1969

1969


Don Raúl

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Don Raúl

Al día siguiente, Julio Alsina estuvo toda la mañana enfrascado en sus papeles y adelantó mucho trabajo. Tuvo tiempo de ojear el periódico porque una entrevista al príncipe Juan Carlos había causado cierto revuelo: «Soy español y respeto las leyes e instituciones de mi país», decía el proyecto de monarca. «No debe haber un partido monárquico», afirmaba el joven príncipe.

Aquélla era la prueba, según los opositores al Régimen, de que Juan Carlos supondría más de lo mismo, la continuidad del Movimiento; otros interpretaban que intentaba jugar sus cartas dentro del sistema y que llegado el día cambiaría las cosas. El caso era que tanto unos como otros desconfiaban de sus intenciones.

Las cosas no resultaban fáciles, ni mucho menos, en aquel país y en aquellos días.

Cerró el periódico. De nuevo su mente volvió al asunto que le preocupaba y estuvo pensando en el caso. Pronto tendría noticias de Montserrat Pau y quizá podría avisar a su familia de que había muerto. Era lo mínimo que debía hacer. La otra prostituta, Veronique, no había dado señales de vida y no había pasado por el hotel a recoger sus cosas, lo cual hacía pensar al detective que estaba muerta también.

En La Tercia la gente estaba asustada. No se sale en rogativa por los desaparecidos si la cosa no es grave. Al menos, no todos los días. Tenía que hablar con el cura. Eran muchos incidentes extraños para un lugar tan pequeño. Primero, en octubre, la muerte de Antonia García, horrible y brutal. Sus compañeros le habían cargado el muerto al ex novio que, como quien dice, pasaba por allí. El asunto de la ausencia de huellas en el cuchillo era determinante. Él había visto la fotografía correspondiente en el informe del caso que le había dejado Oñate. Allí se veía el cuchillo, en mitad de una estantería metálica, a la vista. ¡Con manchas de sangre! ¿Cómo podía ser alguien tan imbécil para dejar así, a la vista, el arma de un crimen tan horrendo? ¿Y cómo iba esa misma persona a ser tan cuidadosa horas antes como para ponerse guantes antes de cometer el crimen con el fin de no dejar huellas?

Ahora bien, si el asesino no era ese tal Honorato Honrubia que se había ahorcado en la cárcel, había un homicida suelto. Sintió un escalofrío. Habían desaparecido dos cazadores y, luego, una pareja. Tenía que entrevistarse con el hermano del chico que conducía aquel mil quinientos negro. Él sí había denunciado la desaparición. Tenía que ir de nuevo a aquel pueblo.

Siguió pensando: en diciembre, dos putas que acudieron a una fiesta cerca del pueblo habían acabado mal. Una se suicidó (presuntamente) y la otra se había esfumado.

¿No sería todo aquello obra de un psicópata, de un asesino que hacía desaparecer a la gente?

Debía de tratarse de alguien de posibles porque la Político Social se había tomado muchas molestias en detener, torturar y eliminar a una simple prostituta. ¿Qué sabía Ivonne?

Aquello no le cuadraba. No veía a aquellos cabestros de la Político Social dando cobertura a un asesino que mataba a placer. Ni siquiera allí algo así era posible; pero ¿qué estaba sucediendo en aquel pueblo?

Sonó el teléfono.

—¿Diga? —contestó con voz cansada.

El corazón le dio un vuelco al escuchar una voz femenina al otro lado del aparato.

—¿Julio?

—¡Rosa! ¿Cómo estás?

—Bien, bien, te llamaba porque me gustaría que habláramos. He hecho averiguaciones sobre el cacique local, don Raúl, y quería contártelo.

—De acuerdo. ¿Dónde nos vemos?

—Ése es el problema, no deben vernos juntos, ya sabes.

—Ya.

—¿Se te ocurre algún lugar?

—No, la verdad, pero esta tarde quiero volver a La Tercia, me he pasado por Hacienda y don Serafín me deja el coche. Si quedáramos en algún lugar discreto…

—No es buena idea. No debo acompañarte. Bueno, vete el coche hasta San Benito, y una vez que pases junto a mi centro continúa recto y hasta poco antes de la vía del tren; allí, la izquierda, hay un recodo junto al cañizo donde podrá aparcar lejos de miradas indiscretas. Nos vemos a las tres y cuarto.

—De acuerdo. No faltes, ¿eh?

—Allí estaré.

Colgó y salió a toda prisa de comisaría para dirigirse a Galerías Preciados.

Apenas llevaba diez minutos de espera cuando la portezuela del coche se abrió.

—Hola —saludó Rosa.

—Hola —contestó.

Rosa Gil iba sin gafas, y por primera vez en su vida la vio con el pelo suelto. Llevaba una cinta de color azul que lo sujetaba y la hacía parecer más joven, y olía a lavanda y a champú. Era evidente que se había perfilado los labios.

—Vaya, estás guapísima.

—Cuéntame lo que has averiguado tú —pidió la falangista cambiando de tema. Parecía azorada y lo disimuló sacando un perfumador de bolsillo de color rosa. Se perfumó con cierta coquetería, envolviendo el coche con un inconfundible aroma a Heno de Pravia.

—Sí, sí.

Le relató todo lo que había podido desentrañar en los dos días escasos que llevaban sin verse. Ella escuchaba totalmente absorta.

—Vaya —murmuró Rosa cuando el policía terminó—. Lo de Antonia es brutal, me refiero al asesinato y lo del bebé que esperaba. ¿Seguro que no fue Honorato?

—Lo del cuchillo me parece evidente. Sé cómo actúan mis compañeros.

—Pero ¿por qué iban a falsificar las pruebas para cargarle el muerto a un don nadie?

—¿Por qué simularon el suicidio de una prostituta? Te lo diré: para proteger a alguien importante.

—Y piensas en don Raúl.

—En efecto.

—Pues a mí no me cuadra, y ahora te diré por qué: recuerda que hay, además, cuatro personas más desaparecidas.

—Exacto. ¿Qué has averiguado?

—¿Puedes poner la calefacción? Tengo frío —pidió la joven.

Julio arrancó el motor e hizo lo que ella le pedía.

—Ayer pasé por la Delegación Provincial de Falange —comenzó Rosa—. El tesorero es muy amigo mío y estuvimos charlando, ya sabes, de la vida, de esto y de lo otro… Le pregunté por don Raúl y me dio toda la información: don Raúl Consuegra y Salgado fue seminarista de joven, aunque no llegó a profesar. Era un joven religioso y el Alzamiento le pilló en Barcelona.

—Zona roja.

—En efecto, por lo que fue detenido por ir a misa. Estuvo en un campo de concentración, donde acumuló un enorme resentimiento hacia sus captores. Al cabo de un año, un pariente lejano habló por él y salió. Logró pasarse a los nacionales por Madrid. Salió alférez provisional al poco tiempo y se distinguió en combate. Al parecer era un tipo sanguinario, muy resentido con el enemigo, y mereció varias condecoraciones que le hicieron caer en gracia al mismísimo Caudillo. Acabó la guerra con el grado de comandante en el Estado Mayor de Franco, y durante años gozó de buena posición e influencia. Hace cosa de diez años, cansado, se retiró a la finca que tenía en La Tercia, herencia de su madre, no sin antes haberse hecho inmensamente rico jugando bien sus cartas, ya que era un tipo influyente. Es hombre que tiene buenos contactos con los tecnócratas.

—¿Es del Opus?

—No, pero se lleva bien con ellos y con nosotros.

—¿Vosotros?

—La Asociación Católica Nacional de Propagandistas.

—Ya, lo olvidaba, perdona.

—Mira, Julio, para la gente de la calle, el Movimiento es uniforme, sólo uno. Franco ha procurado que se desarrollara en la gente el instinto, la costumbre quizá, de no meterse en política, pero bajo la mesa hay tendencias, familias, y la gente juega sus opciones.

—No te sigo mucho, la verdad, los últimos años aparecen para mí como una extraña nebulosa de Licor 43.

Lo miró con infinita paciencia y trató de explicarle:

—Mira, ahora mismo, por debajo de Franco, que todo lo controla, existen al menos tres tendencias fundamentales que él utiliza lanzando a unas contra otras para que luchen y se desgasten pero sin dejar que la sangre llegue al río.

—Divide y vencerás.

—Exacto. El Caudillo fue siempre un hombre listo, no olvides que supo imponerse a otros más brillantes e inteligentes que él. Desde el Plan de Estabilización es un hecho que los tecnócratas del Opus han sabido llevar a cabo el milagro económico: el año pasado llegamos a diecinueve millones de turistas y las cosas han mejorado mucho. Esto no ha agradado a los del búnker.

—¿«Los del búnker»? —repitió sin saber de qué le hablaba.

—Sí, un reducto dentro de Falange, digamos que el sector duro, está representado por el diario El Alcázar y aúna a auténticos camisas viejas con algunos nuevos cachorros. Sabes que muchos en Falange piensan que Franco se adueñó del legado joseantoniano, e incluso insinúan que le vino muy bien que el fundador fuera fusilado en Alicante. Hay además quien llega más allá y afirma que el Caudillo no hizo todo lo posible por salvarlo, y que bien podía haberlo canjeado por otros presos republicanos de renombre que estaban en su poder.

—Sí, eso se dice en la calle.

—Bien. Los del búnker están bien representados en esta región: el gobernador civil, don Faustino Aguinaga, es uno de ellos, es miembro del Consejo Nacional del Movimiento, y tu comisario, Jerónimo Gambín, también. Son inmovilistas y no les agrada la apertura económica de los últimos años; son partidarios de la autarquía, y los buenos resultados obtenidos por el Opus los tiene en pie de guerra. Don Raúl está ligado a los otros dos sectores, los tecnócratas y los católicos más moderados, como yo, que somos la tercera tendencia, por eso no me encaja que en caso de que fuera un asesino, la Político Social de aquí, que viene a ser una extensión del brazo del Gobernador, le salvara la papeleta.

—Ya. ¿Y ese americano, míster Thomas? Bien podría ser él.

—Lo mismo. Las relaciones con los americanos han mejorado mucho, mira si no lo de las bases militares, pero los del búnker son profundamente antiamericanos, no me los imagino limpiando la suciedad de un yanqui aquí en España, la verdad.

Alsina quedó pensativo. Aquélla disertación de Rosa le desbarataba la única teoría que se había atrevido a esbozar.

De pronto ella dijo:

—¡Cuidado! —y se agachó, lanzándose sobre su regazo.

Tres muchachas pasaron por el camino, cerca de ellos. Iban riéndose.

Pasaron unos segundos hasta que las voces se fueron perdiendo en el infinito.

—Son chicas que están haciendo el Servicio Social con nosotras —explicó Rosa incorporándose en cuanto hubieron pasado—. Si me vieran aquí…

—¿Sí?

—Que las he instruido sobre cómo portarse virtuosamente y me costaría caro que me encontraran de esta forma, dentro de un coche, en lugar apartado y con un hombre. He sido dura con ellas, lo único que tiene una joven es su virtud, me veo obligada a hacérselo aprender como sea y ahora… ¡mírame!, ¡aquí!, contigo, ¿qué estoy haciendo?

—Tranquila Rosa, tranquila.

—No debemos vernos más.

Silencio.

—Por cierto, te he traído una cosa —dijo ella tendiéndole una bolsa—. Supuse que nadie se habría acordado de ti por Reyes.

Quedó un poco aturdido, pero la falangista sacó en seguida un paquete de la bolsa envuelto en papel de regalo.

—Vaya, no tenías que…

Lo abrió con ansia, rompiendo el envoltorio. Era un estuche de aseo masculino de Varón Dandy; llevaba colonia, champú, jabón y loción para el afeitado.

—Gracias, Rosa, no me lo esperaba —aseguró tendiéndole otra bolsa—. Verás, yo también te había traído algo…

Se puso colorada. Sonrió. Abrió el regalo de Alsina, un single de Juan y Júnior que incluía dos temas, «Anduriña» y «Para verte reír».

—Es una tontería.

—Me gusta mucho —contestó ella—. Gracias.

Permanecieron en silencio, mirando al suelo y con sus respectivos regalos en el regazo.

—He venido a contarte lo que había averiguado y a decirte que no debemos vernos más —dijo Rosa.

Silencio otra vez.

—Eres especial, Julio, no te mereces lo que te ha pasado en la vida y estás siendo muy valiente investigando la muerte de esa pobre descarriada que a nadie importa. Si por mí fuera, no me importaría ir contigo a investigar, subir al coche…, pero no puedo, siempre he sido dura con mis alumnas, creo firmemente en el papel que la mujer debe desempeñar en esta sociedad, que debe respetarse a sí misma si quiere que luego la respeten, hacerse valer ante el hombre, y me estoy comportando de una forma… extraña.

—Lo entiendo, Rosa. Pero…

—¿Sí?

—… ¿por qué te has soltado el pelo?

—Tú me lo sugeriste.

Él sonrió como demostrando que tenía razón.

—A lo mejor, si las cosas fueran de otra forma… Quiero que sepas que lo del otro día fue importante para mí —agregó la joven.

—Y para mí —se oyó decir a sí mismo.

—Mucha suerte, Julio, y ten cuidado, rezaré por ti todas las noches. Tengo que irme, a las cuatro hay rosario.

Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, Rosa había bajado del coche y caminaba calle abajo. Le pareció que lloraba. Puso el motor en marcha.

—¿Antonio Quirós? —dijo una voz que no resultaba conocida al mecánico.

El operario salió de debajo del coche, totalmente embadurnado en aceite, y dijo:

P’a servirle. ¿Qué se le ofrece?

Delante tenía un tipo delgado, alto, con traje de franela marrón y un abrigo que le quedaba demasiado grande.

—Julio Alsina —se presentó el desconocido mostrando una placa—. Soy policía. Usted denunció la desaparición de su hermano Paco hará cosa de un mes, ¿no?

—Así es, sí. ¿Hay novedades?

—Digamos que soy nuevo en el caso.

—Pues espero que se tome más interés que sus compañeros…

—¿Puedo invitarle a un café?

—Mejor un coñac.

—Hecho.

Cruzaron la calle principal y entraron en el bar del pueblo. Comenzaba a oscurecer y no había nadie en la calle. La Tercia parecía como triste, abandonada bajo aquella melancólica luz invernal. Había tres o cuatro parroquianos escasos en el bar y Alsina pidió un carajillo para él y una copa de Fundador para su testigo.

—No crea —empezó Antonio sentándose en una de las mesas de formica que salpicaban el establecimiento—, cuando éramos críos esto era otra cosa, pero ahora la mayor parte de la gente emigró. Quedamos cuatro gatos, el negocio apenas me da para comer.

—Por eso su hermano no trabajaba con usted.

—Eso es. Cuando vino de la mili, su intención era trabajar conmigo, pero mi taller no da p’a tanto. Así que le encontré trabajo en el taller de un conocido, el señor Dimas, en San Pedro del Pinatar.

—De allí sacó su hermano el mil quinientos negro.

—Sí, su jefe se fue antes de la hora de salida y él se lo trajo. Pasó a enseñármelo, me dijo que lo devolvería al día siguiente a primera hora. ¿Usted cree que hubiera hecho algo así si pensara fugarse?

—Pues no. Y esto, ¿se lo contó usted a mis compañeros?

—Pues claro.

—Y cuando su hermano se iba con la novia a…, bueno, ya sabe, a buscar intimidad, ¿en qué coche lo hacía habitualmente?

—Con mi seiscientos. Pero aquella noche se le ocurrió la tontería esa de traerse el coche de un cliente. No debió hacerlo.

El camarero les sirvió las bebidas mirando fijamente a Julio. Le había reconocido. Al poco se perdió tras la barra y entró por una puerta que daba a la cocina.

—No se lo tome a mal, pero sus colegas no se han vuelto locos precisamente buscando a mi hermano Paco. Él era honrado, quería casarse.

—Igual se fugó por eso; en el informe consta que la familia de su novia no veía con buenos ojos el noviazgo.

Antonio Quirós se quedó mirando al policía fijamente y espetó:

—¿De dónde es usted?

—De Madrid.

—Pues aquí, en Murcia, en la huerta, cuando uno quiere a una moza y la moza lo quiere a él, y la familia de la zagala se opone, lo que uno hace es llevársela. Una noche. Una noche, don Julio. A los Baños de Mula. Luego se vuelve, y como la moza ya no es… ya sabe usted.

—Virgen.

—Eso, pues ya no hay peros a la boda. Le recuerdo que lo de mi hermano fue hace más de un mes y también que el coche era de un cliente del taller del señor Dimas, eso es un robo. No me casa, don Julio, no me casa.

—¿Le dijo su hermano adónde iba a ir después de enseñarle el coche?

—Pues claro, a darle una vuelta a la Pascuala y luego, ya sabe, ande Los Mosquites.

—¿Cómo?

—Sí, un caserío abandonado, por el camino que rodea la finca de don Raúl.

—¿Me lleva allí?

—No puedo; el negocio… Además, es de noche.

—¿Podría indicarme el lugar haciéndome un plano?

—Claro.

Le tendió una servilleta y el joven le hizo un croquis con un bolígrafo Bic que sacó del bolsillo de su mono de trabajo azul. Mientras el mecánico anotaba, el policía preguntó:

—¿Y qué hay de los dos cazadores desaparecidos?

—Ése asunto está claro —sentenció Antonio Quirós.

Alsina iba a preguntar qué quería decir el joven con su frase, pero no tuvo tiempo: reapareció el camarero en la barra. Jadeaba. Los miró sin disimulo. Al momento sonó la cortinilla de bolas de la entrada; era el pedáneo.

—¡Vaya! —dijo entre aspavientos—. ¡Si está aquí la policía!

En cuanto vio venir al alcalde, Antonio Quirós farfulló una disculpa y abandonó el bar, no sin antes entregar la servilleta con el plano a Alsina con mucho disimulo. Éste la guardó en el bolsillo del pantalón, bajo la mesa.

—Iba a decirle que se sentara, señor alcalde, pero ya lo ha hecho usted.

—Pedáneo, amigo, pedáneo. ¡Una cerveza, Infantes! ¿Usted se llamaba?

—Alsina, Julio Alsina.

—Ya.

—Usted era don Edelmiro, ¿no?

—En efecto, Edelmiro García. El mismo que viste y calza.

El camarero trajo la cerveza y el pedáneo dio un buen trago.

—¡Qué buena! —elogió—. ¿Y qué le trae por aquí? Le ha tomado usted gusto al pueblo…

—Investigo una desaparición. La del hermano de Antonio.

—Paco Quirós se llevó a la novia. Los padres de la Pascuala no querían que la rondara y se fugaron. Punto —dictaminó el pedáneo con cara de pocos amigos, mirándole con rabia desde sus profundos y primitivos ojos negros de labriego.

—¿Y los dos cazadores? —inquirió de manera abrupta el detective a la vez que consultaba su bloc de notas—. Sebastián y Pepe «el Bizco» creo que se llamaban.

—No tengo ni idea de eso.

—Pero desaparecieron, ¿no?

—No hay puesta ninguna denuncia.

—Me gustaría hablar con sus familiares.

—La familia del Sebastián se mudó a Gerona hace tres semanas y el Bizco era soltero, no tenía a nadie.

—¿Adónde se dirigían a cazar?

—No lo sé.

—Eran furtivos, ¿no?

—Sí, eso todo el mundo lo sabía. Créame, no es buen asunto ir por ahí a colarse en fincas ajenas y agotarles la caza.

—Ya. ¿Cazaban por la finca de don Raúl? ¿Sabe usted si se colaban en ella?

—Nunca hubieran tenido cojones para hacer algo así; aquí, a mi jefe se le respeta.

—¿Le temen?

—No, he dicho que se le respeta. No cambie usted mis palabras. Don Raúl ha hecho mucho por este pueblo.

—Trajo a la empresa americana ésa, ¿no?

—Exacto.

—Se dejarán sus buenos dineros.

—Sí.

—¿Y paran mucho por el pueblo?

—No, no, en La Casa tienen de todo.

—¿La Casa?

—Sí, donde la empresa, más allá de la finca de don Raúl tienen una casona que él les restauró. Hay de todo, piscina, cocinas, un mini-bar y hasta un pequeño campo de golf, no necesitan salir de allí.

—¿Les organizan ustedes fiestas?

El otro lo miró con cara de pocos amigos. Era obvio que sabía de qué estaban hablando.

—No —repuso secamente.

—El otro día me llamó la atención lo de la rogativa. El pueblo parece nervioso por las desapariciones.

—Ya le he expuesto los dos casos. Todo tiene una explicación lógica.

—Y queda lo de Antonia García.

—Eso no fue una desaparición, fue un crimen. Y el asesino pagó como debía. Así se pudra en el infierno.

—¿Está seguro de que fue él?

Comprobó que había dado en el blanco, pues su interlocutor se movió como si hubiera encajado un golpe imaginario. Lo miró sorprendido, sus ojos parecían decir «¿cómo sabe usted eso?», pero en unos segundos Edelmiro García, alcalde pedáneo de La Tercia, logró recomponerse lo suficiente como para farfullar:

—Honorato siempre fue muy violento, pregunte por ahí; ella lo dejó por eso.

Alsina comprendió que no debía apretar más. Se levantó y dejó unas monedas sobre la mesa.

—Ha sido un placer, don Edelmiro. Hasta más ver —se despidió.

Salió a dar un paseo por el pueblo. No le agradaba aquel tipo. Caminó calle abajo e intentó preguntar a un par de lugareñas, pero ambas cerraron las puertas de sus casas sin siquiera dirigirle la palabra. La gente tenía miedo. Volvió sobre sus pasos. Justo al llegar a la puerta de la ermita se dio de bruces con el cura, don Críspulo, que luchaba por arrancar un dos caballos, modelo Azam 6, haciendo girar la manivela que se insertaba delante del motor en caso de emergencia.

—¡Don Críspulo! —gritó caminando hacia él.

El cura lo miró con desconfianza y siguió a lo suyo.

—Julio Alsina, policía. Investigo una desaparición.

El joven sacerdote giró la cabeza, lo miró y, sin contestar, volvió a voltear la manivela. El motor comenzó a rugir, y se encaminó hacia la portezuela del coche.

—Espere —dijo Alsina tomándolo por el brazo—. Tiene que hablar conmigo, aquí ha desaparecido gente y…

—¡Tengo prisa, apártese! —exclamó el cura deshaciéndose del agarrón del policía con violencia. El sacerdote parecía muy asustado, nervioso. En un momento estaba subido en el coche, metió la primera, pisó el acelerador y salió de allí a toda prisa. Alsina se quedó inmóvil viéndolo alejarse.

Definitivamente allí había gato encerrado. ¿Qué pasaba en aquel pueblo?

Volvió por el seiscientos dando un paseo y ojeando las calles por aquí y por allá. No vio a nadie. Estaba oscuro y no había farolas, sólo alguna que otra bombilla sujeta a las paredes o colgando del tendido eléctrico. Comenzaba a refrescar. Decidió volver a Murcia.

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