1969

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La fosa

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—¿Y qué pasó?

—«¡No, no!», gritaba ella. Pero la agarraron y se la llevaron. Los dos americanos que la seguían se quedaron con tres palmos de narices.

Alsina se quedó en silencio. Los chicos de la Político Social solían utilizar un MG1300 negro en sus correrías nocturnas, y muchos lo sabían. Cualquiera que se opusiera al Régimen en la región temía la aparición de aquel coche que, entre los descontentos, era ya tristemente famoso. Poco a poco, sus sospechas se habían ido confirmando: Ivonne fue capturada por Guarinós y sus secuaces, estuvo detenida y posteriormente la torturaron en un piso franco para luego dejarla caer desde la torre de la catedral. Los del búnker querían saber qué estaba ocurriendo en El Colmenar, y él también. ¿Qué había visto aquella joven en la fiesta para salir huyendo de aquella manera? Era algo relacionado con las actividades de Wilcox, seguro, y ese algo había provocado la desaparición y muerte de cinco personas más en el pueblo. ¿Qué habría sido de la amiga de Ivonne, Veronique? Don Raúl, bien relacionado con sectores aperturistas del Régimen, llevaba a medias un negocio con los americanos en un terreno clasificado como zona militar restringida; ¿qué sería?

Estaba confundido porque no sabía cómo iba a hacer que los del búnker pagaran por la muerte de Ivonne o que don Raúl y los de Wilcox penaran por eliminar así a la gente de La Tercia. Sólo podía seguir adelante, averiguar más cosas, husmear. Su instinto le decía que acabaría encajando las piezas. La aparición del pobre

Hocicos muerto por herida de bala era la primera pista que había aportado algo de luz en lugar de enredar más la trama.

Se despidió del Alfonsito dándole cinco duros, subió al coche sin dejar de sentirse observado y se encaminó hacia Cartagena. Tenía que dejar pasar el tiempo hasta la tarde y qué mejor forma de hacerlo que vender unos cuantos televisores.

Después de una tarde bastante lucrativa en la ciudad departamental, Alsina pasó por el cortijo del Manzano, una pequeña agrupación de casas, misérrima, entre Pozo Estrecho y Torre Pacheco, donde un compadre de Jonás le iba a prestar un sabueso que respondía al nombre de

Sultán.

Allí le esperaba Paco Pepe, un tipo de aspecto bragado, con la boina calada hasta la orejas, que calzaba alpargatas y ceñía una faja como las de los labriegos de las postales. Al fondo, en la puerta de la casa, dormitaba en una silla de mimbre una anciana vestida de negro, con un inmenso pañuelo negro en la cabeza y cuya piel parecía tener el color de la de un cadáver. Tres críos mocosos y llenos de roña jugaban al fútbol con una pelota de trapo. Uno de ellos iba descalzo. No tuvo valor para regatear al hombre las cien pesetas que le pidió por alquilarle el perro. Era un abuso, pero ¿qué más daba?

Subió a

Sultán en el coche y se detuvo a cenar en un bar de Torre Pacheco. Hizo tiempo viendo las noticias y ojeando la prensa. Barcelona había rendido homenaje a la bandera nacional y al ejército. Una fotografía de las calles repletas de gente brazo en alto completaba la noticia. Era un acto de desagravio por los incidentes de la universidad. Pensó en los dos chicos que había visto de refilón en casa de Joaquín; ¿no serían los fugados de Barcelona, aquellos que habían escapado de sus casas antes de ser detenidos? Él les había oído hablar en catalán, seguro. ¿Dónde estarían ahora? En casa de Ruiz Funes, no. Joaquín no era tan tonto. ¿Sería comunista su amigo? No se lo imaginaba como un idealista, aunque, la verdad sea dicha, antes pensaba que se trataba de un mujeriego y había resultado ser homosexual. Era un tipo listo que daba el pego, proyectaba justamente la imagen que quería proyectar y eso lo hacía triunfar, alcanzar sus objetivos.

Salió del bar a eso de las ocho y media, subió al coche y se llegó al taller de Antonio Quirós, el mecánico. Éste le abrió la puerta de su vivienda, anexa al taller, con cara de susto.

—No corren tiempos para ir a las casas de la gente después de oscurecido —espetó.

—Lo sé, lo sé. Necesito alguna prenda de su hermano.

El otro lo miró con extrañeza.

—Me había quedado

clisao en el sofá —explicó—. ¿Qué coño dice que quiere?

—Para buscar los cuerpos. Tengo un sabueso. Necesito algo de ropa de su hermano.

Antonio se rascó la cabeza.

—Un minuto —pidió.

Desapareció por una escalera. Oyó ruido de cajones que se abrían y cerraban y el golpeteo de las puertas de algún que otro armario. Poco después bajó con dos camisas.

—No tienen que estar lavadas —precisó Alsina.

Antonio se las tendió y comprobó que desprendían un fuerte aroma a sudor.

—Bien. Muchas gracias.

Volvió al coche y dejó tras él al sorprendido Antonio. No tardó en llegar al escondite tras las cañas donde había estado dos días antes. A eso de las nueve y media se vistió de nuevo de la misma forma que hacía dos noches, tomó al perro por la correa y enfiló el camino hacia el sur. En unos diez minutos llegó al punto donde había estado aparcado el mil quinientos en que Paco Quirós y Pascuala se amaban la noche de su desaparición. Entonces sacó las prendas de él y se las dio a oler a

Sultán. Éste siguió el rastro tras partir del punto en que días antes estaban las huellas del coche y siguió en dirección a uno de los caminos que daban acceso a la finca. Estaba cerrado por una inmensa verja que no tenía aspecto de ser abierta demasiado a menudo. Allí el perro se detuvo, al parecer, confundido. Alsina se acercó a la alambrada en un punto algo alejado y la cortó con los alicates. Él y el perro entraron en El Colmenar. El sabueso buscó de nuevo en el camino, ya dentro de la finca, y dio con el rastro. Parecía divertirse, se aplicaba al trabajo y lanzaba ladridos de alegría de vez en cuando.

—¡Calla! —musitó el policía temiendo que los descubrieran.

De pronto,

Sultán salió del camino y continuó a paso vivo por un olivar. Alsina casi choca con las ramas de un olivo de inmenso tronco, por lo que tuvo que caminar a toda prisa y agachado. Corría a punto de caerse a cada momento pero excitado porque el perro parecía haber dado con el buen husmillo. Entonces llegaron a un claro bastante amplio que resultaba algo artificial en mitad de aquel mar de árboles. Era raro. El perro se paró y marcó el lugar.

—Es aquí —dijo el detective a la vez que sacaba una salchicha de la mochila para premiar al sabueso, tal como le había aconsejado que hiciera su dueño.

Encendió la linterna y examinó el suelo. Habían removido una porción muy amplia de tierra, un cuadrado de cuatro por cuatro metros o más. Pensó en que buscaba cuatro o cinco cadáveres, pero, aun así, aquello era demasiado grande.

Sultán estaba contento, y comenzó a ladrar.

—Chiiist —chistó Julio—. Lo has hecho muy bien, pero nos van a oír.

Iba a sacar una pequeña pala plegable de la mochila, pero los ladridos del perro cada vez se hacían más audibles. ¿Qué le pasaba? ¿Quería más salchichas? ¿Estaba contento?

Empezó a ponerse nervioso. Los iban a descubrir.

De repente, se le heló la sangre. Alguien gritó con marcado acento extranjero.

—¿Quién está ahí?

Y se encendió un foco.

Un vehículo arrancó el motor. El

jeep. Estaba demasiado cerca. Alsina soltó la correa del perro y echó a correr a toda velocidad. No veía nada y se iba golpeando la cara con las ramas, pero ni podía ni debía parar. El corazón le latía en las sienes, alocado, y apenas escuchaba nada. Se adentró entre los árboles, lo más lejos posible del camino, mientras escuchaba al perro ladrar y ladrar. Se detuvo en cuanto pensó que estaba a salvo y aguzó el oído.

El jeep frenó y el perro comenzó a rugir a los recién llegados. Julio se pegó al inmenso tronco de un algarrobo. Sonó una ráfaga y

Sultán dejó de ladrar tras emitir un par de angustioso quejidos de dolor.

Otra voz, esta vez sin acento extranjero, gritó al viento:

—¡Y no volváis por aquí, malditos furtivos!

No dejó de correr hasta llegar al coche. Tenía localizado el lugar y había escapado por poco. Era un tipo afortunado.

Llegó a la pensión a eso de las once y media, sucio, cansado y triste por el destino que había tenido el fiel

Sultán, pero eufórico porque sabía dónde estaban los cadáveres. O eso pensaba. Se duchó, y cuando terminó de ponerse el pijama y la bata acudió a la cocina. Entonces sonó el timbre de la pensión e Inés se asomó a la cocina.

—Tiene visita —anunció lacónica.

Salió a la puerta y se encontró con don Serafín, que parecía descompuesto. Hablaba como en susurros, temeroso de que lo escucharan, y farfullaba incoherencias. Lo llevó a la cocina e hizo que se bebiera un copazo de coñac.

—Tiene que ayudarme —pidió el visitante—. Es Clara. Se me va, se muere.

—¿Cómo dice?

—Sí, venga, no hay tiempo que perder.

Fue al dormitorio, se puso unos pantalones y se abrochó la gabardina sobre la chaqueta del pijama para acompañar al pobre hombre. Salieron a la calle y don Serafín lo guió hasta su seiscientos, aparcado bajo una farola en la calle de Juan de la Cierva. Allí, en el asiento trasero, estaba Clara. Yacía inmóvil y estaba tapada con una manta a cuadros.

—¡Se muere, se muere! —gimió aquel miserable.

—Pero ¿qué le ha hecho?

—Era una matrona de confianza, me la habían recomendado… —explicó entre sollozos.

Alsina retiró la manta y vio una enorme mancha oscura en el regazo de la niña: sangre.

Estaba pálida, como una muerta. Se acercó y dijo:

—Respira.

—Yo no puedo llevarla, es mi ruina.

Lo apartó de un codazo y se subió al asiento del conductor. Las llaves estaban puestas. Justo cuando arrancaba escuchó a aquella comadreja que decía:

—No dé mi nombre, por amor de Dios.

No tardó ni un minuto en llegar a la casa de socorro, situada al lado del Club de Remo, junto al río.

—Es un aborto, tiene una hemorragia —dijo al llegar.

Los enfermeros la subieron en una ambulancia y se fueron a la Cruz Roja. Dejaron que Julio subiera con ellos, pese a que lo miraban con desprecio.

Cuando llegaron, entraron por la puerta de urgencias y Alsina se quedó dando los pocos datos que sabía sobre la chica: nombre, domicilio y la razón de su madre, poco más.

—Llama a la policía —pidió la enfermera a una compañera.

La madre de la niña llegó al cabo de una hora de aquello, al mismo tiempo que una pareja de grises acompañados por un secreta, Jiménez. No se sorprendió al ver que le ponían las esposas sin siquiera preguntar. En aquel momento, un médico salía a dar noticias.

—Está muy grave, en coma. Ha perdido mucha sangre. No creo que pase de esta noche.

Tuvieron que sujetar a doña Tomasa, que se lanzó sobre Alsina para arrancarle los ojos.

Jiménez permanecía sentado al revés en una silla, con la camisa arremangada y los antebrazos apoyados en el respaldo. Su barbilla descansaba sobre éstos y miraba a Alsina fijamente.

—Dime otra vez cómo te has hecho esos arañazos de la cara.

—Ésta noche, en una finca de La Tercia, El Colmenar. Con las ramas. Me he colado a buscar unos fiambres.

—Tú…, ¿lees muchas novelas?

—No, coño, no.

—¿Qué le has hecho a esa niña? La has violado, ¿no?

—¡No, hostias! La han llevado a hacerle un aborto con alguna carnicera y se ha desangrado.

—El hijo era tuyo, claro. Te la follaste. Se te va a caer el pelo, es una menor.

Guarinós abrió la puerta y entró en la estancia. Alsina se estremeció al verlo allí. Lo que faltaba.

—Fuera —ordenó a Jiménez, que salió de allí a toda prisa.

Entonces miró a Alsina desde el fondo de sus profundos ojos, gélidos y plenos de impiedad:

—Te tenemos trincado por los cojones.

Julio miró al suelo.

—Sabes que te la has cargado con todo el equipo.

—No tengo nada que ver en este asunto, sólo he intentado salvar la vida a la chica.

—¿El seiscientos es tuyo?

—No, de un vecino. El culpable.

—¿Te lo ha dejado?

—No.

—O sea que lo robaste.

—¡La chica se nos iba! Adolfo Guarinós sacó un cigarrillo y lo encendió con un gesto lento, estudiado y efectista:

—Corrupción de menores, aborto, robo de vehículo, quizá violación…

—Ha sido mi vecino, don Serafín. Trabaja en Hacienda.

—Ya. Hay una vecina, una platanera, que dice haberte visto un par de veces con la chica…

—Soy inocente. Lo juro.

—Mira, Alsina, yo podría ayudarte. Pero si quieres salvar las pelotas, o lo que te quede de ellas, tendrás que entregarme las de ese cerdo, don Raúl.

Alsina quedó pensativo.

Entonces lo vio claro: lo tenían bien agarrado.

—Que venga Guillermo Yesqueros. Es cosa de Homicidios —dijo muy seguro de sí mismo.

Sintió un gran alivio cuando vio entrar a Yesqueros, el jefe de Homicidios, acompañado de dos de sus hombres.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Julio—. He pedido que te llamaran.

—¿Qué tripa se te ha roto, Alsina? Es la una de la madrugada.

Jiménez le contó lo de la joven, Clara, mientras Guillermo Yesqueros tomaba asiento. Guarinós permanecía de pie, al fondo, expectante.

—Quiero ofrecerte un trato, Yesqueros —propuso Alsina.

—De eso, nada —intervino Guarinós.

El jefe de Homicidios tomó la palabra:

—Éste hombre es mío, Adolfo, y lo sabes. Si la cría palma, será homicidio por imprudencia, y ahí entro yo.

—La chica sigue viva que yo sepa —repuso Guarinós.

—El trato sirve para los dos —dijo Julio—. La presencia de Yesqueros en el asunto sería como un seguro para mí, pero Guarinós puede estar presente. Yo no soy quien llevó a la chica a abortar. Estaba embarazada de mi vecino, Serafín. Él vino a buscarme para que le ayudara.

—Sí, claro. ¿Y por qué iba a buscarte a ti? —preguntó el jefe de la Político Social.

—Porque yo conocía su secreto. Un buen día dieron un escándalo en el cine Coy, en una matinal, y yo los salvé. Lo podéis comprobar con el acomodador.

—¿Y los rasguños de tu cara? —terció Yesqueros—. Convendrás que esto es un poco raro.

—Ésta noche me he colado en la finca y he hecho averiguaciones. Casi me trincan los americanos y he salido por piernas. He llegado a la pensión, me he duchado y cuando me iba a acostar ha venido a buscarme ese tipejo, don Serafín. Preguntadle a la criada. Ella le ha abierto. Se ha quitado de en medio, tenía miedo y la cría se moría, le he dado un empujón y he conducido su coche hasta la Casa de Socorro.

Los interrogadores se miraron. Era evidente que lo que contaba Alsina tenía sentido:

—Don Serafín tiene seis o siete hijos, su mujer está embarazada y de ésta se busca la ruina; creedme, ha sido él.

Guarinós dio un paso al frente y apoyó las manos en la mesa mirando a Alsina.

—Julio —comenzó con tono compasivo—, ¿de verdad te crees que a mí me importa la verdad? El destino ha sido bueno conmigo y te me ha entregado con un lacito de regalo. Sabes que te tengo agarrado por los huevos y que si quiero, te empapelo. Si quiero, obviamente, podría investigar lo de ese… Serafín, pero, claro, deberías motivarme. Estamos a oscuras en lo que tú ya sabes.

Quedaron todos en silencio.

—Parece razonable —reconoció Yesqueros—. Dales algo.

—Con la condición de que Yesqueros esté siempre delante.

—De acuerdo —aceptó Guarinós.

—Sé dónde enterraron los fiambres.

Los del búnker tuvieron suerte: el juez de guardia, Humberto Astudillo, era uno de los suyos. A eso de las seis de la mañana tenían la orden de registro y aproximadamente a las siete hacían su entrada en la finca por un camino lateral. Iban en dos coches. En unos de ellos viajaba Alsina esposado. Éste los guió hasta el claro y de inmediato comenzaron a cavar.

A los pocos minutos de haber llegado apareció un

jeep con dos guardias españoles. Gente del campo. No supieron qué hacer cuando les mostraron las placas y la orden judicial, pues eran claramente analfabetos. No tardó en llegar el mismísimo don Raúl, escoltado por el pedáneo y un pequeño ejército de mercenarios de Wilcox.

—¿Qué pasa aquí? —dijo bajando de un

jeep con aire de enojo.

La situación era tensa, pues daba la sensación de que iban a liarse a tiros en cualquier momento. Alsina leyó el miedo en el rostro de Guarinós.

Yesqueros les enseñó la orden judicial e intentó calmar a don Raúl, que parecía muy nervioso.

—¡Aquí! —dijo de pronto uno de los policías que cavaba.

Todos giraron la cabeza. Había golpeado algo que sonaba como metálico. De inmediato se emplearon a fondo cavando en aquel punto y finalmente dejaron al descubierto un fragmento de metal negro. Quedaron algo confusos.

—¿Ven? Una tontería —dijo don Raúl sin poder exteriorizar su alivio—. Chatarra…

—Es el coche en que iban Paco Quirós y su novia. Un mil quinientos negro —especificó Alsina, lo cual provocó que el dueño de la finca lo fulminara con la mirada.

—¡Seguid cavando! —ordenó Yesqueros a la vez que don Raúl subía en un vehículo y volvía a su casa para telefonear al gobernador civil. El jefe de Homicidios optó por pedir refuerzos por radio de manera urgente. Allí podía armarse una buena.

Los guardias uniformados que llegaban se fueron sumando al trabajo. Salió el sol y subió la temperatura en una mañana que parecía casi primaveral. Hubo un momento en que cavaban más de veinte hombres. Conforme iba quedando al descubierto el vehículo, comprobaron que no había nadie dentro. Se fueron desanimando poco a poco. A las dos de la tarde lo habían desenterrado entero. Abrieron el maletero con una cizalla y no hallaron nada.

Don Raúl regresó muy indignado:

—¿Ven como no hay fiambres dentro? Un coche; ¿y eso qué significa?

Yesqueros encendió un cigarrillo y se acercó al preboste:

—Ése coche era conducido por un joven que desapareció misteriosamente con su novia. Ha aparecido oculto en su finca. Esto no es ninguna tontería. Hablamos de una propiedad privada. Suya. Me temo que tendrá que acompañarnos. Podríamos hablar incluso de asesinato.

Don Raúl quedó confuso. Como un boxeador al borde del KO. Hasta que, de pronto, señaló al pedáneo y dijo:

—Bueno, no merece la pena ocultarlo. Fue él.

—¿Cómo? —dijo sorprendido el acusado, Edelmiro García.

—Sí. Intenté disuadirle, pero se empeñó. Me vino con el cuento de que los hombres habían encontrado el coche en mitad de la finca, abandonado. Yo le dije: «Llame a las autoridades, Edelmiro». Pero él se empeñó en que aquello podía causarnos problemas y que era mejor enterrarlo —dijo el dueño de la finca.

—¿Yo? —repuso el alcalde de La Tercia, que, claramente, no sabía de qué le hablaban.

—¡Sí, tú! Pero tendrás los mejores abogados, no te preocupes. No has hecho nada malo. Sólo enterrar un coche.

—Pero yo no… yo no…

—¡Basta! —cortó don Raúl—. Harás lo que se te dice. Todo irá bien.

Entonces intervino Guarinós, que parecía disfrutar mucho con aquello:

—Mire, don Raúl, usted comprenderá que se trata de su palabra contra la de su capataz, o lo que sea. Me temo que, como dice mi compañero, debe venir usted con nosotros.

—Fui yo —terció de repente el pedáneo para sorpresa de todos—. Yo mandé enterrar el coche pese a la oposición de mi patrón, sí. Le dije que lo habíamos sacado de la finca con una grúa, pero mentí. Él no sabe nada de esto. Como los jóvenes habían desaparecido, al ver el coche en la finca temí que nos acusaran a nosotros de cualquier barbaridad. Es evidente que robaron el coche y lo abandonaron aquí para luego fugarse. Quizá me equivoqué desobedeciendo a mi jefe, ahora veo que debía haberles avisado.

Don Raúl sonreía exultante y Guarinós no pudo disimular su enojo ante la confesión, falsa a todas luces, del pedáneo. Pobre siervo. Llegó un camión grúa para llevarse el vehículo al depósito.

—Esposadle, entonces —ordenó Yesqueros a sus hombres, que metieron en el coche policial a Edelmiro García. Don Raúl había ganado aquel asalto y, de momento, la guerra continuaba.

Cuando llegaron a comisaría, Alsina quedó libre y sin cargos. Clarita había recobrado la consciencia y a las seis y media de la mañana preguntó por «su Serafín», por lo que la madre, doña Tomasa, avisó a la policía, que detuvo al empleado de Hacienda cuando iba a salir de casa. El susodicho había confesado en cuanto sintió que le ponían las esposas, entre el llanto de su esposa y el insoportable griterío de aquellos diablillos que tenía por hijos.

—Mejor que esto, cualquier cosa. Al menos, en la cárcel estaré tranquilo —comentó el pobre desgraciado.

La niña, ingresada en el Hospital de la Cruz Roja, junto al río Segura, parecía mejorar.

Alsina se fue a dormir a la pensión. Necesitaba descansar y valorar las posibles consecuencias de aquel fiasco. Despertó a eso de las siete y aprovechó para hacer una llamada a Rosa según la clave que habían convenido. Tres tonos y colgar. Luego, otra llamada, un tono y colgar. Entonces salió y fue a la plaza de San Pedro, al hotel Majestic, y tomó una habitación, la doscientos uno. Subió. Al rato llegó Rosa, que había entrado por la puerta de atrás, como Julio había convenido con el botones a cambio de una generosa propina. Pudieron amarse hasta las diez de la noche y ponerse al día de los últimos acontecimientos. La joven pensaba que él había corrido riesgos excesivos y, además, la reacción de don Raúl y de sus amigos los tecnócratas prometía ser contundente. Salieron por separado y caminaron de vuelta a casa dejando entre sí más de cien metros de distancia. Una pantomima.

El viernes, el policía acudió al Olimpia a eso de las once de la mañana, pues había quedado allí con Blas Armiñana. Cuando llegó se encontró con que el forense se hallaba acompañado por Ruiz Funes.

—Hola, pareja —saludó—. ¡Un café!

Al oír lo de «pareja», los otros dos chistaron ruidosamente.

—Perdón —se disculpó—. Ha sido un lapsus. Parecéis de buen humor.

Joaquín le tendió la prensa y Julio leyó en voz alta:

—«Otra ola de rumores en el extranjero sobre una nueva enfermedad del Caudillo». «Habla el médico del Generalísimo: Franco está más fuerte que nunca. En treinta años sólo ha padecido una gripe y una intoxicación alimentaria».

—Un superhombre —resumió Armiñana, provocando una carcajada en Ruiz Funes.

Alsina dijo entonces con aire pensativo:

—¿No creéis que ésta puede ser la causa de lo del estado de excepción?

—Eso, y las algaradas estudiantiles —afirmó Joaquín.

—No sabemos hasta qué punto han llegado a tener importancia —añadió Julio.

—De momento, como para declarar el estado de excepción —sentenció Ruiz Funes.

Guardaron silencio ante la llegada del camarero. Una vez que éste los dejó a solas, Alsina cambió de tercio:

—¿Has inspeccionado el coche, Blas?

—Sí, hay manchas de sangre como si hubieran liquidado a un Miura.

—¿Crees que los mataron dentro del vehículo?

—O los transportaron malheridos. No sé si fueron heridas de bala o de arma blanca, pero una cosa es segura: por la cantidad de sangre que debieron de perder, esos dos no pudieron sobrevivir.

—Ya.

Ruiz Funes preguntó, jugueteando con su encendedor de oro:

—¿Dónde coño están los cuerpos?

—La verdad, no lo sé. Aquello es inmenso. Es como buscar una aguja en un pajar.

—La habéis hecho buena. Si no hay cuerpos, no hay delito —concluyó el forense.

—Con una buena mano de hostias el pedáneo confiesa —apuntó Alsina.

—¿Y eso interesa? —inquirió Ruiz Funes maliciosamente.

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