1948

1948


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En su obra autobiográfica Una historia de amor y oscuridad, Amos Oz relata lo ocurrido la noche del 29 de noviembre de 1947, siendo él un niño de ocho años, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el Plan de Partición de la región de Palestina que, en aquellos momentos, se encontraba bajo administración británica, y toda la población judía de Eretz Israel salió a la calle para festejar aquel momento histórico. El pequeño Amos se acostó al amanecer y, al alargar la mano, tocó las lágrimas de felicidad de su padre: «Jamás en mi vida —dice—, ni antes ni después de aquella noche, ni siquiera cuando murió mi madre, había visto llorar a mi padre. Y de hecho tampoco esa noche lo vi: la habitación estaba a oscuras. Solo mi mano izquierda lo vio». Pocas horas después «los dirigentes religiosos llamaron a la yihad contra los judíos» y comenzó una guerra que aún tardaría unos meses en ser declarada. Esa declaración de guerra se realizó el 15 de mayo de 1948, fecha en que expiraba el plazo para cumplir la resolución de la ONU, pocas horas después de que David Ben Gurión proclamase la independencia de Israel y de que los británicos abandonasen la zona, cuando tropas egipcias, libanesas, transjordanas, sirias e iraquíes cruzaron la frontera e invadieron el recién fundado Estado de Israel. Todos aquellos capaces de luchar, desde jóvenes de apenas dieciocho años hasta supervivientes de los campos de concentración recién llegados de forma clandestina, se unieron a las fuerzas de la Haganá y del Palmaj, lo más parecido por aquel entonces a un ejército que todavía no existía, se subieron a vehículos rudimentarios que hacían las veces de blindados y empuñaron armas que en algunos casos no funcionaban, y en otros sí.

La guerra de la Independencia de 1948 quedó grabada en la memoria colectiva de israelíes y palestinos; para los primeros como un inicio, un nacimiento, un sueño hecho realidad, y para los segundos como la mayor tragedia jamás vivida. De un modo u otro, la guerra del 48 marcó a los dos pueblos y determinó su identidad, y tanto los acontecimientos históricos, sociales y políticos como la propia literatura demuestran que las heridas de la guerra han pasado y seguirán pasando de generación en generación, como si de una terrible enfermedad hereditaria se tratase, como si nadie pudiese librarse de «la genética del dolor» de la que habló el poeta Yehuda Amijai. La guerra marcó también a dos generaciones de escritores que lucharon en las filas del Palmaj, a los autores consagrados de finales de los años cuarenta como S. Yizhar, Moshé Shamir o Hayim Guri, que forman la llamada generación del 48 o generación del Palmaj, y a aquellos que comienzan a publicar a mediados de los años cincuenta, como Yehuda Amijai, y principios de los sesenta, como Yoram Kaniuk, que se enmarcan ya en la generación del Estado.

Fueron los miembros de la generación del 48 los que relataron la lucha por la independencia y la creación del Estado de Israel. Sus obras narran la vida del colectivo, la vida del kibutz, las experiencias de los jóvenes soldados que luchan en el campo de batalla y se sacrifican en aras de la nación, del sabra (el nacido en Palestina-Eretz Israel) como prototipo del nuevo israelí en el que la identidad individual se difumina en el colectivo y que se debate entre el deber y la conciencia. El nuevo israelí ocupa el lugar del viejo judío de la diáspora, y la lucha, la victoria, la nueva identidad colectiva sustituyen al viejo tema del destino trágico del pueblo en el exilio. A diferencia de sus padres literarios, estos autores tenían solamente un idioma, un paisaje y una cultura y también una biografía común, así lo expresa Aharón Megged, uno de los miembros de esta generación: «La fuente de las experiencias, compartida por la mayor parte de los autores —el colegio y el movimiento juvenil pionero, el kibutz, la guerra mundial y la guerra de la Independencia—, dejó su sello en las obras y fue la causa principal que, en gran medida, desdibujó la individualidad de cada escritor».

Tras la guerra, la victoria y la creación del Estado de Israel, el centro del panorama literario lo ocupa, en los años sesenta, un grupo de escritores que se aleja de la inmediatez, del localismo, de la exaltación colectiva y del sabra, para adentrarse en el universo privado y pequeño del individuo y plasmar también otras realidades antes olvidadas: «Los acontecimientos de aquellos años ya no eran tan tempestuosos y peligrosos que obligasen a vivirlos a través de la colectividad», sostiene Abraham B. Yehoshúa, uno de los autores más destacados de la generación del Estado, autores que en su mayoría no lucharon ya en esa guerra.

A diferencia de lo que le ocurrió a Yehuda Amijai, que formó parte del Palmaj y compuso una extensa obra como reflexión en torno a la guerra y a la muerte, pero que literariamente se alejó de esa generación para servir de puente entre lo viejo y lo nuevo y convertirse así en el poeta más importante de la generación del Estado, Yoram Kaniuk, que también luchó en las filas del Palmaj con apenas diecisiete años, publica sus primeras obras en los años sesenta sin considerarse parte de ningún grupo ni de ninguna generación literaria: «Estuve en el Palmaj —afirma—, pero no fui un miembro del Palmaj, no tenía nada que ver con eso del “nosotros” del Palmaj. En la generación del Palmaj había un grupo de escritores que crecieron juntos: Moshé Shamir, Aharon Megged, Hanoch Bartov, S. Yizhar, Hayim Guri. Luego estaba el grupo de Gershon Shaked, Oz, Yehoshúa, Kenaz. Yo llegué solo. De ninguna parte. Llegué de Estados Unidos. Del jazz. Mis libros tardaron mucho tiempo en comprenderse».

Kaniuk escribe obras sobre la guerra de la Independencia y sobre la realidad de los supervivientes del Holocausto durante la inmigración clandestina; de hecho, fue el primer escritor israelí que publicó un libro sobre la Shoá sin haber sufrido el horror de los campos: El hombre perro, de 1968. En esta obra, Kaniuk se atrevió a describir los campos de exterminio como un circo del infierno y a trasladar ese circo infernal a un manicomio de Israel donde los supervivientes libran una batalla contra su propio pasado y contra un Dios que guardó silencio mientras un pueblo era aniquilado, pero en el que no pueden dejar de creer porque «nadie inicia una guerra contra un enemigo que no existe». Este libro revolucionario, como otros publicados por este autor, no fue comprendido ni aceptado por la sociedad israelí del momento. Y es que, aunque sus obras han sido traducidas y aclamadas internacionalmente, en Israel el reconocimiento le ha llegado bastante tarde. Ha sido precisamente en estos últimos años cuando Yoram Kaniuk se ha convertido en un escritor de éxito en su propio país, prueba de ello son las recientes reediciones de algunas de sus obras o el rotundo éxito de ventas y de crítica que ha obtenido este último libro, 1948, sobre todo entre las generaciones más jóvenes.

En contra de lo que les sucede a los escritores consagrados de la generación del Estado, los lectores más jóvenes siguen leyendo a Yoram Kaniuk y recibiendo sus obras con entusiasmo. Los jóvenes israelíes, que no vivieron aquellos acontecimientos y que en cierto modo consideran ya el heroísmo y el antiheroísmo de la fundación del Estado un tema casi agotado, han alabado 1948 porque, como señala el joven escritor Amichai Shalev, narra la historia de la fundación del Estado y el ambiente de aquella época únicamente basándose en sus recuerdos personales, en anécdotas individuales, de una forma rota, entrecortada, auténtica, natural, sin hablar en nombre de nadie, sin lecciones de moralidad, plasmando recuerdos de una guerra caótica, frenética y plagada de atrocidades por la que habría que pagar un alto precio. Otros críticos más veteranos han objetado, sin embargo, que el libro desvirtúa, empequeñece y revienta los valores de la generación del Palmaj, de aquellos que tenían una conciencia ideológica, sionista y nacionalista y que lucharon con entrega y camaradería, que se trata de un libro escrito para gustar a los lectores a los que Kaniuk se dirige, a la joven generación que quedará impresionada con el carácter juvenil de un anciano escritor que, en palabras del profesor y crítico literario Yosef Oren, «describe la guerra de la Independencia como una serie de batallas fallidas dirigidas por comandantes y luchadores traumatizados a quienes, sin proponérselo, les salió un Estado». Aceptemos o no estas críticas, lo cierto es que Kaniuk siempre ha sentido afinidad con los jóvenes, también con los escritores más jóvenes; de hecho, se considera el padre literario de escritores como Etgar Keret, Ozi Weil u Orly Castel-Bloom, porque, como él mismo dice, «son carne de mi carne. Tienen humor e ironía, no se toman a sí mismos demasiado en serio, no representan a la nación, no hablan en nombre de la eternidad».

1948 no es un relato histórico de lo sucedido durante la guerra de la Independencia, aunque en él se describen batallas históricas que forman parte de la memoria colectiva israelí, sino la narración de unos recuerdos íntimos y personales que su autor revive más de sesenta años después, recuerdos que, como afirma el historiador Motti Golani, hacen «el movimiento contrario al de la investigación historiográfica: no desde el pasado hacia el presente, sino desde el presente hacia el pasado». En este libro, la terrible realidad se entremezcla con la imaginación. Como señala el propio autor, no todo lo relatado en el libro ocurrió tal y como se cuenta o incluso puede ser inventado: «No recuerdo más de lo que estoy escribiendo aquí, y tal vez parte de los recuerdos los he ido inventando con los años». Esta misma idea se repite a lo largo del libro y, en otro lugar, describe cómo, treinta años después de una de las batallas libradas durante la guerra, un día, de pronto, en una playa, «emergió del agua un recuerdo, como nuevo, que estaba oculto en mí y que hasta ese momento se había negado a salir a la superficie. Lo observé como si fuera una película. Me fui a casa y escribí lo que había recordado. Pero lo que escribí no tiene por qué ser necesariamente lo que ocurrió».

Lo descrito en esta obra no pertenece al ethos colectivo israelí de la guerra de la Independencia, sino al recuerdo personal de un testigo de diecisiete años que, mientras sus compañeros siguieron en el instituto, se alistó voluntario en las filas del Palmaj y se vio inmerso en los infiernos, en el horror, en la matanza, en la sangre, pero también en una especie de ensoñación, de caos, de absurdo y de confusión, y terminó fundando un Estado: «Eso nos pasó a nosotros. Fuimos a traer judíos por mar y terminamos fundando un Estado en las montañas de Jerusalén», y eso, según Kaniuk, «es lo más gracioso que me pasó en aquella guerra, que fundé un Estado mientras dormía y bailaba una horá junto a un compañero desconocido que estaba partido en dos».

Yehuda Amijai, en su libro Detrás de todo esto se oculta una gran felicidad, de 1974, escribió: «No tengo nada que decir sobre la guerra, / no tengo nada que añadir, me da vergüenza». Sin embargo, no pudo dejar de escribir sobre la experiencia vivida en la guerra de la Independencia desde que comenzó a escribir poemas en 1948 hasta su muerte en el año 2000 y, cuando sabía que le quedaba poco tiempo de vida, volvió a recorrer los lugares donde luchó y vio de cerca la muerte, los mismo lugares que poblaron toda su obra durante más de cincuenta años. Cincuenta años lleva también Yoram Kaniuk escribiendo sobre la guerra, sobre el Palmaj, sobre sus vivencias como marinero ayudando a supervivientes de la Shoá a llegar a Israel, una experiencia imborrable porque, de algún modo, todo aquel que estuvo allí «desde aquel día no vive, tan solo existe, su cuerpo ha continuado adelante, pero él se ha quedado en un instante terrible, en una batalla de terror, de matanza y de sangre, fue herido y sobrevivió y se arrastró» y «aún se arrastra por allí».

Estas palabras del epílogo aluden a la cita de Ezequiel que abre y cierra el libro: «Y pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre y te dije: “¡En tu sangre vive!”. Y te dije: “¡En tu sangre vive!”». La cita está tomada de la alegoría del nacimiento de Jerusalén, a la que no se limpió ni purificó con agua sino que fue arrojada al campo llena de sangre hasta que Dios se apiadó de ella, la salvó, la limpió, la vistió y la adornó para hacerla su esposa. En el contexto de este libro, la cita hace referencia al nacimiento del Estado de Israel que, como la Jerusalén bíblica, nació arrastrándose en la sangre, pero también alude a aquellos que quedaron allí en medio de un charco de sangre, aunque la memoria colectiva israelí hiciese brotar hermosas «flores rojas» de esa sangre derramada, y a todos aquellos que tuvieron que levantarse y continuar hacia delante para intentar seguir viviendo en la sangre y pese a la sangre.

Es ahora tarea del lector dejar hablar al libro, adentrarse sin prejuicios en una realidad muchas veces desconocida, la realidad de Israel y concretamente de la lucha por la independencia durante los meses previos a la fundación del Estado de Israel. Esta obra nos ayudará a saber quién es Yoram Kaniuk y quién fue en aquella época que describe, pues como el propio autor dice, el lector debe «preguntar al libro sobre el escritor y no al revés, como ocurre siempre», pero no nos ayudará a saber lo que ocurrió realmente durante los meses que duró la guerra, eso forma parte de los libros de historia que se han escrito y que aún quedan por escribir.

RAQUEL GARCÍA LOZANO

1948

A mis compañeros vivos y muertos de la brigada Harel y a Hanoch Kosovesky, un valiente, a quien le gusta cómo soy y me mira con recelo, un hombre de esta tierra, un hombre sanguinario, como todos nosotros. Con un profundo amor a todos aquellos que estuvieron allí, en el infierno de la matanza, y que también fundaron un Estado.

Y pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre y te dije: «¡En tu sangre vive!». Y te dije: «¡En tu sangre vive!».

Ezequiel 16, 6.

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