1969

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La comida

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La comida

El sábado, el detective llegó a casa de Ruiz Funes a eso de las dos y cuarto. Ya habían llegado varios invitados que departían en el amplio salón de Joaquín, quien, junto a Blas Armiñana, recibía a los recién llegados con una copa en la mano, un Martini Bianco. Alsina se fijó en que los dos hombres se daban la mano como una pareja.

—Cierra la boca —dijo Joaquín con gracia—. Te va a entrar una mosca.

—¿Vosotros… vosotros sois novios? —preguntó señalándoles con el dedo y con una cara de sorpresa que casi resultaba cómica.

El forense sonrió y asintió:

—Sí, claro, hijo mío. Ahora ya lo sabes. ¿Te sorprende?

Julio se quedó quieto, como haciendo memoria:

—Pues, la verdad, ahora que lo dices, no. Me alegro por vosotros, de veras.

—Llevamos diez años juntos —explicó Ruiz Funes—. Diez años de felicidad, pero no quisiera ponerme cursi. Ven, te presentaré a mis invitados. Y por cierto, cierra la boca, te digo.

Acompañó al anfitrión y pudo conocer a un juez, Román Senillosa, al poeta Arturo Díaz y a su esposa y a un cura rojo que se hacía llamar Ernesto y tenía una parroquia en un barrio marginal de Cartagena. No se sorprendió al hallar allí a Guillermo Yesqueros, el jefe de Homicidios, que tenía fama de ser adepto al Régimen, aunque no simpatizaba con el gobernador civil o el comisario, los del búnker.

La mesa había sido dispuesta primorosamente por la doméstica de Ruiz Funes, aquella mujerona que en esta ocasión se hacía acompañar por una joven de su pueblo, ambas vestidas de criada, a lo clásico. Había tarjetas personalizadas que indicaban dónde debía sentarse cada invitado, lo que a Alsina le pareció algo sofisticado y moderno. En el tocadiscos, al fondo, sonaba un cuarteto de cuerda que interpretaba a Mozart. Había velas encendidas aquí y allá y olía a incienso.

Sonó el timbre y la asistenta fue a abrir. Joaquín y Blas Armiñana se dispusieron a recibir al recién llegado, cuyos pasos sonaban ya en el pasillo. Julio miró hacia allí movido por la curiosidad y le sorprendió ver a Rosa Gil haciendo su entrada en el salón. Estaba guapísima. Llevaba un abrigo negro que se quitó con cierta elegancia para dejar al descubierto un vestido del mismo color, sencillo pero muy acertado para la ocasión. No llevaba puestas las gafas, se había maquillado y calzaba zapatos de tacón.

Ruiz Funes y Armiñana miraron como dos niños traviesos a Alsina, y entonces éste comprobó que junto a su etiqueta en la mesa había otra que decía: Rosa.

Ayudó a la joven a tomar asiento a la vez que los anfitriones hacían las presentaciones de rigor.

Aquélla fue, para todos, una reunión agradable en la que departir con libertad con gente de ideas abiertas. Curiosamente, Rosa no desentonó en aquel ambiente algo elitista, sofisticado y de abierta oposición al Régimen para el cual ella trabajaba. También era cierto que aquellos contertulios no eran exactamente unos radicales; hacían críticas inteligentes y salpicadas de sentido del humor.

No dudaban en reconocer las cosas que salían bien, como el milagro económico, pero se mostraban muy críticos con otras carencias de aquella sociedad, como la falta de libertades, la hipocresía y la ausencia de elecciones libres o partidos políticos. Intentó clasificar ideológicamente a los presentes en función de las cosas que decían: el juez, Senillosa, bien podía ser socialista; el cura era un comunista convencido; el poeta, Arturo Díaz, parecía monárquico, y su esposa, probablemente fuera anarquista por cómo hablaba de Bakunin. Guillermo Yesqueros, el jefe de la Brigada de Homicidios, era más moderado. No supo dónde encuadrar a su amigo Joaquín, que, como siempre, nadaba con habilidad entre aguas, mientras que Blas Armiñana se definió a sí mismo como un bon vivant. Todos pensaban de manera diferente, pero tenían algo en común, un nexo que los unía, y era una voluntad de cambio inequívoca, una indudable ansia de libertad que la mayor parte de la población, acomodada, feliz con su seiscientos, su televisor y sus excursiones de domingueros, no sentían. Estaban abotargados. Exactamente como había estado él durante años. Hablaron de las noticias, las pocas que les llegaban. Al parecer, la prensa decía que se había suspendido la actividad académica en Barcelona porque el rector y un grupo de profesores fueron acorralados por un grupo de alumnos (probablemente comunistas) en el despacho rectoral.

—Mal asunto —sentenció el forense, Armiñana—. Eso no nos traerá nada bueno.

Los periódicos no aclaraban nada más, aunque todos sabían cómo se las gastaba el Régimen con aquellas actitudes que consideraba «sediciosas». Hablaron de otros temas de actualidad. El diario Línea destacaba mucho una noticia en la que Rosa estaba implicada: había ya 91 niñas recogidas en el centro Crucero Baleares, que Auxilio Social tenía en Mazarrón.

Ella sonrió por las felicitaciones que le dirigieron los demás comensales.

—Sólo intento ayudar a los más desfavorecidos —dijo.

—¿Ves? —apuntó Joaquín—. En el fondo no somos tan diferentes.

La comida resultó deliciosa: foie de pato, que Julio no había visto ni probado en su vida, con mermelada de frambuesa, pavo con salsa de nueces y unas patatas pequeñas que Ruiz Funes importaba de Francia, cocinadas con esmero al vapor. La ensalada era exótica, multicolor y sabía riquísima; también sirvieron unas almejas con una salsa algo picante y unas verduras a la plancha, típicas de la tierra. Fue muy celebrado el postre, una tarta de chocolate, cuya receta heredara Ruiz Funes de su abuela. Después de comer, pasaron a un hermoso gabinete anexo al salón para el café, la copa y el puro.

Entonces pudo Alsina hablar a solas con Rosa.

—¿Cómo has venido?

—Pues andando —repuso ella muy resuelta.

—No, digo que qué has dicho en casa.

—Que me habían invitado a comer en casa de unos amigos. Ya soy mayorcita, ¿recuerdas?

—Sí, sí, claro, pero ¿no te sientes violenta entre esta gente? Tú no piensas como ellos.

—Ni tú.

—Ya sabes que yo no me meto en política.

—Sí, es lo mejor aquí. El propio Franco suele decirlo.

—Me refiero a que tú estás muy significada con el Movimiento.

—Si me han invitado es porque confían en mí, ¿no?

—Sí, claro.

—Entonces sería descortés por mi parte causarles cualquier problema.

Julio aprovechó el momento para cotillear un poco:

—¿Y qué opinas de lo de Blas y Joaquín?

—Bueno, a mí no me importa lo que hagan, siempre y cuando sean discretos y no molesten a nadie —contestó Rosa, lo cual dejó al policía boquiabierto. Viniendo de una falangista, era más de lo que podía esperar.

Poco después, mientras ella se encaminaba hacia una bandeja en la cual la asistenta ofrecía unas trufas deliciosas, Guillermo Yesqueros se acercó a él.

—Joaquín me ha contado algo sobre el asunto ese que llevas entre manos.

Julio mantuvo silencio.

Joaquín Ruiz Funes lo miró desde el otro extremo de la habitación; estaba en todas las conversaciones y en ninguna, y lo demostró diciendo:

—Julio, cuéntale, es de confianza.

El detective hizo un repaso de la historia de la suicida, de sus sospechas, y Yesqueros le escuchó atentamente:

—Eso entraría dentro de Homicidios, si fuera cierto, claro —resumió su interlocutor—. Pero, si es verdad, como sospechas, que es cosa de la Político Social, no podríamos ni meternos. Por eso me fui a Homicidios, no quería ejercer mi trabajo de policía en labores de represión política. Además, todo el mundo sabe que soy un demócrata, democristiano. En lo mío la cosa es sencilla y me gusta; alguien se carga a alguien y lo buscamos para meterlo en la trena. Sin complicaciones.

—Excepto cuando el asesino es alguien importante.

—Sí, ahí me has pillado. Sigue contando.

Le relató entonces lo de las desapariciones en torno a la finca, le habló de Wilcox, de gente armada con aspecto de militares, de la procesión de rogativa, de los ángeles blancos y de un ufólogo que investigaba sucesos extraños.

—Joder; ¡extraterrestres! —comentó el jefe policial entre risas—. Es un asunto que tiene su miga, sí.

Por unos segundos, ambos hombres quedaron en silencio. Yesqueros parecía valorar el tema, los pros y los contras. Dio una calada a su habano y expelió el humo. Apuró un trago de su copa de coñac tras moverla en círculos, con parsimonia, dejando que el licor girara.

—Mira, Alsina —dijo por último—, es evidente por lo que me cuentas que algo pasa en esa finca. ¿Qué es? No lo sé, quizá tenga relación con lo que los yanquis estén sacando de las instalaciones de Wilcox en el sur de la Cresta del Gallo. Los del búnker, no sé por qué, quieren saber de qué se trata y por eso capturaron a la puta, ella debía de saberlo. No les dijo nada, está claro.

—Hasta ahí estamos de acuerdo.

—¿Estás seguro de que la otra prostituta, la rubia, está muerta?

—No, pero creo que lo más lógico es pensarlo.

—¿Has llamado a su casa?

—No. Herminio Pascual, de Madrid, me envió su informe de antecedentes.

—¡El bueno de Herminio! Somos amigos de toda la vida. El lunes lo llamo, hablaré con él con discreción, si te parece le diré que envíe un par de muchachos a casa de la familia de esa chica…

—Veronique o, si prefieres, Assumpta Cárceles Beltrán. Pero, aguarda, mejor llamo yo a su casa.

—Como quieras.

—Mientras tanto… la clave está en que hay gente desaparecida. A los del búnker eso se la trae al pairo, claro, pero sería una buena forma de hincarle el diente a don Raúl. No son amigos de aperturas y los tecnócratas han hecho buenas migas con los americanos. Me consta que han tanteado a algún juez para obtener una orden de registro, pero la finca es inmensa y el propietario, un miembro destacado del Régimen. Están muy cabreados.

—¿Y si yo localizara los cadáveres?

Guillermo Yesqueros suspiró ruidosamente:

—Eso sería otra cosa. Si fueran a tiro hecho, sabiendo lo que hay ahí dentro, quizá podrían mover hilos en Madrid e incluso conseguirían una orden. Se enfrentan dos facciones muy potentes, Alsina, pero sí, si das con los cadáveres, yo de ti daría el soplo al comisario, me asignarían a mí el caso y quizá se podría entrar para ver qué coño está pasando ahí.

—De acuerdo entonces.

Iba a separarse de su interlocutor dando por terminada la conversación, cuando éste lo interpeló:

—Oye, Alsina…

—¿Sí?

—Eres bueno. Si te reincorporas después de la excedencia, me gustaría que trabajaras con nosotros.

—No sé, te lo agradezco, pero lo de los televisores me va bien y no tiene tantas complicaciones.

—Chico listo. ¿Dónde has estado metido todos estos años?

—En una nube lejana, amigo, en una nube.

La tarde dejó paso a la noche, era invierno, y todos brindaron por la marcha de Julio, quien, algo azorado, insistía en que sólo se iba para una semana.

Poco a poco la gente se fue despidiendo, hasta que sólo quedaron Rosa, Alsina y la pareja de anfitriones. Blasa les sirvió una cena con las sobras y se marchó a su pueblo en la motocicleta de su novio. El detective apenas probó el alcohol durante la cena. Antes de que abandonara el piso, dando fin a una agradable velada, Ruiz Funes hizo un aparte con él y le dijo, entregándole una tarjeta:

—Cuando llegues a Barcelona, llama a este número. Desde una cabina, ojo. Es del consulado de México. Pregunta por Juárez y te dirán. Es un buen amigo y quiere ayudarte, quiero que te entrevistes con él.

—¿Cómo?

—Tú haz lo que te digo, ¿de acuerdo?

Asintió pese a que no sabía ni media palabra de qué trataba aquel asunto. Había aprendido a seguir al pie de la letra las instrucciones de Joaquín, porque siempre daba en el blanco. Daba la sensación de saber más que nadie de las entretelas del sistema y eso hacía que él se sintiera, en parte, protegido.

Eran las doce cuando él y Rosa salieron del portal para encontrarse con la Gran Vía desierta y fría. Iban del brazo. Caminaron hasta la calle de Almenara charlando animadamente, como una pareja más, como si la vida fuera normal y pudieran vivir una relación al uso. No era así, y lo sabían, pero en aquel momento lo parecía, y ello bastaba para saborear unos minutos de felicidad.

Cuando ya llegaban a casa vieron venir al sereno, Obdulio; como los conocía, por un momento hicieron amago de separarse, pero ella lo volvió a tomar del brazo. Aquélla mujer era, decididamente, muy valiente:

—Nas noches —saludó el sereno, que los miró sorprendido—. Buenas noches —respondieron al unísono—. ¿Les abro?

—No, tome —rechazó Julio dándole una generosa propina—. Llevamos llave.

Entraron en el portal, que estaba casi a oscuras, como siempre. La luz de la luna entraba desde el patio. Quedaron frente a frente, en un rincón. Ella, apoyada en la pared.

—Ven —dijo tomando la cara de Alsina entre las manos.

Se besaron.

—Estoy loca.

—Los dos lo estamos.

Estaban muy cerca el uno del otro, restregándose en la oscuridad del portal. Él volvió a apretar sus nalgas, como tres días antes en aquel mismo lugar. Rosa Gil abría la boca, parecía excitada. Julio tomó sus pechos entre las manos, estrujándolos, y ella gimió. Entonces bajó la mano derecha lentamente, mientras la besaba en el cuello, y la introdujo entre las piernas, por debajo del vestido. Notó el tacto suave de la ropa interior de la joven y comenzó a acariciar su sexo, sobre las bragas. Ella comenzó a retorcerse de placer mientras murmuraba su nombre. Julio estaba excitado y se agachó, quedó en cuclillas y alzó el vestido, dejando al descubierto sus muslos. Acercó el rostro hacia el pubis de la chica y aspiró su olor. Comenzó a mordisquear la zona, poco a poco, con tacto, sobre la suave tela de algodón. Ella gemía apoyando las manos en la cabeza del hombre, que ladeó la ropa interior para deslizar su lengua entre los labios de ella, dando largas pasadas, despacio. Rosa Gil gemía demasiado alto, y Alsina temió que los oyeran. Entonces comenzó a trazar círculos con la lengua en el punto adecuado, cada vez más rápidos, lo cual hizo que ella se agitase, se convulsionara, hasta llegar al orgasmo rápidamente. El grito de la chica provocó que se encendiera una luz en las ventanas que daban al patio.

—¿Quién anda ahí? —gruñó una voz.

Tuvieron que subir las escaleras corriendo.

Julio pensó que no lograría conciliar el sueño en aquellas condiciones.

El lunes por la mañana, Julio se presentó bastante animado en el salón del hotel Colón de Barcelona en el que se iba a desarrollar el cursillo. El viaje del día anterior había resultado agotador, en un tren cuya exasperante lentitud provocó que la jornada se le hiciera más que larga, eterna. Al menos la empresa lo alojaba en un buen hotel, donde cenó bien y durmió de maravilla en una cama excelente. Cada vez se sentía más animado en lo referente a aquel empleo que había aceptado más para disimular que para otra cosa. Tenía futuro. El cursillo que les impartieron le resultó hasta interesante; les hablaron de los productos, una información técnica presentada en diapositivas que era más bien tediosa, y de técnicas de venta, la parte más interesante. Proyectaron una película americana con subtítulos en la cual se explicaba cómo mantener una entrevista de ventas, cómo guiar al cliente hacia donde uno quería haciéndole preguntas cerradas, a fin de lograr que poco a poco fuera asintiendo y diese la razón al vendedor en pequeñas premisas, para llevarlo de cabeza a la firma del pedido. Una vez conseguida la firma, en un acto que los instructores llamaban «cierre», había que salir a toda prisa del local. Brillante. Además, le pareció que todas aquellas técnicas podían ser útiles aplicadas a la labor policial, muy eficaces para interrogar a un testigo o llevar a un detenido hasta donde uno quería en un interrogatorio.

Luego les hicieron participar en una especie de juego o teatro que llamaban roll play, en el cual se simulaban situaciones reales de venta. Le pareció muy instructivo y se sintió imbuido por el optimismo; aquel trabajo le gustaba. Comieron en el mismo hotel y, tras una breve sesión de tarde, los dejaron libres a eso de las cinco. La veintena de vendedores que realizaba el cursillo, junto con los dos instructores, habían planeado irse de putas, pero él se excusó y en seguida se metió en un taxi. Tenía cosas que hacer.

No tardó en llegar a su destino: la calle de San Hermenegildo, 26, donde vivían los padres de Ivonne, en un piso amplio y soleado. Le abrió una mujer de unos sesenta años, bien conservada, muy distinguida y amable. Se identificó como policía y lo dejó pasar.

El padre, un hombre algo encorvado y con un poblado bigote blanco, leía la prensa; la radio le hacía compañía, al fondo. Parecían alegrarse de tener visita y le hicieron sentarse para que tomara con ellos café y pastas. Se sintió fatal por ser portador de noticias tan tristes.

—¿Y bien? —le dijo el hombre, don Augusto—. ¿A qué debemos su vista, señor Alsina?

Él apuró un trago de café para tragar mejor una pasta y mirando a la mujer, Águeda, dijo:

—Se trata de su hija.

La mujer se recostó en su marido, que la rodeó con su brazo con aire protector. Emitió un sollozo.

Él dijo:

—Llevábamos años esperando una visita, así. Le ha pasado algo, ¿verdad?

Julio asintió.

—Ha muerto.

La mujer comenzó a llorar acurrucada en el pecho de don Augusto.

—¿Sabe? —murmuró él con una calma digna del más templado de los hombres—, hasta el último segundo he esperado que me dijera: está detenida, ha matado a alguien o, no sé, cualquier otra locura, pero en el fondo sabía que este día iba a llegar.

—Saltó de la torre de la catedral de Murcia en Nochebuena.

—Mi niña… —suspiró doña Águeda incrementando el volumen de sus sollozos.

—Si les sirve de consuelo, les diré que no creo que se suicidara. Temo que la empujaron, y me he propuesto detener a sus asesinos.

Pensó que, convencido como estaba de que aquel era un chanchullo de la Político Social, poco podría hacer al respecto, pero se sintió bien diciendo aquello.

—¿Hace mucho que no la veían?

—Seis o siete años —respondió el padre—. Creo que vivía en Madrid, pero viajaba mucho. No nos hablábamos. Nunca aprobamos su forma de vida.

—Era una niña tan rica, muy estudiosa, no se imagina. Pero al llegar a la adolescencia se hizo problemática, perdía la cabeza por los chicos y se juntó con malas amistades. No pudimos hacer nada…

Alsina inspiró a fondo y añadió:

—Tenía una amiga, Veronique, bueno, en realidad se llama Assumpta Cárceles. ¿Saben algo de ella?

—Ni idea. Ya le digo que hace años que no venía por aquí —contestó ahora la mujer—. ¿Dónde está enterrada?

—En Murcia, en el cementerio de Espinardo. Si quieren, les proporcionaré el número del nicho.

Entonces comenzaron a sollozar al unísono y él se odió por ello. Supo que no iba a sacar nada en claro de aquella gente y se despidió con un peso en el corazón. Y encima, para colmo, hasta le dieron las gracias. Les pidió una foto de Ivonne que había en un portarretratos en la que se la veía de jovencita, con un jersey de cuello de pico y un perrito de aguas. Sorprendentemente se la dieron. No pudo sino ir al hotel y acostarse. Esperaba olvidar aquella entrevista. Además, los incidentes acaecidos días antes en la universidad podían traer cola y no quería permanecer por las calles después de anochecido. Según recogía la prensa afecta, un grupo de alumnos al que se tildaba de comunistas y de minoría violenta, había irrumpido en el despacho del rector, a quien habían intentado arrojar por la ventana; arriando la bandera que habían sustituido por otra roja con la hoz y el martillo. Desde el Gobierno se insistía en que la mayoría de los alumnos había asistido a clase con normalidad durante el día de autos y que los agresores serían castigados. Se destacaba que el clima en el claustro era de total normalidad, pero él, como muchos otros, sospechaba que no era así.

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