1969

1969


Rosa Gil

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Rosa Gil

Era 31 de diciembre y, lógicamente, aquella noche pelaría una guardia. Supuso que sería más tranquila que la anterior. Solía ser una noche algo más movida, pues eran muchos los incidentes que el alcohol solía provocar en la última fiesta del año, pero todo se limitaba apenas a cuatro borrachos y un par de broncas.

Como libraba durante el día, decidió hacer gestiones. Se levantó temprano y desayunó en la pensión mientras leía el periódico. Al parecer, los malditos astronautas habían fotografiado la cara oculta de la Luna. «El inmovilismo es inviable en nuestra época», había dicho Franco en su mensaje de fin de año. Qué cara, se dijo Alsina, y que eso lo dijera un tipo como aquel resultaba doblemente irónico. Recordó a su padre, domesticado por el Régimen que había creado el dictador, y sintió rabia. Pobre hombre.

Al menos, el Murcia había vencido al Onteniente, ya tenía cuatro positivos y estaba cuarto en la clasificación. La gente estaría contenta, y eso era bueno para todos. Aquélla temporada lucharían por el ascenso a Primera. Se pasó la servilleta por la boca y, tras despedirse amablemente, se presentó en casa de don Serafín, el vecino que se beneficiaba a Clarita. Ya se oían los gritos de los malditos críos en el interior a aquella hora. ¿Es que no dormían? ¿A qué madrugar tanto para andar fastidiando a todo el mundo? Monstruos…

Abrió el mismo don Serafín anudándose la corbata. Trabajaba en Hacienda.

—Necesito su coche —espetó Alsina por todo saludo.

El otro palideció.

—¿Cómo?

—Su, coche, el seiscientos, necesito que me lo deje, por favor. Le pondré gasolina, descuide.

—Ah, sí, claro, claro —asintió el otro mirando hacia atrás, como si su mujer pudiera aparecer en cualquier momento y preguntar al policía por el incidente del cine—. Entre semana voy al trabajo a pie. Sólo lo utilizo los fines de semana, ya sabe, para ir de excursión con los críos.

Le tendió las llaves. Sabía lo que se jugaba.

—La grande es la de la cochera. Está ahí, al final de la calle, junto al número dieciocho.

—Se lo cuidaré, esta tarde lo tiene de vuelta.

Cuando salía por la portería, escuchó a don Serafín, que desde la puerta de su casa le decía alarmado: Pero ¿ya tiene usted carné?

Hacía tiempo que no conducía, pero aquel modelo era, en verdad, manejable. Tuvo que convenir que, por una vez, la publicidad y la propaganda franquista decían la verdad. Enfiló hacia el barrio del Carmen y en un momento se situó en la carretera de El Palmar, un pueblo cercano a la ciudad en el que estaba situado el psiquiátrico. Tardó unos veinte minutos en llegar. Don Serafín llevaba un pequeño receptor de radio colgado de una de las asas que había sobre las ventanillas, así que escuchó el parte y luego encontró música clásica en Radio Juventud. Llegó al hospital y, tras mostrar la placa, pidió hablar con el doctor encargado del tratamiento a los homosexuales:

—El doctor Rivera —informó un celador de uniforme blanco—. Está en agudos. Pase. Es en ese edificio del fondo.

En un momento, Alsina se vio atravesando un patio lleno de locos. Ellos, a lo suyo, jugando y haciendo gilipolleces. Apenas tres celadores vigilaban a un centenar de internos. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Tienes caramelos? —dijo una voz tras de él.

Se giró y vio a un loco de unos cincuenta años, calvo, cabezón y con gafas de culo de vaso. Llevaba una camisa a cuadro con una rebeca gris y los pantalones sujetos con unos tirantes estridentes.

—¿Cómo dice?

—Que si me has traído caramelos.

—No, no he traído —repuso, y siguió caminando.

El otro no se le separaba de la espalda. «¿Tienes caramelos?», repetía una y otra vez. A punto estuvo de girarse y meterle la pistola en la boca. Se puso muy nervioso. Llamó a un timbre junto a un cartel que rezaba: «Agudos». Le abrieron. «Te espero el próximo día, y trae caramelos, ¿eh?», oyó que decía el demente tras él. Parecía una amenaza.

—Jodido cabrón —musitó para sí el policía.

Era un pabellón alargado, con habitaciones a ambos lados de un largo pasillo que olía a una horrible mezcla de lejía, heces y cera para suelos.

—Pase al fondo, le esperan —le indicó un celador sin alzar la cabeza del As.

Comenzó a caminar con cierta aprensión. Debieron de olerle, porque en un momento se vio rodeado de locos que salían de sus cuartos como muertos vivientes y le decían cosas, incoherencias, como: «¿Tienes tabaco?» o «Franco me tiene aquí recluido; soy José Antonio».

Una loca se subió el camisón y le mostró su sexo, muy peludo, diciendo: «¿Quieres follar?, ¿quieres follar?». Vio a un tipo rapado al que se le caía la baba. Miraba por la ventana de su cuarto, absorto. Sintió que se le ponían los pelos de punta.

—¡Pase, pase! Son inofensivos. No tenga cuidado —dijo una voz desde un cuarto situado al fondo.

Alsina entró medio mareado para encontrarse con un auténtico falangista: el doctor Rivera. Llevaba la camisa azul bajo la bata, en la que, bordado en un bolsillo, aparecía su nombre junto al yugo y las flechas.

—Alsina, policía —repuso a modo de saludo.

—Usted dirá, amigo. ¿Un coñac? —ofreció aquel tipo bronceado, calvo y con una boca de finos labios que indicaba una enorme determinación.

—Busco a un homosexual, el Lolo.

—Ah, el Lolo. Un caso perdido; lo hemos probado todo pero su patología persiste.

—Persiste.

—Sí, claro.

—¿Qué terapias han probado con él? —preguntó no muy seguro de querer saber la respuesta.

—De todo: sedación total (de varios días, ¿eh?), duchas con agua fría, y la más recomendada en Alemania en los treinta, sabe usted que la humanidad nunca alcanzó tal grado de desarrollo científico como con el Tercer Reich, pero claro, ahora se les sataniza tanto…

—¿Y esa técnica?

—La electroterapia.

—No le sigo.

—Sí, hombre, descargas eléctricas ante estímulos visuales que le resultan atrayentes. Ya sabe, se les pone una fotografía, por decir algo, de Rock Hudson, a ser posible en bañador, y a continuación, ¡toma!, descarga.

El médico, un sádico, soltó una tremenda carcajada. Aquello le parecía muy divertido.

—¿En dónde? —inquirió el policía, arrepintiéndose al instante de haber hecho la pregunta.

—¿Dónde iba a ser? ¡En los genitales! La mayoría salen de aquí nuevos, no se arriman a un tío así los cuelguen.

«Y estériles», pensó para sí Alsina. No se lo había planteado nunca, la verdad, pero no pensaba que los homosexuales fueran unos enfermos. Ahora, viendo cómo los trataba el Régimen, comenzaba a sentir cierta simpatía por ellos.

—Y al Lolo este tratamiento no le surtió efecto, claro.

—Un caso recalcitrante. ¡De tratado médico! Si estando aquí, en mitad del tratamiento, lo pillé dejándose encular por un enfermero en el cuarto donde se guardan los trastos de la limpieza… Lo dejamos por imposible. Pasamos el caso a Auxilio Social; la patología no se cura, pero se les puede enseñar a ganarse la vida de forma honrada, —no poniendo el culo en los lavabos de un cine de barrio.

—Ya. A Auxilio Social, en…

—En San Benito. En la partida de San Benito, entre Murcia y Patiño hay unos locales de la Sección Femenina en mitad de la huerta, y allí los atienden durante una temporada. La última vez que estuvo aquí, hará cosa de diez días, lo pasaportamos para allá. Pero no crea, ése no tiene remedio.

—Pues muchísimas gracias, doctor Rivera.

—Es un placer colaborar con las fuerzas del orden. ¡Arriba España! —exclamó aquel loco, cuadrándose a la vez que hacía el saludo fascista.

En el camino de vuelta, los dementes volvieron a interpelarle. Ya no le parecieron tan idos después de haber visto al médico que los tenía a su cargo.

Aparcó el seiscientos en una calle recién asfaltada donde apenas había media docena de casas. Estaba en la partida de San Benito, casi en mitad de la huerta pero a un paso de la ciudad, que crecía por momentos engulléndolo todo. En aquella vivienda limpia, con rejas y bien encalada había un cartel que rezaba «Auxilio Social», con el sempiterno yugo y las flechas que se habían convertido, desde sus primeros días, en el icono del Movimiento. Llamó a la puerta y le abrió una mujer con camisa azul que lo miró con mala cara.

—Alsina, policía. Busco al Lolo, un homosexual; lo enviaron aquí hará diez días desde el psiquiátrico —dijo por toda presentación mientras exhibía su placa.

La mujer lo hizo pasar a través de un pasillo, llegaron a un salón y le invitó a que tomara asiento. Se fue en busca de alguien.

El policía se vio en un momento rodeado de modistillas, algunas con pinta de frescas, que lo miraban lascivamente. Todas cacareaban alrededor de una inmensa mesa mientras cosían enfrascadas entre diseños y patrones. Parecían jóvenes de baja extracción social, que igual distraían un bolso que se jugaban la vida prostituyéndose en un camino oscuro.

Comenzaron a decirle cosas como si fueran albañiles. No parecían tener enmienda. Mostró la placa y se calmaron un tanto, pero seguían inquietas por la presencia de un varón en aquel santuario femenino. El local era húmedo y el frío le calaba los huesos. Se sintió muy incómodo.

Intentó evadirse oteando las paredes. Había carteles de la Sección Femenina y muchos lemas bordados en ganchillo con marcos horribles. «Hay que ser femeninas y no feministas», rezaba uno. «Practica deporte y mantente femenina», decía otro. «Mujeres, esposas y madres», señalaba un tercero.

No le agradaban aquellos adeptos del Régimen, así que sintió pena por aquellas pobres mujeres a las que martirizaban entre proclamas, rezos y bordados, con la excusa de ofrecerles una vida mejor.

De pronto, todas las jóvenes quedaron en silencio.

Levantó la mirada y vio a su vecina, Rosa, la falangista, en la puerta.

—Vaya —dijo.

—Soy la directora —se presentó la joven—. ¿Qué se le ofrece?

—Julio Alsina, soy su vecino —contestó a la vez que se ponía de pie y le tendía la mano.

—Lo sé —dijo ella muy seca—. Le conozco. Acompáñeme.

La joven de aspecto inquietante, siempre muy seria, tomó un semillero y salieron a la calle. Hacía un buen día. Atravesaron un pequeño huerto donde unos raterillos se afanaban en plantar unos bulbos.

—Aquí tenéis —ofreció la directora de aquel pequeño centro, y entregó el semillero a una monitora de Falange más joven que ella. Luego siguió caminando asegurándose de que Julio Alsina la seguía a la vez que le decía—: Son delincuentes, del Castillejo.

—Ah.

Entraron en un pequeño despacho, frío, húmedo y ascético. Ella tomó asiento y le invitó a hacer lo mismo. Las paredes habían sido encaladas y sólo había un crucifijo, una mesa, dos sillas y un enorme archivador. Sobre él, un portarretratos con una fotografía de José Antonio Primo de Rivera.

—Desde aquí controlo el huerto y el patio —dijo la directora con un tono muy áspero mirando por la ventana—. Usted dirá; me han dicho que pregunta por Manuel, ¿no?

—El Lolo.

—Manuel. En mi centro es Manuel.

—Sí, claro, Manuel.

—Aquí intentamos convertirlos en personas, ¿sabe?, de modo que se empieza por llamarles por su nombre. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho ahora?

—En principio, nada. Puede serme útil como testigo. Investigo un supuesto suicidio que me temo que pudo ser un asesinato. Él conocía a la víctima. ¿Le importa si fumo?

—No, hágalo. Hace dos días que Manuel no viene. Iba a llamar a su compañero, el que se encarga de los desviados…

—Antúnez —especificó Alsina encendiendo un Celtas sin boquilla.

—Sí, ése. Si vienen aquí a aprender un oficio, se les conmutan las penas de cárcel o de internamiento en el psiquiátrico. Pero si dejan de venir debo comunicarlo.

—Ya. ¿Tienen muchos…?

—¿Homosexuales? Claro, y prostitutas, y descarriadas, ya sabe usted, madres solteras.

—Ah.

—No, no crea, yo no los juzgo. Nuestro Señor se rodeó de gente humilde, la misma María Magdalena era…, ya sabe. Es nuestro deber ayudar a la gente que pierde el buen camino.

Alsina pensó que aquella antiestética visión, embutida en su camisa azul, simulaba tener sentimientos. Le agradó.

—Vaya. Pensaba que serían ustedes más duros con ellos.

—Sí. Como en el psiquiátrico, ¿no?

«¿Ha sonreído?», pensó Alsina. Sí, irónicamente, pero había sonreído.

La joven continuó hablando:

—Llevo mucho tiempo trabajando con gente así, señor Alsina.

—Julio, por favor.

—Bien, pues Julio. Llevo tiempo con ellos y se aprende a tenerles lástima, a ayudarles. No han tenido la suerte de nacer en buenas familias como nosotros.

El policía pensó en su padre, oficial del Ejército Rojo. ¿Se consideraría la suya buena familia?

—¿Podría decirme cómo localizarlo? A Manuel, digo —insistió.

—No. Se mete en líos, aparece, desaparece… Acabará mal, seguro. Era muy amigo de otro… homosexual… Juan José Méndez. Vive en la calle de la Gloria. Ésta misma tarde voy a verlo. Está enfermo —y mirando a uno y otro lado, añadió como haciendo una confidencia—: sífilis. ¿Quiere acompañarme? Igual sabe algo.

A Alsina no le agradó la idea de acudir donde el sifilítico, pero no tenía otra cosa. Pensó por unos momentos, valorando pros y contras.

—¿La recojo en su casa? —se oyó decir a sí mismo.

—A las cinco y media. Sea puntual. No ando sobrada de tiempo.

La directora dio por terminada la conversación a la vez que le tendía la mano.

La madre de Rosa, doña Ascensión, recibió al detective con la mejor de sus sonrisas al abrirle la puerta de su casa.

—¿Qué se le ofrece? —dijo solícita la mujer que, obviamente, conocía al policía.

—Vengo a recoger a Rosa.

La respuesta provocó al instante que el gesto de la señora cambiara radicalmente. Su cara pareció demudada y lo miró muy seria, para contestar con malas pulgas y de manera muy cortante:

—Espere aquí.

Desapareció pasillo adelante, dejándolo a solas en el recibidor con la única compañía de un calendario y una lámina enmarcada del Sagrado Corazón de Jesús.

En el aire flotaban aún las palabras de Alsina.

«Se trata de un asunto oficial…», había empezado a decir. Pero aquella mujer no le había oído, seguro.

Escuchó cuchicheos, como de discusión, y al momento salió la joven falangista.

—Vamos —dijo, mientras se ponía el abrigo.

Olía bien, a agua de lavanda, y llevaba una cesta en la mano.

¿Se había pintado los labios?

—Parece que vayamos de picnic, como en las películas americanas —comentó él, que no sabía muy bien qué decir.

Rosa lo miró con rostro severo.

—Excursión —precisó, a la vez que comenzaba a bajar las escaleras.

—¿Cómo?

Ya en el portal, ella se giró. Siempre parecía tener prisa.

—Excursión; el idioma castellano es maravilloso, no es necesario importar más anglicismos. Se dice excursión.

—Ah, claro; ya, perdone.

—Por ejemplo: no debemos decir fútbol; mejor balompié. Cada palabra inglesa tiene dos o hasta tres españolas que la definen mejor, con más riqueza, con más matices. No debemos perder esa batalla. Además, esto no se parece en absoluto a una excursión —concluyó, y echó a andar muy decidida.

—Sí, claro —musitó Alsina siguiendo los pasos de la joven, que ya se perdía calle abajo.

Se cruzaron con dos vecinas vestidas de negro que venían de misa, las hermanas Berruezo. Ambas cuchichearon descaradamente al verlos pasar.

—Vaya… —murmuró él algo sorprendido.

—No haga caso. La gente se entretiene con esas pequeñeces.

—¿Cómo?

—Sí, hombre, está usted casado.

Entonces cayó en la cuenta. Ni lo recordaba. ¡Era un hombre casado!

—Ya; dispense, no quería perjudicarla. Por eso su madre…

—Descuide, Julio, le he dicho que me acompañaba usted por un asunto policial.

—Ya. Pero esas dos arpías se han parado a mirarnos.

—No se preocupe, a mí no me importan las habladurías, cumplo con mi deber y punto. Hay gente que pasa por el mundo sin hacer nada de valor, se pasa la vida entre chismes y no da importancia a lo que de verdad interesa.

—Ah —dijo él como si supiera de qué hablaba Rosa. ¿Qué coño era aquello de «lo que de verdad interesa»?

—A mí no me incumben sus asuntos. No le juzgo. Sólo le ayudo porque es usted policía y es mi deber.

—Claro, claro, y yo se lo agradezco. No sabe el favor que me hace, ese Lolo no es fácil de localizar…

—Manuel.

—Perdón, sí, Manuel. Pero no quisiera que la gente hablara mal de usted o que pudieran murmurar que va por ahí con un hombre casado, si quiere me quedo, hable usted con el amigo de Lolo…, perdón, de Manuel, y me cuenta.

Ella se detuvo y lo miró con franqueza.

—No tengo nada que ocultar, Julio, esto no es una cita romántica. Es una gestión oficial. No sufra.

«Afortunadamente», pensó el policía para sí. No se imaginaba liado con aquella mujer. Era lo que faltaba a su triste y agónica vida. En ese momento ella repitió, como reafirmándose:

—No me importa lo que piensen esas dos cotillas, ya se lo he dicho.

—Ya, ya —asintió, pensando que al menos la joven tenía personalidad—. Es que cuando esta mañana le propuse acompañarla ni se me ocurrió que mi compañía pudiera perjudicarla, la verdad es que ni me acuerdo de que una vez estuve casado.

—Y lo está.

—¿Cómo?

—Que lo está, y para toda la vida.

Habían llegado a la plaza de San Pedro y se cruzaron con una pareja que saludó a la joven. Obviamente, Rosa Gil era conocida en la ciudad. Alsina comprobó que muchos viandantes se volvían a su paso, observándolos con curiosidad. Obviamente, Murcia era una pequeña capital, casi un pueblo que crecía por momentos, pero un pueblo al fin y al cabo.

No tardaron en llegar al edificio de cuatro alturas en que residía Juan José Méndez, un bloque de viviendas de protección oficial, de ladrillo rojo, con el yugo y las flechas presidiendo la humilde entrada. Subieron al 4.º B, donde les abrió la hermana de Méndez, una pescadera oronda del mercado de Verónicas que acudía a la tarde a cuidar del enfermo.

Rosa le tendió la cesta diciendo:

—Aquí tienes las sulfamidas, Juani. Llama al practicante y que le ponga esta misma noche la primera inyección.

—Muchas gracias —agradeció la hermana de Méndez—. Es usted una santa, doña Rosa. Mira que se lo tengo dicho, «déjate ese vicio tan feo que tienes»… Pero el muy maricón (con perdón) no se lo quita de la cabeza. ¡Ay, si mi madre levantara la cabeza!

—¿Quién es? —preguntó una voz desde el fondo del estrecho y oscuro pasillo.

—Soy yo, Rosa Gil —respondió la falangista, quien hizo un gesto con la cabeza a Alsina para que la acompañara.

El dormitorio del doliente olía a cerrado. Sobre una pequeña cómoda había más de un centenar de vírgenes con el mismo número de velas, pequeñas imágenes de arcilla, otras de plástico y estampas. Resultaba un tanto escalofriante, quizá macabro.

—¿Cómo estamos, Juan José?

Rosa hizo la pregunta esbozando la mejor de sus sonrisas. Al detective le chocó que una falangista como ella, dura y convencida, una fanática, se mostrara tan amable con un enemigo del Régimen como aquél.

—Bien, bien, sin fiebre.

—Ha dicho el médico que te pongas las inyecciones.

—¡A mí no me pincha el culo nadie! —gruñó aquel tipo, amanerado, menudo, calvo y flaco como un Cristo, con una desaseada barba de tres días oscura y muy cerrada.

—Harás lo que se te diga y punto —rebatió Rosa con autoridad.

—¡Eso! —repitió la gorda tras ellos.

Juan José acató la orden asintiendo.

—Éste es Julio Alsina, de la policía —anunció Rosa Gil—. Está aquí para hacerte unas preguntas. Colabora, es una orden.

—¿Conoce el paradero del Lolo? —preguntó el policía, y percibió la desaprobación en la mirada de la falangista. Era obvio que se había precipitado.

—Ni aunque lo supiera… —replicó el enfermo, que tenía realmente mala cara. Al fondo, un pequeño transistor desgranaba una canción de Luis Aguilé.

—En la cárcel no tendrás sulfamidas, y la sífilis se cura con antibióticos, ¿sabes? —dijo Rosa Gil.

—¿Cómo?

—Sí —siguió ella muy resuelta—. Me consta que si Antúnez supiera que vas por ahí contagiando a los demás, te metía entre rejas. Sabe perfectamente que tienes clientes entre la gente bien.

Aquélla aseveración de Rosa a bocajarro sorprendió al Dolida. Parecía saber lo que se hacía.

Juan José Méndez puso cara de pensárselo.

Hubo un silencio.

—Intentaré mandarle recado.

¿Va a detenerlo? No me lo perdonaría.

Alsina sonrió.

—No, hombre, no. No voy a hacerle daño. Sólo tengo que hacerle unas preguntas. Una amiga suya se suicidó, aunque pienso que la empujaron desde la torre de la catedral.

—La prostituta de lujo, la del hotel Victoria.

—Sí, ésa.

Juan José contestó:

—Haré lo que pueda.

—Si viene, mándeme avisar. Ésta es mi tarjeta.

Salieron de allí sintiendo el alivio del aire fresco en el rostro. Había oscurecido.

—Nunca me acostumbraré a esta humedad —comentó Julio.

—Sí —convino Rosa—. La gente de fuera lo nota mucho. ¿De dónde es usted?

—De Madrid. No crea, me gusta el clima de aquí, el invierno es corto, casi no existe. Apenas un par de semanas al año, pero durante ellas la humedad hace que el frío se meta en los huesos. Prefiero el frío seco de Castilla.

Ella sonrió y echaron a andar.

—¿Se curará?

—El médico dice que si se pone las inyecciones, sí. Pero esta gente vive al límite y en cuanto se encuentre bien se echará a la calle. Se contagian con facilidad.

—¿Y sus clientes?

—¿Cómo?

—Sí, Rosa, ha dicho usted que tenía clientes importantes.

—Claro.

—Se contagiarán.

—Pero tienen dinero para pagar buenos médicos.

—Sí, eso es cierto. ¿Cree que encontrará a… Manuel?

—Sí, son íntimos.

—¿Pareja?

—Podría llamarse así, aunque son muy promiscuos. No son fieles pero sí leales. O al menos eso me cantó Juan José un día.

—¿Le parece mal lo que hacen? Me refiero a los homosexuales —indagó él de pronto, a la vez que encendía un cigarro. Habían llegado a la calle de Correos.

—No es natural —sentenció ella.

—Pero usted les ayuda.

—Intento que se integren en el sistema. No lo tienen fácil. El mismo Juan José se fue a vivir a Barcelona, donde un amante suyo, un hombre adinerado, lo denunció por celos y le aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes. Estuvo dos años en Badajoz.

—¿En Badajoz? ¿Lo desterraron?

—No, hombre, no. En la cárcel. Hay dos dedicadas a ellos: la de Huelva, para «activos», y la de Badajoz, para «pasivos».

Alsina dio un respingo. Se sintió violento hablando de aquellos temas con una mujer y por ende una solterona falangista. «Activos» y «pasivos». Jesús. Ella trataba la cuestión con asombrosa naturalidad.

—Vaya, sí que está usted informada.

—Es mi trabajo —puntualizó la joven muy seria—. El verano pasado participé en unas jornadas sobre el tema en El Escorial; sepa que se prepara una nueva ley, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social.

—Pues yo no los veo lo que se dice… peligrosos.

Rosa lo miró con cara de pocos amigos por su ironía:

—Al Régimen no le resultan bien vistos.

—Ya. Pero a mí no me parece mal lo que hacen. No hacen daño a nadie y cada uno es libre de querer a quien quiera.

—No es natural —sentenció ella por segunda vez en pocos minutos.

Decididamente, era una fanática. Como todos los miembros del Movimiento, repetía una y otra vez las consignas que les habían inculcado. Aun así parecía interesarse por los «descarriados» que tenía a su cargo. Se habían detenido en el primer paso de cebra de la calle.

—Hace un frío tremendo. ¿Le apetece un café con leche?

La joven lo miró perpleja.

—Quisiera agradecerle su ayuda —aclaró Alsina—. Permítame invitarla a merendar en Boccaccio. Una magdalena y algo caliente no me irían mal.

—De acuerdo. Ha dado usted con mi única debilidad.

—¿El café?

—No. El dulce.

—Vaya, pues no se le nota… quiero decir… que está usted delgada.

Ella sonrió.

—Me privo, Alsina, me privo.

—Julio, Rosa, Julio.

En unos minutos llegaron a la cafetería Boccaccio de la calle de Platería y encontraron una mesa pequeña libre, en un rincón. Era un lugar del que se decía que tenía estilo y siempre se hallaba abarrotado.

—Dos cafés con leche y magdalenas, por favor —pidió al camarero.

—¿Por qué piensa que la mataron? —dijo ella de repente, con lo que lo sorprendió.

—¿Cómo?

—A la prostituta, la amiga del Lolo.

—¿No era Manuel? —dijo él con retintín, haciendo como que le reñía.

Rosa sonrió como si hubiera cometido una travesura.

Alsina pensó en sincerarse con ella y decirle que sospechaba que había sido detenida, torturada y violada, pero de inmediato desechó la idea. Aquélla mujer era falangista.

—Es sólo una corazonada —mintió—. Suelo fiarme de ellas.

El camarero trajo lo que había pedido.

Al tiempo que añadía dos terrones al café, ella dijo:

—¿Cuánto hace que su mujer…?

—¿Qué me dejó? Tres años. Se fugó con un compañero de comisaría.

—Vaya, lo siento.

—No lo sienta, Rosa. Salí ganando.

—Ya, pero la gente murmura.

—Sí, es lo que tiene ser un cornudo —murmuró sonriendo con amargura—. Pero lo que no mata engorda.

Entonces la miró y advirtió por primera vez que tras aquellas gafas se escondían unos ojos de color miel. El local estaba atestado y comprobó que al fondo había varias caras que le resultaban familiares. Uno de sus administrativos, Daniel Yuste, tomaba café con su mujer y unos amigos. Parecían cuchichear.

—¿Y ha pensado qué va a hacer al respecto?

—¿Respecto a qué? Usted lo ha dicho, es para toda la vida.

—Ella se fue, eso es abandono del hogar, podría usted pedir la anulación, rehacer su vida.

—Me sorprende, Rosa.

—¿Cómo?

—Sí, pensaba que diría que el matrimonio es para toda la vida. Ya sabe, como antes.

—Sí, sí, y lo es, lo es. Y de hecho debería usted haber ido por ella, recuperarla. Es su esposa, tiene derechos sobre ella.

El policía sonrió para decir:

—¿Y darle una paliza al otro? ¿Matarla, quizá? La ley me protege, es mía.

Rosa Gil no pudo evitar una sonrisa:

—Así, como usted lo dice, suena hasta ridículo.

—El tipo con quien se fugó era un animal, me mataría él a mí sin despeinarse; además, Adela era una golfa; «a enemigo que huye…

—… puente de plata».

—Exacto. Aunque, debo confesar que eso de la anulación ni se me había ocurrido.

—Si, como usted dice, ella es una…

—Una golfa, Rosa, puede decirlo abiertamente. Todo el mundo lo sabía. Desde el primer día.

—Pues eso, podría usted pedir la nulidad eclesiástica.

—¿Y qué más da? Me hundió y ni me di cuenta de lo que me estaba pasando.

Rosa lo miró a los ojos.

—Sí, he oído su historia.

Alsina sonrió de nuevo con amargura, y repuso:

—Ya, me sé la película: el policía cornudo, el hombre sin agallas…

—Pues no parece usted como dicen —dijo Rosa, en un claro intento de animarlo.

—¿Y qué ha oído por ahí?

—Dicen que perdió usted a su mujer y que lo relegaron en su trabajo, que bebe demasiado…

—Claro —musitó Alsina mojando una magdalena en el café con leche—. ¿Sabe?, no se lo he dicho a nadie, aunque ahora mismo caigo en la cuenta de que tampoco tengo a quién hacerlo, pero llevo varios días sin beber. Increíble, ¿no?

Ella sonrió de nuevo:

—Enhorabuena, Julio. ¿Y eso? ¿A qué se debe?

—Hoy hace una semana. Desde el suicidio de la chica.

Rosa quedó pensativa por un instante. Había apurado su café.

—Ésta noche es Nochevieja. Debo irme, he de ayudar con la cena. Gracias por la invitación.

—No hay de qué, Rosa, gracias a usted —contestó tomándola por el brazo mientras hacía una seña al camarero para que le diese la cuenta.

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