1977

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Cuarta parte » Capítulo 19

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En el aparcamiento del Redbeck, entre dos camiones de productos congelados Bird’s Eyes, me da vueltas por la cabeza esa habitación, esos recuerdos y estas opciones:

Ver a Rudkin y a Hall o seguir a Fraser.

Cara o cruz:

Cara.

Saqué el papel que me había dado Fraser:

Rudkin vivía más cerca, Eric Hall, más lejos.

Rudkin corrupto, Hall más.

Hall corrupto, Rudkin más.

Cara o cruz.

Desde el aparcamiento, la mirada pendiente de la habitación.

Esa habitación, esos recuerdos.

Lo que cuentan esas paredes angustiosas.

Eddie, Eddie, Eddie, siempre volvemos a Eddie.

Por el espejo retrovisor Carol esperaba en el asiento de atrás; carne blanca y tonos amoratados, pelo rojo y huesos rotos, las fotos de la pared, las imágenes de mi cuarto infantil, las imágenes de la calle de los recuerdos.

En un coche lleno de mujeres muertas, un coche lleno de Destripadores, volví a lanzar la moneda de dos peniques al aire.

Cara o cruz.

Cara.

Durkar, otro Ossett, otro Sandal:

Otro fragmento del Yorkshire blanco…

Largos caminos de entrada y muros altos.

Pasé en el coche por delante de la casa de Rudkin, vi dos coches en la entrada, paré en Durkar Lane y esperé.

Eran las 9.30 de la mañana del miércoles, 15 de junio de 1977.

Me pregunté qué diría si recorriera aquel paseo de entrada, si llamara a aquel timbre:

Perdone, señor Rudkin, considero posible que sea usted el Destripador y me preguntaba si querría usted hacer algún comentario al respecto.

Y en el mismo momento en que pensaba esto, otro coche entró en el paseo.

Cinco minutos después, Rudkin salió de su casa conduciendo su Datsun 260 bronce, con otro hombre en el asiento del copiloto, y enfiló Durkar Lane.

Les seguí hasta Wakefield, parando en todos los semáforos del camino, a lo largo de Dewsbury Road, por Shawcross, pasamos por delante del vertedero, atravesamos Hanging Heaton y entramos en Batley, recorremos todo el centro hasta que aparcan enfrente de la tienda de periódicos RD News en Bradford Road, a las afueras de Batley.

Batley, otro Bradford, otra Delhi:

Otro fragmento del Yorkshire negro.

Muros bajos y minaretes altos.

Pasé por delante de RD News y aparqué detrás de un restaurante chino de comida para llevar y esperé.

Rudkin y el otro hombre se quedaron dentro del coche.

Eran las 10.30 y había salido el sol.

Pasaron cinco minutos y un BMW 2002 granate aparcó justo delante del Datsun de Rudkin y de él salieron dos hombres, uno negro y uno blanco.

Me volví en el asiento y me aseguré:

Robert Craven.

El inspector Robert Craven…

«Son miembros destacados de la policía que cuentan con nuestro más profundo agradecimiento.»

Craven y su amigo negro se acercaron al coche de Rudkin y éste y el gordo se bajaron.

Mike Ellis, aventuré.

Luego, entraron los cuatro juntos en RD News.

Cerré los ojos y volví a ver ríos de sangre en la vida de una mujer, paraguas abiertos, chaparrones de sangre, charcos sangrientos, chuzos de sangre.

Abrí los ojos, el cielo azul, nubes deslizándose rápidamente sobre las colinas, por detrás de las tiendas.

Salí del coche y crucé la carretera para ir a una cabina de teléfonos.

Marqué el número de su piso.

—¿Diga? —contestó ella.

—Soy yo.

—¿Qué?

—Quiero saber. Quiero saber algo de esas fotos.

—Fue hace mucho tiempo.

—Es importante.

—¿Qué?

—Todo. ¿Quién las hizo? ¿Quién lo organizó? Todo.

—Por teléfono no.

—¿Por qué no?

—Jack, si te lo cuento por teléfono, no volveré a verte nunca más.

—No es verdad.

—¿No?

En la cabina de teléfono roja, en medio de un río rojo de sangre, bajo el cielo azul, dirigí la mirada a la ventana de encima de la tienda de periódicos.

John Rudkin miraba por la ventana con una mano apoyada en el marco, la otra en el cristal, las palmas abiertas, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Jack?

—Entonces me acercaré a tu casa.

—¿Cuándo?

—Pronto.

Y colgué sin apartar la mirada de Rudkin.

Volví al coche y esperé.

Treinta minutos más tarde Rudkin salió de la tienda, en mangas de camisa, la chaqueta echada por encima del hombro, seguido del gordo y de Craven.

El negro no salió.

Rudkin, Craven y el gordo se dieron la mano, y Rudkin y el gordo subieron al Datsun.

Craven les despidió con la mano.

Yo me quedé esperando.

Craven volvió a entrar en la tienda de periódicos.

Seguí esperando.

Diez minutos después, Craven volvió a salir.

El negro no.

Craven subió a su coche y se marchó.

Yo me quedé.

Al cabo de cinco minutos, bajé del coche y entré en la tienda de periódicos.

Era más grande de lo que parecía por fuera, y vendían bombonas de butano y juguetes además de cigarrillos y prensa.

Detrás del mostrador había un joven paquistaní.

—¿A quién pertenece este sitio? —le pregunté.

—¿Cómo dice?

—¿Quién es el jefe? ¿Es usted?

—No, ¿por qué?

—Quería saber si se alquila el piso de arriba.

—No, no se alquila.

—Me gustaría ponerme en la lista por si se queda libre. ¿A quién tengo que ver para que me apunte?

—No sé —dijo mientras se lo pensaba, mientras me analizaba.

Cogí un

Telegraph & Argus y le di el dinero.

—Tendrá que hablar con el señor Douglas.

—¿Bob Douglas? —confirmé.

—Sí, Bob Douglas.

—Muchas gracias —dije, y me fui pensando:

«Son miembros destacados de la policía que cuentan con nuestro más profundo agradecimiento».

Y pensé: a tomar por culo.

The Pride, Bradford, a unos pasos del

Telegraph & Argus. Tom ya estaba allí, en la barra, tosiendo encima de su cerveza.

Le puse la mano en el hombro y dije:

—Perdona por asaltarte de esta manera.

—Sí —sonrió—. Es horrible tener que beber con el enemigo.

—¿Nos sentamos? —dije señalando con la cabeza a una mesa.

—¿No tomas nada?

—No seas tonto. —Pedí una para mí y otra para él.

Nos sentamos.

—No ha sido muy bonito —dije—. El artículo sobre la carta.

—No he tenido nada que ver —dijo levantando las palmas, sincero.

Di un sorbo y dije:

—De todas formas, son falsas.

—Vete a tomar por culo.

—No son del puñetero Destripador, eso te lo puedo asegurar.

—Hicimos que las analizaran.

—¿Hicimos? Creí que no habías tenido nada que ver con eso.

—Hay pruebas que lo demuestran.

—Que le den. No te he llamado por eso.

—Adelante —dijo relajado, aliviado.

—Quiero saber algo de uno de los vuestros, Eric Hall.

—¿Qué quieres saber?

—Le han suspendido, ¿no?

—A él y a los demás.

—Ya. ¿Qué tenéis en su contra?

—Poca cosa.

—¿Le conoces?

—De hola y adiós, nada más.

—¿Te acuerdas de la última víctima, esa tal Janice Ryan?

—¿Sí?

—Pues un fulano me ha contado que era la chica de Eric Hall, que el inspector Hall la chuleaba un poquito y tal.

—Joder.

—Sí.

—No me sorprende demasiado, pero, hoy en día, no hay muchas cosas que me sorprendan.

—O sea que no sabes nada más. ¿Nada en particular de él?

—Los de antivicio de Bradford hacen las cosas a su manera. Pero apostaría a que vosotros sois iguales.

Asentí con la cabeza.

—Para ser sincero —continuó—, siempre me ha parecido que cargaba un poco las tintas. Ya sabes, en las ruedas de prensa, después del trabajo.

—¿Tanto como para cargarse a la prostituta que estaba chuleando y hacer que parezca obra del Destripador?

—Eso no le pega nada, amigo. No es su estilo. Nunca haría algo así.

—Puede que no lo haya hecho.

Tom negaba con la cabeza y resollaba.

—¿Conoces bien a las chicas de por aquí? —pregunté.

—¿Qué insinúas, Jack?

—Venga. ¿Las conoces?

—A algunas.

—¿Conoces a una chinita, Ka Su Peng?

—La escurridiza —dijo con una sonrisa.

—Esa misma.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Qué sabes de ella?

—Popular. Pero ya sabes lo que dicen de las chinitas.

—¿Qué?

—Una hora más tarde y podrías matar a otra.

Llamé con un solo golpe.

Ella abrió la puerta, sin decir nada, y volvió a alejarse por el pasillo desnudo.

La seguí y entré en su habitación, con sus varitas de mierda y el olor a sexo, y contemplé cómo se daba crema de manos por entre los dedos y en las palmas, por las muñecas y los brazos, y bajaba hasta las rodillas.

En la ventana se veían las salpicaduras de la lluvia vespertina, las cortinas anaranjadas inútiles ante la oscuridad, ella se frotaba las rodilla infantiles, yo miraba por debajo de su falda.

—¿Ha sido el último polvo? —me preguntó más tarde, tumbada en el cuarto del fondo, las cortinas echadas para tapar la lluvia, la tarde, la vida de Yorkshire.

Y yo, tumbado a su lado, con la vista clavada en las manchas del techo, los apliques de luz que necesitaban una limpieza, escuchaba sus palabras rotas, los latidos de su corazón maltrecho, sola y deprimida con mi semen en sus muslos, los dedos de nuestros pies rozándose.

—¿Jack?

—No —mentí.

Pero ella se echó a llorar de todos modos, la revista abierta en el suelo al lado de la cama, su labio superior inflamado.

Aparqué delante de una bonita casa que daba la espalda al campo de golf de Denholme.

En la entrada había un Granada 2000.

Llegué hasta la puerta y llamé al timbre.

Una mujer flaca de edad mediana abrió la puerta, jugando con las perlas que llevaba al cuello.

—¿Está Eric?

—¿Quién es usted?

—Jack Whitehead.

—¿Qué desea?

—Soy del

Yorkshire Post.

Eric Hall salió de la sala de estar, la cara amoratada, la nariz escayolada.

—¿Señor Hall?

—No pasa nada, Libby, cariño…

La mujer les dio un último tirón a sus perlas y se fue por donde había venido él.

—¿Qué pasa? —siseó Hall.

—Se trata de Janice Ryan.

—¿Quién?

—No me jodas, Eric —dije cruzando el umbral de la puerta—. No seas gilipollas.

Él parpadeó, tragó saliva y dijo:

—¿Tú sabes quién soy, con quién estás hablando?

—Sí, un policía corrupto llamado Eric Hall.

Se quedó inmóvil en la puerta de su bonita casa que daba la espalda al campo de golf de Denholme, con los ojos llenos de lágrimas.

—Vamos a dar una vuelta en el coche, Eric —sugerí.

Paramos en el aparcamiento vacío del George.

Apagué el motor.

Guardamos silencio con la mirada perdida en el seto y los campos que se veían detrás de él.

Al cabo de un rato, dije:

—Echa un vistazo a la bolsa que tienes a tus pies.

Separó las piernecillas regordetas y se agachó para abrir la bolsa.

Sacó una revista.

—Página siete —le dije.

Miró a la chica de pelo oscuro con las piernas separadas, la boca abierta, los ojos cerrados, una polla junto a la boca y semen en la cara.

—¿Es tuya? —le pregunté.

Pero se había callado y estaba moviendo la cabeza de un lado a otro, hasta que dijo:

—¿Cuánto?

—Cinco.

—¿Quinientos?

—¿Tú qué crees?

—¿Cinco mil? Joder. No los tengo.

—Ya los conseguirás —dije, y puse el coche en marcha.

La oficina estaba muerta.

Llamé a la puerta de Hadden y entré.

Estaba sentado detrás de su mesa, dando la espalda a Leeds y a la noche.

Me senté.

—¿Y bien? —preguntó.

—Han dejado libre a Fraser.

—¿Le has visto?

—Sí —sonreí.

Hadden me devolvió la sonrisa y arqueó una ceja.

—¿Y?

—Le han suspendido. Cree que Rudkin y uno de antivicio de Bradford están metidos hasta las cejas en el asunto.

—¿Qué crees tú?

—Bueno, fui a echar un vistazo y Rudkin está metido hasta las cejas en algo, pero no tengo ni puta idea de en qué.

Bill Hadden no parecía estar muy impresionado.

—Vi a Tom —dije.

Hadden sonrió.

—Pidió perdón, ¿verdad?

—Estaba abochornado.

—Y con mucha razón.

—Me dijo que, aun así, creen que la carta es auténtica.

Hadden no dijo nada.

—Pero —seguí yo— no sabía nada de ese poli de Bradford.

—¿Cómo se llama?

—Hall. Eric Hall.

Hadden negó con la cabeza.

—¿Tienes algo nuevo? —pregunté.

—No —dijo él sin dejar de mover la cabeza.

Me levanté.

—Entonces, hasta mañana.

—Vale —dijo.

Al llegar a la puerta me di la vuelta.

—Hay otra cosa.

—¿Sí? —dijo sin levantar la cabeza.

—¿Te acuerdas de la víctima de Preston?

Me miró.

—¿Qué?

—¿La prostituta que dicen que mató el Destripador?

Hadden asintió con la cabeza.

—Fraser dice que fue testigo en el asesinato de Paula Garland.

—¿Qué?

Y le dejé con la boca abierta y los ojos como platos.

Estaba sentado en el sombrío vestíbulo, en una silla de respaldo alto, los ojos fijos en el sombrero, el sombrero sobre las rodillas.

—Jack —dijo sin mirarme.

—Sueño con ríos de sangre, de sangre de mujer. Cuando follo veo sangre. Cuando me corro, muerte.

Martin Laws se inclinó hacia delante.

Se retiró el ralo pelo gris con los dedos y el agujero apareció entre las sombras.

—Tiene que haber otra manera —dije llorando en la oscuridad.

Él me miró y dijo:

—Jack, si hay algo que nos enseña la Biblia, es que las cosas así son, así han sido desde siempre, y así serán siempre, hasta el final.

—¿El final?

—Noé estaba loco hasta el diluvio.

—¿Y no hay otro modo?

—Las cosas son como son.

John Shark: ¿Has visto que ha dimitido otro hombre de Scotland Yard?

Oyente: A este paso no va a quedar ni uno.

John Shark: ¿Y han detenido a Arthur Scargill[36] y todo?

Oyente: Y el Destripador anda por ahí impunemente.

John Shark: Es de risa, ¿verdad, Bob?

Oyente: No, John. No es de risa.

The John Shark Show

Radio Leeds

Miércoles, 15 de junio de 1977

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