1969

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Un perro y otro perro

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Un perro y otro perro

Su mente volvió a la realidad y le dijo que aquello era un animal muerto, de color rojizo; el hedor no dejaba lugar a dudas.

—¡La luz, hostias! —masculló el policía.

Antes de que el otro reaccionase, destrozó la linterna del casco de su acompañante de un culatazo. En ese momento, tras un repecho, apareció un jeep de aspecto militar que pasó junto a ellos a toda velocidad, enfocando aquí y allá con una potente luz. Buscaban a alguien. Debían de haber visto la luz de aquel loco. La respiración de los dos intrusos era agitada. Poco a poco, el sonido del motor se fue apagando.

—Se han ido —musitó el policía.

—Me ha salvado usted. Pero ¿qué demonios es esa pestilencia?

—Un perro muerto.

Iluminó los restos del animal que yacía junto a él enfocando la linterna hacia el suelo y haciendo pantalla con la mano.

Observó que era pequeño y de color canela. Llevaba un collar azul.

—Pero ¿qué hace? —preguntó Cercedilla al ver que Alsina tomaba el animal con las manos.

—Me lo llevo. Me voy de aquí. ¡Ya! Y usted debería hacer lo mismo.

Entonces se oyeron disparos a lo lejos, varias ráfagas y una explosión. Las llamaradas que salían de las armas iluminaban la noche a un kilómetro hacia el oeste. Algo comenzó a arder. Como una gran hoguera.

—Allí he aparcado mi coche —murmuró el periodista con aire resignado.

Julio Alsina dejó el perro en el suelo, guardó el termo, se colgó la mochila y sin soltar la pistola tomó de nuevo al animal entre los brazos diciendo:

—No vuelva por él, al menos esta noche. Acompáñeme y no haga ruido, hay que salir de aquí con vida.

Cuando Blas Armiñana llegó al depósito tenía cara de pocos amigos. En la puerta se encontró con Alsina vestido como si acabara de protagonizar Los cañones de Navarone.

—Pero ¿qué tripa se te ha roto, Julio? —dijo el forense por todo saludo.

—Ábreme y espérame en el laboratorio, que voy al coche a buscar algo.

Armiñana entró, encendió las luces y se quitó la chaqueta, impecable como siempre, para ponerse una bata de color blanco. Entonces llegó Alsina con un pequeño perro muerto en brazos y lo dejó caer encima de la mesa de disección.

—Pero ¿qué coño haces? ¡Dios, qué olor!

—Pues imagínate cómo ha quedado mi maletero. No conseguiré que se le vaya ese pestazo en la vida —comentó Alsina.

Armiñana ladeó la cabeza, como negando, y dijo:

—Sabes que no soy veterinario.

—No, no, hay que hacerle la autopsia.

—Hasta ahí llego.

—¿De qué murió?

—¿Tienes alguna idea?

—Era un perro de caza.

—Es un comienzo.

—Luego te aclaro.

Armiñana colocó el cadáver del perro en una pequeña mesita con ruedas y se fue a Rayos.

Volvió a los veinte minutos con el animal y una radiografía que ojeaba al trasluz muy ufano.

—Mira, es un cuerpo extraño.

—¿Una bala?

Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, el forense introdujo unas largas pinzas por un orificio que quedaba semioculto por el estado de avanzada putrefacción del animal, y tras emplearse a fondo hurgando en el interior del perrillo, dio un tirón y mostró algo que dejó caer sobre una bacinilla.

Aquello sonó metálico.

Voilà —dijo el forense.

Alsina se asomó a mirar el contenido del pequeño cazo. Había un proyectil de plomo, retorcido y con aspecto casi esférico.

—Es de gran calibre. Me lo llevo. Y el collar también.

—Oye, oye —reclamó Blas Armiñana a Alsina, que ya se perdía por la puerta—. Dijiste que me ibas a explicar…

En apenas quince minutos, Julio se hallaba en comisaría. Entró saludando a unos y a otros muy educado, pero sin pararse, para dirigirse directamente a ver a Paco Cremades, de balística, un tipo calvo, muy miope y algo pasado de peso.

Lanzó el proyectil sobre la mesa y saludó:

—Hola, Paco, ¿cómo te va?

—Bien, bien, ¿y a ti? He oído que te estás forrando con lo de los televisores.

—Has oído bien. ¿Sabrías decirme qué es esto?

—Una bala.

—Ya, ¿y…?

—Está muy deformada; ¿de dónde coño la has sacado?

—De un perro.

—Jesús, ¡qué gente! No se ven muchas como ésta por aquí.

—¿De qué calibre es?

—Pues, como te digo —contestó Cremades mirándola y remirándola mientras la sujetaba con el índice y el pulgar de la mano derecha—, está muy deformada y podría equivocarme, pero juraría que es del 5,56.

—¿Arma?

—Un M16 Al.

—No me sorprende. Me voy, tengo prisa.

—¿Puedo quedármela?

—Sí, claro. Ah, no harías mal pasándote a lo de los televisores como yo.

Antes de que el de balística pudiera darse cuenta, aquel loco de Alsina había salido del cuarto.

—Ni ángeles, ni ovnis, ni hostias, con perdón —resumió Alsina mirando de reojo a Rosa—. Esto es cosa de humanos, y hablamos de humanos armados con fusiles M16.

—Los americanos —dijo Ruiz Funes.

—Exacto —confirmó Alsina.

Blas Armiñana, sentado en la butaca favorita de Joaquín, ladeaba la cabeza como indicando que aquel asunto no le gustaba.

Rosa Gil tomó la palabra:

—O sea, a ver si me aclaro, que encontraste el perro del tal Jonás.

—Sí, he ido a verle y me lo ha confirmado al ver el collar.

Rosa Gil siguió hablando:

—Y el día de su desaparición, Sebastián y el Bizco se llevaron a…

Hocicos.

—… a Hocicos, para que les ayudara a cazar.

—Esto es. Jonás le dejó el perro a su primo, y él y su amigo el Bizco desaparecieron, se los tragó la tierra. Del perro nunca más se supo. Ahora yo lo he localizado, muerto de un balazo, de un fusil como los que usan los hombres de Wilcox, así que de ángeles blancos o extraterrestres, nada de nada.

—No hemos adelantado tanto —apuntó Ruiz Funes—. ¿O acaso creías que este asunto era cosa del más allá?

—Pues si quieres que te sea sincero, con tanta procesión, locos, luces, sonidos y ufólogos, no sabía qué pensar. Además, este asunto del perro me ha dado una idea.

Rosa, Armiñana y Joaquín se quedaron mirando a Alsina, expectantes.

—He hablado con Jonás, me ha dado las señas de un amigo suyo de Pozo Estrecho que tiene sabuesos. Voy a ir a alquilarle uno y, con prendas de los desaparecidos, espero averiguar dónde están enterrados los cuerpos.

—¡Estás loco, joder! —exclamó Ruiz Funes levantándose para caminar por el cuarto.

—¿De verdad crees que vas a poder colarte en la finca a hacer eso? —dudó Rosa.

—Ya lo he hecho dos veces. Comienzo a conocerme bien aquello.

—Deberían encerrarte —cortó Armiñana.

Quedaron en silencio. Sabían que no iban a disuadir a Alsina de aquello. Además, en el fondo, todos querían saber qué estaba ocurriendo en La Tercia.

Entonces Ruiz Funes y su novio se miraron. Pasó un momento y se pusieron en pie.

—Nosotros vamos a salir a cenar fuera, pero no tengáis prisa, quedaos un rato si queréis para hablar del caso —ofreció el anfitrión con una sonrisa cómplice.

Antes de salir, hizo un pequeño aparte con su amigo Alsina y le susurró:

—Usad la habitación del fondo del pasillo; os acabo de hacer la cama con sábanas limpias. No tengas prisa, volveremos tarde.

Rosa y Julio volvieron a casa por separado. Ella iba delante, a escasos cien metros, y él caminaba detrás vigilando que no le ocurriera nada, pues había oscurecido.

Cuando vio que Rosa entraba en el portal, apretó el paso para llegar a la pensión.

Tomó un vaso de leche caliente en la cocina y se fue a su habitación. Antes de acostarse echó un vistazo al patio separando un poco la persiana. Doña Salustiana hablaba en un rincón del mismo con don Diego, el representante de los pantalones Lois. Ella gesticulaba mucho, aunque parecía no querer alzar la voz, y él hizo amago de ir hacia su casa sacando pecho en un par de ocasiones, aunque ella se lo impidió hablándole al oído. Intuyó problemas. Era evidente que su patrona debía de estar contando al viajante el affaire de su mujer con Eduardo, el actorucho. Estaba claro que doña Salustiana actuaba movida por los celos, pero iba a provocar una catástrofe.

Decidió tumbarse y descansar, pues bastantes problemas tenía ya como para preocuparse por asuntos domésticos que, además, no eran de su incumbencia.

Se sintió aliviado al pensar en el asunto de Hocicos. Su hallazgo ponía un poco de orden, de cordura, en aquella investigación y descartaba apariciones, ovnis y demás zarandajas.

Los hombres de Wilcox habían despachado al perro de un tiro, no había duda. Le parecía evidente que el motivo de todas aquellas desapariciones no era otro que la ocultación de las actividades de los americanos. La Casa estaba situada en C-5T, zona restringida de uso militar, y a buen seguro que la fábrica oculta tras la zona sur de la Cresta del Gallo, también.

Ruiz Funes iba a intentar averiguarlo. Estaba cansado y pensó en su encuentro con Rosa de aquella misma tarde en casa de Joaquín. ¿Sería aquello tan maravilloso por tratarse de algo prohibido o es que se había enamorado como un colegial?

Nada más levantarse se dispuso a desayunar bien, pues le aguardaba un día largo y duro. Doña Salustiana parecía malhumorada y ojerosa; era evidente que no había dormido bien, tal como advirtió Alsina. Salió temprano y condujo hacia la Cresta del Gallo, desde donde, entre pinos, se observaba una hermosa vista del valle del Segura. Llegó a la zona más alta que pudo y en una amplia explanada dejó el coche. Era martes por la mañana, las nueve y media de un día laborable, y no se veía un alma por allí. Entonces abrió el maletero, se puso sus chirucas y, tras colgarse la pequeña mochila, atacó las últimas estribaciones de la sierra. No tardó en llegar al murallón calizo en forma de muela, la cresta que daba nombre a aquella pequeña sierra. Caminó por las alturas hacia el este y se encontró con un repetidor pintado de rojo y blanco. Le echó un vistazo. Era nuevo. Al menos, que él supiera. Los artilugios como aquel estaban situados en la sierra de Carrascoy. Entonces reparó en que el cable que salía del mismo flotaba al viento, libre; no estaba conectado a nada.

Era puro atrezo.

Sacó la cámara y lo fotografió. Siguió caminando hacia el este para asomarse a ver el valle apartado en que estaban situadas las instalaciones de Wilcox. Se sintió decepcionado; aquello era un erial, una zona con un paisaje de aspecto desolador, inhóspito y sin vegetación. Era más árido que el peor de los desiertos, con una tierra estéril de tonos grisáceos, a veces rojizos, y muy descarnada. Al fondo, donde el valle formaba un recodo, creyó ver una estructura metálica. Sacó los prismáticos. No se veía bien; parecía la esquina de una nave industrial, quizá una cúpula, y había trasiego de enormes camiones que entraban y salían. Lamentó no poder ver más. Era imposible entrar por el puerto del Garruchal, porque había guardias armados, y desde allí, tan lejos, apenas se veía nada. Comenzaba a valorar la posibilidad de bajar desde donde se hallaba, a pie, cuando escuchó una voz tras él:

—¡Alto a la Guardia Civil!

Se giró y vio a una pareja de la Benemérita que lo apuntaba con sus añosos fusiles de cerrojo.

—No disparen —dijo moviéndose con mucha calma—. Soy policía.

Entonces les mostró su placa y los otros bajaron las armas. Uno de ellos se perdió oteando hacia el oeste y el otro le ofreció tabaco.

—Córcoles —se presentó.

—Alsina —contestó él aceptando el cigarrillo Rex que le ofrecían.

—No se puede estar aquí —dijo el guardia civil atusándose el poblado bigote.

—Disculpe, compañero, no lo sabía. Me interesa la geología, es mi afición —mintió.

—Es zona restringida. Tenemos tres parejas patrullando la zona en turnos de ocho horas.

—¿Y eso?

—El repetidor. Es un posible objetivo para sediciosos. Querían volarlo.

—¿Volarlo?

—Sí, unos comunistas, querían resucitar el maquis.

—¿El maquis?

—Sí.

Era evidente que aquel hombre creía a pies juntillas en la historia que le habían contado sus superiores, pero Julio sabía que el repetidor era puro decorado y que no había guerrilleros en España desde hacía años. Estaba claro que por allí no podría acercarse a Wilcox. Era muy arriesgado. Se entretuvo en dar un poco de conversación a aquel hombre, que parecía preocupado porque el sueldo no le llegaba para dar una buena educación a sus hijos. Mientras simulaba escuchar al guardia, valoraba las posibilidades de acercarse a Wilcox por allí. Resolvió que eran nulas, pues el agente le había dicho que hacían guardia las veinticuatro horas del día. En cuanto pudo, agradeció el rato de conversación y se volvió por donde había venido despidiéndose amablemente de la pareja de guardias civiles. «¡Guerrilleros! Vaya trola», pensó sonriendo.

De camino a La Tercia, pasó junto a la finca y vio los restos del coche de Cercedilla, el ufólogo. Estaba calcinado, abandonado junto a la carretera, en el arcén, en un lugar poco transitado. Cuando llegó al pueblo comprobó que no había ni rastro del Alfonsito, el tonto, así que se distrajo tomando un café en el Teleclub. No tardó en aparecer Edelmiro García, el pedáneo y fiel valedor de los intereses de don Raúl, el verdadero amo del pueblo.

—Vaya, ¿sigue usted por aquí?

—Busco al Alfonsito.

—Y lo dice usted tan fresco. ¿No tiene miedo?

—Pues no; además, no es lo que usted piensa. Le traigo unas chucherías que le prometí. Lo de los televisores me va bien. No vuelvo a la policía ni loco.

Aquél taimado lo miró con desconfianza:

—Ése imbécil sólo dice tonterías. No debería usted dar crédito a sus historias.

—Ya. ¿Se refiere a esas cosas de los ángeles blancos?

—Sí, a eso, bastante pábulo le dan algunos.

—Como don Críspulo.

—Por ejemplo.

—Y si lo del Alfonsito son desvaríos, ¿por qué le molesta tanto que hable con él?

—No me molesta, eso es una apreciación suya.

—Claro. Puede estar tranquilo, no me creo esas historias de extraterrestres o ángeles que rondan el pueblo.

Dejó pasar unos segundos y observó la cara de su interlocutor para ver su reacción cuando dijo:

—Soy más partidario de los hechos, como, por ejemplo, una bala de M16 en un perro de caza.

—¿Cómo dice? No termino de entenderle.

—Sí, el perro que llevaban Sebastián y Pepe «el Bizco». Lo encontré. Murió de un balazo del calibre 5,56, y ¿sabe?, los hombres de Wilcox usan ese tipo de arma habitualmente. ¿No estarán los de Wilcox haciendo desaparecer a la gente?

—No siga por ahí —masculló el pedáneo mirándole con odio a la vez que lo señalaba con el índice.

Alsina pensó que, de alguna manera, había dado en el blanco. Sonrió desafiante. Entonces vio al Alfonsito pasar por delante de la puerta del bar. Se despidió rápidamente de don Edelmiro y salió a toda prisa sin despedirse, aunque notó la mirada de inquina de aquel miserable fija en su nuca.

Halló al Alfonsito sentado en su bordillo, en la parada de los coches de línea que unían aquel pequeño pueblo con la capital. Jugaba con la lata atada a una cuerda.

—Hola, Alfonsito.

—Hola, señor Alsina.

Le sorprendió que aquel pobre chaval recordara su apellido.

—Quería hablar contigo del asunto ese de los ángeles blancos.

—Se llevan a la gente.

—Sí, lo sé. Y creo que se llevaron a una amiga mía, era una joven muy guapa que vestía de negro, muy elegante, unos días antes de Nochebuena. Ella y una amiga suya vinieron a una fiesta en La Casa, digamos que les pagaban por acompañar a los hombres que…

—¿Se refiere usted a las putas?

Se quedó helado. Definitivamente, aquel muchacho sabía más de lo que parecía. Observó que el pedáneo los miraba desde detrás de la cortinilla de bolas de plástico del Teleclub…

—¿Las conociste?

—Vi lo que le pasó a una de ellas.

—¿Cómo?

—Sí, yo estaba escondido entre unos lentiscos, quería ver a los ángeles y en La Casa había mucho ruido, música. Mujeres que se reían…

—Una fiesta.

—Sí. Estaba a punto de irme, porque los ángeles no iban a salir. Entonces la vi a ella corriendo por el camino, parecía asustada. Se tropezaba, así que se quitó los zapatos y siguió corriendo con ellos en la mano. Detrás corrían dos americanos.

—¿Armados? ¿Guardias?

—No, eran de los ingenieros. Iban vestidos con traje, muy elegantes. Entonces, en dirección contraria, apareció un coche con las luces apagadas. ¡A toda pastilla! Bajaron tres tipos.

—¿Qué coche? ¿Qué marca?

—Un MG 1300, negro.

Desde luego, aquel tonto era como una guía telefónica. No se le escapaba nada.

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