1977

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Cuarta parte » Capítulo 16

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… me vuelvo y pregunto al señor Hurst dónde se puede aparcar y su mujer le mira por el rabillo del ojo, nos colocamos al lado de los coches patrulla, los Hurst miran a los tres hombretones que se acercan a nuestro coche que hemos parado en medio de la calle, yo bajo, el señor Hurst también, la señora Hurst se lleva la mano a la boca y yo me vuelvo y me encuentro de frente con el puño de Rudkin, Noble y Ellis le separan de mí, yo me tambaleo, retrocedo, él tiene el otro brazo libre y me da una patada en las pelotas y de repente unos cuantos agentes de uniforme me tiran para atrás de la chaqueta y me meten a la fuerza en el asiento de atrás de un Panda diminuto, Rudkin no deja de gritar: «¡Cabrón, pedazo de cabrón!», y nuestro coche arranca y yo me vuelvo y veo que Rudkin entra con la cabeza gacha en un coche, Ellis y Noble suben detrás de él, mi coche se queda en medio de Gledhill Road, con las puertas abiertas, el señor y la señora Hurst mueven la cabeza, con las manos en las caderas o sobre los labios.

Los agentes me llevan a Leeds, a Millgarth, nadie abre la boca, muchas miradas por el retrovisor, yo les hago un guiño, mientras me pregunto qué coño puede haber dicho Maurice, me preparo para el Departamento de Asuntos Internos y el cariño de mis hermanos policías.

Dentro, en la comisaría desierta, los agentes de uniforme me conducen directamente a la Barriga. Me sientan en una de las celdas que empleamos para los interrogatorios y cierran la puerta. Miro el reloj, son más de las seis del domingo, 12 de junio de 1977.

Treinta minutos más tarde me levanto e intento abrir la puerta.

Está cerrada con pestillo.

Otros treinta minutos después se abre la puerta.

Entran dos agentes de uniforme que no he visto nunca.

Uno de ellos me da una camisa azul claro y un mono de un azul más oscuro y dice:

—Señor, ¿puede ponerse esto, por favor?

—¿Por qué?

—¿Puede hacerlo, señor?

—No hasta que me diga por qué.

—Necesitamos su ropa para hacerle unas pruebas.

—¿Qué clase de pruebas?

—Lo siento, señor, pero no lo sé.

—Bueno, pues haga el favor de buscar a alguien que lo sepa.

—Me temo que no hay oficiales superiores de servicio.

—Yo soy un oficial superior, joder.

—Lo sé, señor.

—Pues entonces, hasta que alguien esté capacitado para decirme por qué tengo que entregarle a usted mi puñetera ropa, puede irse a tomar por el culo.

Los agentes hacen un gesto de indiferencia y se van, cerrando la puerta desde el otro lado.

Diez minutos después la puerta se vuelve a abrir y entran cuatro agentes de uniforme, me agarran de los brazos y de las piernas, me amordazan y me desnudan.

Luego me quitan la mordaza y me tiran la camisa y el peto y se marchan, cerrando la puerta por el otro lado.

Tirado en el suelo desnudo miro el reloj, pero ya no lo tengo.

Me levanto y me pongo la camisa y el mono, me siento en la mesa y espero, consciente de que algo ha ido mal.

Muy mal.

Veo la puerta que se abre.

Entran los comisarios Alderman y Prentice.

Acercan dos sillas y se sientan enfrente.

Dick Alderman y Jim Prentice.

No tienen buena pinta.

No parecen contentos.

—¿Bob? —dice Prentice.

—¿Qué está pasando? —pregunto.

—Creíamos que eso nos lo podrías decir tú.

—Vamos —digo mirando a uno y a otro—. ¿Estáis aquí para interrogarme?

—Para charlar. —Prentice me guiña un ojo.

—No jodas —digo—. Soy yo, Bob Fraser. Si ha pasado algo malo, decídmelo claramente.

—Pero la cosa nunca es así de fácil, ¿verdad, Bob? —dice Jimmy Prentice ofreciéndome un cigarrillo.

Muevo la cabeza negativamente:

—No lo sé, Jim. Dímelo tú.

Se miran y suspiran.

—Tiene algo que ver con John Rudkin, ¿verdad? —pregunto.

Dick Alderman menea la cabeza:

—Bueno, Bob. Déjate de chorradas y cuéntanos ya lo que te pasó entre las seis de la tarde del sábado 4 de junio y las seis de la mañana del miércoles 8 de junio.

—¿Por qué?

Sonríe.

—¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, joder.

—Bueno, ya es algo, para empezar, porque hasta el momento no hay hijo de vecino que tenga la menor idea.

Hago una pausa y digo:

—Estuve con Rudkin y Ellis.

Prentice sonríe.

—Eso es lo que dijeron.

Voy a decir algo, sonriendo aliviado y deseando explicarme.

Pero Alderman se inclina hacia delante:

—Sí, eso es lo que

dijeron. Es decir, hasta las tres de esta tarde. Hasta el momento exacto en que ambos fueron suspendidos de servicio. Hasta el momento exacto en que juraron romperte la cabeza a patadas en cuanto te vieran.

Me quedo mirándole, mirando su cara llena de orgullo por cómo ha hecho leña del árbol caído, y me encojo de hombros.

Él sonríe con aire engreído.

—¿Qué dices ahora, Bobby?

Yo me vuelvo hacia Prentice.

—¿Crees que necesito que esté presente alguien de la federación?

—Depende de en lo que te hayas metido, Bob. Depende de lo que hayas hecho.

—Nada.

Alderman se pone de pie.

—Puede que quieras pensarlo un rato —dice—. Antes de que volvamos.

Y se marchan, cerrando la puerta por fuera.

La puerta se abre, miro hacia ella.

Entran los comisarios Alderman y Prentice.

Se sientan en las dos sillas que tengo enfrente.

Dick y Jim.

Tienen mejor pinta.

Pero no parecen contentos.

—¿Bob? —saluda Prentice.

—Decidme qué está pasando, ¿vale? —digo.

—No lo sabemos, Bob. Por eso estamos aquí.

—Para descubrirlo —añade Alderman.

—¿Para descubrir qué?

—Para descubrir qué hiciste entre la noche del sábado y la mañana del miércoles.

—¿Y si te dijera que me fui a mi casa? ¿Que estuve con mi mujer?

Alderman mira a Prentice.

—¿Eso es lo que declaras? —pregunta.

—Sí —confirmo.

Y vuelven a irse, cerrando la puerta por el otro lado.

Se abre la puerta.

Entran los comisarios Alderman y Prentice.

No se sientan.

Richard Alderman y James Prentice.

Parecen verdaderamente jodidos.

Nada contentos.

—Fraser —dice Alderman—. Te lo voy a preguntar por última vez: ¿qué hiciste, dónde fuiste y a quién viste entre la noche del sábado y la mañana del miércoles?

—Y no se te ocurra mentirnos, Bob —dice Prentice—. Por favor te lo pido.

Los observo, ambos elevándose por encima de mí, mirándome desde arriba, consciente de que ya me habrían sacado la verdad a golpes a estas alturas si no fuera quien soy, lo que soy.

—Estuve bebiendo —digo en voz baja y despacio.

Ellos separan las sillas y se sientan.

—¿Y qué era lo que tenías que estar haciendo? —pregunta Alderman.

—Tenía que estar de vigilancia con Rudkin y Ellis.

—Vale. ¿Y qué fue lo que hiciste?

—Como ya he dicho, estuve bebiendo.

—¿Dónde?

—En mi coche en el parque.

—¿Viste a alguien?

—No.

Pero ahora estoy viendo a Karen Burns y a Eric Hall y sé que estoy jodido.

—Te lo voy a preguntar otra vez —insiste Alderman—. ¿Viste a alguien, a quien fuera, durante ese tiempo?

—No.

—De acuerdo —asiente Alderman—. ¿Quieres decirnos por qué estabas bebiendo cuando debías estar vigilando al sospechoso de una investigación de asesinato; una investigación por los asesinatos de cuatro mujeres que ahora, en una de las noches en las que se suponía que tú deberías haber estado siguiendo a nuestro sospechoso principal, joder, ahora se han elevado al incluir a una virgen de dieciséis años?

No dejo de mirar la mesa.

—¿No me vas a decir por qué estabas bebiendo?

—Problemas familiares —susurro.

—¿Te molestaría darnos más detalles?

—No, preferiría no hacerlo.

—No va a salir de aquí —dice Prentice.

—Chorradas —me río—. Lo sabrían al otro lado de los Moors antes del desayuno.

—No tienes elección —dice Alderman.

—Y una mierda. Quiero saber de qué va esto.

—Puedes irte a tomar por culo —escupe Alderman—. Te lo pregunto como superior al mando, quiero saber por qué te pasaste bebiendo ochenta y cuatro horas, ochenta y cuatro putas horas, cuando tenías que estar de servicio.

—Y yo ya te he contestado, porque tenía problemas familiares.

—Y yo te digo que tu respuesta no es suficiente. Así que te lo voy a preguntar por última vez: ¿qué clase de problemas familiares, joder?

Nos miramos desafiantes a la cara, los dos enrojecidos, los ojos muy abiertos y los dientes apretados.

Prentice se inclina hacia delante y da unos golpecitos sobre la mesa:

—Venga, Bob. Somos nosotros.

—Y yo soy yo, Jim. Yo soy yo.

Hace un gesto con la cabeza y Alderman sale detrás de él, cerrando la puerta por fuera.

Cerca de otra media hora después la puerta se abre.

Entran los comisarios Alderman y Prentice llevando tres tés entre los dos.

Se sientan y me acercan uno de los tés.

Parecen cansados.

Más que contentos, resignados.

Jim Prentice dice:

—Bob, te lo voy a preguntar sólo una vez más para que nos cuentes un poco más de ese problema familiar. Nos ayudaría mucho. Y a ti también.

—¿Cómo?

—Bob, aquí todos somos policías. Todos estamos del mismo lado. Si no empiezas a ayudarnos un poco, vamos a tener que pasárselo a otro equipo. Y nadie quiere eso, verdad.

—Pero ¿no me vais a decir de qué va esto?

—Bob, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? Ya te lo hemos dicho. Va de lo que hiciste en las «horas perdidas».

Cojo el cigarrillo que Alderman ha tirado al lado de mi té y lo enciendo.

Me vuelvo a recostar en la silla, el humo sube en espirales hacia el techo bajo y mi cabeza con él, hasta que al final digo:

—Tenía un lío con otra mujer.

Alderman hace un gesto de desprecio, decepcionado:

—¿Tenías? ¿En pasado?

—Sí.

—Y eso ¿por qué?

—Se marchó.

—¿Cómo se llama esa mujer?

Miro al techo y sopeso las alternativas.

—Janice Ryan —digo.

—¿Cuándo la viste por última vez?

—El sábado por la mañana.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las ocho.

—¿Y por eso bebías?

—Sí.

—¿Por que te había dejado?

—Sí.

—¿Lo sabe tu mujer?

—¿Saber qué?

—¿Qué tenías un asunto fuera de casa?

—No.

—¿Hay algo más que quisieras decirnos de tu relación con esta otra mujer?

—No.

—Gracias, Bob —dice Jim Prentice, y se marchan, cerrando la puerta por fuera.

Miro en la oscuridad de la habitación.

Se abre la puerta, entran unos hombres a toda leche y me ponen una capucha y unas esposas.

Me sacan de la sala, me suben por las escaleras, salimos a la noche, me meten en el asiento de atrás de un coche y arrancamos.

Nadie habla y en el coche huele a alcohol y cigarrillos.

Sólo puedo adivinarlo, pero creo que hay otros tres hombres en el coche; dos delante y uno a mi lado en el asiento de atrás.

Unos treinta minutos después salimos de la carretera y nos detenemos en lo que parece ser un descampado.

Se abre la puerta, me sacan del coche y me conducen por una superficie irregular.

Trastabillo una vez y alguien me engancha por el brazo con el suyo.

Nos detenemos un instante, luego me quitan la capucha.

Cegado por las luces, parpadeo, parpadeo, parpadeo.

Me envuelve la noche, en el centro, luz blanca.

Noble, Alderman y Prentice están delante de mí, debajo de los focos de luz blanca, los focos cegadores y fuera de lugar.

En medio de la escena, un sofá.

Un sofá horrible, espantoso, podrido, corrompido y asqueroso sofá.

—¿Has estado aquí antes? —pregunta Noble.

Observo detenidamente el sofá, los muelles de metal oxidado con puntas afiladas, el terciopelo casi inexistente.

—¿Sabes dónde estás? —pregunta Prentice.

Les miro, veo el resplandor angelical que rodea sus rostros y niego con la cabeza.

Alderman pregunta otra vez:

—¿Has estado alguna vez aquí o no?

Y sí he estado; en aquellas pesadillas, era aquí donde venía y por eso asiento con un gesto y digo:

—Sí.

Y Noble se lanza sobre mí y me da un puñetazo en la mandíbula y caigo de rodillas, las lágrimas corren por mis mejillas, la sangre me llena la boca, las luces se apagan.

Ojos oscuros, ojos oscuros que no se abren.

Piel india pintada de rojo, de blanco y de azul, con verdugones, pus y hematomas.

Ojos oscuros, ojos oscuros vueltos hacia la muerte.

Piel india pintada de asesinato, de asesinato solitario.

Me despierta un bofetón, sentado en una silla en una celda, sin capucha ni esposas.

—¡Mírala! —grita Noble.

Intento fijar la mirada en la superficie de la mesa.

—¡Mírala!

Noble está de pie, Alderman sentado.

Cojo la fotografía, la ampliación en blanco y negro de su cara, de sus párpados hinchados y sus labios inflamados, sus mejillas ennegrecidas y su pelo mate y tiemblo, tiemblo, y luego vomito, vomito encima de la mesa, salpicando bilis caliente y amarilla por toda la sala.

—Ay, Dios, no me jodas.

Llevo una camisa y un peto limpios.

Noble y Alderman están sentados frente a mí, tres tés calientes encima de la mesa.

Alderman suspira y lee una hoja de papel DIN A4.

—A las 12 del mediodía del sábado, 12 de junio, se descubrió el cadáver de Janice Ryan, de veintidós años, prostituta convicta, oculto bajo un viejo sofá en un descampado cerca de White Abbey Road, Bradford.

»Se ha realizado la autopsia y la muerte fue debida a las abundantes heridas en la cabeza producidas por un objeto contundente. Se cree que la muerte se produjo aproximadamente siete días antes, según indica la descomposición parcial del cadáver.

»También se cree por la disposición de las heridas que esta muerte no está relacionada, repetimos, no está relacionada, con los otros asesinatos popularmente denominados los

asesinatos del Destripador.

Silencio.

Luego, Noble dice:

—La encontró un chaval. Vio el brazo derecho que asomaba por debajo del sofá.

Silencio.

Entonces, con las lágrimas todavía frescas, digo:

—¿Y creéis que he sido yo?

Silencio.

Luego Noble asiente y dice:

—Sí. Y así es como creo que lo hiciste: creo que la llevaste en el coche fuera de Bradford, la llevaste al descampado, la golpeaste en la cabeza con una roca o una piedra, luego saltaste encima de ella hasta que le rompiste las costillas y le reventaste el hígado. No llevabas un cuchillo, pero querías que pareciera un trabajo del Destripador, así que le subiste el sujetador y le bajaste las bragas, le quitaste los vaqueros, luego la arrastraste por el cuello hasta el sofá y se lo echaste encima, luego tiraste su bolso y saliste cagando leches.

Silencio.

Luego digo:

—Pero ¿por qué?

—Pruebas periciales, Bobby —dice Alderman—. La hemos encontrado por toda tu ropa, y a ti por todo su cuerpo, estás en su piso, debajo de sus putas uñas y en su puto coño.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué iba a matarla?

Silencio.

—Bob, lo sabemos —dice Alderman mirando a Noble.

—¿Sabéis qué?

—Que estaba embarazada —me guiña un ojo.

Silencio, hasta que Noble dice:

—Y era tuyo.

Estoy gritando, con las manos aferradas a la mesa, Alderman y Prentice intentan sentarme otra vez, Noble se va.

Grito una y otra vez, más y más:

—Preguntadle, preguntad a Eric Hall. Que venga aquí. No fui yo. No fui yo, joder. Nunca habría hecho eso.

Cortes que no paran de sangrar, magulladuras que no curan.

—Preguntadle a ese maldito cabrón, preguntadle a él. Él lo hizo, sé que lo hizo él, joder. Yo no fui. Nunca lo habría hecho. No habría podido.

Grito una y otra vez, más y más.

Me ahogo, tengo la cabeza atrapada por un brazo, Alderman y Prentice tratan de sentarme, Noble se ha ido.

—La cosa es —dice Noble— que Eric dice que Janice le llamó para pedirle protección. Que la protegiera de ti.

—Chorradas.

—De acuerdo. ¿Y cómo iba a saber que estaba embarazada de ti si no le hubiera llamado?

—Le llamó para pedirle dinero. Era su confidente hasta que empezó a chulearla.

—Bobby, Bobby, Bobby. Esto está yendo en círculos, joder.

—Mira, ya te lo he dicho. No me estás escuchando. El último sábado que la vi, el día 4, había ido a Bradford y se suponía que iba a quedar con Eric, pero mandó una furgoneta tras ella y la detuvieron y se la cepillaron, ¿vale?

—¿Se la cepillaron?

—La violaron. Pregúntales a Rudkin y a Mike. Vinieron a su casa a buscarme, y vieron el estado en que se encontraba.

—Ya, ya. Y por lo visto, creen que fuiste tú quien lo hizo.

—¿Qué?

—El que le dio una paliza de muerte.

—Chorradas. Chorradas, joder.

—Hay pruebas por todo el cuerpo, amigo.

—Por supuesto, la quería, joder.

—Bob…

—Escuchadme, me despertaba en la cama al lado de mi mujer y me había corrido en el pijama; me corría porque no podía dejar de soñar con ella.

—Por Dios, Fraser.

Solo.

Solo en compañía:

Cierro los ojos, me llamas por mi nombre.

Un cigarrillo, un vaso de plástico, una revista porno.

Los zapatos en el pie contrario, sin cordones.

Dedos alrededor de mi cuello, dedos dentro de mi garganta.

Dedos debajo de la piel del cráneo, dedos en los huesos de las sienes.

Cierras los ojos, digo tu nombre:

Solo en compañía.

Solo.

—¿Me vais a acusar?

Prentice me acerca el té.

—Tómatelo, Bob.

—Decídmelo.

—No tiene buena pinta, no tiene ninguna buena pinta.

—Yo no lo hice, Jim. Yo no he sido.

—Tómate el té, Bob. Antes de que se te enfríe.

Cuencas negras manchadas de sueño, recorro pasillos blancos llenos de recuerdos para llegar a una almohada rellena de plumas de albatros, vislumbro días felices por ventanas y puertas que se cierran, hasta llegar a una mesa y tres sillas bajo una bombilla encerrada en una jaula de tela metálica.

—Volvamos a empezar por el principio.

Empujo el vaso de plástico y suspiro.

—Lo que sea.

—¿Cuándo la conociste? —pregunta Noble encendiendo un cigarrillo.

—El año pasado.

—¿Cuándo?

—El 4 de noviembre.

—¿Mischief Night?

Asiento sin sonreír.

—¿Dónde?

—Ella estaba en medio de la calle delante del Gaiety, borracha. Parecía que estaba haciendo la carrera, así que la detuvimos.

—¿Detuvimos?

—Rudkin y yo.

—¿El inspector Rudkin?

—Sí. El inspector Rudkin.

—¿Y?

—La trajimos aquí. Descubrimos que era protegida de Eric Hall, de Jacob’s Well, y…

—¿El inspector Eric Hall?

—Sí. El inspector Eric Hall.

—Y ¿qué hicisteis cuando os enterasteis de eso?

—La llevé a casa.

—¿Solo?

—Sí.

—¿Y así empezó la cosa?

—Sí.

—Y ¿con qué frecuencia la veías?

—Siempre que podía.

—¿Que era…?

Me encojo de hombros:

—Día sí, día no. Fue más fácil cuando Eric la instaló aquí, en Chapeltown.

—¿Estás diciendo que el inspector Eric Hall instaló a una prostituta reconocida en un piso de Leeds?

Asiento con la cabeza.

—¿Por qué iba a hacer semejante cosa?

—Preguntádselo a él.

Noble da un golpe en la mesa con la palma de la mano.

—No me jodas, Fraser. Te lo estoy preguntando a ti.

—Ella me contó que había sido una especie de agradecimiento. Una gratificación de jubilación.

—¿Y la creíste?

—En aquel momento sí.

—Pero…

—Pero después me enteré de que era su chulo y de que le puso el piso para que trabajara aquí.

—¿Cómo te enteraste?

—Por Joseph Rose, consta en los archivos como mi informador particular.

Noble le echa una mirada a Alderman.

Alderman le hace una señal con la cabeza a Prentice.

Prentice se levanta y sale de la sala.

Noble levanta la cabeza y deja sus notas.

—De acuerdo. O sea que, durante casi un año, empezando en noviembre pasado, ¿seguiste viendo a Ryan?

—Sí.

—¿Por lo general en su piso de Spencer Place?

—Desde enero sí.

—¿Y durante este tiempo no sabías que estaba trabajando para el inspector Hall?

—Como prostituta, no. Pero sí sabía que seguía hablando con él por teléfono.

—Pero ¿sí sabías que trabajaba como prostituta?

—Sí, pero no para él.

—Y entonces, ¿para quién creías que trabajaba?

—Para Kenny D.

—¿Kenny D? ¿Aquel negrata de mierda que tuvimos aquí por lo de Marie Watts? ¿Me estás vacilando?

—No.

—Dios del cielo, Fraser. ¿Creías que tu chica trabajaba para él?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por lo que decía ella. Por lo que decía él.

Noble hace una pausa, traga saliva y dice:

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