1969

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El traje

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El traje

Sentado en el borde de su cama, Alsina se dijo que al fin y al cabo tendría que usar el traje. No le ilusionaba mucho la idea de pasarse por el casino, pero pensaba que allí podría obtener información. En las fiestas, la gente bebe, y la bebida afloja la lengua. Debía ser prudente. Además, a qué negarlo, sentía un poco de miedo, de inseguridad.

No sabía cómo reaccionaría ante tanta bebida, tantas oportunidades de volver a caer.

Joaquín Ruiz Funes le había telefoneado a la pensión. Iba a pasarse por el casino después de cenar en casa de unos amigos. Quería hablar con él.

Se sentía culpable de la muerte del Lolo, pero al menos, pensó, su implicación en aquel asunto había pasado desapercibida. Madame La Croix había tenido la gentileza de decirle que se fuera, que ella testificaría con respecto al atropello. Luego le llamó por teléfono; el hombre que conducía el Dodge estaba consternado, aunque la joven que paseaba a su hijo aseguraba que la víctima había saltado por la ventana colocándose directamente delante del coche. El suceso había quedado claro y un homosexual, un chapero como el Lolo, no importaba a nadie. Asunto cerrado.

Estaba muerto y la culpa era suya.

Sintió ganas de beber y miró el cajón de su mesita. Allí estaba la botella de Licor 43. Casi la pudo escuchar, como si le llamara desde dentro del cajón.

Se levantó de golpe, por un impulso, se puso el abrigo, salió del piso y se llegó a la puerta del principal. Llamó al timbre.

Abrió Rosa Gil.

—Hola —saludó—. Buenas tardes.

—Tengo que hablar contigo.

«¿La he tuteado?», pensó para sí.

—Sí, un momento; salgamos.

Ella tomó el abrigo del perchero y sus llaves y salieron a la calle.

—Qué elegante —comentó mirándolo de arriba abajo.

—Voy a la fiesta de la policía en el casino —aclaró él.

Se acercaron a un bar de la calle de Almenara, El Garrampón.

Ella pidió una copa de mistela y él, un café.

—Es el día del roscón —explicó Rosa como excusándose.

Oscurecía.

—El Lolo ha muerto —espetó Alsina sin preámbulos.

Ella se atizó un buen trago de vino.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —acertó a decir con cara de pocos amigos.

—Esta tarde. Conseguí una cita con él a través de la dueña de la casa de citas de la calle Sagasta. Me hice pasar por homosexual.

—Vaya…

—Acudió porque necesitaba dinero para largarse de la ciudad. Cuando supo que yo era policía se puso nervioso, muy nervioso. Me dijo algo, poca cosa, creo que no sabía más, y cuando me giré para bajar por mi cartera, porque quería darle una salida, un poco de dinero… entonces, saltó por la ventana y un coche lo arrolló. Muerto.

Ella le tomó la mano.

Alsina observó que un par de parroquianos les miraban de reojo, pero, la verdad, le dio igual.

—Yo lo he matado —musitó.

Rosa calló. Ni siquiera dijo que no, que no era culpa suya, que él era un buen hombre, un buen policía que investigaba la muerte de una pobre puta que a nadie importaba.

Aquello le desorientó un poco, la verdad. No sabía cómo reaccionar, buscaba algo de apoyo y ella no se lo daba; necesitaba que alguien le dijese que no era el responsable de la muerte de aquel chaval, que la culpa la tenían los mismos que habían asesinado a Ivonne, el Régimen, la sociedad, cualquiera, pero no él.

Reparó en que, al menos, Rosa le acariciaba la mano con ternura.

—Voy a ir a la fiesta de esta noche, en el casino, estará allí toda la comisaría e intentaré averiguar algo. ¿Sabes?, el Lolo me ha dicho que Ivonne, la prostituta, se iba a casar. No me creo que se suicidara. Y sé su nombre, Montserrat Pau, de Barcelona.

—¿Por eso piensas que la mataron? ¿Y antes? ¿Por qué lo sospechabas antes? Porque eso lo has sabido hoy. —Él miró al suelo mostrando que se sentía culpable—. Siento desde el principio que me ocultas algo, Julio.

Necesitaba un trago de Licor 43. Cayó en la cuenta de que lo había llamado por su nombre, Julio, y que le tuteaba. Pidió otro café solo, bien cargado.

—Mira, Rosa —comenzó a decir tomándole la otra mano—. El forense, Armiñana, me dijo que la joven había sido apaleada y llevaba marcas de esposas.

—Vaya.

—Comprobé el registro de entrada de los días anteriores a su muerte. En el del día 22 había una enmienda, con tinta correctora, y luego habían vuelto a escribir otro nombre; y, además, la «papela» del registro correspondiente a esa detención había volado. Faltaba. Ésa tarde hubo una detención cuyo informe desapareció. ¿Me sigues?

—Sí.

—Bien, luego, en la torre de la catedral encontré una uña de porcelana, cara, la que le faltaba a la muerta. Ésas uñas no se caen con facilidad, y estaba en un saliente, al pie de la barandilla. Supongo que se agarró con fuerza, o sea, que la empujaron. Su amiga, Veronique, ha desaparecido, y sé que llevaban un registro de sus actividades, algo así como un diario. A veces, cuando se emborrachaba, amenazaba con tirar de la manta. ¿Qué te parece?

—Pues no sé, la verdad. Tú piensas que la mató la policía.

—Más o menos.

—Por eso no querías decírmelo.

—En efecto.

—Piensas que acudiré a contarlo a mis superiores.

—Es lo normal; es tu deber, vamos.

Hubo un silencio.

—No me conoces.

Ella pidió otro vasito de mistela.

—Fueron a una fiesta al campo, a una finca. Me lo ha dicho el Lolo, a La Tercia, un pueblo del otro lado de la sierra, en el campo de Cartagena, le llaman también Gea y Truyols. Mañana voy a hacer averiguaciones. ¿Me acompañas?

Rosa pareció meditarlo, más bien sorprendida.

—¿Qué pretendes averiguar en la fiesta de esta noche?

—Quisiera corroborar que Ivonne estuvo detenida. Mi amigo Joaquín Ruiz Funes está haciendo averiguaciones al respecto. Le veré allí. Sospecho que la llevaron a alguno de los pisos francos de la Político Social. No me atrevo a preguntar, pero intentaré ser cauto. El alcohol hace a la gente imprudente, y en las fiestas el personal se relaja. Por cierto, es tarde y debería pensar en marcharme —añadió, dando por terminada la entrevista tras consultar el inmenso reloj del bar que llevaba el escudo del Real Madrid.

—Sí, vamos. Tengo que ayudar en casa.

Se levantaron.

Alsina no sabía muy bien qué iba a pasar a continuación. ¿Lo delataría?

Rosa Gil parecía culparlo de la muerte del joven homosexual. Era una falangista de alto rango, además, y él le había dicho abiertamente que sospechaba de la policía, de la Político Social.

—A las once voy a misa —dijo Rosa de repente.

—¿Cómo?

—Sí, los domingos. Además, ¿cómo vas a ir a La Tercia?

—Don Serafín me dejará el seiscientos, mañana abren las tiendas y tiene que ir a comprar los regalos de Reyes. No necesita el coche, ¿eso quiere decir que vienes?

—Si esperas a que salga de misa, sí —contestó la joven justo cuando él, galantemente, le abría la puerta del bar.

Julio Alsina pidió permiso a su patrona para entrar en su cuarto y echarse un vistazo en el inmenso espejo del armario de contrachapado de la dueña de la pensión. Se vio bien, la verdad. Quizá era porque llevaba ya más de una semana sin beber, pero le dio la impresión de que sus ojos mostraban una especie de brillo que denotaba determinación, terquedad, quizá incluso algo de ilusión. Parecía estar vivo. No pensaba en el Lolo en aquel momento. El traje le quedaba como un guante, de solapas estrechas, negro y con el pantalón de pitillo; de no ser porque llevaba una corbata azul turquesa, hubiera podido pasar por un joven moderno de los arrabales de Liverpool.

Con unos años más, claro.

Unos cuantos ya, pensó esbozando una sonrisa melancólica a la vez que meditaba en cómo se pasaba la vida. Desechó cualquier atisbo de nostalgia al instante, se embutió en su abrigo y salió a la calle. El paseo hacia el casino le sirvió para despejarse. Ivonne y Veronique habían ido a una fiesta en una zona rural, a una finca, quizá a amenizar una fiesta de cazadores. No conocía aquel paraje, Gea y Truyols, también conocido como La Tercia, así que debería echar un vistazo preliminar, pasarse por el pueblo y comenzar a hacer preguntas procurando no llamar demasiado la atención. Pensó que en aquel caso actuaba como un autómata, sin poder dirigir ni controlar su propio cuerpo o incluso su mente, que escapaban claramente a su control. Comenzaba a verlo todo desde fuera, como si él fuese el espectador de una película de detectives en la que el protagonista se empeña en hallar a los malos aun a costa de su propia integridad física.

Su cuerpo le pedía sus dosis habitual de Licor 43, pero él, incomprensiblemente, no se la daba; su mente le susurraba que se alejara de aquel caso, que siguiera con su vida y que abandonase aquellas pesquisas que lo llevarían a la más absoluta debacle, pero él seguía haciendo preguntas, indagando. Como si no lo pudiera evitar, como si fuera el destino, como si lo viese desde fuera.

¿Qué le estaba pasando?

Quizá era, pensó, que simplemente no tenía nada que perder, que aquella era una buena excusa para meterse en un buen lío luchando contra los poderosos y hacerse matar de una puñetera vez. Dejar de vivir la vida de derrota que había soportado desde que su padre perdiera una guerra y Adela lo hubiese convertido en un paria. Ése era su verdadero poder. Julio Alsina ya había estado muerto, y, al contrario que la mayoría de la gente a la que conocía, no tenía nada que perder.

Entonces reparó en que había llegado al final del trayecto. El casino, situado en la calle de Trapería, bella arteria peatonal, era uno de los edificios más hermosos y emblemáticos de la pequeña ciudad. Echó con agrado un vistazo a su fachada de influencias modernistas, que aparecía bien iluminada por lo especial de la ocasión, y entró de inmediato al pequeño vestíbulo, dejó su abrigo a un camarero para, tras atravesar una puerta de estilo neoárabe con vidrieras de colores, llegar al hermoso patio de estilo nazarí. Allí pidió una Coca-Cola y pudo mezclarse con la mayor parte de los invitados. Aquello estaba lleno de prebostes, como Juan Hurtado Jiménez, alcalde y jefe local del Movimiento, o el gobernador civil, Faustino Aguinaga, inmenso con su guerrera blanca del uniforme de gala de Falange, con fajín y una banda de color fucsia que le cruzaba el pecho. Era un falangista de los primeros días y tintineaba como un sonajero al moverse, por la enorme cantidad de medallas de todos los tamaños y colores que llevaba pendientes del pecho. Por allí pululaba el comisario, don Jerónimo Gambín, entre unos y otros, malmetiendo e intentando trepar. Gusano. Definitivamente, no le agradaba su jefe.

Tuvo suerte, porque durante la cena, servida en el salón de baile de estilo barroco, le tocó sentarse con el sargento Huete y su señora, así como con un inspector apellidado Núñez que venía de Valencia y que aún estaba soltero. Pasó un buen rato charlando de nimiedades, de fútbol, sobre Madrid, y escuchando los chistes de Huete, que, dicho sea de paso, tenían fama en la comisaría.

Justo cuando empezaba a tocar la orquesta se ausentó a dar un paseo por aquel edificio que tenía estructura irregular, no en vano había ido creciendo poco a poco a costa de los pequeños inmuebles que lo rodeaban. Se perdió por aquí y por allá echando un vistazo a la gran galería que daba sentido y estructuraba al edificio, en cuyos laterales había distintas dependencias. Entró en la añeja biblioteca inglesa y se maravilló durante un rato de su hermosura, su tribuna superior de madera tallada y los miles de volúmenes que allí dormían. Salió para volver al salón y al llegar al patio romano-pompeyano se detuvo a echar un vistazo a la magnífica escultura de Venus de José Planes.

—Está buena, ¿eh? —dijo una voz de borracho tras de él.

Se giró y vio a Raimundo Pérez sentado en una silla, en un rincón. Estaba beodo. Como una cuba.

Tomó una silla y se sentó junto a él.

—Todas están buenas —afirmó, sabiendo que su interlocutor se las daba de mujeriego cuando en realidad no era más que un pobre putero de segunda, adicto al juego y al que su mujer ponía los cuernos con un fiscal guaperas que acababa de llegar del País Vasco; en quince años de servicio no había logrado ascender y seguía de agente uniformado.

La mente de Alsina había vislumbrado una buena oportunidad. Tras comprobar el cuadro de guardias del día 22, sabía que aquel pobre idiota estaba de servicio aquella fatídica noche.

—Yo me las follaría a todas —declaró con un eructo—. Soy un toro, Julito, soy un toro. Pero, claro, ¿tú qué sabrás?

—Sí, claro. A veces os envidio, ya sabes, a los que sois como tú, tan lanzados con las titis.

—Es un don, Julito, es un don.

—Ya, ya, pero es que, chico, yo me lanzo y me estrello siempre, y el caso es que en nuestro trabajo se presentan ocasiones a pares.

—Muchas, muchas, en el fondo son todas unas zorras y se pirran por los tipos con arma.

Decidió pasar a la ofensiva:

—¿Ves? A eso me refiero precisamente. No me hagas mucho caso porque cuando uno bebe dice cosas que no se atrevería a decir, pero, Raimundo, yo te admiro, se cuentan unas historias sobre ti en comisaría…

—Ya, ya, no te preocupes, es normal. Pero tú también podrías lanzarte, hombre. No tienes mala planta, y la puta de tu mujer se largó dejándote el campo libre. Yo podría darte buenos consejos.

—Coño, Raimundo, me vendrían como Dios. Es que se me ponen los dientes largos de oír historias sobre ti; el otro día, por ejemplo, en la guardia del 22, la gente habla y no para de lo de la putita ésa.

Se había jugado un órdago.

El otro sonrió con expresión lasciva, y entonces, tras apurar un buen trago de su whisky, farfulló con la lengua apelmazada por el alcohol.

—Y que lo digas. Menuda zorra. Y de las de postín, ¿eh? Me vino a avisar el sargento Juárez: «Hay una puta de las caras en el calabozo; barra libre, ya me entiendes». No creas, Julito, que había cola. ¡Menuda hembra! Y encima se hizo la estrecha, se resistía…, pero mejor, así da más gusto. Se fue de allí bien servida. Que yo sepa, se la cepillaron lo menos siete, y hubo que darle unas cuantas hostias.

—¿Se fue? —preguntó Alsina intentando disimular la repugnancia que aquel tipo le producía.

—Bueno, sí, ya me entiendes, se la llevaron.

—Joder, Raimundo, me hubiera gustado catarla, ¿dónde para?

—Se la llevaron los de la Político Social, algo habrá hecho, ya sabes, con esos no hago preguntas. Me parece que había molestado a los gerifaltes, pero en cuanto haya otra ocasión como ésa, descuida que te aviso. Será por putas…

—Gracias, gracias. ¿Sabes cómo se llamaba? Es para tirármela si la veo por ahí, aunque sea pagando.

—No seas majadero; ¡un policía nunca paga con una puta, hostias!

Alsina miró a su interlocutor como simulando sentir una profunda admiración:

—¿Ves? —dijo—. Ése tipo de cosas son las que me tienes que enseñar.

—¡Para eso estamos, coño!

—¿Y sabes cómo se llamaba? La zorra, digo.

—Ivonne, me parece —contestó el otro antes de comenzar a vomitar allí mismo.

Cuando Joaquín Ruiz Funes entró en el salón de baile saludando a unos y otros, se encontró a Julio Alsina sentado al fondo, en una mesa. Observaba cómo los demás bailaban y parecía deprimido, taciturno. Miraba fijamente un vaso vacío.

—Licor 43, ¿eh?

—No, Joaquín, Coca-Cola. Llevo cinco. Ésta noche no pegaré ojo.

El otro, que ya llevaba una copa de champán en la mano, contestó:

—Pues entonces, yo a lo mío.

—¿Querías verme?

—Sí, sí, he averiguado algo.

—Yo también, Joaquín. Estuvo detenida.

—Y se la llevaron al «Picadero»; los de la Político Social.

—Entró el día 22 y palmó el 24. Pasó dos días detenida en agujero. ¿Sabes qué le hicieron allí?

—No, no he podido llegar a tanto, Julio. Sé que la llevaron allí, en efecto, y ya sabes que cuando sacan a un detenido de comisaría es para torturarlo…

—Y luego matarlo.

—Exacto. La mayor parte de las veces no se les vuelve a ver el pelo.

—¡Mierda!

—Deberías dejar este asunto.

—Sí, lo sé, pero sé adónde fueron las chicas, a Gea y Truyols.

—A una finca, supongo, porque allí no hay otra cosa aparte de conejos.

—Eso imagino. El asunto me parece claro: fueron a una fiesta de postín, supongo que a una cacería. Algo vieron, algo hicieron, quizá hablaron de más, pero el caso es que, fuera lo que fuese, les costó la vida. Supongo que la rubia debe de estar muerta también y quiero saberlo.

—Ten cuidado, amigo.

—Lo sé. Eso de los televisores no pinta mal. Quizá me lo piense.

—Harás bien, tú sabes que conmigo tienes futuro.

—Lo sé —contestó poniéndose de pie.

—¿Y adónde coño te crees que vas?

—Necesito salir de aquí, Joaquín. Creo que me voy a casa.

Ruiz Funes lo miró sonriendo con ternura:

—Espera —repuso—. Así no te vas. En el Río Club, en el barrio del Carmen, actúan Julia Rives y las Mulatas del Caribe, no puedes perdértelas. Son de escándalo. Vamos por los abrigos y te vienes conmigo, allí soy el amo y he quedado con Blas Armiñana, el forense. Nos vamos con ellas después de la función. Te hará bien echar unas risas y aprovechar lo que pueda surgir. Y no te acepto un no por respuesta.

Julio miró hacia al suelo.

—¿Tienes miedo de volver a beber?

—La verdad, sí.

—Yo me encargo de eso, amigo. Ésta noche te pondré tibio a Coca-Cola, confía en mí.

Alsina y su amigo Joaquín salieron de allí del brazo, se pusieron los abrigos y escucharon las campanadas que daban las doce de la noche justo cuando salían a la calle. Julio levantó la mirada y contempló, al final de la calle, la imponente torre de la catedral. Pensó en Ivonne, de nombre Montserrat Pau.

Rosa Gil salía de misa de la iglesia de San Antolín. Iba cogida del brazo de su madre, cuando el sonido del claxon de un coche le hizo mirar hacia el bar de Pepe el Automático. Allí estaba Alsina, que desde el seiscientos de don Serafín le hacía señas.

—No me esperes a comer —dijo soltándose para entrar en el coche con el policía.

Don Urbano, el severo sacerdote del Opus Dei que regentaba la parroquia con mano de hierro, sus feligresas y la propia madre de la chica, doña Ascensión, quedaron petrificados ante tamaña desvergüenza. ¿Cómo era posible que una mujer decente se subiera a solas en un automóvil con un hombre casado?

—Vamos —indicó Rosa al policía mientras se quitaba el velo de ganchillo negro con que se cubría la cabeza para acudir al templo—. No tenemos todo el día.

Salieron de inmediato y se encaminaron hacia el Puerto de la Cadena, que tardaron casi tres cuartos de hora en atravesar, pues tuvieron que ir detrás de un camión repleto de cerdos que a duras penas avanzaba por aquellas empinadas cuestas. Alsina intentaba adelantar, pero era difícil hallar un tramo con visibilidad suficiente para hacerlo en el que no vinieran vehículos de frente. A consecuencia de aquel ritmo desesperante, el seiscientos de don Serafín comenzó a dar evidentes síntomas de recalentamiento, por lo que al llegar a lo alto pararon en la Venta del Puerto para añadirle agua al radiador. Aprovecharon para tomarse dos Cholecks, él de vainilla y ella de chocolate.

—¿Y cómo es que don Serafín te presta su seiscientos? —inquirió ella con aire desconfiado.

—Es una larga historia —replicó, intentando darle largas.

—Me gusta escuchar —contestó Rosa—. Vamos a medias en esta historia. ¿Recuerdas?

Alsina sonrió.

—Lo chantajeo —espetó de golpe.

—¿Cómo? —dijo ella sorprendida—. Me ha parecido entender que hablabas de chantajear…

—Júrame que no dirás nada.

—Jurar es pecado, Julio.

—Bueno, pues promételo entonces.

—Prometido.

—Pillé a don Serafín en actitud digamos… poco decorosa con una jovencita en el gallinero del cine Coy.

—¡Vaya!

—Con Clara, la hija de la viuda ésa que cose.

—La señora Tomasa.

—La misma que viste y calza.

—¡Jesús, María y José! —exclamó la falangista santiguándose.

Julio sonrió, divertido.

Rosa ladeaba la cabeza como negando la realidad.

—Pero… si es una cría.

—Sí, por eso lo tengo trincado por donde más duele.

—¡Madre mía! Ya había oído yo que la niña es ligerita de cascos, pero no suelo hacerme eco de esas habladurías.

—No te gustan.

—No, en efecto.

—Pues en la puerta de la iglesia…

—Qué.

—Te han mirado raro.

—¿Y?

—Quizá no debías haber venido. La gente tiende a murmurar.

—Me importa un bledo la gente, cumplo con mi deber.

—¿Tu deber?

—Sí, el Lolo era uno de mis descarriados.

—Yo soy el culpable de su muerte.

—No —rebatió ella muy seria—. Los culpables son los que mataron a esa mujer.

Al fin, pensó el policía suspirando aliviado. Rosa lo exoneraba de toda culpa. Se hizo un silencio sólo roto por el sonido del motor de un mil quinientos que pasó a gran velocidad por la carretera que cortaba la montaña.

El paisaje era hermoso allí arriba; en el puerto todo era verde debido a los pinos de las repoblaciones de la Dirección General de Montes y, al fondo, el cielo azul, despejado y claro, dejaba ver el Mar Menor, y delante, el árido campo de Cartagena.

—Anoche, en la fiesta, averigüé algo.

Ella lo miró esperando que hablara, dándole tiempo.

—Ivonne, o sea, Montserrat Pau, estuvo detenida, la golpearon y violaron en comisaría y luego fue llevada al «Picadero».

—¿El «Picadero»?

—Es un piso de la Político Social. Tienen dos, el «Picadero», en Murcia, y la «Casita», en La Alberca. Sólo se lleva a esos sitios a gente de la que se quiere obtener información y, luego, hacerlos desaparecer.

—¿Y qué podía saber una simple prostituta como para querer torturarla?

—Creo que buscaban el diario. Debía de comprometer a gente importante.

Quedaron en silencio de nuevo. Rosa miraba al suelo. Alsina esperaba que, en cierta medida, justificara aquellos métodos; al fin y al cabo, aquellos mastuerzos eran sus correligionarios.

Pero no.

Ella no lo hizo y le sorprendió, una vez más.

—Vamos, nos queda aún camino —dijo Rosa Gil levantándose.

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