1977

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Segunda parte » Capítulo 9

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Que le den a Oldman.

Que le den a Noble.

Que le den a Rudkin.

Que le den a Ellis.

Que le den a Donny Fairclough.

Que le den al puto Destripador.

Que le den a Louise.

Que les den a todos.

Ella se ha ido:

Yo me he ido.

En un infierno.

Aporrear las puertas, aporrear gente, derribar puertas a patadas, derribar gente a patadas, buscarla a ella, buscarme a mí.

En un infierno de fuegos artificiales.

Salgo de su cuarto y regreso por el pasillo, cruzo la puerta, Keith se ha ido, Karen me mira desde la cama como si dijera: «Joder, otra vez no…», y la saco de la cama, la arrastro por el suelo, sólo lleva unas bragas rosas, las tetas al aire, y le grito a la cara: «Se ha ido, se ha llevado sus cosas, ¿dónde está?», y la tengo debajo, mis manos encima de su cara porque le estoy dando de bofetadas porque si alguien sabe dónde está Janice es Karen Burns, blanca, veintitrés años, prostituta convicta, drogadicta, madre de dos hijos, y le doy otra bofetada y luego observo sus labios y su nariz ensangrentados, las manchas de sangre en la barbilla y el cuello, las tetas y los brazos, y le arranco las bragas rosas y la vuelvo a arrastrar hasta la cama y me abro los pantalones y se la meto dentro y ella ni siquiera se defiende, se limita a acomodar mi peso en la cama entonces se la saco y ahora ella me mira y le pego otra bofetada y le doy la vuelta y ella empieza a revolverse y a decir no tenemos por qué hacerlo de esa manera pero yo le aplasto la cara sobre las sábanas sucias y me cojo la polla y se la meto por el culo y ella grita y me hace daño pero sigo sin parar hasta que me corro y caigo al suelo y ella se queda tumbada en la cama, semen y sangre le corren por los muslos, su culo en mi cara, y me levanto y lo hago otra vez y esta vez no duele y ella se queda callada y entonces yo me corro y me largo.

En un infierno de fuegos artificiales, se ha ido.

Estoy tirado en el suelo de la cabina de teléfonos, fuera está oscuro, sólo las hogueras y las farolas de la calle, los fuegos artificiales y los faros de los coches, los grandes árboles de Chapeltown se inclinan sobre mí, los búhos de los árboles con sus putos ojos redondos y muy, muy abiertos, y maldigo a Maurice Jobson de los cojones, al tío Maurice,

el Búho, mi ángel de la guarda, con su rollo de

por lo menos es de familia de policías. Ya conoce el percal y esa chorrada de

si necesitas algo, me lo dices: pues mira, vente aquí a esta puta cabina y sácame de ella y devuélvemela, venga gilipollas, antes de que coja un cuchillo y arremeta contras esas alas, esas hediondas alas negras, esas hediondas alas negras de la muerte, ven y tráela conmigo, aquí a mi pequeña cabina roja, aquí en mi edad oscura, en mi edad de piedra, la edad muerta, acunando el auricular, tráemela para que me vea llorar, que me vea sollozar hecho una bola en el suelo de la cabina de teléfonos, con el pelo en las manos, el puñetero pelo en las manos, los mechones de pelo ensangrentado en las manos.

En un infierno de fuegos artificiales, ella se ha ido y yo estoy solo.

—Joder…

Tengo al Joe Rose de los cojones agarrado por el cuello, la sala llena de humo espeso, colchones contra la ventana, dos sietes pintados en todas las superficies, el chimpancé colocado de los cojones cagándose en los pantalones.

—Te mataría.

—Lo sé, lo sé.

—Pues habla…

Está temblando, los ojos en blanco vueltos hacia el techo, tartamudea:

—¿Janice?

—Dímelo.

—No sé dónde está, tío, lo juro.

Le meto los dedos por la nariz y las llaves pegadas a sus grandes ojos marrones.

—Por favor, tío, te lo juro.

—Te podría matar.

—Ya lo sé, tío, ya lo sé.

—Pues dímelo.

—¿Que te diga qué? No sé dónde está.

—¿Sabes que se ha ido?

—Lo sabe todo el puto mundo.

—Pues dime algo que no sepa todo el puto mundo.

—¿Como qué?

—Como quién era su chulo.

—¿Quién era su chulo? Estás de coña, ¿verdad?

—¿A ti te parece que tengo pinta de estar de coña?

—Eric, tío.

—¿Eric Hall?

—¿No lo sabías?

—Era su chivata.

—No jodas. Él la chuleaba.

—Me estás mintiendo, Joe.

—¿No me jodas que no lo sabías?

Le aprieto el cuello.

—Te lo juro, tío. Eric Hall era su chulo. Pregúntaselo a cualquiera.

Clavo la mirada en esos grandes ojos marrones, esos grandes ojos suyos, marrones y ciegos, y me quedo pensando.

—Mira, ya volverá —dice—. Como un bumerán, como muchas de ellas.

Le suelto y se desploma en el suelo.

Voy hacia lo que queda de puerta, nada más que madera astillada y sietes destrozados.

—Menos las que pilla tu capitán Jack —añade todavía—. Menos las que pilla ese pirata.

—Tú llámame, Joe. En cuanto oigas cualquier cosa por ahí, tú llámame.

Él asiente mientras se frota el cuello.

—O volveré y te mataré, joder.

En un infierno de fuegos artificiales, ella se ha ido y yo estoy solo en la calle.

Marco otra vez; Louise no contesta.

Marco otra vez y otra vez más; Louise no contesta.

Llamo al hospital pero no me dan la comunicación.

Llamo a York y diez minutos después, la hermana me dice que el señor Ronald Prendergast ha muerto esta mañana a raíz de la hemorragia producida por las heridas sufridas durante el robo.

Miro para arriba y veo el cielo a través de los árboles.

Veo más lluvia.

Marco otra vez; Louise no contesta.

Marco otra vez y otra vez más; Louise no contesta.

Llamo al hospital, pero me cuelgan.

Que le den a Karen Burns.

Que le den a Joe Rose.

Que le den a Ronald Prendergast.

Que le den al puto Destripador.

Que le den a Maurice.

Que le den a Bill.

Que le den a Louise.

Que les den a todos.

Ella se ha ido:

Yo me he ido.

En el infierno.

Aporrear las puertas, aporrear gente, tirar puertas a patadas, tirar gente a patadas, buscarla a ella, buscarme a mí.

En el infierno dentro de un coche robado.

Eric Hall, el inspector Eric Hall, del cuartel general de Bradford en Jacob’s Well, y allí es donde yo me encuentro, en Jacob’s Well, esperando en un coche robado, su coche, el coche de Eric, el que me he llevado de su casa de Denholme:

Nadie en casa, el taxi se había ido, mi dinero con él.

Voy por detrás del pequeño castillo de Eric, más allá de la lluvia que lame los cristales, de los visillos y los huecos entre las cortinas, una patada en la puerta de atrás, me adentro en el hedor de las mascotas familiares, las fotos familiares, entro en su estudio con grandes ventanales y vistas del campo de golf, sus cajas de medallas, sus monedas antiguas, busco algo, alguna pista de Janice, cualquier diminuto rastro de ella, no encuentro nada, me llevo el dinero para los gastos de casa y las llaves de su flamante Granada 2000 nuevo en un azul Miami de la hostia.

Cabrón.

Llego por Halifax Road hasta Thorton Road, cruzo Allerton y entro en Bradford, tomo la carretera recta hasta Jacob’s Well.

La radio puesta:

«El señor Clive Peterson, el empleado de la oficina de correos de Heywood Road, en Rochdale, fue encontrado inconsciente a primera hora de esta mañana tras enfrentarse a unos intrusos en su local. La policía de ambos lados de los Peninos estaba considerando una posible vinculación con una serie de crímenes de similares características en la zona de Yorkshire.

»El señor Ronald Prendergast, de New Park Road, Selby, murió esta mañana sin haber logrado recuperar la consciencia después de sorprender a los intrusos en su sucursal de correos el 4 de junio. El señor Prendergast es el segundo empleado de correos que ha sido asesinado en otros tantos meses. Un portavoz de correos ha dicho…».

Cabrones.

Piso a fondo.

La carretera me lleva a él, a Eric Hall, al inspector Eric Hall.

Cabrón.

En un aparcamiento vacío por ser festivo, intento aclarar mis pensamientos, intento poner algo de calma en el cerebro, mientras la lluvia redobla en el techo, la radio sigue con su cantinela:

«El RAC califica las condiciones meteorológicas de las peores desde hace años…».

Previsiones de vientos fuertes y lluvia.

«El viento es el único enemigo de la mayor celebración que se lleva a cabo desde hace veinticinco años…»

Para montar mi propia celebración, salgo del coche de Eric y busco una cabina de teléfonos.

En el infierno dentro de un coche robado, todas las luces rojas.

Estoy sentado en el capó de su flamante Granada 2000 nuevo azul Miami, esperándole.

Llega por el desierto aparcamiento de coches, con abrigo de borrego en pleno verano, la lluvia aplasta su fino pelo rubio y su bigotillo ralo y me ve, se fija en el coche, en su coche, y echa a correr hacia mí, como si estuviera a punto de volverse loco como yo esperaba que hiciera, y caigo en la cuenta de hasta qué punto he llegado, y no pueden ser más de las cinco de la tarde del lunes, 6 de junio de 1977, pero soy consciente de que a partir de ahora ya no hay vuelta atrás.

En este punto me encuentro:

—Tú, pedazo de cabrón —me grita—. Éste es mi puto coche. ¿Cómo te… qué cojo…? —Y me aparta del capó de un empujón y me tira al suelo de un golpe, me salta encima, los dos rodamos encima de los charcos, y me da un puñetazo en un lado de la cabeza.

Pero eso es lo único que consigue.

Le devuelvo los golpes, una vez, dos veces, me lo pongo debajo, le aplasto un lado de su cara contra el asfalto del aparcamiento.

—¿Dónde coño está, Eric?

Él se revuelve, pero cuando habla los labios le sangran sobre el pavimento.

Le tiro de las delgadas hebras de mierda que él llama pelo:

—¿Dónde coño está?

—¿Cómo cojones lo voy a saber, gilipollas? Es tu maldita puta…

Le aporreo el cráneo contra el suelo y lo vuelvo a levantar y los ojos le dan vueltas y yo pienso,

para ya, para ya, para ya, no puedes volver a hacer eso, no puedes volver a hacer eso, no puedes volver a hacer eso o le vas a matar, le vas a matar, le vas a matar, y la sangre le mana del cuero cabelludo y estoy jodido y le agarro de la cara entre las manos hasta que fija la mirada y le digo:

—Eric, no me obligues a hacer eso otra vez.

Y él asiente pero no sé lo que quiere decir.

—Eric. Sé que la estabas chuleando.

Y sigue asintiendo con la cabeza, pero podría significar cualquier puta cosa.

—Eric, venga.

Y le abofeteo en las gordas mejillas sonrosadas con trocitos de aparcamiento incrustados entre los vasos sanguíneos y la tensión arterial jodida.

—Eric…

Se está recuperando, el movimiento de cabeza cada vez más lento.

—Eric, sé lo que estabas haciendo, así que dime dónde está.

Me mira, el blanco de los ojos de un amarillo nicotina entreverado de venas rojas, lo negro enorme en medio del azul, y entre la saliva, dice:

—La chuleaba antes. Ella me lo pidió…

Cierro los puños, él se estremece, pero me contengo:

—Eric, la verdad…

Las lágrimas le corren por la cara.

—Es la verdad.

Le levanto y los dos nos tambaleamos como una pareja de borrachos en una sala de fiestas.

Le apoyo en el capó de su Granada 2000 azul Miami:

—¿Y dónde está?

—No lo sé, hace más de seis meses que no la veo.

Le sacudo el abrigo para quitarle la gravilla y los trozos de papel pegados:

—Eres un mentiroso, Eric. Y no muy bueno.

Él respira con dificultad, suda sin parar dentro del abrigo de piel de borrego que lleva.

Le digo:

—La detuvieron el viernes por la noche.

Traga saliva, tiembla.

—Aquí. En Manningham.

—Ya lo sé.

—Ya sé que lo sabes, capullo. Porque te llamó, ¿verdad, Eric? Quería verte.

Mueve la cabeza negativamente.

—¿Qué quería, Eric?

Le quito una mota de basura del cuello de la camisa y espero.

Él cierra los ojos y asiente:

—Dinero, quería dinero.

—¿Y?

—Me dijo que tenía algo para mí, información.

—¿De qué tipo?

—No me lo dijo.

—Eric…

—De unos robos, no me dijo nada más. Hablamos por teléfono.

Le acaricio la cara.

—Y quedaste con ella, ¿verdad?

Niega con la cabeza.

—Pero avisaste a la furgoneta, ¿verdad?

Niega con la cabeza más rápido.

—Y la detuvieron, ¿verdad?

Más rápido.

—Pensaste darle una lección, ¿verdad?

De un lado a otro, más rápido.

—Y ella les dijo que te llamaran.

Más rápido.

—Y te llamaron, ¿verdad?

Y más rápido.

—Podías haberles dicho que se fueran, ¿no?

Está temblando.

—Podías haber hecho que pararan, ¿verdad?

Y agarro esa puta cara gorda y le grito a un centímetro de la mía:

—¡Y por qué coño no lo hiciste, pedazo de asquerosa mierda de los cojones!

Sus ojos, sus blandos ojos acuosos, se congelan:

—Es tuya, tú te la quedaste.

Ahora le tengo en mis manos, le tengo, y podría matarle, podría machacarle el cráneo contra el asfalto hasta destrozárselo, meterle en el maletero de su flamante Granada 2000 azul Miami nuevo y llevármelo a los Moors, o tirarlo en una presa, o en el lago, o llevármelo a la costa y arrojarlo al mar.

Pero no.

Aparto de un empujón a ese gordo capullo de mierda del capó de su coche y me subo a él.

Y el tío, delante de su Granada 2000 azul Miami, contemplándome pasmado desde el otro lado del parabrisas, sentado ante el volante, ante su volante.

Arranco el coche, su coche y pienso,

quítate de ahí o te mato con tu propio coche.

Se echa a un lado, moviendo la boca, un agujero negro de amenazas y promesas, ofrecimientos y maldiciones a cámara lenta.

Aprieto el acelerador.

Y me largo.

En el infierno, dentro de un coche robado, todas las luces rojas, el mundo perdido.

Salgo directamente de Bradford por la A650 Wakefield Road pasando por Tong Street, Bradford Road, King Street, debajo de la M62, de la M1 y entro en Wakefield, salgo por Doncaster Road, en dirección al sitio que me falta, al último sitio que me falta:

El café y motel Redbeck.

Allí me quedo sentado en otro aparcamiento vacío, enfrente de Heath Common, tres grandes hogueras negras apagadas en la noche despejada, a la espera de sus brujas.

Busco en el bolsillo y saco las llaves.

Y allí está, habitación 27.

En el infierno dentro de un coche robado, todas las luces rojas, el mundo perdido como nosotros.

En mis sueños estaba en una sala sentado en un sofá. Un sofá bonito, de tres plazas. Una sala bonita, rosa.

Pero no estoy dormido, estoy despierto.

En el infierno.

John Shark: ¿Has visto esto, Bob?

[lee]: Entre el júbilo hay una nota de hostilidad de los grupos de extrema izquierda que imprimen incesantemente pegatinas antimonárquicas y publican artículos en los que se califican los 25 Años de afrenta escandalosa a la población obrera de 1977.

Oyente: Basura indecente, John, eso es lo que es. ¿Población obrera? Esa gente no es la población obrera. No son más que una pandilla de estudiantes de mierda. La población obrera apoya incondicionalmente los 25 Años.

John Shark: ¿Tú crees?

Oyente: Claro que sí, son dos días sin trabajar y la excusa para agarrarse un buen pedo, ¿o no?

The John Shark Show

Radio Leeds

Martes, 7 de junio de 1977

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