par de minutos hasta que volvemos a sumirnos poco a poco en otro de esos incómodos silencios densos en los que nos escondemos.

—Le vamos a dejar que se vaya.

Las palabras del inspector jefe Peter Noble surgen del silencio y entran en las luces brillantes de la cantina de la comisaría.

Quelle surprise —murmura Rudkin.

—¿No es del grupo B? —pregunto.

—Cero —dice Noble.

—¿Se le ha sacado algo más? —insisto.

—Poca cosa. Era su chulo. No la había visto desde esa tarde.

—Tendrían que habernos dejado a nosotros —dice Rudkin con rabia.

—Bueno, ahora tenéis vuestra oportunidad. Os espera abajo con el detective Ellis.

—No nos necesita. Ellis puede llevarle a casa.

Noble saca un puñado de billetes de cinco de la chaqueta, alarga la mano y se los mete a Rudkin en el bolsillo del pecho.

—El jefe quiere que os llevéis al señor Barton a dar una vuelta y le emborrachéis, que le hagáis pasar un buen rato. Sin rencores, etcétera…

—Joder —dice Rudkin—. Estamos hasta las cejas de trabajo, Pete. Tenemos todo el asunto ese de Preston, y encima metes a Bob en los robos esos. Y ahora, esto. No tenemos tiempo.

No quito los ojos de la superficie de la mesa, las luces reflejadas en la formica.

Noble se inclina y le da unos golpecitos a Rudkin en el bolsillo.

—John, deja de lloriquear y hazlo.

Rudkin espera hasta que Noble sale por la puerta y entonces explota:

—Gilipollas. Gilipollas de mierda.

Nos levantamos, tiesos como un par de marionetas de madera.

Ellis está esperando en el Rover, sentado al volante.

Barton está en la parte de atrás con unos pantalones demasiado grandes y una chaqueta diminuta, los mechones rastas pegados a la ventana.

Rudkin se sienta a su lado.

—¿Adónde vamos?

Yo me subo delante.

Barton se limita a mirar por la ventanilla.

—Venga, Steve. ¿Adónde vamos?

—A casa —murmura.

—¿A casa? No puedes irte a casa ahora. No son más que las tres. Vamos a tomar una copa.

Barton sabe que no tiene otra alternativa.

Ellis arranca el coche y pregunta:

—Entonces, ¿adónde?

—Bradford. Manningham —dice Rudkin.

—A Bradford, pues —sonríe Ellis saliendo de Millgarth Street.

Cierro los ojos mientras él enciende la radio.

Me despierto cuando estamos entrando en Manningham, los Wings suenan en la radio, Barton callado en el asiento de atrás como una especie de fantasma negro.

Ellis aparca fuera del New Adelphi.

—¿Qué te parece, Steve? —dice Rudkin.

Steve no dice ni pío.

—He oído que está bien —dice Ellis, y salimos del coche.

En los escalones de acceso hay vómitos de un día de antigüedad y dentro el New Adelfi es un espacioso salón de baile antiguo, con techos altos y papel pintado con relieve, un público mixto, mezclado, más bien agitado y todavía no son ni las cuatro de la tarde.

Estoy hecho polvo, los hombros me pesan, la cabeza me está matando, la bailarina de striptease no vuelve a actuar hasta las seis y suena una mierda de reggae:

«Your mother is wondering where you are…»

Rudkin se vuelve hacia Steve y le dice:

—Has visto, en tu rollo.

Steve se limita a asentir con la cabeza y le sentamos en el rincón de debajo de la escalera que sube al piso superior, yo a un lado, Rudkin en el otro, Ellis en la barra.

Los tres allí sentados, sin decir nada, oteamos la sala de baile, las caras negras y las caras blancas.

—¿Conoces a alguien? —pregunta Rudkin.

Barton niega con la cabeza.

—Bien. No queremos que tu gente piense ahora que eres un puto soplón, ¿verdad?

Ellis vuelve con una bandeja de pintas y copas.

Le da a Barton un ron con Coca-cola grande.

—Métete eso en el cuerpo.

—Oye, Steve —ríe Rudkin—. ¿Vienes mucho por aquí?

Nos reímos todos menos Steve.

Va a pasar bastante tiempo antes de que vuelta a reír.

Ellis vuelve al bar y trae más bebidas, más ron con Coca-cola y nosotros nos las bebemos y él vuelve a ir.

Y allí seguimos los cuatro, sentados, hablando de esto y de aquello, el interminable reggae, los taxistas paquistaníes entran y salen, las fulanas se tronchan en la pista de baile, los viejos con sus dominós, los blancos con cara de rata y sus jerséis de cuello de pico sin camisa, los negros de cara gorda que llevan el ritmo de la música con las cabezas…

«What do you see at night when you’re under the stars…»

Rudkin y Ellis juntan las cabezas y se ríen de una de las mujeres del bar, que les hace un gesto obsceno con dos dedos.

«Stay at home, sister, stay at home…»

Y de repente Barton se inclina hacia mí, la mano en mi brazo, los ojos amarillentos, el aliento cargado, y me dice:

—Esa mierda sobre Kenny y Marie, ¿es verdad?

Le miro, la chaqueta apretada y los pantalones colgantes, y vuelvo a verle en la Barriga debajo de la manta gris, las manos moviéndose, las revistas a su lado.

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