1969

1969


Veronique

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Veronique

Aquélla misma tarde se reunió con Blas Armiñana, Rosa y Ruiz Funes en casa de este último. Los tres amigos del policía parecían expectantes, así que en cuanto la fámula de Joaquín sirvió los cafés, Alsina soltó de pronto:

—Sé lo que está pasando en La Tercia.

—¿Cómo? —preguntaron los otros al unísono.

—Bueno, creo saberlo.

Joaquín lo miró y dijo:

—Venga, suéltalo.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes? —repuso el dueño de la casa—. Déjate de tonterías.

—En primer lugar, no tengo la certeza, y, en segundo, cuanto menos sepáis, mejor. Creedme. Yo mismo no sé si debería saberlo. Igual hasta me cuesta la vida —lo dijo con tal naturalidad que sus amigos no parecieron asustarse.

—Danos alguna pista —pidió—. Hemos llegado hasta aquí contigo.

Julio puso cara de pocos amigos, pero le pareció razonable lo que Rosa decía:

—Sé que no hay nada de ángeles blancos o extraterrestres —precisó para contentarlos.

—Cuéntanos algo nuevo —intervino Blas.

El policía pidió calma a sus amigos moviendo varias veces la mano derecha con la palma hacia abajo:

—Un momento, un momento. He identificado a Robert, creo saber quién es de verdad…

—¿Quién es de verdad? —quiso saber Ruiz Funes, pero Julio Alsina continuó hablando como si tal cosa:

—… y sé que Antonia murió por una fotografía que se habían hecho juntos. Sabemos que alguien, armado con un M16 mató a Hocicos, se cargó a los furtivos e hizo desaparecer a Paco Quirós y su novia. Lógicamente, fueron los de Wilcox, o mejor, la CIA, o si preferís, el Gobierno de Estados Unidos.

Los tres amigos se quedaron con la boca abierta, mirándole como si estuviera loco.

—Comprenderéis que éste es un asunto gordo, muy gordo, y cuanto menos sepáis, mejor.

—Estados Unidos… —repitió Armiñana mirándose las manos como asustado.

—Creo saber qué están haciendo en la cara sur de la Cresta del Gallo y sé que Ivonne lo debió descubrir por accidente. Me voy a Madrid, mañana por la mañana. Voy a hablar con Veronique y…

—Perdona —interrumpió Ruiz Funes—, pero Veronique es la amiga de…

—Ivonne.

—Eso me había parecido, y… ¿puedes decirme cómo cojones vas a hablar con una muerta?

—Creo que está viva.

—¿Cómo? —se asombró Rosa.

—La otra noche llamé al domicilio de sus padres, en Madrid. Se puso al teléfono una niña pequeña, pregunté por Assumpta Cárceles Beltrán, que así se llama la joven, y se puso al teléfono. Me quedé de piedra. Dije: «¿Assumpta?». Ella me dijo: «Sí». Entonces dije que era policía y que llamaba desde Murcia y colgó. Volví a llamar y se puso un hombre, su padre; le dije lo que me había pasado y negó que en la casa hubiera una niña pequeña. Luego me dijo que hacía años que no veía a la hija y que quizá con quien yo había hablado era con su mujer, de nombre Assumpta. Era una burda mentira: su mujer no se llama así, consta en el expediente de la hija.

—Es un episodio raro, sí —admitió el forense jugueteando con su cigarrillo, un Winston de importación.

Los cuatro quedaron en silencio.

—Y vas a ir a Madrid a verla —dijo por fin Rosa.

—Voy a intentarlo. No pierdo nada. Si está viva será la clave. Los de la Político Social intentaron cazarlas y ella debió de escapar. Quizá ni lo sepan.

—Pero ¿qué vieron? —preguntó Joaquín.

—Lo mismo que, sin querer, averiguó el Alfonsito.

—Deberías confiar en nosotros… —apuntó de nuevo Joaquín—. Dinos qué está pasando, nos lo merecemos, no puedes desconfiar.

—No desconfío, os protejo.

—Debes confiar en tus amigos.

—¿Como tú con el asunto de los jóvenes catalanes?

Ruiz Funes miró a Alsina con cara de pocos amigos.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Pues nada, pero suficiente Joaquín, suficiente. Dos chicos escondidos en tu casa, a los que luego habrás realojado, hablaban en catalán. Después te vi hablando en la calle con un joven con aspecto de estudiante. Me enviaste a dar un recado a un viejo comunista que vive entre aparatos de radio y palomas, supongo a estas alturas que mensajeras, y encima me concertaste una cita con un tipo de México, un diplomático que me llamaba «compañero» y tenía fotos de gente de la CIA. Blanco y en botella, leche. ¿Qué hace el Partido metido en esto?

—No soy comunista.

—Ya. ¿Y me pides sinceridad a mí?

—Julio, este asunto quema; cuanto menos sepas de según qué cosas, mejor.

—¿Ves? —sentenció entonces Alsina.

Touché —dijo Armiñana sonriente.

Ruiz Funes quedó pensativo.

—Debo reconocer que me has pillado. Quizá tengas razón y cuanto menos sepamos, mejor. Pero ten cuidado, ve a Madrid y cuando lo tengas todo atado, nos cuentas. ¿No ves que tu seguro de vida puede ser que lo sepa más gente?

—Parece razonable lo que dice, Julio —medió Rosa.

—Sí, tenéis razón —reconoció el policía—. Cuando vuelva de Madrid hablaremos.

Entonces Ruiz Funes y su compañero se levantaron. Dijeron que iban al teatro, aunque a Alsina le dio la sensación de que era una excusa para que él y Rosa pudieran estar a solas como despedida.

José María Cárceles se despidió de su familia y pasó por la cocina para recoger el termo de café y la fiambrera con el bocadillo que su mujer le preparaba para que pudiera reponer fuerzas durante el extenuante turno de noche. Introdujo los dos envases en una bolsa de deporte con un dibujo de los aros olímpicos y una antorcha con una leyenda que decía «México 68», bajó las escaleras y cruzó la calle para tomar una copa de aguardiente en El Dátil, que estaba casi vacío.

Mientras charlaba con Gilberto, el dueño, se atizó un buen copazo para entrar en calor; entonces se fijó en un desconocido con pinta de policía que se ocultaba leyendo el periódico en la mesa del fondo. Los enormes titulares rezaban: «Franco, de cacería en La Mancha». Una inmensa fotografía mostraba al dictador vestido de montero y con una escopeta en la mano como certificando el excelente estado de salud del jefe de Estado, pues los rumores sobre una posible enfermedad del Caudillo corrían sin freno por la calle. A José María le pareció que el desconocido le dirigía fugaces miradas, pero lo atribuyó a una desconfianza atávica que aún subsistía en su mente desde sus años de delincuente. Pensando que aquello eran figuraciones suyas, pagó y se fue a la obra que vigilaba durante aquellas eternas y frías noches de la capital de España.

Al ver salir a su hombre, Alsina ladeó el periódico y pidió un vaso de leche con coñac. Tenía que volver al coche para vigilar el domicilio de los Cárceles. Aquélla noche prometía ser larga y, además, Vallecas le traía recuerdos de otro tiempo que no le agradaban en demasía.

A las diez de la mañana, Julio vio salir a una joven que bien podía ser Ivonne. Miró la fotografía del informe policial y vio a la chica alejarse. No estaba seguro, pero salió del coche a toda prisa. Dobló la esquina, corrió y la alcanzó a tiempo para decir en voz baja:

—Assumpta.

Ella se giró y dijo:

—¿Qué?

Pero al instante, y al darse cuenta del error cometido, prosiguió la marcha a toda prisa. La alcanzó y la agarró con fuerza del brazo.

—Suélteme o grito.

Él, sin inmutarse, dijo en susurros:

—Mira, tienes dos opciones: o hablas conmigo y nadie sabrá que estás aquí o aviso a los americanos y a los de la Político Social de Murcia.

La joven lo miró con odio, como a punto de explotar. Negó con la cabeza.

—¿Qué hostias pasa aquí? —bramó una voz varonil que hizo girarse a Alsina.

Era el padre de la chica, que volvía de vigilar la obra.

Ella se interpuso, conciliadora:

—Tranquilo, papá. No es nada.

El detective respiró aliviado. Observó que la chica vestía de manera sencilla, como una joven de barrio, sin maquillaje. Era hermosa.

—Si se acerca a mi hija le parto la crisma —barbotó el hombre mientras sacaba una porra plegable del bolsillo trasero de su pantalón.

—Un momento, un momento —pidió Alsina intentando calmar los ánimos—. Sólo quiero ayudar. Estoy investigando la muerte de Ivonne. Sé que no se suicidó. Necesito tu ayuda, Assumpta —concluyó sin dejar de mirar a la chica para resultar convincente, sincero.

Ella tomó al padre por el brazo y miró al detective con desprecio.

—No —respondió—. Váyase y llame a quien quiera.

—¡Vale, vale, lo siento! No voy a entregarte a nadie. Hemos empezado con mal pie. Sólo quiero hablar contigo, estoy intentando aclarar qué pasó. Ivonne merece que sus asesinos paguen.

—Usted no tiene ni idea, ¿verdad?

—Sé más de lo que piensas. Si no quieres hablar conmigo, lo entenderé. Toma, éstas son las señas y el teléfono de mi hotel. Estaré aquí veinticuatro horas por si quieres hablar.

—Ésa gente lo puede todo.

—Conmigo, no.

Quedaron mirándose en mitad de la acera. En silencio.

—Venga, papá, vamos —dijo Assumpta Cárceles a su padre. Los miró alejarse. Su órdago no había resultado.

Pasó el día en la habitación de su hotel, en la calle de Hortaleza. Durante la mañana salió sólo un par de veces, una a comprar la prensa y otra a tomar un café. A mediodía bajó a comer a un restaurante coqueto y de aspecto modesto que había nada más cruzar la calle. Pidió el menú y comió con desgana. Volvió en seguida a su cuarto, pues temía que Assumpta le llamara al hotel en cualquier momento. La llamada no se produjo. La tarde se le hizo larga, interminable. A las nueve decidió regresar a Murcia. Tendría que pagar otro día más de estancia en el hotel, pero le daba igual. Estaba cansado de aquel asunto. Era probable que la chica estuviera ya a cientos de kilómetros de Madrid. Si era lista, sabría que tras ser descubierta por él tenía que poner tierra de por medio. Él no pensaba traicionarla, pero siempre cabía la posibilidad de que lo hubieran seguido, o de que él o sus amigos cometieran alguna pequeña indiscreción.

En el momento en que cerraba la maleta y echaba un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada, sonó el teléfono. Notó que le daba un vuelco el corazón. Se acercó a la mesilla de noche y descolgó el auricular.

—¿Diga?

—¿Está viva? —preguntó Ruiz Funes.

—No debemos hablar por teléfono, Joaquín, pero te diré que me vuelvo con las manos vacías.

—Vaya, qué mala pata.

—Esto empieza a cansarme. Abandono, me voy a París.

—No, hombre, no. Estás muy cerca del final.

—Es peligroso.

—¿Ahora te importa el peligro?

Alsina hizo una pausa:

—Pues… sí. Está Rosa.

—Rosa.

—Sí, Rosa. Dime, ¿por qué has cambiado de opinión?, me decías que no corriera riesgos…

Ruiz Funes suspiró y rebatió:

—No me seas suspicaz, no he cambiado de opinión. Es sólo que estamos muy cerca y podríamos trincar por los cojones a Guarinós y a su gente.

—Ya —dijo Julio con retintín.

—¿Vas a empezar otra vez con esa historia de que soy comunista?

—No, Joaquín, no. Me voy a París. Vuelvo a Murcia a por Rosa y me largo —espetó, y colgó.

Se giró, cogió la maleta y cuando iba a salir sonó el teléfono de nuevo.

—¿Qué quieres ahora?

—¿Oiga?

Era una voz femenina.

—¿Alsina?

—Sí, el mismo.

—Soy Assumpta. Me voy de Madrid.

—Claro…

—Sólo quiero decirle que he pensado en lo que usted dijo, ya sabe, eso de que quería detener a los asesinos de Ivonne. No merece la pena, es una guerra perdida de antemano. Déjelo.

El inconfundible sonido del teléfono que comunicaba le hizo saber que la joven había colgado. No pudo decir ni hacer nada. Aquélla sempiterna e insoportable sensación de fracaso que le acompañaba desde niño volvió a manifestarse.

Pensó en Rosa Gil y en el futuro y tomó la maleta para volver a casa.

Condujo casi toda la noche, parando de vez en cuando para tomar un café y combatir así el sueño. A las ocho de la mañana se detuvo en la venta del Olivo, a unos ochenta kilómetros de su destino, y tomó un par de tostadas y un café. Cuando iba a pagar quedó petrificado al ver los titulares de La Verdad en un expositor de prensa y revistas: «Detenido en Murcia un grupo de peligrosos comunistas». Rápidamente tomó un ejemplar y devoró la noticia. Venían tres fotografías de los jóvenes fugados de Cataluña tras atacar al rector de la universidad. Uno de ellos era el chico al que había visto hablando con Ruiz Funes en la calle. Seguro que Joaquín los había cobijado en su casa hasta encontrarles acomodo. Qué desastre. Y aún decía que no era comunista.

Ahora estaban detenidos y cantarían. Joaquín debía irse de Murcia. Y a toda prisa.

Llamó a casa de Ruiz Funes desde el teléfono público que había en la venta, pero no hubo respuesta. Mala señal. ¿Lo habrían detenido ya? Pensó que a lo mejor estaba durmiendo.

Se le pasó por la cabeza llamar a Rosa. No, era muy temprano, no debía.

Decidió darse toda la prisa posible y salió a la calle subiéndose el cuello de la gabardina para protegerse del frío que le traspasaba como si le clavaran mil cuchillas. Subió al coche, arrancó y pisó a fondo el acelerador. Temía por Joaquín, pues, dijera lo que dijese, era comunista y corría peligro.

Tuvo la suerte de hallar poco tráfico en la carretera. Apenas se atascó al adelantar a un par de camiones, pero una vez rebasada Cieza pudo pisar a fondo y llegar a la pensión a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Cuando llegó al portal, comprobó sorprendido que la calle estaba cortada. Había muchos curiosos, policías e incluso fotógrafos de prensa. Delante de la entrada del edificio yacía un cuerpo cubierto por una manta. Reconoció las zapatillas caseras de Práxedes, el loco comunista de las palomas. Preguntó a unos y a otros y le dijeron que había saltado desde la azotea. Comenzó a invadirle una desagradable sensación de irrealidad.

Cuando intentó entrar en el portal, dos agentes uniformados se lo impidieron, pero alegó que vivía en la pensión y le dejaron pasar, pues lo conocían de comisaría. Subió las escaleras y tras comprobar que había agentes de paisano que venían de arriba, llegó hasta la azotea movido por la curiosidad… Allí comprobó cómo algunos de los hombres de Guarinós registraban a fondo el cuartucho del viejo comunista destrozando sus aparatos de radio y espantando a las palomas.

¿Por qué registraban la pequeña habitación, si aquello había sido un suicidio?

Decidió bajar a la pensión, estaba cansado. Inés le abrió muy alterada y, según le dijo, el viejo se había arrojado por la azotea al ver que los de la Político Social iban a detenerle. Se decía que lo iban a apresar por comunista.

—¡Hombre, don Julio! —exclamó la dueña de la pensión al verle entrar.

Alsina la saludó con una inclinación de cabeza, cortésmente, pero con cierta frialdad.

—Tengo un recado para usted. Le ha llamado su amigo Ruiz Funes, dice que le telefonee usted a su casa, es muy urgente.

El policía dejó la maleta en el mismo pasillo, junto a la pared, y marcó el número de Joaquín. Él mismo se puso al aparato.

—Soy yo.

—¡Alabado sea Dios! —se alegró al escuchar a Julio al otro lado del aparato.

—Pero ¿qué haces en tu casa? Sal de ahí ahora mismo.

—Te estaba esperando.

—¿Qué has hecho? ¿En qué lío te has metido?

—No es momento de reproches. No localizo a Blas desde ayer. He ido a su casa tres veces y no abre. Su coche está aparcado en el garaje. Le ha pasado algo, Julio.

—Tienes que colgar el teléfono y salir de casa. Coge dinero, voy para allá. Nos vemos en el jardín de Santa Isabel.

Colgó el teléfono y salió a la calle a toda prisa. En los escasos diez minutos que tardó en llegar a su destino repasó los hechos: Joaquín era comunista, seguro. Había alojado a unos jóvenes en su casa que hablaban en catalán y, ahora, la policía había detenido a unos estudiantes fugados de Barcelona tras los incidentes de la universidad. Eran ellos, no podía darse tal casualidad en una ciudad tan pequeña como aquélla.

Joaquín le había concertado una cita con un espía comunista de la embajada de México y además se relacionaba con un viejo y conocido rojo que supuestamente se acababa de lanzar por la ventana ante su inminente detención por los perros de Guarinós. Era cuestión de horas que detuvieran a Joaquín, quizá de minutos. De hecho, no se explicaba cómo seguía en libertad. Aún tenía tiempo de escapar. Debían encontrar a Blas y conseguir un billete de tren que los sacara de la ciudad. Ruiz Funes era hombre previsor y seguro que tendría dinero en el extranjero.

Cuando llegó al jardín de Santa Isabel se encontró con Joaquín hecho un guiñapo, sin corbata, con la camisa arrugada y con la cara descompuesta por el miedo.

—Se lo han llevado, seguro —dijo refiriéndose a Blas. Era evidente que le preocupaba más la seguridad del forense que la suya propia.

—¿Tienes dinero?

El otro asintió.

—Bien, pues cálmate. Os voy a sacar de aquí. Práxedes ha muerto.

Ruiz Funes quedó sorprendido ante la noticia, pero como Alsina continuaba la marcha muy decidido no tuvo más remedio que seguirle. No tardaron en llegar al domicilio del forense, en la calle Pascual. Ruiz Funes tenía llave, por lo que accedieron sin problemas al portal y subieron hasta el segundo piso. Era un edificio antiguo, con solera, de enormes escaleras de mármol y amplios ventanales de roble con cristaleras de colores.

—Está echado el cerrojo —dijo Ruiz Funes tras intentar hacer girar la llave en la cerradura del piso infructuosamente.

—Quita —dijo Alsina sacando una maza que usaba Inés para cascar almendras de debajo del abrigo. Ruiz Funes puso cara de susto, pero se hizo a un lado. Con un par de martillazos, Julio reventó la cerradura. Logró que la puerta cediera de una patada y entraron a toda prisa.

—¡Blas, Blas! —gritaba Joaquín fuera de sí.

Alsina fue el primero en encontrar al forense, exánime en su sillón favorito, con un agujero de color rojo oscuro en la sien derecha y el lado izquierdo del cráneo reventado por la salida del proyectil. Aun así, pese a lo dantesco de la escena y los fragmentos de pelos, sesos y sangre que impregnaban las cortinas, rostro parecía sereno.

Julio quedó inmóvil y escuchó los gemidos de Joaquín, que lo sobrepasó llorando como un niño.

Arrastraba los pies como temiendo llegar hasta lo inevitable. En el momento en que Ruiz Funes tomaba a su amado en brazos como acunándolo y gritando: «¡No!, ¡no!», se oyeron los pasos de los guardias entrando en el pasillo. Alsina, turbado por los últimos acontecimientos, vio de reojo a Guarinós que se ponía a su altura. Sonreía.

Un guardia se acercó a Ruiz Funes por la espalda e hizo amago de sacar algo del bolsillo de la chaqueta.

—Mire, jefe —dijo llamando la atención del responsable de la Político Social.

Alsina advirtió que mostraba una pistola. Ahora entendía por qué no habían detenido a Ruiz Funes. Lo habían preparado todo.

—El arma del crimen —sentenció Guarinós—. Cosas de mariconas.

—Pero ¿qué dices? Si la traía el guardia. Yo lo he visto —protestó Julio.

—Tú eres un mierda, un alcohólico. El arma estaba en el bolsillo de Ruiz Funes. Además, es comunista —contestó el jefe de la Político Social.

Antes de que pudiera decir nada más, habían esposado a Joaquín y lo arrastraban por el pasillo. No se resistía, parecía como ido, lejos de allí. Daba la sensación de que ni sabía lo que le estaba pasando. El cuerpo del forense rodó por el suelo mientras Alsina se encaraba con Guarinós:

—¿Qué coño te pasa, hijo de puta? ¿Qué quieres?

—Lo sabes perfectamente —replicó el otro sin inmutarse con una desagradable sonrisa en los labios.

Los guardias salieron igual que habían entrado a un gesto de su jefe y Guarinós se dio la vuelta para abandonar la casa.

—¡Llévame a mí, cabrón! ¡Es lo que quieres! ¡Llévame! —se oyó gritar a sí mismo Alsina, solo y junto al muerto que yacía en el suelo, sin dignidad. Se sentía preso de la más horrible desesperación. ¿Qué le había ocurrido?

Todos habían salido de allí.

—¡Hijos de puta! —gritó como si estuviera loco— ¡Hijos de puta!

¿Qué estaba pasando? Tenía que pensar.

Se habían llevado a Joaquín detenido. Le iban a cargar la muerte de Blas.

Un momento, ahora lo veía claro. Lo habían matado ellos. Para cargarle el muerto a Joaquín y presionarlo a él. Tenía que hablar con Rosa. Cuanto antes.

Dio la vuelta al cuerpo de Blas para dejarlo boca arriba, le colocó las manos sobre el pecho intentando no mirar el lado izquierdo de su cabeza y le cerró los ojos. No supo por qué, pero le hizo la señal de la cruz en la frente. Salió corriendo del piso chocando con un guardia que vigilaba en la puerta y se cruzó con el juez, que llegaba al lugar del deceso con expresión de no poder soportar la rutina.

Salió a la calle sin reparar en que las nubes habían cubierto el cielo y comenzaba a chispear.

Corrió todo lo que pudo hasta llegar a la calle Almenara. Una vez allí, subió las escaleras de dos en dos y llamó al timbre de casa de Rosa. Abrió doña Ascensión, que parecía fuera de sí. Lloraba convulsamente como una niña.

—¿Qué ocurre? —preguntó temiéndose lo peor.

—Han detenido a Rosa. Dicen que es comunista.

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