1977

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Segunda parte » Capítulo 10

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—Nada.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Hablaron con Walter Kendall?

Puso los ojos en blanco.

—¿El ciego? Varias veces.

—¿Y qué les contó?

Alfred Hill, el comisario Alfred Hill, me miró plenamente por primera vez y dijo:

—Me consta que la reputación del señor Whitehead es realmente excelente entre las fuerzas del orden de West Yorkshire, una reputación realmente excelente como hábil reportero de sucesos que colabora en las investigaciones y estoy dispuesto a darle una gran libertad de movimientos, una gran libertad, pero tengo que decir que protesto ante esa insinuación.

—¿Qué insinuación?

—Estoy muy, muy al tanto de las cosas que ha dicho el señor Kendall, que ha dicho repetidas veces, y me sorprende que un periodista, un hombre de tal reputación, me sorprende que llegue siquiera a dar crédito a esos disparates haciendo esa pregunta.

Sonreí.

—Deduzco que no es una de las líneas de investigación que va a seguir por el momento, ¿cierto?

Alfred Hill no dijo nada.

—¿Una última pregunta?

Suspiró.

—¿Usted dijo que Clare Strachan era prostituta?

Él asintió.

—¿Había sido condenada?

Estaba cansado y quería que me fuera.

—Está todo aquí —dijo, y deslizó por encima de la mesa un expediente abierto.

Me incliné hacia delante.

Dos fechas en una hoja escrita a máquina:

23/08/74

22/12/74

Junto a cada fecha, letras y números:

Ver WKFD/MORRISON-C/CTNSOL1A

Ver WKFD/MORRISON-C/MGRD-P/WSMT27C

—¿Qué quieren decir?

—Uno es una advertencia por ejercer la prostitución, el otro una declaración.

¿WKFD?

—Wakefield.

En el coche, en los Moors, en las lágrimas, en mis mejillas.

Risa:

Unos tremendos torrentes de carcajadas estrepitosas mientras piso el acelerador a fondo bajo otra jarreada de lluvia de los 25 Años.

Risa:

Pienso,

tonto, tonto, tonto.

Miro por el retrovisor y me pregunto:

—¿Tengo cara de violín?

Risa:

La hostia si era idiota, pero más idiota de lo que nunca pude imaginar.

Risa:

Porque era idiota y era mío.

Risa:

Acelerador a fondo, ventanilla abierta, lluvia en la cabeza, grito:

—Pues tócame, joder.

Risa:

—Venga, cabrón, ¡tócame!

Aparqué nada más pasar una cabina roja, me eché la chaqueta por encima de las orejas y fui corriendo.

Marqué el número.

—¿Qué tal si otra vez…?

—Me muero de ganas —dijo medio riendo.

Había dejado de llover justo cuando empezaba a oscurecer, justo a tiempo para que disfrutaran de sus estúpidas celebraciones, para que encendieran sus estúpidas hogueras.

Ka Su Peng esperaba en la esquina de Manningham con Queens, el pelo negro corto, y la piel sucia, con vestido y leotardos negros, una chaqueta y un bolso en el brazo.

Me arrimé al bordillo y ella se montó en el coche.

—Gracias —dije.

—¿Qué tal estás?

—Estoy bien.

—¿No quieres que vayamos al piso?

—No, si no te importa.

—Es tu dinero —dijo, y yo pensé que ojalá no lo hubiera dicho, de veras pensé que ojalá no lo hubiera dicho.

Giré a la izquierda y otra vez a la izquierda hasta que enfilamos Whetley Hill y ella dijo:

—¿Adónde vamos?

—Quiero hacerlo aquí —dije torciendo en el parque infantil de White Abbey Road.

—Pero esto es…

Pude sentir los latidos de su corazón dentro del coche, sentir su miedo, pero dije:

—Lo sé y quiero que me enseñes dónde.

—No. —Se revolvía en su asiento.

—Después te sentirás mejor, mucho mejor.

—Tú qué cojones sabes.

—Se acabará todo, por fin.

Sacó el dinero del bolso y dijo:

—Déjame salir, déjame salir ahora mismo.

Paré el coche en la hierba, enfrente de una fila de árboles, y apagué el motor.

Se abalanzó sobre la puerta.

Yo la sujeté del brazo.

—Ka Su Peng, por favor. No quiero hacerte daño.

—Entonces deja que me vaya. Me estás asustando.

—Por favor, te puedo ayudar.

Ella había abierto la puerta y tenía un pie en la hierba.

—Por favor.

Se dio la vuelta y me miró de hito en hito, ojos negros en una cara fantasmal, una mascarilla funeraria hecha de carne, y dijo:

—¿Qué quieres?

—Sube al asiento de atrás.

Salimos los dos del coche y, frente a frente en medio de la noche, nos miramos por encima del techo del coche, dos fantasmas blancos, ojos negros en caras pálidas, máscaras de carne, y ella quiso abrir la puerta de atrás, pero tenía echado el seguro.

—Espera —le dije, y rodeé el coche por detrás, con una mano en el bolsillo, sus ojos en los míos, los míos en los suyos, la luna en los árboles, los árboles en el cielo, el cielo en aquel infierno negro por encima de nuestras cabezas, que nos miraba desde arriba en el campo de juegos, el parque infantil donde los niños se divertían con sus juegos y sus padres asesinaban a sus mujeres.

Y llegué por detrás de ella y abrí la puerta de atrás.

—Entra.

Se sentó en el borde del asiento de atrás.

—Túmbate.

Y ella se tumbó en el cuero negro.

De pie junto a la puerta me desabroché la hebilla del cinturón.

Ella me miró y levantó el culo para bajarse los leotardos negros y las bragas blancas.

Apoyé una rodilla en el canto del asiento con la puerta todavía abierta.

Se levantó el vestido negro y alargó los brazos hacia mí.

Y entonces la follé en el asiento de atrás y me corrí encima de su vientre, le limpié el semen del interior del vestido con la manga y la abracé así, la sostuve entre mis brazos mientras lloraba, en el asiento de atrás de mi coche con sus leotardos y sus bragas colgándole de un pie, en medio del parque, en medio de la noche, bajo la luna de los 25 Años, viendo los fuegos artificiales y las hogueras que iluminaban la noche granate, y, mientras un fuego artificial más caía en silencio hacia la tierra, ella me preguntó:

—¿Qué significa Jubileo?[27]

—Es judío. Cada cincuenta años se celebraba un año de liberación, un tiempo de indulgencia y perdón de los pecados, el final de la penitencia, y por eso era un tiempo de celebración.

—¿De júbilo?

—Sí.

La llevé otra vez al piso donde vivía y aparcamos fuera, en la oscuridad, y allí le pregunté:

—¿Me has perdonado?

—Sí —dijo ella, y se bajó del coche.

Había dejado los diez pavos en el salpicadero.

Volví a Leeds sintiendo calor en el estómago, una calidez como aquella vez que dejé a mi prometida en su casa y me alejé mientras ella me decía adiós con la mano, y también sus padres, aquella vez veinticinco años antes, esa calidez en el estómago.

Un resplandor.

Subí despacio las escaleras, temiéndoles.

Giré la llave en la cerradura y escuché, consciente de que nunca podría traerla aquí.

Sonaba el teléfono.

Abrí la puerta y contesté.

—¿Jack?

—Sí.

—Soy Martin.

—¿Qué quieres?

—Estaba preocupado por ti.

—No hace ninguna falta.

Me desperté en medio de una noche silenciosa, acabados los fuegos artificiales, empapado en sudor.

Te beso y te despiertas.

Desperté al sentir la suavidad de su beso en mi frente, la vi sentada en el borde de mi cama, con las piernas separadas, y escuché su nana:

Te follo y te duermes.

Desperté y volví a quedarme dormido.

Calles oscuras y jadeantes, las lascivas fachadas traseras de las casas, rodeadas de piedras silenciosas, enterradas en ladrillos negros, por patios y callejones en los que no crecían los árboles, ni la hierba, pie en el ladrillo, ladrillo en la cabeza, éstas son las casas que construyó Jack.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Mary-Ann, Annie, Liz, Catherine y Mary, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Donde buscas uno hay dos, dos tres, tres cuatro».

Un lugar asombroso, una perversa confluencia de arrabales que alberga las criaturas humanas más rastreras, donde hombres y mujeres viven a base de tragos de ginebra barata, donde camisas y cuellos limpios son lujos desconocidos, donde todo el mundo lleva un ojo morado y nadie se peina nunca.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Theresa, Joan y Marie, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Donde buscas cuatro hay tres, tres dos, dos uno etcétera».

A corta distancia del corazón, un patio de juegos estrecho, una vía pública tranquila, con dos grandes verjas, en una de ellas hay un pequeño portillo que se utiliza cuando las verjas están cerradas, aunque la verdad es que éstas están abiertas a todas horas, según el testimonio de aquellos que viven cerca, la entrada al patio rara vez se cierra.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

Joyce, Anita y Ka Su Peng, jugando al corro de la patata mientras cantan:

«Pero eso tú ya lo sabes».

A una distancia de seis o siete metros de la calle hay un muro ciego a cada lado cuyo efecto es el de encerrar el espacio circunscrito en la más total oscuridad después de la puesta del sol. Más al fondo, la ventana de un Club de Trabajadores arroja algo de luz en el patio, club que ocupa toda la extensión del patio en su parte derecha, y de una serie de casas adosadas, todas ellas ya apagadas a estas horas.

Un parque infantil.

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya.

He posado la mano en el metal de frío de la verja, tengo la mirada perdida en la oscuridad que me envuelve, Carol me guía.

Un parque infantil.

La mirada perdida.

Arrojado del infierno a esto:

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Aúllo:

Te follo y te duermes.

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Aúllo:

Te beso y te despiertas.

Grito: YA VIENE, YA VIENE, YA VIENE.

Lanzado del allá a esto, de esto al allá y otra vez aquí:

El amanecer, el ruido de la pestaña del buzón, la carta en el felpudo.

ÉL HA ESTADO AQUÍ.

Otra vez.

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