1969

1969


Jonás

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Jonás

Alsina dejó a Ruiz Funes en su casa de la Gran Vía y retornó a la pensión pasando por Verónicas. Aparcó en la calle de Ricardo de la Cierva y se apresuró caminando a paso vivo, pues estaba cansado y quería llegar cuanto antes a la pensión. Al entrar en el amplio portal percibió que había algo detrás de él, algo oculto en la semipenumbra que originaba el inmenso portón de madera que, a aquellas horas, aún estaba abierto. Siguió su camino girando a la derecha para atacar las escaleras y entonces los vio. En un rincón, la luz de la farola que entraba desde la calle iluminaba el rostro de Rubén, el vendedor de cupones ciego, como desencajado, con la boca abierta. Delante de él, en cuclillas, había una mujer que movía rítmicamente su cabeza hacia la altura del regazo del hombre, que emitía leves gemidos. Reconoció los calcetines blancos de Clarita. Alsina siguió su camino procurando no hacer ruido para encontrar la puerta de la pensión semiabierta y oír unos pasos que corrían delante de él.

Cuando llegó a la cocina, le pidió a doña Salustiana un vaso de leche.

Observó mientras tanto que los ojos de Inés, la criada, parecían llorosos mientras arrimaba una inmensa olla llena de agua al fuego.

—¡Anda, anda! ¡Vete por las bolsas de agua caliente de los huéspedes! —ordenó la patrona.

Cuando la joven salió del cuarto, Julio preguntó:

—¿Han discutido ustedes dos?

Doña Salustiana, sonriendo, repuso con aire paternal:

—Ay, don Julio, no, no. Que esta cría no tiene cabeza. Ve unos pantalones y se pierde, y esa pequeña furcia que vive en el patio, la hija de doña Tomasa, es de armas tomar.

—Clarita.

—Ésa. Acabará mal. La madre ya fue «espabiladita», ¿sabe?

—¿Cómo?

—Sí, ya sabe, era un poco fresca. Ahora cose, pero… ¿por qué cree usted que tiene un pasar?

—No la sigo, doña Salustiana.

—Sí, hombre, sí. Todo el mundo lo sabe, la madre de la fresca ésta fue nada menos que pajillera en el cine Rex.

Sintió que se ruborizaba.

—Y ganaba sus buenas perras, me lo contó mi marido que en paz descanse.

—Y lo dejó.

—Sí, tuvo una turinitis en un codo.

—Una tendinitis.

—Sí, eso que ha dicho usted. O sea que de casta le viene al galgo. Ahora, lo que es a mí, no ha nacido la tunanta que se atreva a quitarme el hombre.

—¿Cómo? —exclamó el policía pensando en el actor, Eusebio.

—No, no —se apresuró a decir ella, viendo que había metido la pata—. Me refiero a cuando vivía mi marido. Que una ya está curada de espanto. Pero cuando vivía mi hombre…, si alguna pelandusca se hubiera interpuesto…, ¡no sé lo que hubiera hecho!

El policía tragó saliva recordando la escena que había presenciado en el patio, el actorucho entrando en casa del viajante de los pantalones Lois cuando éste se había ido.

—¿Entonces, Rubén e Inés…? —preguntó para disimular.

—Sí, pero parece ser que ella ya se ha dado cuenta de que lo único que buscan los hombres es eso, un buen revolcón, y si te he visto no me acuerdo. Ya perdí dos buenos huéspedes por ella. Todos me la preñan. Hale, aquí tiene.

No se atrevió a preguntar qué había sido de aquellos supuestos retoños. Tomó el vaso de leche que le tendía la patrona y decidió irse a la cama.

Aquélla noche durmió como un tronco y a la mañana siguiente desayunó con Rubén, el ciego, con el representante de mercería, don Damián, y con su patrona. La ciudad andaba revuelta porque aquella misma noche actuaba Salomé en el Romea, presentada nada menos que por Laura Valenzuela y Joaquín Prat. Doña Salustiana estaba emocionada, pues tenía una entrada para el evento. Julio salió con prisa, no sin antes ser interpelado por el ciego que le abordó en el pasillo y le pidió discreción absoluta sobre el incidente de la noche anterior.

—Pensé que había pasado inadvertido…

—Soy ciego, Alsina, no gilipollas —contestó el otro con toda la razón.

Rápidamente llegó a la calle y se dirigió hacia el bar El 42, donde había quedado con Joaquín. Éste le dio los catálogos de la ITT y comprobó con cierto alivio que no sólo vendería televisores, sino también transistores de distintos colores y tamaños. Pensó que aquel tipo de producto, más asequible, se colocaría mejor.

—Ésta mañana me he despertado con una extraña sensación —dijo—. Eran las seis y había algo que no me dejaba dormir, ya sabes, esa sensación de que se te olvida algo. Me puse a ojear el sumario que me dejó Oñate y aclaré una cosa sobre el robo en casa de Sara López.

—Eso está claro, fue ese pirado, Honorato Honrubia. Se llevó la foto. Tendría una fijación con la ex novia.

—Pues no.

—¿Cómo?

—Que doña Sara, la madre de Antonia, dejó la casa a eso de las once de la mañana. Todo estaba intacto, luego el robo tuvo que producirse durante el sepelio.

¿Y?

—Según consta en el sumario, Honorato Honrubia fue detenido esa misma mañana a las nueve en punto. Él no pudo cometer el robo.

—Joder.

Alsina sonrió a su amigo muy satisfecho.

—Entonces, Julio, ¿tú qué piensas?

—Creo que fue el americano.

—Salió hacia su tierra el día antes de la muerte de la chica, ¿recuerdas?

—Sí, sí. No sé, igual fue por encargo. Doña Sara dijo que el amigo, ese tal Richard, se quedó turbado cuando vio la fotografía. Apuesto lo que quieras a que Robert, el novio, está casado en su Indiana natal.

—Ya, la misma historia de siempre.

—Bueno, me voy a echar un vistazo a los catálogos y a aprenderme los precios. Haré lo que pueda, pero ya sabes que intentaré seguir con las pesquisas.

—Descuida, amigo, lo imaginaba; pero ya verás, esto se vende solo. Julio hizo amago de pagar, pero Joaquín negó con la cabeza:

—Ni se te ocurra, corre de mi cuenta: reunión de trabajo.

Antes de salir, el policía se giró y preguntó:

—¿Crees que estoy loco?

—¿Cómo dices?

—Sí, que si piensas que me he vuelto loco con este asunto: primero una furcia que oficialmente se suicidó y luego un asesinato y dos desapariciones en un pueblo dejado de la mano de Dios.

Ruiz Funes lo miró con franqueza. Sonreía:

—No estás loco —afirmó mientras hacía un gesto para llamar al camarero—. Son muchos sucesos extraños juntos para un pueblo tan pequeño. Ahí hay gato encerrado.

Alsina asintió y salió a la calle sonriendo, pues se sintió respaldado. Tenía prisa por llegar al juzgado.

Rosa Gil estaba contenta; todo había salido a la perfección. El día de convivencia había sido planificado hasta el último detalle y el trabajo bien hecho había dado sus frutos.

Sábado y un esplendoroso sol invernal, un buen entorno para las consignas, el ejercicio físico y el fervor patriótico y religioso. El Valle era el marco ideal, un pequeño remanso de paz rodeado de árboles, con un pequeño quiosco-bar y un estanque con patos al que seguía una zona con mesas y bancos de madera para reunir a los excursionistas. Estaba situado al pie de la sierra de la Cresta del Gallo, al sur de la ciudad. La explanada de tierra, convertida en campo de deportes, había acogido las demostraciones gimnásticas de Flechas y Pelayos.

Éstos últimos se habían ejercitado en una pista americana con cuerdas, fosos y obstáculos de troncos e hicieron las delicias del mismísimo gobernador civil. Luego había actuado la sección de Coros y Danzas de la Sección Femenina y, después, un grupo de escogidas, seleccionadas por ella misma, había maravillado a la concurrencia con una demostración de gimnasia sueca que llevaban ensayando durante meses para la ocasión. Se había celebrado misa, y el concurso de paellas deparó algunas realmente espectaculares. Después de comer y de rezar el rosario se habían dividido en grupos para instruir a las chicas. Una delegación de insignes miembros de la Sección Femenina que había venido de Madrid quedó impresionada por el trabajo de Rosa y luego se había despedido entre loas y parabienes porque su tren salía aquella misma tarde. Definitivamente, un éxito.

—Cuando os caséis —se oyó decir a sí misma con cierta desgana—, añadiréis a vuestro nombre de soltera y vuestro primer apellido el de vuestro esposo con un «dé» delante. Por ejemplo, Asunción, tú te apellidas Rueda, ¿no?

Una chica morena con unas trenzas que le daban un aire excesivamente infantil asintió.

—Bien, pues serías Asunción Rueda de…

—¡Martínez! —terció una amiga de la aludida, haciendo que todas estallaran en una carcajada mientras ella se ponía colorada como un tomate.

—Pues eso: Asunción Rueda de Martínez —concluyó Rosa Gil adoptando un aire ciertamente maternal—. Ya me contarás lo de ese misterioso señor Martínez… Ahora, tomad vuestros lapiceros y el bloc, poneos en grupos de cuatro y repetid el ejercicio con vuestros nombres y apellidos.

Mientras las jóvenes se afanaban en realizar el encargo, caminó bajo los árboles. Pensó que quizá todo aquello había perdido sentido para ella. Se habría convertido en una hipócrita. Una mujer soltera predicando la castidad, las buenas maneras, los valores que una esposa cristiana y amante del Régimen había de llevar al matrimonio, cuando ella…

Sentía envidia por sus chicas; ellas tenían toda la vida por delante. Comenzaba a percibir que igual sus padres tenían razón desde el principio y que aquella militancia política a la que había entregado su vida bien podía ser un error. La sola idea le producía pánico.

Entonces levantó la mirada y sintió que le daba un vuelco el corazón. Allí estaba él, apoyado sobre un Simca 1000 y leyendo el periódico; llevaba unas gafas de sol de pasta marrón.

Al verla, le hizo un gesto con la cabeza, discretamente.

Rosa se acercó a su ayudante y le dijo:

—Sigue tú. Voy a dar un paseo.

Se encaminó hacia el lugar por donde lo había visto desaparecer, justo tras una curva de la carretera. Miró atrás y comprobó que nadie la había observado.

Cuando giró tras el recodo, sintió que le chistaban y vio a Julio tras un inmenso pino en una pequeña rambla. Se adentró en ella.

—Ven —pidió él tendiéndole la mano.

Caminaron un buen trecho cuesta arriba hasta que encontraron de nuevo la carretera en lo alto. Allí, tomaron asiento sobre una enorme roca. Desde aquel lugar contemplaban el verdor de la huerta, las casas que la salpicaban y la ciudad. Todo el valle se les mostraba en aquella mañana despejada y clara. La torre de la catedral destacaba, cómo no.

—¡Menuda tenéis montada ahí abajo! —dijo el policía con admiración.

—Es una concentración provincial.

—Vaya…

Silencio.

—Bueno —se atrevió a decir el detective—, hay novedades.

—¿Sobre Ivonne?

—No, sobre el pueblo.

Entonces le contó todo lo que había averiguado, expuso sus sospechas sobre que Honorato Honrubia pudiera ser inocente y le narró lo del robo de la fotografía.

—Eso es raro —comentó Rosa.

Le contó entonces lo que sabía de los cazadores desaparecidos, poca cosa, la verdad, y sus pesquisas sobre la pareja que se había esfumado mientras buscaban intimidad en su coche. Se detuvo en explicarle lo de las marcas de las ruedas.

—¿Y qué vas a hacer?

—Ahora viene lo bueno: estoy en excedencia.

—¡Cómo!

—Sí, he aceptado las representaciones que me ofreció Joaquín de la ITT. Me permitirá moverme libremente por la zona y hacer mis averiguaciones con tacto.

—Es una buena idea —convino ella tras pensarlo un poco.

Entonces Julio le contó el incidente del cura.

—Necesito que me conciertes una entrevista, Rosa.

—Tengo influencia en el Obispado, pero ten presente que me llevará unos días.

—No hay problema.

—¿Algo más? En seguida me echarán de menos.

—Sí. Ésta mañana he pedido la separación matrimonial.

Ella guardó silencio.

Alsina lo había soltado así, de sopetón.

—Sé que no es gran cosa y que la ley no permite pasar de ahí, pero Adela incurrió en abandono de hogar y eso me deja mejor situado. Si algún día surgiera la posibilidad, creo que podría servirme de base para pedir una anulación.

—Eso no es tan sencillo.

—Ya, ya, pero, por lo menos, de momento queda constancia legal de lo sucedido.

—Sí, en eso tienes razón —reconoció Rosa, que parecía molesta—. Tengo que irme.

—Bueno, cuando sepas algo de lo del cura, ¿me harás llegar la noticia a la pensión?

—Sí, pero ¿cómo?

—Llama por teléfono y di que eres una cliente de Cartagena.

—Me parece buena idea.

Se despidieron con un tímido beso en los labios. ¿Quién entendía el mundo?

Pasó el domingo encerrado en la pensión. Leyó, repasó los catálogos y escuchó los resultados de los partidos de fútbol en el Carrusel Deportivo de la radio. Doña Salustiana preparó castañas asadas, de las que todos los huéspedes dieron buena cuenta viendo la televisión. Le costó dormir y, de hecho, tuvo pesadillas. Soñó con aquel pobre tonto de La Tercia que hablaba de ángeles blancos y despertó cubierto de un sudor frío. Fue al baño a orinar y escuchó de nuevo los gemidos de doña Salustiana. El actorucho jugaba a dos palos de la baraja. Mal asunto. Volvió a la cama y durmió plácidamente. Tuvo un sueño erótico en el que hacía el amor con Adela pero ésta tenía en realidad el rostro de Rosa Gil, con su camisa azul de Falange. Despertó porque la luz del día le molestaba en los ojos y se levantó de un salto: tenía planes.

Jonás luchaba por arrancar las malas hierbas con la azada y maldecía aquel dolor de riñones que lo torturaba desde hacía ya un par de semanas y no remitía. A pesar de que se empleaba a fondo, no daba abasto, por cuanto la falta de lluvias había endurecido en exceso el suelo y crecían hierbajos que ni las cabras querían comer.

Entonces escuchó el sonido de un coche que se acercaba por el páramo desde Sucina. Levantó la cabeza y contempló cómo el vehículo se detenía al llegar a su altura para que un señorito de ciudad sacara la cabeza por la ventanilla diciendo:

—¿Es usted don Jonás?

—No sé de dónde se ha sacado el don, pero sí, así me puso el cura.

El desconocido, muy trajeado a ojos de un hombre de campo como él, bajó del vehículo estirando las piernas y le tendió la mano.

—Me llamo Julio Alsina y soy representante de la ITT.

Jonás no sabía qué era eso de la ITT, ni le importaba, la verdad.

—Ah —murmuró, pensando que el otro era un loco o, a lo peor, un ocioso.

—Soy policía en excedencia.

—¿Cómo?

—Sí, que he pedido un permiso temporal para dedicarme a vender televisores —aclaró al labriego.

«Acabáramos», pensó el campesino. Un loco.

—No pierda el tiempo —dijo—. Sea lo que sea, no me interesa.

—No, no. No quiero hablar con usted por eso, es que colaboré en la investigación de la desaparición de su primo, Sebastián.

Jonás miró al desconocido con desconfianza. El detective observó que agarraba la azada con más fuerza.

—Sólo quiero hacerle unas preguntas. ¿Hace un pito?

El campesino miró al intruso de arriba abajo. Ni contestó. Llevaba unas roídas alpargatas con unos sucios calcetines grises, pantalón de pana, una camisa de cuadros y una rebeca de lana de color aceituna.

—Quiero preguntarle una cosa que me intriga: ¿cómo es que la mujer de su primo se ha ido tan pronto a Barcelona?

Aquélla pregunta actuó como un resorte. Jonás aceptó el Celtas que le tendía y aspiró para aprovechar la llama de la cerilla del desconocido.

—Nada la ata a este pueblo y tiene familia allí.

—Sí, sí, pero hace poco tiempo de la desaparición, apenas un mes.

Jonás levantó la mirada y observó a su interlocutor con un punto de malicia y una sonrisa que traslucía cierta condescendencia. Sobraron las palabras. Julio pensó que la gente de aquella tierra era así, poco amiga de aspavientos y artificios. Allí nada sobraba, ni el agua ni los recursos, y los campesinos se habían acostumbrado a luchar por arrancar hasta el último grano de trigo a la tierra. Por no desperdiciar, ni siquiera derrochaban las palabras.

—O sea que piensan ustedes que está muerto desde el principio.

El otro asintió.

—¿Y cómo es que la mujer de su primo no lo denunció? ¿Por qué no se quedó a gritarle al mundo que aquello era un asesinato? ¿Por qué no aguardar a que aparezca el cadáver?

Jonás sonrió, esta vez con cierta amargura.

—¿Dice usted que es policía?

—Sí, en excedencia.

—¿Y cómo me pregunta algo así, hombre de Dios?

Alsina supo que era difícil interrogar a la gente sencilla como aquélla, que medía hasta la última palabra y prefería el silencio a una pequeña indiscreción.

—¿Tenía su primo enemigos?

—No; enemigos, lo que se dice enemigos… no.

Decidió cambiar de táctica.

—Usted era muy amigo suyo.

—Como hermanos.

—Lo echará de menos, claro.

—No lo sabe usted bien.

—Y querrá que paguen los culpables.

Jonás ladeó la cabeza, como si sus deseos y la realidad no pudieran coincidir.

—Yo voy a hacer justicia —sentenció Alsina muy serio, tan serio que notó que impresionaba a su interlocutor.

—Ya le había dicho yo que no se metiera donde no debía.

—¿Se refiere usted a la caza?

—Sí.

—Pero usted cazaba con él…

—Sí, pero no en las tierras de don Raúl.

—Ya. Solía colarse en El Colmenar con el Bizco, ¿no?

—Sí señor, fue cosa de ese jodido idiota. Hace dos años, los guardas de don Raúl ya le dieron una buena paliza.

—¿A su primo?

—No, no, al Bizco, por cazar donde no debía. Le dijeron que si volvían a verlo dentro de la finca, lo mataban.

—Entonces piensa usted que don Raúl…

—Yo no he dicho eso.

—¿Les acompañó usted alguna vez al interior de la finca?

—Ni borracho. Aunque me insistieron mucho para que lo hiciera. Eso sí, les dejé a mi Hocicos para que me dejaran en paz y les advertí que no fueran por allí, querían cazar un «chino[1]». Al parecer, le habían echado el ojo a un berraco de buenas defensas.

—¿Su Hocicos…?

—Sí, mi mejor perro de caza.

—¿Y ha vuelto a verlo?

—¿Al perro? Quiá, desapareció con ellos.

—¿Cómo era?

—Pequeñico, de color canela. Con un collar azul.

—¿Y por qué zona iban a cazar?

—Por el norte de la finca, donde los terrenos besan la sierra, ahí hay buena caza, crece mucho árbol y hay alguna que otra encina de la que comen los «chinos».

—Ya.

Los dos hombres quedaron en silencio.

—¿Cree usted que pasa algo raro en el pueblo?

Jonás volvió a sopesar con cuidado sus palabras mirando al suelo a la vez que se apoyaba en uno y otro pie sucesivamente.

—La gente tiene miedo, eso es seguro; pero mi primo y el Bizco se lo buscaron, fueron donde no debían y…

El policía observó que a aquel duro labriego se le saltaban las lágrimas. Decidió no continuar apretando.

—Tome. Quédeselo, por favor —ofreció tendiéndole el paquete de tabaco—. Y gracias.

—Tengo que recoger mis ovejas —dijo Jonás encaminándose a un ciclomotor que descansaba en la cuneta—. Y yo con usted no he hablao.

—Descuide. No sé ni quién es usted —acertó a musitar Julio Alsina, aunque su interlocutor ya no le oía.

Entró en el coche y encendió un pequeño transistor. Sonaba una canción de Los Brincos, A mí con ésas, que le encantaba y que le ayudó a relajarse y reflexionar.

Con las manos en el volante, el coche parado y la vista perdida en el horizonte de aquella yerma extensión de terreno, pensó para sí: los dos furtivos debían de ser eliminados por cazar donde no debían, todo el mundo lo creía así. A Antonia García la habían asesinado. Que fuera el americano u Honorato era otro asunto, pero tampoco había más misterio en ello. Paco Quirós y su novia bien podían haberse fugado para casarse y vivir lejos de allí. Y, por último, quizá Ivonne se había suicidado de verdad. Estaba loco, y todo era producto de su imaginación y de la ignorancia de unos labriegos, seguro.

Tenía que ir a San Pedro del Pinatar a visitar a un cliente. Quizá aquel caso nunca había existido. Arrancó el motor y justo antes de pisar el acelerador se dijo que, aunque todo parecía tener una explicación racional, había dos cosas que no le convencían: una, todos los desaparecidos o fallecidos tenían de un modo u otro relación con la finca de don Raúl, El Colmenar, y dos, en el pueblo pensaban que algo malo ocurría allí hasta el extremo de haber sacado a san Antonio Abad en procesión de rogativa.

Hasta el cura. No le costaba trabajo seguir haciendo preguntas.

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