1969

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Frank Berthold

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Pudo pasar el día siguiente descansando. Leyó, escuchó la radio y se dejó mimar por doña Salustiana que parecía demasiado contenta, en contraste con su actitud huidiza y triste de días anteriores. Julio recordó la entrevista que la mujer había mantenido con don Diego, el representante de Lois, y lo achacó a ello. Sin duda, le había contado lo de su esposa con el actorucho, y ahora éste, Eduardo, estaba a disposición única de la dueña de la pensión.

Tuvo tiempo para meditar. Tenía algo ahorrado, pues en los últimos años no había gastado más que en pagar la pensión y sus botellas de Licor 43. Podía vender el coche y hacer efectivas sus comisiones con los de la ITT. Con aquello podría pagar los gastos del viaje a París y el alojamiento hasta que él y Rosa encontraran un empleo en Francia. Era una locura, decididamente, pero la madre de la chica lo miraba con buenos ojos y en cuanto viera que su hija era dichosa con él en el país vecino, apoyaría su unión, seguro. Él sabía que podía hacerla muy feliz.

¿No se echaría atrás la joven en el último momento? Aquello iba a ser un auténtico escándalo, aunque, por otra parte, ellos estarían muy lejos de allí y no se enterarían de nada. ¿Por qué preocuparse tanto entonces?

Él estaba decidido. Cansado. Le daba igual el caso, lo sentía por Ivonne y los desaparecidos de La Tercia, pero era absolutamente imposible que aquellos malvados pagaran por lo que habían hecho. ¿Qué se llevarían entre manos los yanquis en la cara sur de la Cresta del Gallo? ¿Qué habían visto Ivonne y Veronique? ¿Y los desaparecidos del pueblo? Pensó en Cercedilla, el ufólogo. Otro desaparecido. Él no iba a correr la misma suerte. No quería saber más de aquel asunto. Además, no podía enfrentarse solo con los del búnker y con los americanos.

Por otra parte, la posibilidad de huir a Francia con Rosa Gil le ilusionaba. Una nueva vida lejos de allí. Volvió a pensar en Adela, su esposa; ¿qué sería de ella? Se le pasó por la cabeza intentar localizarla, aunque, ¿de qué serviría? En España no había divorcio.

Francia. Ésa era la única posibilidad.

Eran las dos de la tarde cuando don Raúl se sentaba en su mesa favorita del Rincón de Pepe. Había tenido una mañana muy ocupada y estaba muerto de hambre. Nada más verle entrar, los camareros se habían puesto en movimiento y antes de que se hubiera anudado la servilleta al cuello, ya tenía delante un delicioso plato con langostinos del Mar Menor, carísimos, una buena forma de hacer boca hasta que llegara el arroz con verdura. La tarde se presentaba interesante; después de comer iría al casino a pasar un rato en la tertulia taurina y luego se daría una vuelta por Casa Rosa, en la calle de Pux Marina, el burdel más lujoso y discreto de la ciudad. Gertru había vuelto de un periplo por las casas de putas de Madrid y Barcelona, y a doña Rosa, la

madame, le había faltado tiempo para avisarle. Gertru era algo así como su furcia de cabecera, la mejor, sin duda, pues era alérgica y sufría de continuas rinitis que la hacían tremendamente atractiva a los ojos de aquel cacique. Porque, la verdad era que don Raúl Consuegra padecía desde muy jovencito una parafilia extrañísima, la mucofagia, que le llevaba a disfrutar sexualmente al ingerir los mocos de otros adultos.

Sólo en aquella casa de putas, en la que dicho sea de paso se satisfacían las más extrañas perversiones de los varones adinerados de Murcia, accedían a irle guardando excrecencias a lo largo de la semana para que los sábados por la tarde alcanzara el paroxismo. Al parecer el origen de su trastorno se debía a una primera experiencia sexual en la que, siendo un niño, había sido iniciado por una criada de Don Benito que servía en casa de sus padres, en un día en que la joven, rolliza y entrada en carnes, estaba constipada. Don Raúl se había hecho visitar por varios especialistas de renombre, pero finalmente había optado por continuar con su vicio secreto, ya que no hacía daño a nadie. Por eso adoraba los sábados por la tarde.

—¿Don Raúl?

El preboste levantó la cabeza sin dejar de chupar la cabeza de un langostino y se encontró con Joaquín Ruiz Funes.

Iba a soltarle un exabrupto a aquel maricón, pero se lo pensó dos veces y respondió muy educado:

—¿Usted gusta?

—No, gracias —denegó su interlocutor, que vestía un elegantísimo traje azul marino con unos llamativos gemelos—. Sólo vengo a decirle una cosa: anoche un matón a sueldo intentó acuchillar a Julio Alsina.

—¡Qué me dice!

—No se moleste en hacerse el sorprendido, don Raúl; sólo dígale a Richard y a míster Thomas que si le ocurre algo a Alsina, un notario suizo hará público el asunto de la foto. —Tanto él como Alsina ignoraban por qué la instantánea era tan importante, pero había que apostar fuerte—. A Wilcox no le interesa. Ah, y créame, no es un farol. Que aproveche.

Ruiz Funes salió de allí a toda prisa. Don Raúl apretó con tal fuerza el langostino que lo estrujó y se puso perdido: aquel hijo de puta le había dado la comida. Tenía que telefonear a la finca; Alsina debía seguir vivo costara lo que costase. Se levantó para acercarse al teléfono a la vez que con disimulo sacaba de su bolsillo una pequeña cosita, que ingirió para tranquilizarse.

El domingo, Julio despertó de buen humor. El brazo no le dolía y se quitó el pañuelo que usaba para llevarlo en cabestrillo. Había decidido desayunar, salir a comprar la prensa y dar un paseo por el Malecón aprovechando el fantástico sol invernal. Apenas había comenzado a mojar una tostada en su café con leche cuando Inés, sospechosamente algo más gruesa de la cuenta, entró en la cocina y le dijo:

—Don Julio, tiene usted una llamada.

Se levantó con fastidio y se encaminó hacia el pasillo. Una vez allí, cazó al vuelo el auricular que aún se balanceaba rozando la pared y dijo:

—Alsina.

Una voz de varón, tímida e insegura, preguntó al otro lado:

—¿Alsina?

—Sí, el mismo.

—¿Alsina?

—Le he dicho que sí. Le oigo mal. ¿Quién habla?

Hubo un silencio.

—Soy Antonio Quirós, el hermano de Paco, el que desapareció con la novia en el mil quinientos.

—Claro, Antonio, el mecánico, sí, ¿qué tal?

—Hombre, pues… no sé qué decirle, el que encontrara usted el coche, con tanta sangre… En el fondo quería creerme que mi hermano estaba por ahí, con la Pascuala, pero no le llamo por eso.

El mecánico de La Tercia volvió a quedar en silencio.

—¿Antonio?

—Sí, sí…

—Diga, ¿qué ha pasado?

—El Alfonsito ha muerto. El viernes por la tarde se colgó de un olivo.

Ahora fue Alsina quien quedó en silencio.

—¿Oiga? ¿Alsina?

—Sí, sí, estoy aquí, perdone. No entiendo…

—Se ahorcó. Se ha suicidado.

—Pero ¿por qué iba a hacer algo así?

—No sé, estaba loco.

—Habrá que esperar a la autopsia.

—¿Qué autopsia?

—Pues la autopsia, Antonio. Se lo habrán llevado a Murcia o a Cartagena. Es una persona joven que muere en extrañas circunstancias y…

—Lo enterraron ayer tarde.

—¿Cómo?

—Sí, en cuanto hizo veinticuatro horas del suceso. Por la mañana vino don Raúl desde Murcia y dispuso que se le enterrase en cuanto fuera posible. Un juez lo ordenó. No crea, don Raúl se hizo cargo de todos los gastos.

—Ya.

Se hizo de nuevo el silencio. La línea era realmente mala y se escuchaba como si alguien hiciera girar un sintonizador de radio, ruidos de fondo y ecos de conversaciones de otras personas.

—Pensé que querría usted saberlo…

—Sí, sí. Ha hecho usted bien en llamarme, gracias.

Colgó y se fue arrastrando los pies hacia su cuarto. Se sentó en la cama. ¿Quién podía hacer daño a un pobre imbécil como aquél? Quizá se había suicidado de verdad.

El Alfonsito debía de resultar molesto para la gente de Wilcox, un demente hablando por ahí de luces blancas, ángeles y ruidos raros. Era seguro que don Raúl debió de protegerlo, pero quizá el pobre tonto había forzado demasiado su suerte.

Se incorporó y comenzó a quitarse el pijama. Se puso un pantalón gris, una camisa y un jersey de cuello de pico. Mecánicamente, como si se tratara de un autómata, tomó la gabardina, fue a la cocina, apuró su café con leche y salió a la calle. De camino hacia el coche, pensó que poco importaba si hacía alguna gestión más. El Alfonsito no se había suicidado. Si no, ¿por qué se tomó tantas molestias don Raúl en que lo enterraran tan aprisa? Pensó que se había ahorcado el viernes por la tarde, justo cuando a él le habían enviado al sicario; ¿casualidad?

Subió al coche y comprobó que el brazo herido no le dolía demasiado y que se bastaba para sujetar con él el volante mientras cambiaba de marcha con el otro, el derecho, que era el que debía hacer el esfuerzo para conducir de verdad el vehículo.

Viajó hasta La Tercia pensando en que prepararlo todo para su huida con Rosa le llevaría días o incluso semanas. Ella tenía un trabajo y quizá debería poner sus asuntos en orden antes de desaparecer así como así. Era soltera y vivía con sus padres, debía de tener dinero ahorrado, como él. No había caído en ello. Lo del Alfonsito le resultaba raro, así que decidió echar un vistazo. Quizá el tonto sabía más de lo que todos pensaban. Era el único que había visto a «los ángeles blancos» y vivió lo suficiente como para contarlo. Además, la forma en que le relató la captura de Ivonne por la Político Social o la desaparición de Paco Quirós y Pascuala a manos de «los ángeles blancos» le había demostrado que el joven tenía una memoria excelente, fotográfica.

Cuando llegó al pueblo, no le costó trabajo averiguar que el fallecido vivía en la avenida de Chicar, una calle que de avenida tenía bien poco y quedaba a unos metros apenas de la plaza del Teleclub, el lugar en el que el Alfonsito se pasaba las horas muertas sentado en un bordillo y jugando con su lata atada a un cordel. Se acercó con disimulo a la casa que el tonto heredara de su fallecida madre. Una pequeña vivienda encalada que hacía esquina y con el tejado medio roto. La puerta era de madera, vieja, astillada y pintada de azul. Parecía endeble.

Estaba cerrada.

Dio la vuelta y halló una tapia que debía de dar a una especie de patio interior, pero con el brazo herido no podía ni soñar en saltar por ahí. Volvió a la puerta y se cruzó con una señora vestida de negro y con un pañuelo del mismo color en la cabeza, que, con una enorme cesta en el regazo, iba camino del campo. Esperó a que se alejara. Miró a uno y otro lado hasta cerciorarse de que estaba solo y comprobó que sólo se escuchaba el sonido del viento. Sacó una pequeña navaja del bolsillo de la gabardina y la introdujo entre la puerta y el marco, justo donde el pestillo se alojaba en éste, de madera endeble y corroída por el tiempo.

La puerta cedió y se coló en la casa, cerrando tras de sí rápidamente. Dio la luz. Apenas una bombilla alumbraba un sombrío salón con un camastro en el suelo. Todas las paredes se hallaban cubiertas de fotografías y láminas: santos, vírgenes y símbolos religiosos. Había ilustraciones de ángeles de todo tipo. Un auténtico santuario repleto de velas que alguien había apagado. Resultaba inexplicable que, en vida, al Alfonsito no se le hubiera incendiado la casa.

Pasó a la cocina, que daba acceso a un pequeño patio. No vio nada de interés. Sólo mugre.

Volvió al salón y entonces reparó en que en el camastro descansaba la lata del Alfonsito. Con su cordel. No creía que el joven la hubiera dejado así como así. Su mente lo recordaba siempre con la lata y su cordel entre las manos. Le pareció raro. Se sentó en la pequeña cama con la lata entre las manos y pensó. ¿Qué estaba sucediendo en aquel maldito pueblo?

Aquello era de locos. Nada encajaba. Nada parecía tener sentido. Entonces se giró y advirtió que allí había algo que desentonaba. Junto al camastro, en la pared, había un recorte de prensa que no encajaba. Destacaba en aquel mural, pues era el único motivo no religioso que había en el cuarto. Miró alrededor y comprobó que, en efecto, era la única estampa laica en aquellas atestadas paredes. Leyó la noticia en voz alta: «Frank Berthold de gira por Europa. El intrépido astronauta, miembro de la misión que con el Apolo VIII dio por primera vez la vuelta a la Luna, despedido por Nixon ante la gira que realizará por varios países europeos».

Recordó que aquella misión había tenido lugar en los primeros días de la investigación de aquel caso. Se acordaba de los detalles como en un sueño, la prensa, los comentarios en la barbería y algo que escuchó en la radio. Entonces aún estaba atrapado por el Licor 43, aunque salía del letargo por aquellos días.

El Alfonsito recortó la noticia de un periódico y se molestó en rodear la cara de aquel tipo con rotulador rojo, un hombre de aspecto sano y despejadas entradas, casi calvo, que, vestido con un traje impoluto, estrechaba la mano del presidente Nixon.

¿Qué tenía que ver aquello con sus «ángeles blancos»?

Decididamente, el joven estaba loco, pero Alsina se metió el recorte de prensa en el bolsillo. En el fondo pensaba que el tonto del pueblo podía darle la clave para resolver el caso. Antes de salir de allí, y con el corazón aún en un puño, rezó un Padrenuestro por el alma de aquel desgraciado sin saber muy bien por qué.

Antes de volver a la pensión, pasó junto al Teleclub y se encontró al cura, don Críspulo, que metía una pesada maleta en el maletero de su «dos caballos».

—¿Se va? —dijo el detective.

El cura, con el rostro muy cansado que evidenciaba la falta de sueño, se giró y contestó:

—Vaya, ¡usted por aquí! Se rumoreaba que lo habían matado.

—Sí, así debía de haber sido.

—Me han concedido el traslado. No fue fácil, pero mi familia me echó una mano. He venido a por unos libros.

—¿Adónde se va?

—A Burgos. Y me alegro. Me siento mal por hacer esto, créame, no nos aleccionan para salir huyendo a las primeras de cambio, pero este pueblo…

—No se excuse, padre, yo mismo también estoy pensando en hacer las maletas.

El cura, quizá demasiado joven para aquellos menesteres, miró al suelo mientras con la punta del zapato jugueteaba con una vieja colilla.

—Si me quedaba alguna duda —murmuró—, con la muerte del Alfonsito he visto claro que debo irme. Esto es demasiado para mí, no sé qué está pasando, la verdad.

—¿Cree que se suicidó?

—No sé, era un alma cándida, un loco, igual podía hacer una cosa que la contraria y todo parecería lógico.

—¿No cree usted que quizá sabía demasiado?

—Es obvio que era el único de los que habían visto a esos ángeles blancos que vivía para contarlo. Nadie hacía caso a las tonterías que decía, pero al venir usted preguntando…

Los dos hombres quedaron en silencio. El cura subió al coche. No daba la impresión de querer entretenerse mucho hablando con el detective. Arrancó y le dijo adiós con la mano.

—Suerte —musitó éste.

Se dijo que igual el cura tenía razón. Los delirios del Alfonsito habían sido eso, tonterías de loco a las que nadie presta atención. Incluso podían divertir a los parroquianos del Teleclub, pero la aparición de un policía o un vendedor de televisores, o lo que fuera aquello en que él se había convertido, había colocado al Alfonsito en una situación más delicada.

¿No sabría demasiado?

Pensó en Ivonne: un suicidio. El Alfonsito, ahorcado. Había una epidemia de suicidios, desapariciones y muertes en relación con aquel pueblo.

Quizá su presencia allí no hacía más que empeorar las cosas. Subió al coche y regresó a la pensión de muy mal humor. Comió con desgana y se tumbó a hacer la siesta. A eso de las cinco y media lo despertaron unos gritos. Venían del patio. Se incorporó, se sentó en el borde de la cama y miró entreabriendo la persiana. Don Diego, el representante de los pantalones vaqueros Lois, arrastraba por el pelo a su mujer, en mitad del patio, a la vez que la golpeaba en la cara con el puño una y otra vez diciendo a voz en grito:

—¡Puta, puta!

La pobre mujer, a cuatro patas y vestida apenas con una combinación color crema, luchaba por levantarse, pero no podía. Sangraba a chorros por la nariz.

Alsina comprobó que todo el vecindario contemplaba el espectáculo entre conmocionado, expectante y curioso. Había ropa por el suelo, y pequeñas lamparitas de mesa, trastos viejos y figuras de porcelana tiradas aquí y allá, hechas añicos. Entonces el hombre entró en la casa y salió con un puñado de ropa que arrojó al suelo para dar una patada a la mujer, que cayó de bruces. Volvió a entrar por más cosas. Julio salió del cuarto y comprobó desde el pasillo que doña Salustiana contemplaba el espectáculo desde la ventana de su cuarto con los brazos cruzados y una evidente sonrisa de satisfacción. Ahora entendía por qué parecía tan alegre los últimos días: había logrado eliminar a su rival.

Bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con varias personas que, atraídas por los gritos, habían entrado desde la calle para enterarse de qué pasaba. Allí estaba Inés:

—¿Qué coño es esto? —preguntó a la criada justo en el momento en que don Diego, totalmente fuera de sí, arrojaba un jarrón de cristal que se rompió en mil pedazos a la vez que gritaba:

—¡A la puta calle, zorra!

Inés contestó a la pregunta de Julio:

—Don Diego ha hecho como que se iba a Valencia y ha vuelto para pillar a esa golfa con el actor. Tenía que haberlo visto, don Julio, ha salido por patas, desnudo, cubriéndose las vergüenzas con un trapo.

Se reía disfrutando de veras con aquello.

Entonces don Diego agarró a su media naranja por el pelo, pues volvía en sí, y le asestó un tremendo puñetazo en la boca. Alsina se abrió paso entre los curiosos y se plantó delante de él.

Intentó interponerse.

—¡Quítese de en medio, hostias! —gritó aquel probo ciudadano que se había convertido en una bestia, mientras algunas comadres animaban al cornudo a que continuara.

—¡Los grises, los grises! —avisó alguien.

—¡A ver! ¿Qué pasa aquí? —inquirió uno de los guardias que acababan de entrar en el patio.

—¡Es una puta! —gritó don Diego.

—Está fuera de sí, llévenselo —indicó Julio.

—Hola, Alsina —saludó el más alto de los dos guardias, que luego miró a la mujer, medio desnuda y arrodillada en el suelo, e inquirió—: ¿Es su mujer?

—Sí. La he pillado en la cama con otro.

El guardia ladeó la cabeza como diciendo que el marido estaba en su derecho.

—Váyanse a casa y arreglen allí sus cosas —dijo.

—¿Qué? —espetó Alsina.

La mujer, Fernanda, apenas se enteraba de lo que sucedía. Parecía confundida y se hallaba en otro mundo, conmocionada por los golpes y por la vergüenza.

—Huele a alcohol, está borracho; deténganlo y que duerma en el cuartel —sugirió Alsina—. No podéis dejarlo que se la lleve, la va a matar.

—¿Y acaso no es mía? —cuestionó el marido burlado, a su modo de ver cargado de razón.

Era evidente que los guardias no simpatizaban con la adúltera. Julio hizo un aparte con uno de los dos, el más alto de ellos, y le dijo:

—Éste la mata; lleváoslo y que se le pase el calentón. Mírala, si parece un Cristo.

—Es su mujer, una adúltera.

—Si la mata es responsabilidad vuestra.

—No lo condenarían.

—Con la ley en la mano, sí.

—¿Y quién lo iba a juzgar, una mujer?

Alsina conocía el sistema. Un crimen pasional, y más tratándose de un marido ofendido, podía salir relativamente barato al autor.

—No lo dejéis a solas con ella. Está fuera de sí. Debe reflexionar y ya le ha atizado bastante, ¿no crees?

El guardia reflexionó, miró a la pobre Fernanda como con pena, se volvió y decidió:

—Ésta mujer necesita atención médica.

Julio suspiró. Parecían entrar en razón.

—Venga, se viene usted con nosotros. Simplemente le tomaremos declaración —añadió el otro guardia.

La platanera acudió en auxilio de la pobre mujer y, ayudada por otras vecinas, se la llevó a su casa para curarla. Don Diego accedió a acompañar a los guardias a regañadientes, aunque seguía mirando hacia atrás como buscando a su presa. No había tenido suficiente.

—No la dejen volver a su casa —indicó Julio a las vecinas. Una de ellas contestó:

—Tiene una hermana en Lorca; ahora mismo llamamos para que vengan a por ella.

Cuando el gentío comenzó a disolverse comentando aquí y allá los detalles más escabrosos del suceso, se sintió más tranquilo. Sabía que en aquella sociedad una adúltera lo tenía mal, muy mal; por de pronto, perdía cualquier derecho sobre hijos o patrimonio, por no hablar de la consabida reacción violenta que se esperaba del marido ofendido. Él no se comportó así con Adela y ello provocó que todos a su alrededor le perdieran el respeto, desde el comisario a los vecinos, pasando por los agentes hasta llegar al último delincuente. Él no era así y le importaba un bledo que todos esperaran de él que hubiera dado una paliza a su mujer y se hubiera enfrentado al Sobrao y a media comisaría. Por primera vez se sintió orgulloso de su comportamiento. No era como el representante o los demás. Aunque era algo consabido, casi un derecho, a él no le agradaban los tipos que pegaban a sus mujeres. Cualquier excusa podía provocar un bofetón, un empellón o un grito: una comida muy salada o fría, la casa demasiado sucia o un escote algo pronunciado. Si se trataba de una infidelidad, todo el mundo esperaba y aceptaba como natural una reacción violenta por parte del marido: una buena paliza o incluso algo más. Alsina no entendía aquello, aunque quizá él era raro.

Nunca le agradó la violencia gratuita. Aunque así le iba, pensó para sí. Si una persona engañaba a otra, si le era infiel, ¿no era lo más lógico dejarla? ¿A qué tanta violencia? Por otra parte, él no había sido capaz de abandonar a su mujer, que era lo procedente. Con la ley en la mano, la habría dejado de patitas en la calle.

Pero… ¿por qué?

Entonces recordó aquel dolor. La quiso, era eso. Amó a Adela, que desde siempre lo había utilizado. Fue quien se portó mal con él, ella lo hundió, degradó y abandonó y, aun así, la había querido.

Se sintió bien por haber ayudado a Fernanda; a lo mejor incluso le había salvado la vida.

Al parecer, el actorucho había llegado corriendo semidesnudo hasta la plaza de San Pedro, donde un urbano lo detuvo por escándalo público. Un gran espectáculo para una ciudad tan pequeña como aquélla. Cuando volvía a su cuarto, se cruzó con doña Salustiana. Lucía una evidente sonrisa de satisfacción.

—Enhorabuena, patrona. Estará usted satisfecha… —le dijo antes de encerrarse en su cuarto.

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