1969

1969


Julián «el Cojo».

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Julián «el Cojo».

No salió a cenar. Estaba malhumorado, deprimido, y sentía una vieja sensación que le recordaba su niñez, una especie de pesimismo endógeno, casi genético, que quizá había anidado en su ser alentado por su madre y por el hecho, a todas luces deprimente, de que creciera sin padre por hallarse éste en la cárcel. En el fondo nunca había sido un tipo optimista ni vital, y le habían afectado los últimos acontecimientos: el atentado contra su vida, el supuesto suicidio del Alfonsito y el desagradable incidente que acababa de vivir en el patio de su comunidad de vecinos. ¿Por qué la gente era así? Violenta, mentirosa y egoísta, así era la raza humana. Lo había comprobado con creces en su trabajo, y lo ocurrido con don Diego era la prueba. Su mujer, Fernanda, le engañaba con el actor. Doña Salustiana gozaba de los favores sexuales del chico a cambio del alojamiento y la comida. El joven se aprovechaba de ambas mujeres de mediana edad, y el cornudo, al saberse burlado, había actuado de aquella manera tan violenta, tan cruel.

Todos se habían comportado egoístamente, sin pensar en las consecuencias de sus actos. Doña Salustiana, la peor: había ido con el cuento al marido engañado, que aguardó pacientemente el momento de actuar. Aquello no había acabado peor de milagro. ¡Cuánta mezquindad!

Lo mismo ocurría con La Tercia. Nada había trascendido a la prensa y nadie lo sabía, si acaso los del pueblo y cuatro más, pero allí había desaparecido gente por satisfacer los intereses de alguien. No importaba que por el camino se hubieran quedado Ivonne, Honorato Honrubia, Antonia García o Pepe «el Bizco». Alguien estaba llevando a cabo su plan, maquiavélico, de manera inexorable y mecánica, sin importarle cuántos cadáveres quedaran a su paso.

¿Qué era aquello? ¿Un fenómeno extraño? ¿Los asesinatos de un loco? ¿Un complot de la CIA y de Wilcox que investigaban algún tipo de recurso de uso militar ultrasecreto?

Quizá eran todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas en concreto.

Encontró a Hocicos y el mil quinientos negro, pero no había cuerpos. Estaba perdido, desorientado; Cercedilla, el patético ufólogo había desaparecido y el Alfonsito había muerto.

Todo aquello comenzaba a darle igual. Quería salir de allí, perderse con Rosa y empezar de nuevo. Entonces pensó en los padres de Ivonne y sintió pena.

Ivonne. Sus padres.

Veronique.

Dos amigas.

Un momento, un momento…

La compañera de Ivonne, Veronique, estaba muerta, seguro. Pero él no había hablado con sus padres. Sacó el informe correspondiente del cajón de su mesilla de noche, el que le enviara Herminio Pascual desde Madrid. Había una dirección y un teléfono. Bien podía llamar a sus padres para decirles que su hija estaba desaparecida. Hacer como había hecho con los padres de Ivonne en Barcelona. Era lo mínimo, hablar con ellos, darles la noticia.

Veronique, de nombre Assumpta Cárceles Beltrán.

Salió del cuarto y fue a la cocina:

—Doña Salustiana, tengo que poner una conferencia.

La patrona, sin atreverse apenas a mirarle a los ojos, dijo:

—Vaya, vaya.

—Ya haremos cuentas.

—No, no, don Julio, ésta es su casa.

Llegó al teléfono y pidió una conferencia a la telefonista con el número que constaba en el expediente:

—Espere —dijo una voz femenina.

Pasaron un par de minutos en los que se entretuvo en ojear el listín que colgaba junto al aparato, atado con un cordel a una alcayata en la pared. Sonó el teléfono:

—Diga.

—Le pongo.

Hubo un pequeño silencio y se escuchó al otro lado la voz de una niña que decía:

—¿Diga?

—Hola.

—¿Diga?

—¡Hola! ¿Con quién hablo?

—Soy Carmencita.

—Carmencita, ¿están tus papás?

Silencio.

—Carmen, quiero hablar con los papás de Assumpta Cárceles Beltrán.

—¿Assumpta? —preguntó la voz infantil desde el otro lado.

—Sí, quiero hablar con los padres de…

—Espere, que se pone.

—¿Diga? —dijo una voz femenina, de adulto, alta y clara.

—¿Oiga? ¿Assumpta?

—Sí, soy yo.

—¿Assumpta Cárceles Beltrán?

Silencio de nuevo.

—Soy Julio Alsina, de la policía de Murcia.

Colgaron al instante.

—¿Señorita? ¡Señorita!

La voz de la telefonista se escuchó después de un pequeño estruendo.

—Diga, señor.

—Creo que se ha cortado.

—No. Han colgado.

—¿Puede conectarme de nuevo?

—Claro. Cuelgue, por favor.

Hizo lo que le decían y en apenas un minuto volvió a sonar el teléfono.

—Sí.

—Espere.

—¿Diga?

Ésta vez era una voz de hombre. No parecía joven.

—Soy Julio Alsina, llamo desde Murcia, policía. ¿Hablo con algún familiar de Assumpta Cárceles Beltrán?

—Soy su padre.

¿Podría hablar con ella?

Nada.

—¿Oiga?

—¿Sí?

—No, nada, pensé que se había cortado. Querría hablar con Assumpta.

Un nuevo silencio. Embarazoso.

—Hace años que no la vemos. Se fue.

Aquél tipo no se lo iba a poner fácil.

—Mire, investigo la muerte de una pros… de una amiga de su hija. Assumpta desapareció sin dejar rastro y temo que podría ayudarme a esclarecer el suceso.

—Le digo que hace años que se fue. Se metió a puta, ¿sabe? Aquí no queremos saber nada de ella, para mí es como si hubiera muerto.

—Pero —musitó Alsina— acabo de hablar con una niña y me ha pasado con alguien… yo creí… pensé que… era ella.

—No, se equivoca. Aquí no hay ninguna niña.

—Perdone… ¿usted se llama?

—José María.

—Usted perdone, José María, pero yo he hablado con una joven de nombre Assumpta.

—Sería mi mujer, se llama Assumpta.

—Ah.

Un nuevo silencio.

—Me va usted a perdonar, pero tengo turno de noche.

—Ya, sí, claro, disculpe. Si se entera de algo podría…

—Y no llame más.

La llamada se cortó.

La telefonista debía de estar escuchando porque dijo al instante:

—¿Le vuelvo a poner?

—No, no es necesario, gracias.

Colgó el aparato y se fue arrastrando los pies hasta su habitación, pensativo.

¿Había hablado con Assumpta Cárceles, alias Veronique?

¿Estaba viva y en Madrid?

Era increíble.

¿No sería todo producto de un fallo en la línea, un cruce de llamadas?

Se sentó en la cama, mirando al suelo, y echó un vistazo a sus zapatillas de cuadros.

¿Se estaba volviendo loco? ¿Lo había soñado?

Un momento. Tomó el expediente y leyó: «Nombre del padre, José María; nombre de la madre, Piedad».

¡Maldito cabrón! Le había engañado, su mujer no se llamaba Assumpta.

¿Estaba viva Veronique?

Aquélla noche no pegó ojo. Salió a pasear muy temprano, fue al barbero, se compró la prensa y tomó una Coca-Cola en el bar La Tapa. Pensando al sol. Al pasar junto al mercado de Verónicas vio de lejos a Ruiz Funes; hablaba con un chico muy joven, bien vestido y con libros en la mano. Parecía un estudiante. Ambos se hallaban enfrascados en una conversación importante, pues gesticulaban mucho, con vehemencia, como apoyando sus argumentos. Decidió no acercarse por no interrumpir y siguió su camino. Cuando volvía a la pensión se encontró con doña Ascensión, la madre de Rosa. Se ofreció para ayudarle con su brazo sano a subir unas bolsas que llevaba. La mujer le dijo que, curiosamente, quería verle:

—¿A mí? —dijo algo preocupado. ¿Sabría lo de Rosa?

—Sí, esta noche cena usted en nuestra casa. Tiene que reponerse, y nada mejor que la comida casera.

Se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir:

—Me lo tomo como un sí. A las nueve y media —concretó la buena mujer cerrando la puerta de su casa tras ella.

Pensó en que si se presentaba en su casa, Rosa bien podía matarlo, pero, por otra parte, no podía rechazar la invitación de doña Ascensión. Lo que le faltaba. Las cosas parecían precipitarse a su alrededor, sentía que perdía el control de los acontecimientos por momentos y, definitivamente, no le gustaba. Se sentía como en un tobogán del que ya no podía bajar.

Al menos aquel asunto de la cena le hizo olvidar el tema de La Tercia. Intentó localizar a Rosa como buenamente pudo, pero le resultó imposible. No sabría cómo reaccionaría ella si lo veía aparecer por su casa, pero no tenía otra opción. Rezó porque todo saliera bien. Finalmente, a la hora convenida, se presentó en la puerta de la vivienda de la joven, vestido con su impecable traje negro, el que comprara para la fiesta en el casino.

Le abrió la misma Rosa; iba arreglada y se había maquillado levemente, por lo cual supuso que lo esperaba. Suspiró aliviado. Ella lo recibió con su mejor sonrisa y le presentó a su padre, don Prudencio. Un tipo que tenía un comercio en la plaza de San Pedro, alto, delgado y con bigote. Era el dueño de casi todo el edificio y trabajaba como una mula. Parecía simpático y jovial, y le invitó a un vino dulce con almendras. Era un tipo sencillo pese a lo holgado de su posición económica. Doña Ascensión salió de la cocina y se mostró muy cariñosa con él. ¿Lo sabría todo?

No, seguro que no. Si lo supiera, lo echaría de allí; toda la vida criando a una hija con esmero, esforzándose por sacarla adelante y darle una educación, para que viniera un policía separado, un alcohólico, un cornudo venido a menos, a convertirla en su querida.

Las cosas resultaron fáciles durante la cena, exactamente como debían de ser en la vida real, cotidiana. Don Prudencio le pareció una buena persona y doña Ascensión, aunque un tanto cotilla, adoraba a Rosa. Le cayeron bien. Le sorprendió comprobar cómo don Prudencio, en la intimidad de su hogar, hacía comentarios despectivos, brillantes e irónicos sobre el Régimen, sobre el estado de excepción y sobre la irreparable situación de atraso en que aún se hallaba el país. Sorprendentemente, Rosa no se molestaba en contradecirle y doña Ascensión le recriminaba diciéndole que no se metiera en politiqueos.

—Mi casa es mi castillo, y aquí digo lo que quiero. Además, para politiqueos ya tenemos a mi hija, que se mete en esos asuntos por todos nosotros.

Los cuatro rieron. Doña Ascensión sirvió una carne mechada que tenía cierto regusto a vino, patatas fritas, una ensalada y un plato con queso, jamón y embutidos caseros que le traían de su pueblo, Archivel. Después de comerse una naranja, y mientras los restantes comensales degustaban un flan que había hecho Rosa, don Prudencio dijo que se iba a la cama. Solía acostarse a las diez y eran y cuarto. Se despidió entre halagos de Alsina y lo dejó a solas con su esposa y su hija. En la sobremesa tomaron café y charlaron. Julio habló un poco de su historia, de Adela y de que había estado alcoholizado. Doña Ascensión le quitó importancia al asunto. Rosa parecía feliz.

Por último, la madre de la chica sacó una caja de galletas antigua llena de fotos y se entretuvieron en mirarlas. La pareja de recién casados; Rosa de pequeña; sus cumpleaños; un viaje a Palamós; las fotografías de los abuelos y toda clase de recuerdos que Julio contempló con cierto agrado. Recordó la primera vez que vio a Rosa y convino que ahora le parecía una persona diferente. O había cambiado o mejoraba al conocerla. O tal vez las dos cosas.

Entonces reparó en una fotografía especial: Rosa con catorce años en un campamento. Era un primer plano y el pelo le caía sobre el rostro, bronceado por el sol. Estaba guapa, muy guapa, y sus ojos color avellana atraían la atención, inmensos y gatunos.

—Vaya, aquí estás guapísima. Si se me permite decirlo, claro.

—Pues es una pena —terció doña Ascensión—, porque a mí me pasa igual que a usted, que me encanta esta foto y querría ampliarla, pero perdí el negativo.

—¿Cómo ha dicho?

La madre de Rosa miró al policía como si fuera tonto y repitió:

—El negativo, que perdí el negativo y no puedo hacer más copias.

—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó el detective levantándose y dando un beso a la asustada mujer—. ¡Es usted fantástica, fantástica!

Rosa lo miraba como si estuviera loco, y su madre, también, pero él lejos de amilanarse rio divertido. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Cuando Sara López, la madre de Antonia García, iba a abrir su tienda de chucherías, se encontró con que aquel policía de la capital la esperaba apoyado junto a su Simca 1000.

—Buenos días —saludó Julio.

—Buenas.

—¿Tiene un minuto?

—Claro, pase, pase. Acabo de encender la estufa y esto tardará en caldearse.

—No se preocupe por mí, doña Sara.

—¿Un café?

—Sí, me vendría de perlas.

La buena mujer ya tenía preparado café de sobra, así que en un momento le sirvió una taza que olía realmente bien.

—¿Tiene leche?

—Claro, claro —asintió Sara haciendo los honores.

—Verá —aclaró Alsina a la vez que removía la cucharilla dentro de la taza—. He pensado en el asunto ése de la foto.

—¿Cómo?

—Sí, ¿recuerda usted el robo? Ya sabe, el día del entierro de su hija.

—Sí, claro.

—¿No le parece raro que no se llevaran nada de valor y sí una sola fotografía?

—Mi hija era guapísima.

—Sí, quizá esa sea la explicación. El caso es que me gustaría verla, cosas de policías.

—¿La foto?

—Sí.

—No tengo otra copia.

—¿No tiene los negativos?

—No, se la hizo un fotógrafo de esos que van por la playa…

—Ya —dijo él con fastidio.

—Fue el Julián.

—¿Cómo? ¿Lo conoce?

—Pues claro, mi hija me contó que fue él quien le hizo la fotografía. Es un tullido que trabaja por Santiago de la Ribera y San Pedro del Pinatar. Lo encontrará usted con facilidad, se gana la vida haciendo fotos a los turistas.

—¿Cree usted que tendrá los negativos?

—Pues no sé, aunque, la verdad, no lo creo. Pero bien podría usted preguntarle.

—Pues claro que sí, doña Sara, tiene usted toda la razón.

Alsina se incorporó con una sonrisa de oreja a oreja.

Pasó toda la mañana buscando al Julián, que cojeaba ostensiblemente según le habían informado; unos decían que por la polio, otros que por un ajuste de cuentas y los más opinaban que estaba así por una herida de guerra sufrida en la Legión luchando con los moros.

No lo halló en Santiago de la Ribera ni en San Pedro del Pinatar, donde le dijeron que igual estaba en Los Alcázares, otro pequeño pueblo situado en el Mar Menor. Allí lo encontró, en un bar casi a la orilla de la playa llamado El Rey. Estaba sentado en un taburete en la barra, apurando una cerveza con una tapa de hígado frito con patatas y llevaba una cámara al hombro.

—¿Julián?

El otro se giró con cara de ir a decir: «¿Qué tripa se te ha roto, amigo?», pero al ver que se trataba de un forastero, un posible cliente, esbozó una falsa sonrisa, a todas luces desafortunada, pues le faltaban demasiadas piezas dentales.

—¿Quiere una foto?

—No, no, siga comiendo, por favor. ¡Camarero, una caña! ¿Quiere usted tomar algo más? Corre de mi cuenta, por supuesto.

El fotógrafo, pese a mirar a Alsina con cara de desconfianza, pidió un bocadillo de calamares con tomate. Era alto y muy flaco y lucía unas inmensas patillas, como un hippie.

—Usted dirá.

—Soy policía y quiero hablar con usted de una foto que sacó hace un tiempo.

El Julián levantó la cabeza y lo miró esperando más datos.

—Antonia García; ¿la conoce?

—Ni idea.

—La chica que destriparon en La Tercia.

—¡Ah, sí, coño! La Antonia, claro.

—Usted le hizo una fotografía en verano, en la playa. A ella y a un novio suyo, un americano.

El fotógrafo sonrió al recordar y volvió a mostrar unos dientes separados, escasos y podridos.

—Sí, sí, pagaba bien el fulano. Un americano, sí. Lo recuerdo, se la hice en el Hermanos Rubio, un restaurante de allí. Del de ser por… ¿por qué le interesa?

—Eso es asunto policial.

—Ya; ¿y la placa?

Alsina mostró su placa y el otro pareció convencerse.

—¿Tienes los negativos? —dijo el detective pasando al tuteo para intimidar a aquel fulano.

—Eso le costará dinero.

—No vengas con hostias o te llevo al calabozo por obstrucción a la justicia y te caerá una buena paliza.

—Vale, vale. Tenía que intentarlo, ¿no?

—Los negativos. ¿Los tienes?

—No sé, tendría que mirarlo.

—¿Dónde?

—En mi casa, en Lo Pagán.

—Pues vamos, te llevo.

Dejaron allí el ciclomotor del fotógrafo y se acercaron en el coche de Alsina al domicilio del Julián, una casa de pueblo de planta baja a unos cien metros del mar.

Mientras Julio tomaba asiento sorprendido por el aspecto ordenado de la vivienda de aquel tipo, éste buscó y rebuscó en los cajones de una cómoda que parecía centenaria.

—Aquí —dijo al fin, y sacó dos cilindros de plástico que debían de llevar los carretes dentro—. Junio de 1968. Veamos.

Abrió los pequeños botes y se puso a examinar los negativos al trasluz. Al cabo de unos minutos, dijo:

—Aquí, mire.

El policía observó el pequeño fotograma: una fotografía en la que se veían dos caras, pequeñas y de color oscuro, como dos negros. Era la foto en cuestión, pero no se distinguía nada.

—Revélala. Ya —ordenó.

Entraron en un cuartito con cortinas negras que el fotógrafo usaba como lugar de revelado y éste se dispuso a hacer su trabajo.

—Tengo para un rato —expuso.

Julio echó un vistazo aquí y allá. Salió del minúsculo cuarto y comprobó que la casa no tenía salida trasera y que las ventanas estaban enrejadas.

—Esperaré en la calle. Hace buen día.

Pasó un buen rato hasta que el Julián apareció de nuevo. Lo vio venir cruzando la calle con un sobre ocre en las manos que decía «Fotos Ruiseñor».

—Aquí tiene.

Julio sacó un billete de cien pesetas y se lo tendió.

—Vaya, gracias —agradeció el fotógrafo visiblemente sorprendido—. Ya sabe dónde me tiene para lo que se le ofrezca.

—¿Quieres que te lleve de vuelta a por tu moto?

—No, voy a echarme un rato, luego me llevará un amigo, gracias. Tiene usted también los negativos en el sobre. Un placer.

Esperó un momento para quedarse a solas. Entonces, asegurándose de que no había nadie alrededor, abrió el sobre y miró la foto. Antonia y su hombre, el americano, juntaban las caras en una foto veraniega, casi un primer plano. Parecían felices.

Tuvo la certeza de que había visto antes el rostro de Robert anteriormente.

Un momento.

Sí.

Conocía a aquel tipo.

Se quedó helado.

Sin saber muy bien cómo, había vuelto a guardar la instantánea en el sobre y miraba alrededor con aire asustado.

Increíble.

Ahora lo sabía.

Aquello era algo definitivamente muy, muy gordo.

Antonia García había muerto por aquella fotografía. Malditos hijos de puta. En aquel momento fue consciente de que él había visto la cara de Robert anteriormente y supo que aquella foto no debió de haber existido nunca, era la prueba de que el americano había estado en La Tercia.

Volvió a sacarla asegurándose de que nadie le veía.

Sintió pena por aquella joven de la foto, tan feliz.

Inocente.

Creía saber qué estaba sucediendo allí y debía jugar sus cartas con tino si no quería acabar como ella.

Sabía quién era aquel tipo, Robert.

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