1948

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Un hombre con voz ronca, como la de la mayoría de los viejos y antiguos del país, llamó por teléfono, habló de un libro sobre la guerra que yo había escrito y dijo: hay un hombre, Ezequiel, que dice que ustedes lucharon juntos, vive solo, aislado, y le gustaría que fuese a verlo, yo lo llevaré. ¿Cuándo? El viernes a las nueve de la mañana. Yo no quería ir. Hacía mucho calor. El ordenador se estropeó, el teléfono no funcionaba, intenté localizar al hombre que vendría a recogerme, no lo logré y amaneció, hacía un calor asfixiante, pero él llamó y dijo que ya estaba esperándome junto a mi casa.

Le dije que no me encontraba con fuerzas. No sabía cómo salir de aquel atolladero, pero el viejo dijo en un tono tajante: ¡usted viene! Lo dijo educadamente y salí de casa, no me quedó más remedio, estaba junto a un coche y vi su cabello blanco, no era tan mayor como yo, pero tampoco era joven, hablaba bien, estaba esculpido por la historia que había vivido, y nos pusimos en marcha. El camino no fue nada del otro mundo hasta que llegamos al cruce de Najshón. Allí me acordé de una mujer de grandes pechos que era vendedora en un quiosco donde todos los que iban a Jerusalén por la carretera vieja se detenían a contemplar aquel prodigio y a comprar café y sándwiches, y entonces comenzaba el desierto domesticado de la región de Lakish en la estación más seca del año, y giramos hacia una carretera destrozada y de allí a un camino, pasamos los tres o cuatro pueblos con nombres bíblicos y las vías del tren que un día antes había embestido a un coche que se dirigía al kibutz Gat, desde allí bajamos, giramos y pasamos por un pueblo o dos con nombres extraños y llegamos hasta el final de un camino de tierra rodeados de verdes campos de algodón y olivares, no había nadie, no había ni un alma, se veía un vacío, una especie de vacío que rugía con el potente sol, casi a cuarenta grados, y nosotros íbamos por un camino que hacía saltar el coche y al final nos encontramos en medio de ninguna parte con una caseta de cemento, al lado había un enorme tanque de gasóleo y un pastor alemán ladrando.

Salimos del coche, hay una mesa bajo un árbol frondoso, de inmensa copa, unas plantaciones más allá se oye un rumor, tal vez del riego, hay sillas alrededor de la mesa, llegan unos ocho hombres, la mayoría de unos setenta años, y nos sentamos todos, nos miramos unos a otros, sonreímos, desde el cielo seguro que parecemos un grupo de conspiradores, tal vez fundando de nuevo el Palmaj, algo secreto resuena allí, todos hemos venido a un pequeño templo. Así es.

Esos amables hombres sacan higos recién arrancados, ciruelas, humus, ensaladas, botellas de arak, de zumo y de agua y el tal Ezequiel sale de la caseta. Está algo encorvado, le faltan más dientes de los que tiene, sonríe a sus amigos y a mí. Parece un héroe antiguo en ruinas. Lleva una visera gris y se sienta frente a mí en la cabecera de la mesa sonriendo, todos nos miran a uno y a otro alternativamente, como un toro que ha encontrado a su dueño, y yo soy Tauro, mayo de 1930, el más bonito de todos los mayos que creó nunca la madre tierra, como escribió Alterman, quién si no, y nos reímos un poco. Hay una especie de idolatría anhelada en el aire, esperamos el fuego, algo.

Ya sé que Ezequiel lleva aislado sesenta y dos años. Desde la guerra de la Independencia. Años en que sus amigos no supieron dónde estaba. Trabajó en los caminos, construyó vallas de carretera, trabajó repartiendo algo por la ciudad, tiene una hermana en Tel Aviv, estuvo casado un año, tiene una hija, su mujer se hizo ultraortodoxa, rompió el contacto y, tras dieciocho años, oyó que su hija se casaba en Jerusalén, se subió a un autobús, se dirigió a Jerusalén, fue a Meah Shearim, irrumpió en la boda en la zona reservada a las mujeres, chillaron, no prestó atención, cogió a su hija, a quien llevaba años sin ver, la besó y se escapó de allí.

Ezequiel se quedó en la batalla de El Qastel, desde aquella batalla ese hombre fuerte y triste vive retirado y solo los amigos que lo descubrieron y lo ayudaron a levantar esa miserable caseta en medio de ninguna parte, en el culo del mundo, cerca de donde una vez luchamos en el 48, van a verlo, los viernes por la mañana, a veces no van todos, pero alguno siempre va, lo cuidan, lo quieren, él los mira como si mirase dentro de ellos, porque ellos son portadores de su secreto, él no conoce su secreto, su secreto lo conocen todos menos él, pero sus amigos no comprenden el secreto porque es un momento, una hora, tal vez un día de un tiempo en el que ellos no estuvieron, pero yo sí que estuve, igual que está aquí el amor hacia ese hombre que aún vive en los días en que yo tenía diecisiete años.

Me senté frente a él y regresé a mis diecisiete años. Me senté frente a mí mismo hace sesenta y dos años. No un recuerdo, sino una mirada en el espejo. Él se entera de lo que pasa en el mundo por la radio o por esos hombres, pero vive en abril de 1948 y hoy tiene ochenta y cuatro años. Casi siempre vive en aquel momento, en aquel día en El Qastel, tal vez en dos días, es una especie de niño anciano con sonrisa de ángel tullido, lo que Emerson llamó «un dios en ruinas», y está anclado donde nosotros no estuvimos nunca, aunque yo sí que estuviera porque, cuando yo estuve allí, vi el día siguiente, vi cómo el momento pasa, vi el casi que he estado buscando toda mi vida, ese instante antes de estornudar, cuando el rostro se enrojece y el cuerpo se contrae y sale un fuerte estornudo semejante a un orgasmo de dios, como una especie de alivio, una especie de casi como todos los grandes momentos de la vida que están en el umbral y, por fin, tras todos estos años, veo el casi absoluto. Ezequiel es el casi absoluto. Es el segundo antes del estornudo y el segundo antes del vaciamiento. Él se ha quedado en el medio, en el lugar que alguien normal no puede tocar, porque desde aquel día no vive, tan solo existe, su cuerpo ha continuado adelante, pero él se ha quedado en un instante terrible, en una batalla de terror, de matanza y de sangre; fue herido y sobrevivió y se arrastró.

El aún se arrastra por allí, por las laderas de El Qastel que desde hace tiempo no existe, que desde hace tiempo se ha convertido en un lugar de excursiones conmemorativas de jóvenes reclutados para guerras que él no conoce; él conoció solo una guerra, solo un horror en el que quedó atrapado, por el que fue absorbido, que le transformó para siempre en una cáscara de huevo de papel celofán sobre la que grabó su eternidad como una cáscara rota de hombre que no llega a romperse del todo. Ezequiel es la ruptura. Él es el pasado sin futuro. Sin el pasado que se convertirá en futuro. Él puede tocar lo que nosotros no podemos, el momento mismo del horror, el momento de la muerte multitudinaria que hubo allí, el momento del casi. Ahora es un día caluroso de verano. Aún es el Eretz Israel en el momento anterior al estallido, en la centésima de segundo antes del placer o del dolor, igual que Ezequiel, el casi es la belleza de vivir y tal vez también el momento del fin, el momento en el que mueres y no puedes recordarlo. Ezequiel parece un anciano y un niño. Nacerá mañana y morirá ayer. Tiene lo que ninguno de nosotros tenemos, tiene la terrible inocencia de la eternidad y tiene su indescifrable profundidad.

Me senté a la sombra del frondoso árbol, soplaba un viento cálido, no demasiado caliente, el perro ladró a alguien que llegó tarde y pensé en El 3 de mayo de 1808, el cuadro de Goya. En él se ve a un hombre de tez morena levantando los brazos junto a varios cadáveres, detrás se ven casas arrasadas, todo es gris y los soldados están en posición de disparo apuntando con los rifles directamente al corazón del hombre mientras las balas que le disparan ya se ven sobre su cuerpo. Aún no le han fusilado realmente. Él está de pie durante el fusilamiento. En el casi del fusilamiento. Las balas salen de los cañones, están muy cerca del hombre, él parece gritar o clamar algo, el ambiente es tenso, el casi del fusilamiento que en una fracción de segundo lo matará está entre el hombre y las balas. Y el cuadro permanece. Los hombres ya no están desde hace tiempo. Goya está muerto. El hombre está muerto. El fusilamiento permanece. Del mismo modo que Ezequiel es el único hombre que permanece en El Qastel porque El Qastel no existe desde hace tiempo. El Qastel fue el momento decisivo de la guerra de la Independencia. La primera vez que permanecimos en un pueblo conquistado. La única vez que permanecimos por encima de la carretera. El camino de Jerusalén quedó más abierto. Motza, que soportó tantas guerras, se salvó. Después de El Qastel tomamos Tiberíades y Safed, y después de El Qastel también estuvo Dir Yassin. Los árabes pudieron tomar El Qastel. Nosotros nos retiramos. Ellos se fueron precipitadamente al funeral de su dirigente y desperdiciaron una victoria que les hubiese podido allanar el camino para derrotarnos en aquella maldita guerra. Vi con mis propios ojos a Abdel Kader gritando Hello boys; yo fallé, otro le mató. Ezequiel aún sigue tomando El Qastel.

Ningún muerto está casi muerto. Él nacerá dentro de un segundo, morirá dentro de una fracción de segundo, los árboles no tienen «casi». A un árbol le lleva cientos de años crecer un poco más de lo que creció antes. El árbol es eterno. Una casa puede ser eterna. Ningún hombre es capaz de calcular la medida de la eternidad, pero en la pequeña eternidad de cada existencia está la grandeza absoluta y Ezequiel la tiene sujeta. El «casi» no tiene absoluto. La perpetuidad del casi es el nacimiento de la especie, de la eternidad, de la vida y de la muerte. Pero el casi no es sempiterno, a menos que sea casi. Hablamos allí. Nos reímos. Tocamos un poco el presente, pero se nos escapó, no existía realmente y no pudimos hablar de Bibi o de Barak, no tocamos la vida, tocamos solo el pasado, que estaba muerto.

Danny Rubinstein, el gran experto que ha escrito tanto sobre los territorios ocupados, que habla árabe y es inteligente en sus razonamientos, con el que una vez caminé por Hebrón, y comprobé que todos lo saludaban, y con el que vi el horror, contó lo que es El Qastel de Ezequiel a ojos de los historiadores árabes. Ellos no pueden aceptar esa historia porque duele y escuece, y con razón. En los Salmos se dice «Leviatán, a quien creaste». El Qastel es un Leviatán oscuro en la metodología de la investigación palestina, les resulta duro, podrían habernos aplastado hasta el total sometimiento, no aparta la mirada de Ezequiel, pues lo que queda de El Qastel no son mis historias o las de los historiadores que profetizan hacia atrás porque, a diferencia de mí, ellos no tienen otra verdad que la que suponen e inventan, cada uno a su modo, y al final ellos saben lo que nosotros, los que olvidamos e inventamos el pasado desde nuestro interior, sabemos.

Y los amigos se han hecho también amigos entre ellos. Se conocen de ninguna parte. Han hecho mucho en la vida y quieren tocar al único hombre que permanece en El Qastel. Tal vez haya más. Ciertamente, todos nosotros, los que luchamos allí, seguimos teniendo un trauma de guerra. Yo tenía diecisiete años y once meses en la batalla de Ezequiel, pero creo que Ezequiel expresa también algo que nosotros no mencionamos. No hace mucho, alguien me dijo: podrías haber desaparecido, por qué seguiste al saber que no tenías muchas posibilidades de salvación, y frente a Ezequiel, no entiendo por qué precisamente allí, frente a su rostro surcado de arrugas, ante la tranquilidad de la tristeza y el pobre esplendor de un anciano soldado, pensé que hay algo en los soldados, en todas las guerras, que la gente que no ha luchado no podrá conocer nunca: la terrible dependencia de la matanza. Hay un instinto ancestral en el hombre, hemos nacido para matar con el fin de vivir, de cazar, de proteger a nuestra familia, recuerdo que, entre tanto, entre el dolor y la inexistencia, amé los momentos de la batalla. Todos los amamos. Todo soldado que lucha ama disparar y matar. Tiene un enemigo. El enemigo no permite pensar en la moral o cosas por estilo, en la batalla somos bestias, sedientas de sangre, eso no nos ayudaría. Cuando regresé de la guerra, un amigo mío hizo una fiesta en el jardín de la casa de sus padres. Fui. Estaban allí todos los amigos de antes de la guerra. Bebimos un poco. No éramos unos grandes bebedores y, tras dos o tres horas de exaltación de la amistad, cuando hubiésemos tenido que sentarnos «junto al fuego y recordar nuestros días en el Palmaj», me subí a una mesa, a pesar de tener aún la pierna escayolada, o quizá ya solo la llevase vendada, Ezequiel recordaba cada piedra de El Qastel pero él estaba allí y yo ya estaba a continuación, en casa de mi amigo, y pronuncié un discurso. No recuerdo exactamente lo que dije. Oí gritos. Me increparon. Poco a poco, todos fueron desapareciendo. Incluido el anfitrión. Me quedé sobre la hierba verde frente a una pequeña casa donde hoy han construido una casa de cuatro plantas y hablé sobre la muerte. Sobre la riqueza de la muerte. Sobre la belleza de la muerte. Sobre mi participación en la matanza y sobre como no me arrepentía. Después me arrepentí. Después hice autocrítica, pero entonces no. Tampoco ahora que he envejecido.

He escrito que maté a un niño. Pero todo el que estuvo en aquella batalla sobre la que he escrito sabe que no maté al niño. Mi amigo, casi como un hermano para mí, lo mató. Yo apunté para matar a mi compañero, pero no le di. La culpabilidad me dejó una profunda herida. Solo ahora comprendo el castigo que me impuse cuando escribí que había disparado al niño. No le di a mi compañero. Ahora ya son las doce de la mañana del viernes 6 de agosto, el día más caluroso hasta el sábado, y Ezequiel permanece allí para escapar de lo que yo llevo soportando toda la vida: él permanece allí y no hay en él culpa ni examen ni arrepentimiento. En el «casi», él espera la bala que lo mate. Ezequiel dijo que cargó con un herido. El comandante le mandó coger al herido y él no quiso cargar con él, pero el comandante lo ordenó y él cargó con él, no recuerda quién le disparó, dieron al herido, el herido murió y él, Ezequiel, se salvó.

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