1969

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Madame La Croix

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—Hombre, don Julio —dijo

Madame La Croix abriendo la puerta a Alsina—. No le esperaba hoy, es sábado. Encarni está ocupada en este momento.

—No, no —repuso él—. Vengo por una investigación.

—Vaya. Pase por aquí.

Parecía sonreír divertida.

Madame La Croix se llamaba en realidad Pascuala, y se decía que regentaba desde siempre aquella casa de citas sita en la calle de Sagasta. Contaba ella que había sido corista en los mejores

cabarets de París, aunque todos sabían que, en realidad, había sido puta en Barcelona. Pasaba de los cincuenta y vestía una túnica amplia, negra, de raso con incrustaciones de pedrería (a todas luces falsa) rematada con un turbante negro que ocultaba su calvicie.

—Mire,

Madame —comenzó diciendo el policía tras tomar asiento en un sofá—, he pensado preguntarle a usted porque conoce a todo el mundo aquí.

Ella sonrió halagada.

—Ay, señor Alsina, si usted supiera quién pasa por aquí… se sorprendería. Diga, diga, qué se le ofrece.

—Ya. El caso es que quería preguntarle por dos chicas que se hospedaban en el hotel Victoria; muy finas, vinieron de fuera.

—Mercancía selecta, claro.

—Sí, exacto, aunque usted tiene aquí lo mejor, claro está —mintió para halagarla.

—Evidentemente, señor Alsina, evidentemente. Pero no, no tengo noticia de esas dos chicas. Irían por su cuenta.

—Sí, creo que así era. Usted presta todo tipo de servicios, ¿no?

—¿Cómo? No le entiendo.

—Sí, claro, digamos que alguien buscara… compañía de sexo masculino.

Aquélla arpía se le quedó mirando por un momento. Se hizo un silencio. Ella sacó un cigarrillo fino y alargado y lo colocó en una boquilla. Lo miró escrutadora.

—¿Usted?

Entonces Alsina lo vio claro. Si decía que era por un asunto oficial, era probable que se cerrara en banda; en cambio, la posibilidad de ganar un dinero haría que

Madame La Croix le dijera lo que quería.

—Sí, me temo que sí —asintió, pensando que, de perdidos, al río. Total, era alcohólico, su mujer lo había dejado y ya no ejercía de policía, ¿qué más daba que pensaran que era homosexual?

—¡Acabáramos! —exclamó la alcahueta soltando una carcajada tremenda—. Ya decía yo que siempre me pareció usted algo… rarito. Aunque no estará usted de broma, ¿no? Hoy es el Día de los Inocentes.

—No, no es una inocentada.

—Pero ¿usted…? No me cuadra la cosa.

—Sí, bueno —repuso él evidentemente incómodo—. El caso es que busco a alguien especial, quisiera probar.

—Todo puede arreglarse, hijo mío, todo puede arreglarse —dijo la

Madame dándole unos golpecitos en la mano—. Claro que eso es más caro. Pero todo puede conseguirse con dinero; y diga, ¿de qué se trata?

—Busco a un chico, rubio, guapo, le llaman el Lolo.

Ella sonrió como el que juega una baza ganadora.

—Puede arreglarse —contestó—. Lo conozco. Deme un par de días.

—De acuerdo —aceptó Alsina levantándose—. ¿Me paso entonces el lunes?

—Sí, claro, el lunes. Supongo entonces que Encarni no debe esperarle mañana, ¿no?

—No, no —confirmó él intentando parecer convincente—. Y, por cierto, ni se le ocurra decirle al Lolo quién soy.

—Descuide, diré que es usted viajante y que se llama Agustín. Su secreto está a salvo. ¡Si usted supiera…!

Salió de allí con la desagradable sensación de que se estaba metiendo cada vez más en aquel embrollo y que llegaría un momento sin posible marcha atrás.

Pasó la tarde del sábado durmiendo y a la mañana siguiente se fue a la sesión matinal del cine Coy. Programaban dos películas:

Las sandalias del pescador y

Una noche en la Ópera, de los hermanos Marx. Compró una bolsa de palomitas y subió al gallinero, a la última fila. Se sentó en el último asiento de la izquierda, en un rincón. Estaba solo allí arriba, al final, aunque la platea se hallaba repleta y el anfiteatro en que se encontraba registraba una buena entrada. En cuanto se apagaron las luces, una pareja subió las escaleras y se sentó en la misma fila que él pero al otro lado del pasillo.

No le vieron. Eran su vecino, don Serafín, el papá de los niños horribles, y Clara, la hija púber de la costurera del bajo. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No esperaron ni a que empezara la película. Nada más comenzar el NODO, que estaba dedicado casi en su plenitud al viaje espacial de los americanos, comenzaron a besarse. Alsina entrevió cómo la mano derecha de él se perdía bajo la corta falda de cuadros de la joven. Llevaba calcetines blancos. Aquél pervertido, aprovechando que su mujer se hallaba embarazada como siempre, se dedicaba a beneficiarse a jovencitas como si fuera soltero.

¡No podía creerlo! Ella estaba semiacostada, ocupando casi el asiento de al lado, y don Serafín se había bajado el pantalón. Vio su pálido trasero que reflejaba la luz del proyector. Ella emitió un gemido. El culo de su vecino comenzó a moverse rítmicamente. De pronto, un halo de luz les enfocó.

—¡Sinvergüenzas! —gritó alguien.

Era el acomodador acompañado de un tipo, que al parecer los había delatado.

Don Serafín se abrochaba los pantalones intentando farfullar una disculpa mientras ella se agachaba para subirse las braguitas.

—Esto es escándalo público. Habrá que llamar a la policía —manifestó el acomodador.

La gente de la platea comenzaba a gritar por aquella interrupción, mientras la del anfiteatro, perdido todo interés en la proyección, se habían girado para presenciar, descaradamente, aquel espectáculo. Todo estaba a oscuras, pero era obvio lo que había sucedido. Las cabezas se iban volviendo una a una para mirar.

—¡Enciendan las luces, enciendan las luces! —comenzó a reclamar el tipo que acompañaba al acomodador.

Varias parejas sentadas en filas aledañas comenzaron a protestar. Se habían separado de un salto al ver llegar a aquellos dos, pues estaban allí a lo mismo que don Serafín y Clara.

—¡Paco! —dijo el acomodador mirando hacia el habitáculo del proyector—, llama a la policía.

—No será necesario —se oyó decir a sí mismo Alsina a la vez que mostraba su placa—. Policía, corrupción de menores. Éstos dos se vienen conmigo. A este pervertido le espera una buena en el calabozo. Llevaba ya un mes tras él.

Había dicho la primera tontería que se le ocurrió, pero al parecer había colado.

El acomodador y el chivato se hicieron a un lado. Alsina tomó a sus vecinos del brazo y los sacó de allí a toda prisa. Una vez en la calle dijo, a la vez que los empujaba hasta que giraron a la derecha, a la carrera:

—Vamos, vamos, rápido.

Luego doblaron a la izquierda, pasaron a toda prisa por el callejón que dejaba a su lado el mercado de Verónicas y una vez en la plaza de San Julián, el policía se detuvo mientras decía:

—¿Pero está usted loco?

—Yo…, ella… —farfulló don Serafín.

La chica lo miraba con descaro. No parecía en absoluto avergonzada.

—¿Te das cuenta del escándalo que se podía haber formado? Aquí, don Serafín podría haber ido hasta a la cárcel. ¡Eres una menor! Por no hablar de don Prudencio, que si se entera de esto os echa a los dos del edificio con vuestras familias y todo. Menudo es.

Ella seguía sonriendo, divertida.

Sin poder contenerse, Alsina le propinó un tremendo bofetón.

—¡Eres una niñata! —bramó indignado—. Y usted, a casa. Si le veo acercarse a esta fresca, lo meto en chirona. ¡Andando!

Aquél desgraciado salió huyendo a toda prisa de allí mientras Alsina sujetaba a la chica por el brazo. Un viandante se le acercó como para meterse en el tema, pero él mostró la placa y dijo:

—Circule.

—Tú no eres diferente. ¿Te crees que no he visto cómo me miras?

Otro tortazo.

—¿Cuántos años tienes, mona? ¿Quince?

—¡Dieciséis! —rebatió ella tocándose el rostro, que debía de tener dolorido—. Me ha gustado, ¿sabes? Dame otra torta, me excitan los hombres de verdad.

Era una descarada, definitivamente.

—No vas a causar la ruina de nadie en el edificio. Tu madre, si se entera, se muere. Como te vea acercarte a don Serafín o a algún vecino, lo pondré en manos del juez de menores. Irás al reformatorio.

—Ya —repuso ella riendo—. Me quieres para ti, ¿verdad?

—Vete.

La vio alejarse con su faldita y sus maneras felinas. Sintió, en el fondo, envidia de aquel desgraciado. Quizá tenía que haber dejado que los detuvieran, pero la carrera de don Serafín se habría truncado, por no hablar de lo mucho que hubiera sufrido su mujer. Aquélla Lolita era un peligro. No quiso pensar en cómo sería cuando tuviera treinta años. Por otra parte, aquel tipo era un hipócrita, un aprovechado; sintió pena por su mujer.

Se fue a la plaza de las Flores, al bar La Tapa, y pidió una Coca-Cola y unas aceitunas junto con la prensa. Una fotografía de los tres astronautas de cuerpo entero presidía la primera página: «El éxito del Apolo ha simplificado la conquista del satélite». Comenzaba a estar harto de aquel asunto. El Régimen ya no se molestaba en generar historias para tener propaganda propia, ahora la importaba de su gran aliado, los yanquis. Observó con atención los rostros de los tres héroes: jóvenes, sanos, universitarios, rubios, de ojos azules y con hermosas sonrisas de anuncio de pasta de dientes. Dios. ¡Qué envidia!

Echó un vistazo a un amplio suplemento que llevaba el diario en páginas interiores; era un resumen de lo ocurrido en aquel azaroso año 1968. Había muerto Bob Kennedy, Japón se había desarrollado espectacularmente y en España, las cosas no se habían dado mal: Massiel había ganado el Festival de Eurovisión y el «yernísimo», el doctor Martínez Bordiú, había culminado con éxito su primer trasplante de corazón, demostrando estar a la vanguardia mundial. Ojeó la ridícula cartelera dedicada a los espectáculos: abrían una nueva sala de fiestas, Pierrot, donde iban a actuar en fin de año Los Premiers.

Meditó sobre pedir o no una cerveza, pero para evitar otras tentaciones decidió irse a la pensión a comer; los domingos había paella.

Aquélla noche tuvo sueños eróticos. Despertó pronto y desayunó en la pensión con el vendedor de la ONCE, Rubén, y con don Damián, el representante de mercería, de quien se decía que tenía familia en Madrid, pero nunca iba a verla. Pensó en su sueño de aquella noche; en él hacía el amor con una desconocida, una mujer enigmática y sensual de la que no recordaba la cara. No podía ir a aliviarse a la casa de citas de

Madame La Croix, pues ahora pensaban que era homosexual y le interesaba mantener esa coartada para que la alcahueta le localizara al Lolo. Al menos hasta que lograra hablar con él. Así que maldijo para sus adentros y decidió centrarse en las tostadas y el café.

—Ayer se montó una buena en el cine —comentó el viajante.

—¿Cómo? —repuso Alsina apurando su café.

—Sí, en el cine Coy.

—Algo oí yo a la tarde en el casino —terció el ciego.

—Sí, sí, en el gallinero, según parece pillaron a un «parchista» sobrepasándose con una menor. Se lo llevó la policía.

—A mí me dijeron que era una pareja. ¡Fornicando!

—¡Adónde iremos a parar! —exclamó doña Salustiana, que llegaba de la cocina con una bandeja de churros—. Mano dura es lo que hace falta con esa relajación de costumbres. El Caudillo debía mandarlos a picar piedra por desvergonzados.

El policía sonrió al escuchar a su patrona. Aquélla misma noche la había oído gemir, probablemente cobrando la semana a Eduardo, un joven que se decía actor y se hospedaba en el cuarto del fondo del pasillo, y a quien no se le conocía oficio ni fuente de ingresos alguna. Era muy guapo, pero un tipo que decía ganarse la vida como actor en una ciudad tan pequeña como aquella debía de tener otras fuentes de ingresos. Venían compañías al teatro Romea, sí, pero de Madrid. La única posibilidad de ganar algo de dinero con un trabajo como aquel quedaba limitada a un par de representaciones del Tenorio por Todos los Santos. Era evidente que aquel joven debía de pasar apuros y así se pagaba su estancia en la pensión.

Salió a la calle reparando en que aquella era una sociedad hipócrita. Pensó en don Serafín, doña Salustiana y los clientes de

Madame La Croix, entre los que se encontraba él mismo; todos, absolutamente todos, tenían sus bajas pasiones y las ocultaban. Quizá no tan bajas. Algunas más elevadas que otras, pero pasiones a fin de cuentas, y todos simulaban ante los vecinos, ante la sociedad. Eran gente decente. Igual ocurría con los adeptos al Régimen. Quizá peor. Entró en la barbería y Fernando le expuso un resumen de lo que decía la prensa mientras le realizaba el afeitado y masaje de rigor. Al parecer, aquel año que entraba, 1969, vería al hombre poner el pie en la Luna. La exitosa misión que acababa de llevar a cabo el Apolo VIII hacía intuir que aquel logro era inminente.

Eugenio, un mutilado que había combatido en la División Azul, aunque perdió el brazo en un ridículo accidente ferroviario, dijo mientras el aprendiz le lavaba el pelo:

—¡Que se jodan los rusos!

Fernando le contó que se había producido el bombazo: Jackie Kennedy se casaba con el hombre más rico del mundo, Aristóteles Onassis.

—Vaya —murmuró Alsina fingiendo sorpresa. Le importaba un bledo, la verdad.

González había sido cedido por el Madrid al Murcia gratis.

—Si es que el merengue es un gran club —sentenció el barbero buscando la polémica.

El policía no tuvo fuerza ni ganas de discutir. Pensó en echar un buen trago. Lo haría al llegar al despacho. Pagó y salió del local a toda prisa.

No pudo hacerlo, porque nada más llegar se encontró dos notas en la mesa. Dos recados telefónicos. Una era de

Madame La Croix, y decía: «Lolo desaparecido». El otro era de régimen interno: el comisario quería verle. Subió a su despacho y saludó a su secretaria, Daniela.

—Te espera —dijo ella sin levantar la mirada de su máquina de escribir—. Pasa.

Alsina llamó a la puerta y halló al comisario hablando por teléfono. Calvo, de bigotillo fino como todo el que era alguien en el Movimiento y amplia frente, parecía enfadado. Sus hombres le llamaban Matías Prats, cosa que le enojaba muchísimo, aunque llevaba siempre unas ridículas gafas oscuras como las del locutor de moda en la España de la época que no dejaban lugar a la duda. Eran idénticos. Sin dejar de hablar, le señaló una silla que había delante de su mesa:

—… sí, sí, Eminencia, no se preocupe, déjelo de mi cuenta, es asunto resuelto. Sí, sí. De acuerdo. Para servirle a usted y a España. Muy agradecido. Adiós, adiós. ¡Jodido maricón! —gruñó tras colgar el auricular. Se quedó mirando al infinito por un segundo, con las manos juntas y moviendo los pulgares de manera circular—. Ah, sí —dijo al fin volviendo a la realidad—. Alsina, Alsina… ¿Cómo estamos?

—Bien, señor. Creo que… ahora que lo pienso… bastante bien.

—Me alegro, me alegro. Me dicen que tuviste una guardia movidita en Nochebuena, ¿no?

—Sí, más o menos.

—¿Un habano? —ofreció el preboste abriendo una caja de Veraguas.

—No, gracias. No fumo puros.

—¿Una copa entonces? —propuso el comisario con una sonrisa maliciosa.

—No. Ahora no.

—Bien, bien. ¿Y la suicida? ¿La has identificado ya?

—No, aún no —respondió sacando su bloc de notas—. A ella no, pero a una amiga suya, sí. Assumpta Cárceles Beltrán, alias Veronique, rubia. La suicida era morena y sé que su nombre de guerra era Ivonne. Prostitutas. De lujo. Ejercían en el hotel Victoria. Llevaban un mes ahí hospedadas. Alguien registró sus habitaciones, violentamente. Me temo que la rubia también debe de estar muerta.

—O sea, Alsina, que estás empeñado en identificar a la muerta, que, dicho sea de paso, está ya criando malvas en el cementerio de Espinardo.

—Sí, claro.

El comisario se acercó un poco, elevó el trasero sobre su silla, adoptó un aire más familiar, casi condescendiente, y preguntó a la vez que bajaba la voz:

—Y eso, amigo Alsina, ¿a quién le importa?

Silencio. No le gustaba aquel tipo, el comisario Jerónimo Gambín, la mano derecha del gobernador civil, un fanático falangista que se jactaba de «haber matado más rojos que la erisipela». Era un fanfarrón, un camorrista de los que tanto abundaban en Falange. A través de su hombre de confianza, el inquietante Guarinós, controlaba a la temible Brigada Político Social.

—Hombre —murmuró Julio Alsina azorado—, pues a su familia; en algún lugar habrá una familia que querrá saber que su hija, su hermana o su prima ha muerto.

—Enternecedor. ¿Acaso no estás a gusto aquí, Alsina? ¿Te tratamos mal?

—No, no. Quiero decir que no, que no me tratan mal.

—¿Y para qué remover tanto la mierda? ¿A quién le importa una puta deprimida que se suicida en Nochebuena? ¿Sabes?, las estadísticas demuestran que en Navidad mucha gente se deprime: la nostalgia, los seres queridos que se fueron… Es la época del año en que se quita más gente de en medio.

—Ya.

—Has estado molestando a gente. Me han llamado los dueños del hotel, has pasado por Llorens a dar el coñazo. Mi mujer va a ese salón de belleza, ¡coño! ¿Qué importan dos putas? La otra se habrá ido con algún tipo con pasta a Barcelona o París y ésta se deprimió, esas tipas son todas medio tortilleras, créeme.

—Ya, pero…

—¡Ni peros ni hostias! Tú a lo tuyo, a tus carnés, tus papelitos, tus certificados de penales y a echar un cable en el archivo. En otra comisaría te habrían puesto de patitas en la calle hace años, Alsina. Sé buen chico y no te metas en líos y te prometo una caja entera de Licor 43, mañana mismo. El dueño de la fábrica es amigo mío. ¿Sabías que está en Cartagena?

—Sí, lo sé.

—Pues hale, no se hable más.

Alsina se levantó y se encaminó hacia la puerta sin mediar palabra, como un cordero sumiso que se deja llevar; acababa de caer en la cuenta de que no había probado el alcohol desde que empezara con aquel maldito caso.

Llegó a su mesa y abrió el cajón. Sacó la botella y el vaso. Los puso encima de la mesa. Los miró y ellos lo miraron a él, desafiantes.

¿Qué le estaba pasando?

Toda la vida metido en la mente de Julio Alsina y no lo conocía. No se conocía. No bebía por Adela, ni por ser un cornudo, un medio hombre. Eso no le importaba apenas. Nada.

Entonces lo vio claro: aquella furcia de Adela que tanto daño le hiciera y «el Sobrao» se la traían al fresco. Es más, esperaba que fueran felices, eran tal para cual. Les deseaba lo mejor, de veras.

Bebía por la falta de estímulo, por haber dejado el trabajo ante el desprecio de sus compañeros. Por haberse degradado hasta convertirse en un ser inútil, un blando, un policía de mentira. El trabajo lo mantenía vivo, sí. Comprendió que dejarlo le había empujado a beber. Tenía que ocupar su mente, hacer algo, sentirse útil. Era eso. Y no había bebido.

No se atrevía siquiera a pensarlo. ¿Cuántos días llevaba sin probarlo? Era de locos.

No tenía nadie a quien contárselo, y aunque así fuera, se reirían de él. Podía cerrar el caso, irse de allí y ocuparse de otros casos, en otro lugar. Pedir el traslado.

No. No. ¿Y si cambiaba de destino y empezaba de nuevo?

Pensó en Ivonne. ¿Quién sería? «Una puta deprimida», había dicho el comisario.

De eso nada. La empujaron. Y había estado detenida. Él lo sabía.

Alsina había sido lo bastante prudente como para no decirle nada a su jefe supremo.

Un momento, un momento… No tenía pruebas. Todo era circunstancial. ¿Acaso no sería un delirio de su mente alcoholizada para buscar algo en lo que creer?

No. Estaba seguro. ¿O no?

Y si así fuera, ¡qué coño!, merecía la pena vivir, investigar, sentirse útil. Porque llevaba unos días vivo, de eso no había duda. Vivo. El caso le había hecho revivir. Ivonne era una perdedora, como él, y le había ayudado a resucitar, a volver a la vida desde su tumba, desde dondequiera que estuviese. Entonces pensó en la rubia: muerta, seguro.

Miró la botella.

«A lo fácil —le decía su mente—. A lo fácil, Alsina, ve a lo fácil. ¡Vamos, vamos!», le gritaban sus vísceras, el corazón y un ligero murmullo que venía de donde un día tuvo los huevos.

Miró la botella y el vaso.

La Croix decía que el Lolo estaba desaparecido.

Se lo había tragado la tierra.

Descolgó el teléfono y dijo a la telefonista:

—Ponme con Antúnez.

Al momento una voz contestó:

—¿Sí?

—Antúnez, soy Alsina.

—Dime.

—¿Qué hacéis con los maricones?

—¿Cómo?

—Sí, con los maricones. Cuando los detenéis, quiero decir; eso es cosa tuya, ¿no?

—Ah, sí, sí. Los «violetas» son nuestros.

—¿«Violetas»?

—Sí, coño, Alsina, «violetas», maricona, sarasas, es lo mismo.

—Ya. ¿Y qué hacéis con ellos?

—Pues poca cosa; se les da una buena mano de hostias si han dado un escándalo público y luego se les pone en libertad, a veces pasan un par de días en el calabozo, ya sabes. Se les aplica la Ley de Vagos y Maleantes. Si dan muchos problemas les puede caer una buena temporadita de cárcel. Normalmente tres meses, pero a algunos les han metido hasta dos años, no creas.

—Ya, ya. ¿Tú los conoces a todos?

—A muchos de ellos, sí; a los de lavabos de los cines Coy, el Rex y el Iniesta, me los tengo muy calados. En el Huerto del Cura, junto al Malecón, también se ponen unos cuantos, por la noche. ¿Por qué?

Pensó que tenía que inventar algo y rápido.

—Es que tengo un conocido sarasa, casi familia, ya sabes —mintió—, y el otro día le prestó una cosa a un tal Lolo…

—El Lolo, ¡acabáramos!, menuda pieza. Es un chapero. Manuel Buendía Vivancos. Pero no busques su ficha, no tiene domicilio conocido. Se mueve mucho, es muy listo.

—¿Y cómo podría localizarlo?

Se hizo un silencio.

—Bueno, a veces los ingresan…

—¿Los ingresan? —repitió incrédulo.

—Sí, claro —dijo el otro muy serio—. Para curarlos.

Alsina se pasó la mano por la frente. Delirante.

—Curarlos, ¿dónde?

—En el psiquiátrico, en El Palmar. Luego, cuando salen del tratamiento, trabajan con ellos para enseñarles un oficio, en Auxilio Social.

—¿Cómo?

—Sí, algunos son chaperos y les enseñan a ganarse la vida decentemente y no poniendo el culo.

—Ya.

—Prueba ahí. Igual saben algo de él. Entra y sale de la cárcel con asiduidad. No te extrañe que se haya ido a otra ciudad.

—Pues, muchas gracias, Antúnez.

—Si sé algo, te aviso.

—De acuerdo.

Se incorporó y asió la botella. Fue al minúsculo baño de su sección, abrió la puerta y se encontró con el viejo retrete que siempre rezumaba agua y los papeles de periódico que a modo de papel higiénico permanecían ensartados de un clavo en la pared. De manera efectista, arrojó el contenido de la botella a la taza y tiró de la cadena. Los tres compañeros de su sección, los auxiliares administrativos que tenía a su cargo, lo miraron boquiabiertos. Se fue a la plaza de las Flores. Le apetecía tomar una ensaladilla y una Coca-Cola en el bar La Tapa.

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