1969

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Los ángeles blancos

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Se puso al volante y se encaminó hacia La Tercia. Había decidido esfumarse durante unos días, poner tierra de por medio, y por eso pensó tomarse un día libre y realizar una gestión que tenía pendiente. Era una idea que bullía en su mente y no le dejaba en paz, así que decidió que lo mejor era salir de dudas y llevarla a cabo. El trayecto se le hizo relativamente corto, se había acostumbrado ya al camino y conocía las curvas más cerradas, los mejores tramos para adelantar y los puntos de mayor peligro en los que conducir con precaución. Podría recorrer aquel camino con los ojos cerrados. Cuando llegó al Teleclub, situado en la calle principal, eran cerca de las diez y media. Entró y pidió un café con leche. Observó que el camarero le miraba con suspicacia. No se atrevía a preguntar por él, pero en ese momento lo vio pasar por delante de la puerta del bar. Pagó y salió a toda prisa.

—Oye, oye —requirió al joven que jugaba con una cuerda atada a una lata.

—Hola, amigo —contestó el tonto del pueblo, que detuvo su marcha y tomó asiento en la acera.

—Me llamo Alsina, ¿y tú?

—Alfonsito.

—Hola, Alfonsito.

—Hola. Tú eres el policía, ¿no?

—Sí —asintió tomando asiento junto al pobre tonto en el bordillo.

—Está aquí por lo de los ángeles blancos, ¿verdad?

—Verdad.

—Se llevan a la gente. Son malos.

—Sí, lo sé.

Quedaron en silencio mientras que el tonto jugaba con su lata y Julio pensaba en cómo enfocar la cuestión.

—Alfonsito…

—¿Sí?

—Los ángeles…, ¿tú los has visto?

—Claro.

—Son blancos.

—Sí.

—¿Tú los has visto bien? A ti no te llevaron.

—Sí, es verdad, se llevan a la gente que los ve.

—¿A Pepe «el Bizco» y al Sebastián?

—Claro.

—Y a Paco Quirós y a su novia.

—También.

—Pero a ti no.

—A mí no.

—¿Por qué?

—Porque soy muy listo.

—Ya, claro; ¿y cómo haces para que a ti no te lleven?

—Pues muy fácil, cuando se nota que van a venir, me escondo.

—Y eso, ¿cómo se sabe? ¿Cómo sabes cuándo van a venir para llevarse a la gente?

—Los oigo y veo resplandores, y entonces me tiro al suelo y me escondo donde puedo. Ellos estaban allí, en el coche. Se zarandeaba —explicó, y a Alsina le pareció que hablaba de la desaparición de Quirós y la novia. El tonto puso un tono de voz femenino, con falsete, imitando a la joven desaparecida—: «Ay, Paco, ay, sigue, sigue, que me matas, ay qué gusto, Paco, ¡qué gusto!». Entonces, señor, vi los resplandores y me escondí. Llegaron los ángeles blancos y ellos salieron del coche medio desnudos, los ángeles los vieron y se los llevaron, claro.

—¿Cómo son?

—Blancos y grandes, muy grandes. Un poco gordos. Fuertes. Hablan muy raro. Como si se taparan la nariz. Un idioma extraño. Les sale luz de la cabeza, como una corona, ¿sabe?

Aquél pobre desgraciado sacó una imagen de un santo que llevaba en el bolsillo de su sucia y grasienta chaqueta. Alsina no supo identificar al prohombre de la Iglesia en cuestión, pero alrededor de su cabeza había una corona iluminada que irradiaba rayos de luz.

—¿Cuántas veces los has visto?

—Muchas.

—¿Dónde?

—En la finca. Pero ya no voy más por allí, no. Tengo miedo.

—Ya. Y se llevan a la gente.

—A los que hacen cosas malas, sí.

El policía le dio diez pesetas y dijo:

—Toma, hijo, te lo has ganado.

Se fue caminando hacia el coche y sacó las llaves. No sabía qué pensar. Aquél pueblo era extraño, allí parecía haberse detenido el tiempo, como en una pesadilla. En aquel lugar desaparecían las putas, los cazadores y las parejas, coche incluido. De locos. ¿Qué mierda era aquello de los «ángeles blancos»? Pensó en la famosa frase: los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. Y los tontos, se dijo. Aquél tipo, el Alfonsito, parecía muy seguro de lo que decía, pero ¿qué o quiénes eran aquellos ángeles que, según él, se llevaban a la gente? Estuvo dándole vueltas al tema, pero no le hallaba una explicación lógica. Todo aquello formaba parte de un inmenso rompecabezas que él se había propuesto desentrañar. ¿Qué podían tener en común todos aquellos extraños sucesos? ¿Cuál era la explicación lógica al enigma? ¿Quién hacía desaparecer a la gente? ¿Quién provocaba aquellos incidentes, como la muerte de Antonia García?

Observó que se había quedado traspuesto, como ido, con la llave metida en la cerradura del coche.

—¿Alsina? —oyó que decía una voz detrás de él.

Se volvió y vio a dos tipos inmensos, rubios y de ojos azules. Uno lo señaló e hizo un gesto inequívoco, indicando que le acompañara. En el centro de la calle había parado un coche, un Cadillac negro en marcha conducido por un tercer tipo. Los siguió mansamente y antes de que pudiera darse cuenta iba sentado en el asiento posterior con un mastodonte a cada lado. El vehículo tomó de inmediato la carretera de Sucina y se detuvo ante una casa solariega, pintada de granate y con un bello torreón. La casa de míster Thomas. Bajó del Cadillac siguiendo a sus captores y tras atravesar un hermoso patio de reminiscencias árabes con una fuente y macetas de geranios que colgaban de las paredes, se vio en un amplio salón decorado con trofeos de caza.

—Vaya, me había hecho a la idea de que sería usted más bajo.

Era la voz de míster Thomas, un tipo de estatura mediana, rostro pecoso pese a la edad y pelo blanco. Su piel tenía un cierto tono rojizo debido al sol de aquellos parajes.

—Los españoles, en general, son muy bajitos —añadió—. Ya sabe usted, por la mala nutrición.

—Siento decepcionarle, señor…

—Smith, Thomas Smith. Pero aquí todos me llaman míster Thomas.

—Julio Alsina —dijo el policía estrechando la mano de su anfitrión.

—Tome asiento. ¿Quiere un coñac?

—No bebo.

—¿Un café?

—Mejor.

El norteamericano hizo sonar una campanilla que tenía en una mesita, junto a su butaca favorita, y apareció una criada vestida de uniforme, con cofia y delantal.

Míster Thomas pidió café para los dos.

—¿Fuma? —dijo ofreciendo un Marlboro.

—Claro que sí —aceptó Alsina, que no quería perder una ocasión como aquella de fumarse un auténtico cigarrillo americano.

Después de dar fuego a su invitado, míster Thomas dijo a la vez que encendía su pitillo:

—Ha estado usted haciendo preguntas por aquí.

—No, ya no. Estoy en excedencia. Ahora me dedico a vender televisores.

—No me tome el pelo, podría ser su padre y, como dicen ustedes en su idioma, he toreado en plazas peores.

—¿Peores aún que este lugar?

—Sí, hijo sí, Checoslovaquia, Cuba y el Sudeste Asiático.

—Cualquiera diría que es usted un espía.

El americano lo fulminó con la mirada.

—Vine aquí a descansar invitado por mi buen amigo Raúl. Me agradó el clima y me quedé a vivir. No me quedan muchos años y quiero ser feliz. Aquí tengo todo lo que necesito.

—Y si está usted retirado, ¿por qué trajo a los de Wilcox?

—Estaban buscando un lugar como éste y yo les hice saber que lo había encontrado, por casualidad, claro, pero les vino muy bien.

—¿Va usted mucho por La Casa?

—Sí, a menudo. Cuando uno vive en el extranjero, resulta agradable charlar y relacionarse con compatriotas.

—¿Y a casa de don Raúl?

—También, mucho, somos íntimos amigos. Pero ¿ve cómo sigue usted haciendo preguntas?

—Supongo que es deformación profesional.

La sirvienta entró en la habitación con una bandeja y míster Thomas hizo los honores.

—¿Cómo lo quiere?

—Con leche, por favor, y dos terrones.

La criada salió dejándolos de nuevo a solas.

—¿Qué ha averiguado usted? —inquirió de pronto el americano.

Alsina probó el café y le supo a gloria.

—Es excelente.

—Gracias.

—Pues contestando a su pregunta, le diré que poca cosa. Creo que a Antonia no la mató Honorato Honrubia, aunque eso ya no le importa a nadie. Creo que los dos furtivos están muertos y la pareja que hacía el amor en el mil quinientos, también. Quizá por merodear por los alrededores de la finca. Hay quien habla en el pueblo de apariciones, pero yo he visto hombres armados, quizá ésa sea la respuesta.

—¿Cree que la gente de Wilcox anda por ahí cazando lugareños? ¡No sea ridículo! No se sabe usted la misa… ¿Se dice así?

—No; se dice: «No sabe usted de la misa la media».

—Pues eso. Wilcox tiene inversiones en medio mundo. De todo tipo: desde juguetes, chupetes y utensilios para bebés, hasta armas, fertilizantes y petróleo. Una compañía así suele ser discreta, no se equivoque.

—También sé que dos prostitutas que vinieron a hacer un servicio a la finca están muertas. Una se suicidó, y la otra, ha desaparecido.

—Eso no es estar muerta.

—Yo sospecho que sí.

—Ya. Por lo que me cuenta, sospecha que todos los incidentes guardan relación.

—Sí, la finca El Colmenar, La Casa de los americanos o quizá esa explotación que tienen los de Wilcox en la cara sur de la Cresta del Gallo.

Advirtió que su interlocutor daba un respingo en la butaca. Había dado en el blanco.

—¿Y los fantasmas? —dijo míster Thomas cambiando hábilmente de tema. El policía reparó en ello—. Me dicen que hace un rato se ha entrevistado con ese tonto…

—El Alfonsito.

—Ése.

—Habla de ángeles blancos, de apariciones, y el cura hizo una procesión de rogativa. La gente tiene miedo.

—¿No le merece a usted crédito esa versión? Me refiero a lo sobrenatural, claro.

—¿Le interesaría a usted que así fuera?

El odio se reflejó de nuevo en los ojos del anfitrión.

—La verdad, me da igual una cosa que otra.

—Los tontos siempre dicen la verdad.

—No debería usted hacer caso a lo que dice un pobre imbécil. Ése chico nació subnormal a causa de una paliza que le dio su padre a su madre durante el embarazo el día en que supo que quien la había preñado era mi buen amigo Raúl.

—Vaya…

—Sí, aquí en España las cosas funcionan así. A veces me recuerda a la Edad Media, el señor feudal que tiene derechos sobre sus siervos.

—La vida y la muerte de sus siervos, sí…

Míster Thomas sonrió.

—No siga con su juego, amigo. Se lo digo con cariño, parece usted un tipo válido. Creo que en Wilcox buscan gente así, como usted. Es usted español y necesitan gente que hable el idioma, para Sudamérica. Podría usted ganar mucho dinero.

—Y si rechazo esa amable oferta, pasará usted a amenazarme.

—No, no pasan esas cosas en la vida real. Esto no es una película de detectives, amigo. Simplemente le diré que si sigue usted por ese camino acabará mal, pero no es una amenaza, es una realidad y usted lo sabe. Está molestando a gente importante, por no hablar ya de los de la Brigada Político Social.

El policía sintió un escalofrío. Decidió recular.

—No tenía usted ni que molestarse, míster Thomas. Ayer mismo vi a don Raúl, y luego vino a verme el jefe de la Político Social; a los dos les dije lo mismo que le digo ahora a usted: he comenzado una nueva vida como representante y me va bien. De hecho, el domingo salgo para Barcelona a hacer un cursillo. No me interesa este asunto, de veras.

—Parece usted sincero.

—Lo soy. No le quepa duda. Me tengo en alta estima y quiero vivir tranquilo, como usted.

—Hará bien entonces, joven. Me alegro de haber tenido este intercambio de impresiones. Me ha tranquilizado mucho, la verdad. Y ahora, mis hombres le llevarán de nuevo al pueblo. Si me disculpa, tengo que irme de inmediato, me esperan en Madrid esta misma tarde.

Después de estrecharle la mano solemnemente, míster Thomas salió del salón para dar paso a sus gorilas, que acompañaron al detective hasta su coche. Quedó mirando cómo los americanos se alejaban en su inmenso Cadillac como hipnotizado. Decidió volver a la pensión; aún llegaría a la hora de comer.

—Perdón, ¿es usted Alsina?

Se giró exasperado con la intención de enviar al infierno a quienquiera que fuera, y se encontró con un tipo menudo con gafitas redondas que vestía pantalón beis, una sahariana repleta de bolsillos, calzaba botas y se cubría con una gorra caqui como las de la Legión Extranjera. Llevaba una cámara de fotografía colgada del pecho.

—Dionisio Cercedilla, de la revista

Lo Oculto.

—¿Cómo?

—Sí, soy periodista. ¿Tendría un minuto? Le invito a un vermú con aceitunas ahí, en el Teleclub.

Un periodista. Lo que faltaba… Aquél asunto comenzaba a cansarle. Pensó con alivio en la semana que iba a pasar en Barcelona. Estaba asqueado, harto, pero una vez más y sin saber cómo, se vio acompañando a aquel menudo individuo al bar. Tomaron asiento en una mesa que quedaba en la penumbra junto a una esquina y de inmediato les trajeron dos vermús, unas aceitunas y una botella de sifón. Ni cayó en la cuenta de que aquella era una bebida alcohólica, y bebió un trago sin notar nada fuera de lo común. Estaba embelesado en la contemplación de aquel extraño espécimen, un loco, sin duda. El tipo se quitó la gorra y dejó a las claras que era calvo como una bola de billar. Tenía un aspecto francamente ridículo.

—Usted dirá, don…

—Dionisio, Dionisio Cercedilla.

—Usted perdone, pero soy malo para los nombres.

—La gente del pueblo me dice que anda usted investigando el asunto de las desapariciones.

—No, lo he dejado —negó, mientras pensaba que aquella mentira se iba a terminar convirtiendo en verdad de tanto repetirla.

—Ah, ya. ¿Y qué ha averiguado?

—Poca cosa.

—¿No ha oído hablar de las apariciones, de seres celestes, como ángeles? Soy parapsicólogo y ufólogo. Estoy preparando un artículo que va a ser la bomba. Éstos infelices creen que hay algo de ultratumba tras los sucesos, que dicho sea de paso, no son moco de pavo, pero yo sé la verdad.

El policía se incorporó en su silla, vivamente interesado ante la afirmación de aquel tipo.

—¿Y?

—Ovnis.

—¿Cómo?

—Objetos voladores no identificados. Los extraterrestres se están llevando a la gente.

—Dionisio, hombre, no estoy para bromas.

—Voy a publicar un artículo al respecto. ¿Acaso no sabe usted que cuando la gente sencilla entra en contacto con extraterrestres suele inclinarse por lo religioso? Los identifican con ángeles, demonios o con tal o cual santo. ¿Qué cree usted que fue si no lo de Fátima? Las pastorcillas dijeron ver un ser de luz, ¡con una especie de corona que despedía rayos de luz!

—Como dice el Alfonsito.

—¡Exacto! Una escafandra o un casco alienígena con luz incorporada, eso es lo que vio aquel imbécil. Mire… —añadió bajando el tono de voz—, me he colado varias noches en la finca y…

—Por amor de Dios, Dionisio, no vaya por allí, tenga cuidado. Recuerde a los cazadores desaparecidos.

El periodista seguía a lo suyo:

—… y he visto luces, destellos. La finca es inmensa y cuando he llegado al lugar de donde venían no he encontrado nada, pero he visto tierra quemada, y eso es lo que hacen las turbinas de las naves. He ido recogiendo datos, testimonios, y creo que aquí se está dando un auténtico fenómeno ovni, apariciones de extraterrestres. Es posible que se lleven a la gente para experimentar con ellos.

Aquél tío estaba como una verdadera cabra, se dijo Alsina.

El otro siguió hablando:

—¿No se da cuenta de que aquí ha desaparecido más gente que en el Triángulo de las Bermudas? Usted y yo deberíamos trabajar juntos.

—Yo vendo televisores. Punto. No quiero saber más de este asunto y le ruego que tenga cuidado. No creo en asuntos de extraterrestres y me temo que a los cazadores se los cargaron por matar jabalíes que no eran suyos. Sea cauto y lárguese de aquí.

Dionisio Cercedilla le tendió una tarjeta al ver que se levantaba.

—Piénseselo —dijo.

—Lo haré.

Salió del bar. Quería volver a casa cuanto antes. El vermú le había abierto el apetito. Advirtió que no le había provocado ansias de beber. Buena señal.

Pasó la tarde leyendo en su cuarto. De vez en cuando paraba y miraba al techo, que, la verdad, evidenciaba unas preocupantes manchas de humedad. Fue al cuarto de doña Salustiana, pero la oyó llorar tras la puerta. ¿Sería por aquel actorucho? Decidió volver a la tranquilidad de su habitación y seguir con la lectura. Rosa Gil tenía que ir a Barcelona. ¿Existiría realmente el destino o aquello sólo era el fruto de la casualidad?

¿Por qué se sentía tan atraído por ella? Era una falangista, pertenecía a aquel Régimen que él y otros como él detestaban. Debía de ser una reaccionaria, una amargada solterona y quizá lo fuera. Ella le había dicho que llevaba años adoctrinando a las jóvenes sobre cómo ser una buena esposa, sobre la importancia de la castidad, la pureza y todos esos valores que el franquismo pretendía inculcar a las mujeres del Régimen. Quizá por ello no se atrevía a acercarse a Alsina, que, además, no podría darle un noviazgo formal, un matrimonio. No tenían futuro alguno. En caso de que iniciaran una relación, serían mal vistos por todo el mundo y sufrirían la repulsa de la sociedad. ¿Qué opciones tendrían? Ninguna. Odió a Adela por ello.

Por primera vez en su vida dejó que el odio hacia su esposa creciera en su interior, culpándola por el daño que le había causado, por cómo lo había engañado con unos y otros y por la manera en que le había abandonado. Pensó en que cuando un ser humano sufre una situación como aquella ve degradarse su autoestima hasta tal punto que termina por culparse de todo. Ella era la culpable, era la arpía y le había hecho un desgraciado. Sí. ¿Y por qué no podían él y Rosa hacer lo mismo que Adela y el Sobrao? ¿Por qué no podían empezar una nueva vida lejos de allí?

Pues muy fácil: no podían, sencillamente, porque ella era de la Sección Femenina y porque dar un paso así supondría una muerte en vida. Perdería el trabajo, la familia y sus relaciones sociales. Él sabía lo que era morir así y había resucitado.

¿Y si se iban al extranjero? A Francia quizá. Allí nadie preguntaba quién estaba casado con quién, simplemente no les importaba. Eran gente moderna, alejada del yugo de la Iglesia, gente que vivía y dejaba vivir. Sí, era un buen lugar donde comenzar de nuevo, trabajar, prosperar y vivir. Pero ella no lo dejaría todo por él.

¿Qué hacía pensando así? Ya no veía a Rosa Gil como al principio y no podría volver a hacerlo. Reparó en que necesitaba distraerse y olvidar todo aquello, así que se fue al salón a ver la televisión con los demás huéspedes, pues los jueves programaban

Un millón para el mejor.

El viernes por la mañana aprovechó para hacer algunas compras por Murcia. Cosas que necesitaba para el viaje: pasta dentífrica, ropa interior y un pijama nuevo. Su mente iba y venía al caso. ¿Extraterrestres? Era lo único que faltaba para que aquello alcanzara un nivel de complejidad que llegaba a lo irresoluble. El Alfonsito hablaba de ángeles blancos y parecía convencido, y un periodista creía que había ovnis en La Tercia y las personas desaparecían de dos en dos. De locos. Los del búnker, encabezados por el maldito Guarinós, le seguían los pasos, y míster Thomas y don Raúl le habían dado un muy preocupante toque de atención. Lo lógico era olvidar el asunto, al menos de momento.

Aprovechó un hueco entre sus compras y se entrevistó con el encargado de La Alegría de la Huerta, los grandes almacenes de referencia en la ciudad. No atacó al cliente con demasiada convicción, un tipo con traje marrón, brillantina y fino bigote que parecía más atento al culo de su secretaria que a lo que él le comentaba sobre los televisores ITT.

Para su sorpresa, cuando terminó su alocución, el otro dijo:

—Quiero veinte.

En principio pensó que se refería a transistores, pero muy pronto entendió que aquel tipo quería ¡veinte televisores!

Expidió el pedido lo más rápidamente que pudo y salió de allí a toda prisa para encontrarse con Ruiz Funes en la plaza de las Flores. Cuando llegó al bar La Tapa, se encontró con que su amigo ya le esperaba. Ruiz Funes se reía de los titulares de la prensa, que una vez más afirmaban que era posible que en 1970 se firmara el acuerdo entre el Mercado Común y España. Una noticia que desde hacía más de diez años se daba aproximadamente cada ocho o diez días.

Pidieron dos cañas con sendas ensaladillas y Alsina sintió que su seguridad en sí mismo crecía al sentir el amargo sabor de la cerveza sin experimentar aquella ansia que lo llevaba al alcoholismo y que le había mantenido en coma durante años.

—Quería verte por un asunto.

—Le di tu recado a Práxedes. ¡Menudo tipo!

—Sí, vino a verme; es peculiar, pero me hace bien los recados. Mañana, sábado, te invito a comer, he decidido reunir a unos amigos en casa para despedirte.

—Sólo me voy una semana.

—Te vendrá bien conocer gente agradable.

—No te digo que no, porque llevo unos días terribles. Ayer me pasé por La Tercia.

—¿Y?

Julio le contó lo de míster Thomas, las alusiones del Alfonsito a aquellos siniestros ángeles blancos y la rocambolesca entrada en escena del ufólogo, Dionisio Cercedilla.

Joaquín Ruiz Funes optó por reírse.

—Pues no le veo la gracia, la verdad —gruñó el policía.

—¿Que no? ¡Si esto es el acabose! Marcianos, procesiones, un asesinato, dos furtivos que desaparecen, un tío que roba un coche de su taller para echar un polvo con la novia y no vuelven ni él ni ella… por no hablar de lo de las dos fulanas esas del hotel Victoria.

—Ivonne y Veronique. Ésta mañana he llamado a Herminio Pascual, de Madrid, que me buscó los antecedentes de Ivonne. No hay gran cosa. Varias detenciones por prostitución silenciadas por amigos importantes, sólo eso. Pienso pasarme a ver a sus padres, en Barcelona. A darles la noticia.

—Es evidente que te has metido en un buen lío, Julio. Guarinós y los de la Político Social están a oscuras. Me temo que por eso detuvieran a la puta y por eso la torturaron. No tiene pinta de que sacaran nada en claro.

—Eso me pareció a mí también.

—Ése don Raúl, el amigo de los americanos, está bien relacionado con la Obra y con los sectores católicos del movimiento. Creo que los del búnker desean meterle mano y no saben cómo. Debes tener cuidado.

—Si quieres que te sea sincero, comienzo a plantearme la posibilidad de dejar correr el asunto.

—Harías bien, pero ¿no te pica la curiosidad?

—Pues eso es, que sí. Pero creo que temo más a Guarinós.

—Sí, es un loco, un sádico —murmuró; luego hizo una pausa y ladeando la cabeza dijo en voz alta a la vez que se carcajeaba—: ¡Marcianos! ¿No te jode?

Decidieron pasarse por la calle de las Mulas, y allí, en Pepico del Tío Ginés saludaron al dueño, el propio Pepico, sentado en una silla de mimbre a la puerta de su establecimiento. Pudieron picotear a su antojo degustando los pequeños bocadillos de atún y mahonesa o de bonito que tan famosos se habían hecho y que llamaban

blayers. Eran las dos y media cuando Alsina se fue a echar la siesta a la pensión.

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