1969

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Cuento de Navidad

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Cuento de Navidad

Juan de Dios Céspedes se encontraba más bien deprimido. Nunca imaginó que acabaría de sepulturero en el cementerio de Murcia, pero al fin y a la postre era un trabajo digno y honrado con el que, mal que bien, mantenía a sus tres hijos. El problema era que su mujer, Lola, había sido despedida de su trabajo como auxiliar administrativa por hallarse otra vez en estado de buena esperanza.

Los tres críos habían pedido multitud de juguetes a los Reyes Magos, pero aquel año pintaban bastos y, lamentablemente, la Navidad no llegaría a su casa tal como los niños merecían.

Pasó varios días fantaseando con esos cuentos en que Papá Noel aterriza en la Tierra disfrazado de tipo normal para ayudar a gente pobre como ellos, pero, tras la desilusión de la lotería el 22 de diciembre (no le tocó ni la pedrea), comenzó a hacerse a la idea.

Al menos vivían dignamente y no les faltaba de nada.

Corría el año 1985 y hacía ya diez años de la muerte del general Franco. Se había calmado el ruido de sables, la democracia se afianzaba y la dictadura comenzaba a parecer sólo un mal sueño.

Entonces ocurrió el milagro. Un milagro en forma de propina de cincuenta mil pesetas.

El día antes de Navidad, un tipo elegante, de unos cincuenta y tantos años, bajó de un taxi y le hizo una serie de encargos que, según él, le reportarían una cuantiosa gratificación.

El misterioso individuo estaba interesado en que Juan de Dios localizara el nicho 236 y consiguiera que, en sólo veinticuatro horas, el marmolista lo hubiera cubierto con una lápida de encargo.

Juan de Dios le hizo ver que resultaría caro, porque su amigo Vicente tendría que dejar otros encargos a medio cumplimentar, pero el desconocido dijo que no repararía en gastos.

También tenía que conseguir unas flores y dos coronas. El dinero tampoco era problema.

Al intuir que allí había una clara posibilidad para alegrar la Navidad a su familia, el sepulturero se empleó a fondo, y cuando el misterioso desconocido volvió la tarde siguiente, el día de Nochebuena, todo estaba preparado.

Vino en un coche grande y lujoso acompañado por una dama muy guapa, su mujer, y por tres críos de quince, doce y ocho años. Los acompañaba otro hombre, muy elegante, que usaba un recargado bastón y a quien los críos llamaban tío Joaquín.

Juan de Dios supuso que eran inmigrantes españoles en Francia, porque entre ellos hablaban en castellano, pero se dirigían a los chiquillos en francés. Con todo, le pareció extraño que el patriarca de aquel clan tuviera pasaporte con nombre y apellidos franceses.

Lo vio cuando presentó su documentación para pagar con tarjeta de crédito en la floristería que había junto al cementerio. Aquello le pareció raro, porque el tipo parecía español, pero Juan de Dios no hizo preguntas.

Todo quedó muy bien y el encargo resultó del agrado del cliente. Sobre el nicho se colocó una hermosa lápida, carísima, que decía: «Montserrat Pau Tornell, Ivonne, fallecida el 24 de diciembre de 1968». En el centro de la recia placa de mármol había una fotografía antigua que el misterioso caballero había proporcionado: una joven hermosa, con falda gris y jersey oscuro de pico, sonreía a la cámara con un perrito de aguas en los brazos. Era realmente muy guapa.

Los operarios colocaron dos coronas de flores muy hermosas y el desconocido adelantó el dinero para que nunca faltaran claveles en aquella tumba.

Entonces rezó un Padrenuestro y todos le siguieron a coro.

Terminada esta sencilla ceremonia, la familia volvió al coche y el desconocido estrechó la mano del sepulturero a la vez que le entregaba cincuenta mil pesetas.

—¡Vaya! —exclamó Juan de Dios—. ¡Gracias, señor!

El otro, antes de subir al coche que ya había puesto en marcha el hombre del bastón, dijo:

—Cuídese de que no falten flores, ¿eh?

—No tenga cuidado. ¿Era de la familia?

El desconocido lo miró sonriendo con amargura y contestó:

—Más que eso. Yo estaba muerto y ella me devolvió a la vida.

Entonces cerró la puerta y el coche se perdió en la oscuridad. El misterioso cliente miró hacia atrás de reojo y sonrió ante la confusión del sepulturero. Obviamente, aquel hombrecillo no sabía, como él, que sólo los imbéciles no tienen miedo y que no siempre se actúa heroicamente por estupidez, por un impulso irresistible, por luchar contra la injusticia o por salvar a alguien, no, sino que a veces son las circunstancias las que te empujan a hacerlo así.

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